II: Ser el yunque. Convertirse en el martillo

II

SER EL YUNQUE. CONVERTIRSE EN EL MARTILLO

Iban apareciendo islotes de tierra entre el mar verde cuando Dak’ir sacó a su escuadra a la superficie. Los orkos seguían por las dunas de cenizas, como habían informado los exploradores de Agatone, pero su masa, antes homogénea, se había transformado en grupos aislados.

La coherencia que había mantenido unidos a los grupos de pieles verdes se rompía. El instinto de supervivencia iba prevaleciendo sobre el deseo de conquista, las rivalidades entre tribus que en su momento habían contenido las brutales amenaza de su superior habían vuelto a resurgir. Había grupos marginales de orkos destrozados por las disputas internas que notaban cómo cambiaba su suerte y reclamaban el liderazgo.

—Quédate conmigo, Illiad —gritó Dak’ir con el resplandor de su pistola de plasma extinguiéndose mientras un orko decapitado se desmoronaba y los humanos llegaban a la superficie.

Sonnar Illiad asintió sin más. Tenía un gesto duro en su pálido rostro, sus músculos se tensaban al sujetar el rifle láser con más fuerza de lo necesario. A los otros colonizadores les pasaba lo mismo. Habían logrado mantenerse organizados y firmes, pero evidentemente nunca habían luchado en un conflicto así.

Durante unos momentos, Dak’ir se lamentó de no haberse enfrentado a Agatone por el papel que iban a desempeñar en la batalla, pero cuando un tiroteo de sus rifles láser destrozó a la horda de orkos que se aproximaba, cambió de opinión Un hombre que luchaba por su tierra lo haría hasta la muerte con toda determinación. Dak’ir no podía negarles aquello a los colonizadores.

A medida que los orkos cedían, Dak’ir vio a N’keln replegar las diseminadas fuerzas de los Salamandras.

«Ser el yunque. Transformarse en martillo».

Recordó las palabras del capitán.

—Purificar y quemar —rugió Dak’ir a través del comunicador. Ba’ken fue el primero en adelantarse desde la derecha de su sargento, enviando a los pieles verdes una cortina de fuego.

Un segundo estallido salió del voluminoso lanzallamas del venerable hermano Amadeus, quien se había arrastrado desde el agujero de emergencia de las bestias de quitina que tenían a sus espaldas.

—«Purificar y quemar» —repitió el dreadnought de los Salamandras. El eco de su comunicador restalló por encima del rugido de la conflagración que rodeaba a los orkos.

Sólo quedó tierra calcinada entre Dak’ir y la Guardia Inferno una vez que se extinguieron las llamas. Los cúmulos de cenizas se resquebrajaban bajo sus botas mientras el hermano sargento buscaba a su capitán. N’keln se abría paso entre los pieles verdes con la espada de energía. Tras él, el estandarte de la compañía portado por Malicant creaba un fondo glorioso. El Yunque de Fuego se movía lentamente tras ellos, lanzando nubes de fuego y acribillando a los orkos con los disparos del cañón de asalto.

De nuevo con su capitán, Dak’ir levantó la espada sierra al ver acercarse a más orkos.

—¡Avanzad! —ordenó.

Conforme más Salamandras se abrían paso hasta N’keln, empezaba a formarse un nexo de fuerza.

Formaban el yunque poco a poco. Luego iría el martillo.

Dak’ir vio a su objetivo a través de la ardiente calima.

El kaudillo de los pieles verdes ignoró a las hordas que discutían y peleaban entre sí, y se concentró en los «hombres de lata» que acababan de destruir la máquina de guerra orka.

Llegaron a un alto en la matanza, apenas a cien metros de los Salamandras que avanzaban, y la bestia lanzó un reto. Sentado en el asiento de su vehículo de guerra, el jefe levantó la barbilla hacia Praetor.

Tsu’gan llegó al lado del sargento veterano a tiempo para oír la orden que daba a los dracos de fuego.

—Matadlo —rugió.

Praetor era un héroe, un veterano de innumerables batallas y campañas. Su papel de honor entre los dracos de fuego había sido largo y distinguido por muchas marcas de muerte. Pero también era pragmático y no solía tener grandes gestos. La vanagloria no lo atraía. Dejaba que los escribas y rememoradores escribiesen lo que gustasen. Praetor sólo quería ver a ese cabrón verde muerto. Y le echaría encima todo lo que tuviera.

Los dracos de fuego se acercaron como un todo, como un imponente muro blindado.

Molesto porque el hombre de hojalata no respondía a su provocación, el kaudillo envió a sus escuadrones motorizados por delante. Una horda de orkos de su clan los siguió. Llevaban más armamento pesado y eran más disciplinados que las otras tribus.

El mundo de Tsu’gan se reducía a un único combate: su escuadra con Elysius y los dracos de fuego contra el kaudillo y sus secuaces.

—¡Derribadlos! —rugió. Los motoristas que se acercaban quedaron atrapados por la tormenta bólter.

* * *

Afiladas dagas blancas se clavaron tras los ojos de Dak’ir y notó sangre en la sien. Había perdido el casco. Tal vez se lo había aflojado él; ya no lo recordaba. El orko volvió a atacarlo. Pudo oler el hedor de la sangre de su hacha, que falló y le pasó a pocos centímetros de la cara. Con un corte bajo, Dak’ir alcanzó la pierna de la bestia con su espada sierra. El hermano Zo’tan le metió un proyectil en el cerebro antes de que tocata el suelo.

Tres pieles verdes más llegaron aullando por un lado. Una ola de calor se mantuvo durante unos segundos mientras Ba’ken los abrasaba con el voluminoso lanzallamas. Dak’ir asintió secamente para darle las gracias y siguió.

A la batalla le faltaba mucho para acabar.

Los orkos estaban por todas partes, y aunque muchos habían muerto en el asalto o huían, luchaban entre sí o se enfrentaban a las bestias quitinosas, había cientos que seguían intentando matar a los Salamandras.

Los colonizadores de Illiad hasta ahora se habían llevado la peor parte. Carne fácil, debieron de pensar los orkos. De los cincuenta que se unieron a la escuadra de Dak’ir, sólo quedaban veintitrés. Los Salamandras habían intentado protegerlos, pero al llegar enemigos desde todas las direcciones esa tarea se hizo imposible.

La sangre y la muerte estaban omnipresentes en el campo de batalla. Como marine espacial, Dak’ir podía evaluar y medir todos los combates, y en su enaltecido estado de batalla, seguir la justicia del Emperador con eficiencia y furia racional. Los humanos no tenían ese recurso y simplemente luchaban cómo podían e intentaban seguir vivos.

—¡Quedaos con el capitán! —Privado del comunicador que tenía en el casco de batalla, Dak’ir se vio obligado a gritar de viva voz la orden a su escuadra de combate.

N’keln iba varios pasos por delante de ellos. Grandes zancadas lo llevaban hasta el gran grupo de pieles verdes donde su espada de energía parpadeaba como un ángel justiciero. Su liderazgo no hizo más que aumentar mientras luchaba, matando a los orkos con total impunidad. El espíritu de Vulkan ahora estaba con él, su indomable voluntad y la fuerza sin par del primarca. Hasta la Guardia Inferno, su séquito, se esforzaba para estar a la altura.

Dak’ir vio que Fugis era el más rezagado. Llevaba en sus brazos al hermano Usen, uno de los soldados de Dak’ir, parte de la escuadra del segundo enfrentamiento. Ni siquiera lo había visto caer. Malherido, un cuchillo orko de carnicero le había abierto el pecho, pero seguía vivo. Usen disparaba su bólter con una mano y le voló las piernas de un piel verde que también les disparaba. A la vez, Fugis destrozó la cara de otro con el bólter temblándole violentamente en la mano.

Illiad y los humanos se quedaron con ellos mientras el grupo de Dak’ir los alcanzaba. Formaron en círculo y dispararon ráfagas láser contra los orkos que se acercaban.

Dak’ir ya no podía protegerlos. Vio perfilarse a lo lejos al kaudillo. Los dracos de fuego estaban a punto de acometerlo.

N’keln llegaría donde estaba el kaudillo después que ellos. Dak’ir aligeró el paso, decidido a enfrentarse a la bestia al lado de su capitán.

Haciendo girar el acelerador de su vehículo, el kaudillo orko atravesó las dunas y fue directo a por los dracos de fuego.

La fuerza de combate que el orko había enviado por delante no estaba ni mucho menos destruida. Los motoristas no eran mis que un cúmulo de restos en el amasijo de hierros de sus monturas mecánicas. Los exterminadores los habían golpeado como si fueran un ariete. Cualquier orko que hubiese sobrevivido a la carrera suicida, ya fuera por azar o por cobardía, fue detenido por Tsu’gan y los bólters de su escuadra.

El capellán Elysius disfrutó al despachar a los jinetes, atacándolos mientras pasaban veloces; y los gritos de júbilo se transformaron en horror y finalmente agonía a medida que convertía huesos en polvo e incluso cortaba cabezas con el crozius. Cada muerte de un orko quedó marcada por una diatriba distinta. Los orkos que quedaban del clan que había huido despavorido tras su líder, formaron una horda rabiosa encabezada por el kaudillo.

Con los fornidos puños apretados sobre los gatillos de las ametralladoras del triciclo de batalla, el kaudillo reía a carcajadas con un sonido gutural que imitaba el sonido de las armas. El fuego de la boca del cañón iluminaba el rostro rabioso de la bestia mientras las armas rugían a gran volumen.

Un gran número de balas impactaron contra la armadura de los exterminadores sin resultado, poco más eficaces que un enjambre de insectos. De forma tajante, Praetor les ordenó formar una pared escudo para detener el ataque de los orkos. Los dracos de fuego se unieron en una sólida barrera de ceramita.

Esto, al parecer, hizo entrar a la bestia en un bucle frenético, de carcajadas y alaridos. La saliva le caía en un largo hilo que colgaba de una comisura de la boca.

Tsu’gan sonrió con desagrado al ver al kaudillo dispuesto a atacar. «Vamos a aplastarlo por completo».

Luego se fijó en la masa de explosivos que rodeaba el triciclo. Su sonrisa se transformó en una mueca de horror. Había cartuchos de dinamita atados al armazón y otros explosivos más volátiles apilados y atados en latas y paquetes de color gris pálido.

El triciclo era una bomba gigante en movimiento.

La risa de loco del kaudillo precedió a una explosión de fuego que irrumpió desde los bajos de la máquina. Cuando la bestia salió despedida, Tsu’gan pudo comprobar las malignas habilidades de la ciencia orka: las piernas del kaudillo eran en buena parte mecánicas, y el estallido de un simple cohete acoplado a ellas había impulsado al orko fuera del triciclo, prendiendo fuego a los explosivos al mismo tiempo.

El sargento ni siquiera tuvo tiempo de avisar. Los explosivos estallaron en una enorme nube que destrozó el triciclo en un torbellino de fuego y metralla. La onda expansiva lanzó por los aires a Tsu’gan. Él y su escuadra cayeron derribados. El dolor, como un hierro al rojo, los invadió.

Hasta los duros exterminadores estaban conmocionados, como vagas siluetas a través de la nube oscura que se expandía con voracidad.

Varios orkos que estaban al frente de la horda murieron con la explosión. Saltaron por los aires como cartuchos de dinamita y aterrizaron torpemente formando montañas irregulares. Entre la lluvia de orkos también cayó el kaudillo. Aterrizó con pesadez al impactar sobre las densas dunas de ceniza al agotarse el combustible que llevaba en los reactores de sus piernas.

Aunque todavía estaba aturdido por la explosión, el hermano Namor de los dracos de fuego llegó hasta el kaudillo caído blandiendo el martillo relámpago. Había perdido su escudo tormenta cuando lo partió en dos la máquina de guerra orka ya destruida. El kaudillo se rio y detuvo el golpe de Namor con la mano antes de abrirle un agujero en la armadura de exterminador con su potente garra. A pesar de su resistencia, la venerable armadura sufrió un profundo desgarro, al igual que Namor. El draco de fuego derramó sangre e intestinos cuando cayó inmóvil sobre la ceniza.

El hermano Clyten cargó desde el flanco opuesto, con la esperanza de que la bestia bajara la guardia. El juramento de venganza que brotó de la boca de Clyten murió de repente cuando el kaudillo lo embistió de un cabezazo. El golpe fue tan potente que partió el casco del draco en dos y lo derribó.

Un grito de angustia escapó de los labios de Praetor al ver caer a sus hermanos. Intentaba organizar a los guerreros que quedaban y acercarse a la bestia, pero la horda de orkos ya los había alcanzado. Los pieles verdes los invadían, multitud de letales espadas, garrotes y cadenas atacaron a los dracos de fuego. Era como querer derribar los muros de un bastión con un martillo de goma. De todos modos, los orkos no querían necesariamente matarlos, sino sólo retrasarlos.

Mientras tanto, el kaudillo reía con sonoras carcajadas y disfrutaba de la carnicería que había desatado.

El hermano Elysius se propuso amargar el buen humor de la bestia. Se introdujo en un hueco abierto por la explosión y blandió el crozius. Los rayos crepitaron sobre la superficie del arma, reflejo del odio del capellán. La letanía llena de furia salió de sus labios:

—«Y la perfidia del alienígena será combatida con fuego purificador y espadas ardientes. Su forma, injuriosa y repugnante, será arrojada a la fosa de la condenación».

Elysius balanceó su crozius formando un arco, un rastro de afilada energía reluciente que se mantuvo unos segundos en el aire. Pretendía ser una provocación.

—Enfréntate a mí, escoria xenos —lo retó.

Con otro contrincante a la vista, el kaudillo se golpeó el pecho anticipando una buena pelea.

Tsu’gan se estaba levantando cuando vio a Elysius enfrentarse a la bestia. El capellán, cuya apariencia solía ser imponente, parecía pequeño junto al enorme orko. Le sacaba varias cabezas y era casi el doble de ancho. Tsu’gan se sentía aturdido, todavía le pitaban los oídos por la explosión y había nubes negras amenazantes dando vueltas en su visión periférica. Se deshizo de ellas con fuerza de voluntad.

Había debido de arrojarlo la explosión. Un agujero en las cenizas con la forma de un cuerpo de varios metros de largo dio fe de la suposición del sargento.

Al levantarse con esfuerzo, Tsu’gan se dio cuenta de que estaba sangrando. Notó el calor húmedo tras su armadura y contuvo un grito de agonía.

—Al capellán —dijo con voz ronca y el sabor del cobre en la boca, y se dirigió hasta donde el hombre y la bestia se enfrentaban en un combate desigual.

N’keln se estaba convirtiendo en una figura distante. Dak’ir mataba a un piel verde casi con cada golpe, y tenía la espada sierra atascada por los restos de carne arrancada, pero el capitán aún iba por delante. Un rastro sangriento, irregular y sembrado de extremidades, describía su paso entre los orkos. Hacía que seguirlo fuese más fácil, y mientras continuaba la matanza, cada vez menos pieles verdes llenaban el vacío que quedaba a la espalda de N’keln.

La Guardia Inferno era la que más cerca estaba: Shen’kar abrasaba grupos de orkos con su lanzallamas mientras Malicant sostenía en alto el estandarte de la compañía. A Fugis, Dak’ir lo había perdido de vista. Lo habían dejado atrás, atendiendo a los caídos incluso mientras mataba enemigos. La dicotomía última de la vida y la muerte a través de un solo individuo.

Dak’ir calculó estar unos cuatro pasos por detrás de la Guardia inferno, que a su vez combatía cuatro pasos por detrás de N’keln. El hermano sargento tenía a Emek a su lado junto con Apion y Romulus. Ba’ken había optado por retrasarse e intentar proteger a los colonizadores. Dak’ir alabó su heroicidad, pero ahora deseaba que estuviese a su lado.

De un golpe de espada sierra hizo trizas una clavícula de orko y luego le abrió un agujero en el torso con su pistola de plasma. Dak’ir vio la armadura negra del capellán Elysius a través del hueco que dejó el cuerpo del piel verde caído.

Estaba enfrentándose al kaudillo orko. La sombra de su horripilante estatura lo eclipsaba. Otros corrieron a ayudarlo; Dak’ir vio a Praetor y a dos de sus dracos de fuego librarse de un enjambre de pieles verdes. Tsu’gan también se tambaleaba hacia él con su escuadra rezagada.

Dak’ir sabía que no llegarían hasta Elysius a tiempo. El capellán tendría que enfrentarse solo a la bestia.

Un camión de orkos explotó en algún punto a la derecha de Tsu’gan, una nube de humo le dificultó la visión y dejó de ver a Elysius.

Cuando el humo se disipó, vio al capellán arrodillado sobre una pierna. La bestia que se cernía sobre él empujaba a Elysius contra las cenizas al presionar su espada sierra contra el crozius en alto del capellán. Había un verdugón oscuro sobre el ojo izquierdo del orko y una marca negra de quemadura donde el crozius lo había golpeado.

Elysius estaba flaqueando.

Tsu’gan se esforzó por alcanzarlo, con el dolor que atenazaba sus piernas y hacía que tirasen de él hacia abajo. Observó, casi paralizado, cómo el capellán apuntaba con la pistola bólter a un hueco de los arcos emitidos por el crozius, momento en que el kaudillo golpeaba con su garra de energía.

La tierra tembló cuando otro terremoto sacudió Scoria. Elysius gritó al unísono con él y su angustia pareció agitar el mundo. Tenía el brazo herido a la altura del hombro. La sangre manaba de su herida y formaba un feo charco alrededor de los pies del capellán y de su rodilla flexionada. Parecía que Elysius fuese a caer, con la bestia presionándolo sin cesar, cuando ésta se adelantó con la intención de aplastar el antebrazo herido y convertir en papilla a Elysius.

Sólo estaba a unos pocos metros y Tsu’gan notaba el sabor del golpe de gracia, como si fuera un cambio de viento o un vuelco en el estómago.

El capellán estaba a punto de morir y Tsu’gan no podía hacer nada para evitarlo. Otro héroe de la compañía muerto al igual que…

Entonces llegó N’keln, con la capa de escamas de draco ondeando por la velocidad de su carga y con su brillante espada de energía de doble hoja, y se produjo un giro del destino. Gritando el nombre de Vulkan, clavó la espada de magistral artesanía en el cuello del orko y la sacó entre un torrente de sangre oscura. La bestia rugió; un grito desgarrado salió de la garganta destrozada donde la sangre brotaba libremente. Se olvidó de Elysius y el capellán cayó por la conmoción y la pérdida de sangre. N’keln paró un golpe de la garra de energía del orko con la espada en horizontal y el aire quedó cargado de electricidad a su alrededor.

Tsu’gan notó el sabor a ozono. Adormecía sus labios y le amargaba la lengua como si ardiera. A pesar del dolor, corría. Su bólter estaba vacío y el bidón de promethium del lanzallamas hacía mucho que se había agotado, así que sacó su espada.

La tierra volvió a temblar, con la misteriosa sinergia de la batalla titánica que se libraba sobre ella. El kaudillo orko le propinó una lluvia de golpes al capitán Salamandra cual gigante furioso. Cada uno era como un corneta directo al cráneo destinado a morir cuando la habilidad con la espada de N’keln lo detenía o lo esquivaba. Un oscura y viscosa cortina de sangre cubrió el pecho del orko tras un segundo corte de la espada de energía de N’keln en su cuello carmesí. Cavaba surcos en el suelo con su garra presa de la furia, y el capitán de los Salamandras fue retrocediendo al no poder sujetarse en las cenizas.

La pérdida de sangre poco a poco ralentizaba al kaudillo. Sus movimientos eran más pesados, su fuerza prodigiosa se desvanecía. Cuanto más se esforzaba, más rápido escapaba la sangre de su cuerpo. N’keln lo sabía y basó su estrategia de lucha en el desgaste. Era una forma muy prometeana de matar al enemigo. Nadie podía igualar la tenacidad de un Salamandra. Los Nacidos del Fuego nunca se sabían derrotados.

El kaudillo resbaló y el que pretendía ser su golpe de gracia no tuvo lugar. N’keln aprovechó la oportunidad. Tras haber esquivado el golpe bajo de la garra de energía del orko, entró en su guardia y cortó la muñeca que sostenía la cuchilla sierra. Entonces N’keln retiró la espada y la llevó hasta el flanco expuesto de la bestia. El borde monomolecular de los filos cargados de energía fundió el metal y sobrecargó el generador de fuerza de corto alcance, formando ondas de energía a través de la armadura del piel verde. Aulló mientras la espada le atravesaba el pellejo, luego la carne y, al final, los huesos.

El hedor a carne asada invadió las fosas nasales de Tsu’gan cuando se acercó al orko por sorpresa y clavó su espada en un zona expuesta del piel-verde entre las placas y los eslabones que las unían.

N’keln hundió más profundamente la espada, buscando órganos y maneras de destrozar al monstruo desde el interior. La bestia alzó su garra de energía, un pesado esfuerzo en un desesperado intento de tomar represalias. Praetor, por fin incorporado a la batalla, la aplastó con un golpe de su martillo relámpago. Uno de los dracos de fuego, el hermano Ma’nubian, clavó el borde de su escudo tormenta en el gaznate del orko, que chilló de dolor.

Siguió negándose a morir, con sus ojos diminutos como soles maléficos lanzando vacías promesas de castigo. El kaudillo agachó la cabeza, con el peso de su propio cuerpo empujándolo hacia abajo. Un disparo de plasma le abrasó el hombro. Dak’ir disparaba desde un hueco del tumulto.

Una figura oscura se cernió sobre el orko medio muerto.

Era Elysius. También estaba encorvado, y el sufrimiento agudizaba sus facciones tras la forma de cráneo de su casco. La herida de su antebrazo partido ya casi había coagulado: las células de Larraman trabajaban duro para cerrar el corte. Una llovizna de sangre salía del muñón, de donde antes salía un torrente. El capellán se lo acercó al cuerpo de forma protectora. A pesar de haberse desmayado, mantuvo agarrado su crozius arcanum.

—¡Muerte al orko! —rugió bajando la maza sobre el cráneo de la bestia.

Tenía que dar el golpe final de la derrota de los orkos. Sin su kaudillo para unificarlos, los clanes se dispersarían. Por falta de disciplina, los orkos se destruirían luchando entre ellos. Muchos huyeron a través de las dunas hasta caer en el olvido ante la victoria de los Salamandras.

El propio clan de la bestia luchó hasta el final, pero los dracos de fuego y las escuadras recién llegadas de Dak’ir y Tsu’gan, además de otros refuerzos, lo vencieron en seguida. La Guardia Inferno permaneció al lado de su señor. El hermano Malicant cedió el estandarte de la compañía a N’keln, que lo hizo ondear con la puesta de sol y rugió:

—¡Gloria a Prometeo! ¡Gloria a Vulkan y al Emperador!

Los Salamandras vitorearon igual que los colonizadores humanos, que no sabían por qué lo hacían, sólo sabían que estaban vivos y que esos cerdos colmilludos habían muerto.

* * *

Ba’ken alcanzó a Dak’ir y al resto junto al cadáver desplomado del jefe de los orkos, que se enfriaba poco a poco ante ellos.

—Hemos destruido a los pieles verdes —anunció.

Dak’ir vio a Illiad siguiéndolos y se alegró de que el humano hubiera sobrevivido. Otros diecisiete colonizadores lo acompañaban.

—Dieron sus vidas por su hogar —dijo Illiad al leer el pensamiento al sargento Salamandra—. Es lo que sus familias hubiesen querido. —Su tono era desafiante, pero también sombrío y serio. La pena llegaría más tarde.

—¿Akuma? —preguntó Dak’ir, como si friera el único nombre que conociese de los que habían luchado en la batalla.

—Murió de forma honorable —respondió Ba’ken con la voz afectada por la tristeza—. Ahora descansa antes de que lo lleven al pyreum a reunirse con el resto de héroes que han caído hoy.

Se hizo un sombrío silencio que rompió la llegada del capitán.

—Bien hecho, hermanos —dijo N’keln, devolviéndole el estandarte a Malicant y alzándose entre ellos.

Los Salamandras reunidos asintieron levemente, sobrecogidos por la valentía y habilidad de su capitán.

Dak’ir se sintió envalentonado y se alegró de que N’keln hubiera encontrado su fuerza en los fuegos de la batalla. El yunque lo había puesto a prueba y había salido reforzado. Su optimismo quedó aplastado de golpe al cruzarse con la mirada amenazante de Tsu’gan. El brillo de los ojos del hermano sargento se atenuó al moverse con dificultad. Nuevas cicatrices atravesaban su rostro, las marcas de honor de una batalla bien luchada. Los sacerdotes marcadores añadirían más en recuerdo de este día. La mirada iracunda de Tsu’gan iba de Dak’ir a N’keln. Dak’ir tuvo esperanzas al ver respeto en ella, y le sorprendió reconocer que tal vez al principio las preocupaciones de Tsu’gan fuesen legítimas, que deseaba lo mejor para la compañía y no sólo aprovecharse de la gloria. Si su hermano sargento reconocía el error de haber juzgado de forma precipitada, tal vez Dak’ir debiese hacer lo propio en lo que respecta a los motivos de Tsu’gan. Aunque eso no quisiera decir que su enemistad hubiese disminuido.

—El apotecario Fugis se ocupará de eso —le dijo N’keln a Elysius en un tono que no admitía réplica por parte del capellán.

A Dak’ir le sorprendía que el capellán siguiera de pie dada la gravedad de su herida, incluso para alguien tan robusto como un astartes.

Elysius simplemente asintió. La adrenalina iba abandonando su cuerpo y tenía que concentrar todos sus esfuerzos para mantenerse consciente.

—¿Y ahora qué, señor? —preguntó Praetor, que tenía sus propias cicatrices. Su mirada oteó brevemente por donde Namor y Clyten habían caído. Dos de sus hermanos de batalla permanecían juntos, preparados para el reductor de Fugis. La tristeza ensombreció el rostro de Praetor durante unos segundos antes de que volviese su frialdad.

—Los orkos han sido derrotados, pero el Ira de Vulkan sigue enterrado y no estamos cerca de descubrir por qué el Libro del Fuego nos ha traído hasta aquí.

—Y los temblores empeoran por momentos —dijo Tsu’gan con voz áspera—. ¿Cuánto puede faltar para que este mundo se resquebraje y quede reducido a polvo galáctico?

Un nervio de la mejilla de Illiad tembló bajo su ojo izquierdo con el cruel comentario de Tsu’gan. El hermano sargento no percibió el efecto que su referencia al inminente final de Scoria había tenido sobre el humano.

Dak’ir dio un paso al frente con humildad, asintiendo con respeto en dirección a Praetor y N’keln.

—Puede que tenga la respuesta a la segunda pregunta —dijo.

—Por ahora tendrá que esperar —lo interrumpió Elysius. Ahora Fugis estaba a su lado haciéndose cargo del brazo herido del capellán. Con la otra mano, Elysius señaló el cielo.

Los Salamandras que estaban alrededor de N’keln siguieron su mirada hasta donde la roca negra palpitaba como un tumor maligno. Parecía más grande. Cubría el sol por completo. Ni siquiera quedaba un anillo de luz, sólo oscuridad, vacía y enferma. Se desprendían astillas, como si fuesen granizo afilado, decididas a alcanzar el planeta.

Naves de orkos. Muchas más que antes.

A pesar de la victoria, los Salamandras estaban debilitados. Aunque unidos, habían luchado y pagado un precio muy alto para derrotar a los pieles verdes. Ya no había más refuerzos para completar las tropas. Todo lo que poseían lo tenían delante, agotado y castigado sobre las sangrientas dunas de ceniza.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó N’keln con voz profunda y amenazante.

—Unas horas —respondió Elysius—. Es el tiempo que nos queda.