I: Llega la bestia

I

LLEGA LA BESTIA

Los tambores de guerra sonaban y retumbaban en la brisa árida, aumentando de intensidad cada vez que señalaban otro ataque de los orkos El kaudillo golpeaba su pecho bien musculado con una hoja sierra desenfundarla, gritando y exhortando a los guerreros con frenesí. Los cánticos de cadencia rítmica de los pieles verdes llegaron a su punto álgido natural cuando volvieron a atacar. Esta vez el kaudillo entró en la línea con todas sus tribus. Como un oscuro tsunami verde, los orkos avanzaron por todo el borde hasta la cuenca de cenizas. Al llegar al fondo, los pieles verdes se enfrentaban a la inercia y caían de cabeza contra la pared a gran velocidad. Se movían como un todo, y los camiones y carros más rápidos se adaptaban al paso de los pieles verdes más lentos, resistiendo el deseo de ir más de prisa en favor de escudar a su hermandad tras las barricadas móviles que les brindaban los vehículos. Hasta los temerarios motoristas templaron sus nervios, obligados por el kaudillo que se abalanzó sobre ellos en un enorme triciclo humeante.

El fuego de los bólters rugía desde los muros, iluminando el sombrío eclipse artificial. Los misiles dejaban estelas de humo blanco, mientras que los cañones de fusión disparaban en la oscuridad y provocaban estallidos de fuego en erupción en las sombras. Los orkos soportaron el terrible castigo y continuaron. Cientos de ellos perecieron en el tiroteo, pero miles golpearon el muro y la fortaleza de piedra pareció crujir bajo su presión.

El capitán N’keln alzó su espada de energía empapada de sangre para que todos la vieran. Una arma que portaba un héroe y un símbolo de recuperación. N’keln lo entendió y aceptó su importante papel como Tu’Shan sabía que haría.

—Nacidos del Fuego —dijo a través del comunicador unos minutos antes de que los orkos atacasen—. Preparaos. Llega la bestia. ¡Le arrancaremos la cabeza!

Se oyeron vítores en el patio de abajo mientras Tsu’gan esperaba impaciente en la puerta. El tecnomarine Draedius la había arreglado después del ataque anterior de los orkos, y una cohorte de casi cuarenta Salamandras se agolpaba tras ella.

Tsu’gan estaba en uno de los flancos del Yunque de Fuego, justo detrás de la letal barquilla lateral del Land Raider. Aunque no podía verlos con el inmenso tanque de asalto de por medio, sabía que Praetor y los dracos de fuego esperaban al otro lado. Tsu’gan notaba que la electricidad de los martillos relámpago cargaba el aire. El olor del ozono le irritaba las fosas nasales y se centró en él para aclararse las ideas. Pronto estarían libres; libres de la influencia maligna del bastión del traidor. Tsu’gan y su escuadra no veían el momento. Todos estaban igual de impacientes que el sargento por abandonar aquel recinto y unirse a la auténtica batalla en el campo. Sólo Iagon parecía rendirse.

Antes de romper el contacto con Agatone en el Ira de Vulkan, el capitán N’keln había reducido las tropas de los muros.

Las escuadras de Tsu’gan y Typhos se habían vuelto a desplegar con las demás reservas en el patio. Aunque N’keln se guardó los detalles del plan con Agatone, a Tsu’gan le pareció evidente que pronto partirían.

Al capellán Elysius también se lo parecía. Estaba junto a Tsu’gan, ya que se había unido a su escuadra, y encendió el crozius arcanum sujetándolo con fuerza en su enguantado puño negro.

—Hoy ungiremos las cenizas con sangre de pieles verdes —dijo furioso—, y expulsaremos la mancha de los xenos de Scoria.

El sonido del combate cercano se filtró desde arriba. Los orkos habían llegado al muro y estaban atacando. No les llegaba nada desde la puerta, excepto el barullo ahogado de las explosiones y los gritos de batalla. Los cañones tormenta infernales del Yunque de Fuego rotaban de manera significativa. Tsu’gan supuso que ése era el motivo que tenían los pieles verdes para obstaculizar el camino principal a la fortaleza.

—Arderéis igual —susurró, y oyó la estática crepitar en el comunicador. Las órdenes de N’keln los lanzarían contra el enemigo.

—Vamos… —murmuró Tsu’gan, agarrando el bólter como si fuera el cuello de un orko.

* * *

Dak’ir se agazapó en la oscuridad de los túneles. Delante de él sonaba el eco chirriante de las bestias de quitina, seguidas del rugido del voluminoso lanzallamas de Ba’ken. Las llamas iluminaron la imponente silueta del Salamandra, apenas a cincuenta metros, mientras acorralaba a las criaturas con medidos fogonazos.

Illiad se agachó junto a Dak’ir con cincuenta de sus hombres. Se acercó al pecho un rifle láser y observó cómo empujaban a las criaturas de quitina que se perdían en la oscuridad.

El olor de algo intenso y cruel despertó los sentidos agudizados de Dak’ir. Era algo penetrante, como azufre, y llevaba consigo vestigios de un recuerdo. Le hizo pensar en el humo y las cenizas…

—¿Estamos cerca de las minas? —preguntó Illiad.

Éste negó con la cabeza.

—No mucho —dijo—. Las minas están mucho más cerca del núcleo, a varios kilómetros.

—¿Cómo para no oír el combate sobre nuestras cabezas?

—Sin duda. El frente de la roca está apuntalado con placas de metal para aislarlo de las bestias de quitina. También aísla la galería minera de los ruidos. En cualquier caso, están lejos.

Aun así, siguió notando el penetrante hedor.

El gesto de Illiad expresaba sus ansias de respuesta.

Dak’ir no iba a dársela. En vez de ello, le indicó que avanzasen.

Los Salamandras que estaban en el Ira de Vulkan sólo disponían de cuatro escuadras. Los cañones tormenta no eran adecuados para el ataque cuerpo a cuerpo, así que los dejaron atrás en una pequeña cesión de Agatone para ayudar a proteger el lugar del siniestro. El resto se dividieron en escuadras de combate; con heridos incluidos, algunas sólo tenían a cuatro hombres en condiciones. Los colonizadores los acompañaron, tanto en calidad de guías como de refuerzos. Con su ayuda, los Salamandras encontraron en seguida las madrigueras de las bestias de quitina y empezaron a atacar sus nidos.

Dak’ir, al moverse, oyó el estruendo de la batalla que caía sobre ellos como un relámpago callado. Se acercaba cada vez más.

* * *

El muro corría peligro de derrumbarse. Incluso los devastadores, situados en las altas torres, empezaban a notar la presión. Ahora tomaban como objetivo a los orkos que atacaban la fortaleza directamente, disparándoles con sus bólters e ignorando los carros y camiones que se abrían paso desde la parte de atrás de la horda. El descuidado fuego de cañón de los vehículos más alejados, que llevaban la mayoría del armamento pesado de los pieles verdes, alcanzaba ocasionalmente el parapeto, pero afortunadamente sin obtener resultados.

Estalló un cohete en el aire y cubrió la armadura de Tsu’gan de escombros. Vio de refilón los rostros rabiosos de los orkos a través de las diminutas fisuras de la puerta improvisada. Aun así se negaron a atacar. Todos sus esfuerzos se centraban en el muro. La presión estaba llegando al punto de ebullición. Los hermanos de batalla de Tsu’gan resistían con tenacidad, cargando con los cuerpos de los orkos y arrojándolos al pie del muro. Los golpes de las espadas sierra tintineaban en el aire como si se agitasen a coro.

Del otro lado, el cuerpo maltrecho de un Salamandra se quebraba en el patio. Era el hermano Va’tok, con la servoarmadura partida en dos y el casco aplastado por una maza de orko. Los dedos del Salamandra muerto se movían en un acto reflejo dentro de los guanteletes cuando Fugis corrió a extraerle la semilla genética.

Tsu’gan se enfureció con su muerte. Le hizo falta toda su fuerza de voluntad para no dar media vuelta, trepar el muro y liberar su ira.

—¡Por la sangre de Vulkan! —gritó, inyectando toda la ponzoña que pudo a la maldición.

Elysius también lo notó. Hacía girar su crozius formando pequeños arcos para que su muñeca siguiera suelta y murmuraba letanías llenas de rencor entre dientes. El capellán esperaría el momento oportuno para lanzar sus cánticos de odio de viva voz.

—¡Alzad los escudos! —oyó gritar Tsu’gan a Praetor a los dracos de fuego desde el otro lado del Land Raider. El tintineo del metal resonó en el patio mientras los escudos tormenta de los exterminadores chocaban contra las hombreras y se acoplaban en su sitio.

La orden de N’keln era inminente. El crepitar estático del casco de Tsu’gan dio paso a la voz férrea del capitán:

—¡Hacia el yunque, hermanos!

La puerta cayó. Una gran explosión del cañón tormenta infernal del Yunque de Fuego arrasó el terreno colindante.

Dirigidos por Praetor, los dracos de fuego fueron los primeros en salir. Tropezaron con la tierra calcinada y las carcasas humeantes de los orkos aplastados en su repentino ataque. Los martillos relámpago llenaron el aire de descargas parpadeantes de los generadores de energía. Tratando de contestar, los pieles verdes se enfrentaron a los exterminadores, pero se encontraron con una roca inamovible que los aplastó.

Los dracos de fuego eran demoledores, y Tsu’gan se encontraba casi sorprendido de su furia. Se movían entre la horda de pieles verdes golpeando con los escudos y aplastando cráneos con los martillos. Praetor exaltaba la gloria de la elogiada 1.ª Compañía mientras mataban. Su sola presencia impelía a sus guerreros a esforzarse aún más. Tsu’gan comprendió inmediatamente el plan del sargento veterano. Tenía las miras puestas en el kaudillo orko.

—¡A los fuegos de la batalla! —rugió Elysius una vez que los exterminadores despejaron la entrada.

Tsu’gan corrió con él y cerraron velozmente el hueco que quedó tras los hermanos de la 1.ª Compañía. El fuego de bólter irrumpió entre los orkos a quemarropa cuando Tsu’gan ordenó abrir fuego e hizo volar por los aires a los pieles verdes.

El olor a promethium se mezcló con el hedor de la carne de orko quemada mientras Honorious usaba el lanzallamas. Una escuadra de combate hizo un sorprendente avance hasta el final del grupo de asalto y dejó que M’lek hiciese uso del cañón de fusión a voluntad. Un salvaje piel verde que le sacaba dos cabezas a Tsu’gan y cuyo cuerpo era un caparazón blindado de placas chirriantes quedó con el torso licuado y transformado en escoria visceral tras el impacto del cañón de fusión. Se convirtió en un cúmulo humeante que aplastó a dos de sus hermanos más pequeños.

Tsu’gan oyó la voz grave del sargento Typhos mientras cantaba un himno de batalla prometeano y describía arcos de sangre al subir y bajar el martillo relámpago.

Cuando poco a poco se juntaron las tres escuadras y formaron una lanza, con Praetor y los dracos de fuego como la candente punta, se pudo contener el ataque de los orkos. Sin refuerzos constantes, los pieles verdes que se disputaban la fortaleza quedaron aislados. Esto permitió a los defensores limpiar los parapetos.

Arriba, los guerreros de la escuadra de asalto de Vargo fueron catapultados en alas de fuego. Al dejarse caer entre los pieles verdes, desataron fuego y espada con fervor fanático, y pequeñas ráfagas del lanzallamas de la escuadra se sumaron a la carnicería. Eran el último cuerpo de las fuerzas de asalto de los Salamandras. Después, el Yunque de Fuego se deslizó a través de la abertura que quedó tras caer la puerta. El tamaño del tanque llenaba fácilmente el arco ennegrecido. Las lanzas de llamas esporádicas de las barquillas mantenían alejados a los orkos. Cuando la conmoción inicial del ataque de los Salamandras se disipó, se vieron atrapados en un tumulto letal. Los cuerpos de los orkos los presionaban por todas partes. Una letal agresividad otorgaba a las bestias el ímpetu que necesitaban para levantarse. Ahora, a trompicones por el beligerante mar verde, Tsu’gan supo de verdad a qué se enfrentaban.

Entre los disparos de bólter oyó un grito ahogado y le pareció ver a uno de los hermanos de Vargo caer en el pantano de orkos. El Salamandra no volvió a aparecer. A otro, el soldado de armas especiales de Typhos, Urion, le cortaron la cabeza con una hoja sierra. El orko exultante que lo había matado fue alcanzado por el fuego de respuesta de los hermanos de batalla del Salamandra muerto. Dejaron el cuerpo temblando, con la espada todavía agitándose clavada en la herida. A él también lo engulló la horda de orkos.

Habían avanzado unos trescientos metros desde la puerta cuando los motores del Yunque de Fuego comenzaron a funcionar. El tanque de asalto arrasó el campo de batalla, haciendo trizas a los pieles verdes o convirtiéndolos en mantillo bajo sus demoledoras orugas.

Esto era el «martillo», la segunda fase de la estrategia de ataque de N’keln. El capitán embarcó en el Land Raider con la Guardia Inferno y la escuadra táctica del sargento De’mas. Para llenar el vacío del tanque estaban Clovius y su escuadra. Aguantarían la puerta mientras los devastadores aprovechaban el respiro que les dieron Praetor y la habilidad de la fuerza de asalto para abandonar las torres y defender los muros en ausencia de las escuadras tácticas. Lok asumió el cargo de comandante y se le encargó mantenerse en la fortaleza de hierro en caso de que N’keln tuviese que ordenar la retirada.

A pesar de la sangre de orko que le salpicaba el visor, Tsu’gan sabía que no habría tal retirada. Los Salamandras estaban entregados. Era cuestión de vida o muerte.

Una cuchilla golpeó su hombrera haciendo saltar chispas, y se sobresaltó. El orko que lo atacaba embistió de nuevo. Filamentos de baba salieron despedidos de su boca pestilente. Tsu’gan introdujo el cañón de su bólter hasta la garganta de la bestia y apretó el gatillo. La sangre y la materia gris salieron por la parte posterior de la cabeza del orko mezcladas con trozos de su cráneo.

Tiberon entró por la izquierda y aplastó el cadáver del piel verde, apartándolo para dejar paso a Tsu’gan. Iagon y Lazarus lo siguieron, adaptando el ritmo al de los implacables dracos de fuego.

Praetor se abrió paso hasta el kaudillo orko. Al divisar a su presa y la posibilidad de una buena lucha, el imponente líder de los pieles verdes animó a su entorno de motoristas a avanzar. Había una horda cada vez más espesa de orkos entre ellos y los exterminadores.

Con los aullidos del cañón de asalto, el Yunque de Fuego segó a una primera hilera de orkos que quedaron desparramados entre la multitud, espadas en ristre. En su lugar llegaron más pieles verdes, y Tsu’gan los recibió con las ráfagas de bólter de sus soldados.

Praetor aprovechó la pequeña abertura para apelotonar a los muertos y heridos, mientras algo enorme avanzaba torpemente a la vista. Los orkos se dispersaron ante la visión, gritando y rugiendo por su ansia de matar. Apareció una máquina con placas de acero. Tenía el cuerpo cilíndrico, parecía una lata cubierta de armas y dos potentes garras de cuchillas. La máquina bélica de los pieles verdes se desplazó hacia adelante con estruendo de pistones. Uno de los dracos de fuego disparó en su dirección, con el martillo en alto rodeado de crepitantes relámpagos. La máquina hizo a un lado al guerrero de un golpe. La tosca creación basculó su potente garra y partió en dos un escudo tormenta al sobrecargar su campo de energía y lanzó al suelo a su portador. Motivado por su propio arrebato infernal, la máquina, con el grupo de orkos detrás, se introdujo en la formación en lanza de los Salamandras. La punta de lanza de los dracos de fuego se fragmentó. Praetor, desesperado por acabar con la máquina, quedó rodeado de los pieles verdes. Gretchins saltarines que no prestaban atención a la muerte se agarraban como locos a sus brazos y piernas en un esfuerzo por inmovilizar al héroe de Prometeo.

Honorious bañó en fuego al sargento de los dracos de fuego y quemó a los diminutos pieles verdes que lo rodeaban como si estuviera infestado.

La máquina de guerra de los orkos seguía arrasando. Su piloto estaba claramente perturbado y tan sobrecargado de la energía psíquica de los orkos que la máquina era casi imparable. Giró y luchó en todas direcciones, golpeando a los dracos de fuego que lo rodeaban pero sin tener un objetivo.

Tsu’gan fue a auxiliar a Praetor y corrió tras las llamas de Honorious, que se disipaban después de haber forjado un sendero sangriento para el resto de su escuadra. Se redujo la presión sobre el sargento de los dracos de fuego y escapó, golpeando a un orko con su escudo tormenta mientras se acercaba a la máquina orka que los había dispersado.

A lo lejos pasaba algo. Una espesa nube de polvo flotaba en el aíre y Tsu’gan juró haber visto a un grupo de orkos desaparecer bajo tierra. Los gritos de las bestias seguían a las reacciones de los pieles verdes ante algo que había surgido entre sus filas. Al otro lado de la batalla otra espiral de polvo ascendía, y después otra y luego otra más. Las columnas grises de ceniza emergían por todas las dunas y los orkos se hundían en una ciénaga invisible.

Tras Tsu’gan, el chirrido de la rampa frontal del Yunque de Fuego anunciaba la llegada de N’keln al campo de batalla. Tsu’gan se volvió levemente para observar el estandarte de la compañía que desplegaban Malicant y su capitán, que dirigía un nuevo ataque al enemigo con el resto de la Guardia Inferno y el hermano sargento De’mas.

Con la atención puesta de nuevo en la máquina de los pieles verdes, Tsu’gan fue a respaldar a Praetor. El sargento de los dracos de fuego su enfrentaba con la desquiciada máquina y devolvía el impacto de una de sus garras a golpe de escudo tormenta. El piloto orko había intentado abarcar demasiado y perdió los nervios. Praetor hizo añicos la garra con un golpe de su martillo relámpago antes de avanzar pesadamente y abrirse paso. El piloto perdió el control y la máquina siguió su ejemplo. Tsu’gan atacó por sorpresa, se agachó tras una garra que se agitaba fuera de sí y puso una bomba de fusión en el motor de la máquina de guerra. Tsu’gan notó al apartarse cómo el calor de la explosión recorría su armadura y la máquina quedaba hecha pedazos. Los escombros caían como una lluvia de acero. Las patas destrozadas y humeantes que seguían unidas al abdomen de metal cuarteado, y que eran lo que quedaba de la máquina, acabaron entre cenizas.

Praetor había resistido la explosión y continuó casi al instante, mientras que Tsu’gan todavía no se había levantado. La intensidad del ataque de los orkos iba disminuyendo. Los gritos guturales de los pieles verdes aparentemente ahogados por las dunas ahora estaban mucho más cerca. Por fin vio el motivo.

Enjambres de bestias quitinosas aparecieron entre la horda. Los orkos apartaban a golpes los cuerpos con caparazón de las criaturas subterráneas, y su sangre fluía por las dunas de ceniza en una sopa grisácea. Los agujeros del suelo engullían a muchos pieles verdes; la tierra blanda, removida por las bestias, ya no resistía el peso de los orkos.

Unas formas familiares siguieron a las nubes de ceniza, saliendo de los agujeros y disparando los bólters. Agatone y los Salamandras del Ira de Vulkan se habían unido a ellos y habían espoleado a las criaturas de quitina como si fuesen ganado para que cavasen los túneles de asalto.

Las llamas salpicaban la oscuridad y hacían arder a los orkos con una neblina gris tiznada de fuego.

A través de la nube de ceniza que se desvanecía y el incontrolable tira y afloja de los combatientes, Tsu’gan vio a una escuadra de asalto emerger del borde de un nuevo agujero. Despegaron inmediatamente con los retrorreactores rugiendo. Los orkos ardieron rápidamente por el violento fogonazo; uno de ellos tropezó en el abismo que había cavado una bestia de quitina y se perdió de vista.

Después vio a Dak’ir entre los refuerzos. El igneano salió luchando y desgarró a un orko con su espada sierra mientras derretía la cabeza de otro con un disparo de su pistola de plasma. Tsu’gan notó cómo se le tensaba la mandíbula. Había decidido que no iba a ser menos. Vio al capellán Elysius ir tras Praetor y los dracos de fuego. Se dirigían a un inexorable enfrentamiento con el kaudillo orko. Con una sonrisa sombría, Tsu’gan los siguió.