I: Condenación

I

CONDENACIÓN

—Sacadlo.

El brazo herido del capellán estaba empapado en sangre, y lo apretaba contra su cuerpo inconscientemente mientras daba la orden.

Los interrogadores cirujanos respondieron con eficacia. Sacaron la estructura del excruciador y al Guerrero de Hierro encarcelado a la extraña luz del día.

El prisionero estaba atado y sujeto a uno de los Rhino de la compañía. La idea era mantenerlo lejos de los Salamandras de los muros y evitar que escupiese dogmas del Caos en un esfuerzo por disuadirlos de su propósito.

Un pequeño grupo observaba en el patio de la fortaleza de hierro mientras situaban al traidor a la vista. Dak’ir estaba entre ellos, y también estaban N’keln, Praetor y Pyriel. Fiel a los últimos tiempos, el bibliotecario no se alejaba de él y observaba al hermano sargento meticulosamente de vez en cuando. Dak’ir no sabía qué le pasaba ni qué había hecho Pyriel. Si Scoria iba a poner a prueba a la 3.ª Compañía en el último campo de batalla, tal vez nunca lo sabría. No obstante, sabía que se hacía más fuerte, y a pesar de toda la experiencia, el entrenamiento y el condicionamiento hipnótico, tenía miedo.

Elysius estaba al frente del interrogatorio y se negó a recibir asistencia médica, excepto una capa de gasas bajo el cabestrillo para vendar la grave herida.

Fugis no esperaba menos. Seguía habiendo afecto entre ellos, y operaban como lo habían hecho en extremos opuestos del espectro bélico. Dak’ir supuso que el apotecario estaría ocupado con algo, seguramente con los heridos y extrayéndoles la semilla genética a los muertos. El hermano sargento supuso que Fugis lo habría hecho en el compartimento de los soldados del Yunque de Fuego. N’keln había dicho que el torreón de la fortaleza de hierro seguía clausurado. Cierto, la intensidad del malestar y las torvas emanaciones que procedían de la piedra y el metal con que se había forjado habían decaído en ausencia de los efluvios psíquicos naturales de los orkos, pero fuera lo que fuera lo que rondaba las entrañas de ese lugar, corpóreo o no, debía quedarse allí, encerrado.

El Land Raider era un buen sustituto a falta de un apotecarium improvisado más grande. Muchos Salamandras heridos, hasta colonizadores humanos, esperaban los cuidados del apotecario alrededor del tanque de asalto.

A Dak’ir, que había visto entrar a Tsu’gan hacía media hora, le preocupaba que no estuviese de testigo en el interrogatorio, pero N’keln le había ordenado curarse y prepararse para luchar otra vez en cuanto fuera posible. A la luz de su aparente renuncia a la capitanía de la 3.ª Compañía, Dak’ir decidió reunirse con él y dejar claros algunos puntos antes de que llegasen los orkos.

El resto de los Salamandras cuyas heridas no eran graves ni necesitaban las atenciones de Fugis estaban en formación alrededor de las almenas de delante de la puerta.

Juntos, observaron los cielos y las dunas. Por encima de sus cabezas, la roca negra se cernía como una maldición. Sólo quedaban unas horas hasta que los pieles verdes aterrizaran.

—Habla, traidor, y tu muerte será rápida —declaró Elysius, evocando el odio a pesar de su dolor e incomodidad.

El Guerrero de Hierro no logró hablar con claridad, pero un sonido ahogado salió de su boca.

—Más alto, cobarde siervo de los falsos dioses —le espetó Elysius—. Los verdaderos sirvientes del Emperador no se esconden tras susurros.

Dak’ir oyó los susurros mientras el Guerrero de Hierro se encaraba al capellán y alzaba la voz.

—Hierro dentro, hierro fuera —cantó, como un mantra.

Una ráfaga de rayos golpeó el pecho del traidor a través de su crozius.

El arma estaba a baja intensidad, de modo que no mató al prisionero. Aun así, sobre su cuerpo se veía la cicatriz de la carne calcinada, y llenó el aire con su desagradable olor.

Dak’ir se dio cuenta de que el capellán no utilizaba a sus interrogadores cirujanos con el Guerrero de Hierro y prefería, cosa extraña, desempeñar la tarea él mismo. Evidentemente estaba furioso por el ataque del orko y descargaba su furia en el traidor.

—Déjate de enigmas —espetó. Guardó el crozius y sacó la pistola bólter. Presionó el frío cañón contra la frente del Guerrero de Hierro—. Habla.

—Hierro dentro, hierro fuera —contestó el prisionero, que seguía negándose a cooperar.

—No lo preguntaré por tercera vez —prometió Elysius, presionando con más fuerza el bólter sobre la cabeza del guerrero—. Dime cómo derrotaste a los pieles verdes. ¿Cómo pudiste sobrevivir? ¿Tiene algo que ver el cañón de las entrañas del bastión fétido? ¿Para qué sirve? ¡Contesta, rápido!

—Hierro den… —empezó a decir el traidor, y de repente se detuvo. La sombra de las astillas que se habían desprendido de la roca negra había cubierto el patio—. Condenación —dijo con voz ronca.

Elysius siguió su mirada y también Dak’ir y los demás. Todos sabían lo que era.

Anteriormente, en el viaje de vuelta de los campos de la masacre, más allá de la fortaleza, Dak’ir le había descrito a N’keln la naturaleza de la roca negra tal como Illiad, el colonizador humano, le había contado. Era similar a un planetoide, rotaba en una órbita con forma de herradura alrededor de Scoria; un planetoide habitado sólo por orkos. Cada pocos años se acercaba lo suficiente a Scoria como para que los orkos zarpasen en sus amenazantes embarcaciones atmosféricas y declarasen la guerra a quienquiera que habitase el planeta, porque a los orkos les encanta la guerra. Antes de la llegada de los Salamandras habían luchado contra los Guerreros de Hierro, que construyeron su fortaleza y el cañón sísmico con alguna intención desconocida. Dak’ir sospechaba que él sabía parte de los motivos, pero le ocultaron el resto.

—Condenación —repitió el herrero de guerra—. Os superábamos en número por mucho, perritos falderos del Emperador, y aun así los pieles-verdes lucharon hasta casi hacernos desaparecer. No perduraréis.

—¿Por eso estabais construyendo el arma? —preguntó Elysius, presionando más fuerte con el bólter sobre la sien del guerrero—. ¿Pensabais utilizarla contra los orkos para inclinar la balanza a vuestro favor?

Una voz ronca y metálica salió por detrás del casco cerrado del traidor.

—No lo ves —rio—. Te salvará. Nos hemos ocupado de vuestra destrucción. ¡La condenación de los hijos de Vulkan está por llegar! Vuestra conde…

El flujo de sangre y materia contra la armadura negra de Elysius fue el epílogo de la réplica del bólter cuando le disparó al Guerrero de Hierro en la cabeza.

Un leve temor se reflejó en el rostro del capitán N’keln, y la única pista de su disgusto fue lo repentino de la ejecución.

—Era un recipiente vacío. No servía para nada más —explicó el capellán—. Dejad que se pudra en los fuegos de la disformidad. El abismo lo reclamará.

—Aun así, el traidor tenía razón —intervino Pyriel.

Elysius se volvió para enfrentarse a él. El lenguaje corporal del capellán sugería que acababa de emitir juicios sobre su lealtad, su fe y el fervor de éstas.

—No podemos vencer a los orkos —afirmó Pyriel. Elysius retrocedió ante su mirada celeste. El bibliotecario centró su atención en N’keln—. La roca negra se acerca. Pronto estará en su posición óptima. Los cielos ya están atestados de pieles verdes. Un planetoide de orkos, señor —dijo—. Posiblemente sean millones. Aunque tuviéramos la mejor estrategia, incluso con todo el capítulo y lord Tu’Shan a nuestro lado, perderíamos la batalla.

—No estoy seguro de adónde nos lleva esta línea de razonamiento, hermano bibliotecario —dijo N’keln.

—He hablado con el tecnomarine Draedius. —A Dak’ir le sorprendió saberlo. Había estado con Pyriel casi todo el tiempo antes y después de la batalla—. Y cree que el arma forjada por nuestros hermanos traidores es útil.

Elysius explotó al oír el comentario.

—¡No puedes proponer que utilicemos las armas del enemigo! —rugió—. La herejía merodea por ese sendero, bibliotecario. Moriría con gusto antes que comprometer mi pureza y tiznarla con la semilla de Perturabo.

—Todavía puedes cumplir tu deseo. —Pyriel continuó con un tono moderado—: Pero yo no ofreceré voluntariamente mi vida ni las vidas de mis hermanos o la gente de este mundo al yunque de guerra por mero orgullo. Confía en la fe y la valentía que Nocturne nos infundió desde que nacimos y renacimos —imploró—. Podemos activar el cañón y utilizarlo para destruir la roca negra y a los pieles verdes que están en ella.

—¿Y con qué fin? —contestó el capellán—. Nos arriesgamos a comprometer nuestra pureza a los ojos del Emperador Inmortal. Y en el supuesto de que no acabemos manchados y venzamos a nuestros enemigos, ¿entonces qué? Nuestro barco sigue enterrado en cenizas, privado de la energía del motor para liberarse y este planeta se desintegra desde dentro.

En aquel momento, hubo un profundo estruendo bajo la tierra y el fuego de los volcanes rabiosos volvió rojo el cielo oscuro.

—Abandonar una oportunidad de victoria es abandonar la esperanza —dijo Pyriel—. Me niego a creer que Vulkan a través del Libro del Fuego nos haya enviado a Scoria sin motivo para la destrucción inevitable. Tú lo has dicho, hermano: nuestro destino era ser atacados desde el cielo con los ojos abiertos a la verdad.

Elysius lo escuchó y se dio cuenta de que no tenía palabras. En vez de responder, miró a N’keln. Tenía que decidir el capitán.

—A pesar de que me ofende profundamente ensuciarme las manos con armas de traidores, no veo otra opción. No podemos usar el Ira de Vulkan para destrozar la roca negra y aquí no tenemos ninguna otra arma capaz de tal hazaña: el cañón sísmico de los Guerreros de Hierro será nuestra elección. Los efectos prácticos deben prevalecer sobre la falsa gloría. Mi decisión está tomada.

Pyriel asintió. Elysius se hizo eco unos segundos más tarde, reacio pero cediendo a la voluntad de su capitán y su consejero.

—¿Qué quieres que haga, señor? —preguntó el capellán.

—Después de abrir el torreón, el hermano Draedius te acompañará a las catacumbas donde se guardan las armas. Coge lanzallamas, lo que necesites, y límpialo, santifica el cañón y deja que nuestro tecnomarine dirija sus espíritus máquina mancillados. Luego tráelo a la luz del día y limpia la oscura mancha que tanto daño ha causado al cielo de este mundo.

—Las armas necesitan cierta cantidad de fyron para disparar, es el metal que extraen aquí los colonizadores —advirtió Pyriel.

N’keln lanzó una dura mirada al bibliotecario. A Dak’ir le parecía que el capitán aumentaba de estatura a cada momento.

—¿Sabes dónde está la mina, hermano?

—Podemos seguir a un guía de los supervivientes humanos —dijo llanamente.

Dak’ir pensó en seguida en Illiad y se dio cuenta de que no había visto al líder de los colonizadores desde que volvieron a la fortaleza de hierro. También se dio cuenta de que faltaba un Rhino.

—Pues hacedlo. —La respuesta de N’keln interrumpió los pensamientos de Dak’ir—. Hermano sargento —añadió, atrayendo la atención directa de Dak’ir—, reúne una escuadra de combate que os acompañe a ti y al hermano Pyriel. Es primordial que regreséis con mineral de fyron suficiente para poder disparar al menos un cañonazo.

—Sí, señor —saludó Dak’ir.

—A vuestras tareas, hermanos —dijo N’keln.

* * *

El hermano Shen’kar esperaba pacientemente en el exterior con esquemas y escenarios potenciales de combate para que el capitán los valorase. Aunque consiguieran destruir la roca negra, ya había muchos orkos de camino que pronto aterrizarían en suelo de Scoria. El enfrentamiento con ellos sería inevitable y el resto de los Salamandras tenía que estar preparado.

Poco más se podía hacer por el maestro Argos y el Ira de Vulkan. N’keln se había negado en todas las ocasiones a ir a reforzar la nave. Tenían una buena posición en la fortaleza y los orkos podrían volver. Si alguno encontraba el camino al lugar de la explosión, los auxiliares tendrían que arreglárselas. A N’keln no le parecía muy probable. Los Salamandras no buscarían cobijo tras los muros esta vez. Sus efectos eran muy peligrosos e impredecibles por culpa de la estela psíquica de los pieles verdes. No. Se enfrentarían a las hordas al aire libre y las recibirían cuerpo a cuerpo, lo que mejor hacían los hijos de Vulkan. Si los derrotaban, N’keln consideraría que no merecían el afecto del primarca ni un destino mejor. Escogió confiar en la fe y en que la salvación de la compañía se presentaría a través de los fuegos de la guerra.

Dak’ir quería hablar en persona con N’keln sobre el destino de Gravius y las armaduras de la vieja legión con más detalle, pero por ahora el capitán estaba centrado en los planes de batalla. Hasta el momento sólo había conseguido informarlo sucintamente de los hechos: de su descubrimiento con Pyriel del anciano Salamandra y de las servoarmaduras guardadas a bordo del Ira de Vulkan, en uno de los muchos armoriums de la nave.

El capitán lo había escuchado todo con silenciosa inescrutabilidad y no le había confirmado a Dak’ir que su plan pudiera llevarse a cabo.

Destruir la roca negra, salvar lo que pudieran de aquel mundo y esperar encontrar una vía de escape. Ahora ésas eran las prioridades de los Salamandras, y en ese orden. Todo lo demás era secundario.

—Reunid aquí a vuestros guerreros —dijo Pyriel una vez que N’keln y Elysius fueron a buscar a Draedius y sus lanzallamas—. Os buscaré unos guías.

Dak’ir asintió, con la cabeza de repente en otras cosas, mientras observaba la escotilla abierta del Yunque de Fuego. Ba’ken lo estaba esperando junto al Land Raider.

Dak’ir agarró la hombrera del enorme guerrero, se inclinó y le dijo:

—Vamos hacia las minas. Necesito a cuatro hermanos de batalla, tú incluido.

Ba’ken asintió y fue a reunir a las tropas.

Dak’ir siguió su camino y pronto se encontró en la escalerilla del Yunque de Fuego. La iluminación del interior era escasa, pero aun así pudo ver a los hermanos de batalla heridos encorvados sobre las literas, a la espera de ser atendidos. Dak’ir también se fijó en dos ataúdes médicos donde yacían los Salamandras en estado de coma, que seguían con vida gracias a la acción de sus membranas ansus en respuesta al grave daño que habían sufrido en la batalla contra los orkos.

También vio otros ataúdes: estos contenían los cuerpos de héroes fallecidos destinados al pyreum a los que les habían extraído las glándulas progenoides para futuras generaciones de Salamandras. Los muertos estaban junto a los cadáveres de los colonizadores. Casi la mitad habían luchado con valentía junto a los astartes y se unirían a ellos como distinción de honor y respeto por su sacrificio.

Dak’ir entró y creyó ver a Fugis inclinado sobre un Salamandra herido en la parte de atrás, dándole la espalda. Cuando vio el casco verde sobre la camilla, Dak’ir se dio cuenta de que no era el apotecario.

—¿Dónde está Fugis? —preguntó escuetamente, molesto por su equivocación.

El hermano Emek se dio la vuelta, pero el paciente habló por él.

—N’keln le encomendó otra misión cuando volvimos a la fortaleza de hierro —le dijo Tsu’gan. Le habían quitado el peto y una parte de su blindaje. Emek acababa de vendar el pecho de Tsu’gan. Los vendajes estaban apretados y manchadas de rosa oscuro por la sangre que aún brotaba de las heridas. Le habían aplicado bálsamos y ungüentos para acelerar el proceso de recuperación. Olían a ceniza y a roca ardiendo. Dak’ir también vio las muchas cicatrices de la piel del sargento. Eran anchas y profundas y se preguntaba cómo el sacerdote marcador de Tsu’gan había podido ser tan cruel con las marcas de honor.

—Os dejo, hermanos —dijo Emek, siempre diplomático, y se trasladó al otro lado de la bodega donde otro paciente lo esperaba. Dak’ir asintió al verlo pasar, pero su atención estaba puesta en Tsu’gan, que se había levantado y se estaba poniendo el peto.

—¿Cuáles son sus tareas aquí? —preguntó Dak’ir—. ¿Y qué misión?

—Había poco que pudiera hacer, salvo extraer las progenoides de nuestros hermanos caídos. Eso se hizo en el campo de batalla, el resto son vendajes que tu soldado, Emek, parece ser más que capaz de hacer. —Tsu’gan encajó la armadura y la cerró por delante y por detrás, haciendo un gesto de dolor por el esfuerzo—. Puede que Fugis lo esté preparando para el papel de apotecario.

Dak’ir apretó un puño por la deliberada provocación del hermano sargento.

—¿Dónde está Fugis? —volvió a preguntar.

—Se ha ido —respondió Tsu’gan sin más explicación, flexionó el brazo izquierdo e hizo rotar el omóplato bajo la hombrera—. Rígido —dijo, en parte dirigiéndose a sí mismo.

—Tsu’gan —insistió con impaciencia Dak’ir. En el tiempo que pasaron separados casi había olvidado cuánto despreciaba al otro sargento.

—Tranquilízate, igneano. N’keln lo ha enviado a la cámara donde encontraste al anciano. Va a extraerle la semilla genética.

—Illiad lo llevará hasta allí —murmuró Dak’ir, pero no muy bajo para que Tsu’gan pudiera oírlo. También explicó lo del Rhino desaparecido.

—El humano con el que viniste, sí.

Dak’ir sintió remordimientos. Lo correcto era que se conservase la semilla genética de Gravius, pero el anciano Salamandra sabía tantas cosas que en un momento dado hubiesen podido descubrir… Ahora, en lugar de eso, caerían en el olvido para siempre, correrían el mismo destino que el cuerpo de Gravius.

Dak’ir tenía la esperanza de que pudieran recuperarlo de alguna forma por lo menos poder devolvérselo a Prometeo y al capítulo. Le entristecí pensar que ése fuera el fin del antiguo héroe. No parecía encajar.

—¿Para eso has venido, para hablar con Fugis? —preguntó Tsu’gan interrumpiendo los pensamientos de Dak’ir—. Es poco probable que regrese, y estaremos hasta arriba de orkos cuando vuelvas a poder verlo.

Un gesto triste recorrió sus facciones, y a Dak’ir le recordó a un sa’hrk uno de los lagartos depredadores de la llanura Scorian de Nocturne.

Dak’ir se acercó un paso más, de modo que los dos quedaron sólo un metro de distancia. Bajó la voz.

—He venido a hablar contigo —reconoció—. He visto cómo mirabas a N’keln cuando mató a la bestia. ¿Tengo que creer que has cambiado de opinión?

—Los fuegos de la guerra han emitido su juicio —fue la única respuesta de Tsu’gan, que se puso a comprobar los cierres a presión de su servoarmadura.

—Entonces, ¿ha llegado el fin de las reuniones clandestinas y de tu ambición por liderar la compañía? —El tono de Dak’ir iba subiendo. Tsu’gan alzó la mirada de forma brusca. Había furia e incluso violencia en su mirada.

—Las amenazas mezquinas son algo muy rastrero incluso para ti, igneano —dijo—. No me pongas a prueba —advirtió.

Dak’ir replicó con altanería:

—Y para ti. Y no te estoy amenazando. Sólo quiero saber de qué lado estás.

—En el mismo que tú —espetó Tsu’gan con los dientes apretados—. No creas que este acuerdo tiene que ver contigo, igneano. No. Tenemos asuntos pendientes tú y yo.

—¿Ah, sí?

Tsu’gan se le acercó aún más. El olor de los penetrantes aceites de su piel le trajo a la mente el azufre.

—Tus sueños y augurios, igneano, no son naturales.

La expresión de Dak’ir mostraba el temor interno a que eso fuera cierto. Tsu’gan siguió sin inmutarse.

—He visto cómo te observa el bibliotecario. No sé qué escondes, pero lo descubriré. —Tsu’gan se acercó tanto que quedó cara a cara con el otro sargento—. Quiero que sepas que no dudaré en matarte si te desvías del camino correcto.

Dak’ir dio un paso atrás y adoptó una postura desafiante.

—Hablas como Elysius. No es cosa mía, Tsu’gan. Son Kadai y Stratos.

La seguridad del rostro de Tsu’gan se desvaneció durante un momento. «Lo temes todo…».

Las palabras de Nihilan solían volver a él cuando menos lo deseaba.

—No le temo a nada —murmuró en tono casi inaudible.

Dak’ir continuó.

—Deja que se disipe tu culpa, hermano. Al final acabará contigo —dijo negando con la cabeza con tristeza.

Tsu’gan hizo crujir los nudillos y durante un momento Dak’ir creyó que lo golpearía, pero controló su enfado en el último momento y se contuvo.

—No tengo por qué sentirme culpable. —Dak’ir sospechaba que le sonaba falso hasta al propio Tsu’gan—. ¿Hemos terminado? —preguntó después de una pausa forzada.

—Voy a las minas —dijo Dak’ir sin estar seguro de por qué se lo contaba a Tsu’gan. Tal vez por lo que sospechaba que había encontrado ahí y que establecía algún vínculo entre ambos.

Tsu’gan sólo asintió.

—Pretenden disparar con el cañón para destruir la roca negra —aventuró.

Entonces le tocó asentir a Dak’ir.

Sin nada más que decir y sin tener claro por qué había venido a hablar con Tsu’gan en realidad, Dak’ir dio media vuelta. Se acercaba a la rampa cuando oyó la voz del otro sargento.

—Dak’ir…

Rara vez lo llamaba así. Solía llamarlo «igneano». Dak’ir se detuvo y se volvió. Tsu’gan estaba serio.

Dak’ir sabía lo que quería decir. La mirada de Tsu’gan era suficiente aunque no hubiese entendido el significado de sus palabras. Dak’ir también lo había notado. Los últimos días, desde que aterrizaron en Scoria, había tenido esa sensación. Sólo burbujeaba bajo la superficie como la sangre de magma de aquel mundo, preparada para estallar y cambiar Scoria para siempre.

—En el nombre de Vulkan —dijo Dak’ir con tono solemne.

—Adelante —respondió Tsu’gan antes de darse la vuelta para recoger su bólter.

Cuando volvió a mirar la escalerilla, Dak’ir ya se había ido.