II
LA CULPABILIDAD QUE MATA
La aburrida cadencia de las explosiones resonaba en las paredes del torreón. Se manifestaba físicamente en las motas de polvo que se desprendían del techo. El asedio había llegado a su segunda fase mientras el kaudillo de los pieles verdes enviaba a sus ejércitos aparentemente inagotables contra el muro que guardaban los Salamandras. Hasta ahora habían sido pocos los accidentes. Al hermano Catus tuvieron que vendarle el cuello antes de volver a la batalla, y a Shen’kar se le rompieron varios huesos en la caída, pero habían sido rápidos y la Guardia Inferno volvió junto a su capitán.
Hubo más casos graves. Ahora tenían a dos Salamandras yaciendo boca arriba; las membranas ansus les habían dejado en estado latente sus cuerpos como respuesta a las graves heridas que sufrieron durante el primer ataque de los orkos.
Otros daños menores como manos amputadas, ojos arrancados y pulmones perforados fueron más frecuentes. Los guanteletes estaban empapados de sangre. Fugis estaba orgulloso del trabajo y también del aislamiento del torreón.
Desde lo de Naveem y lo de su pacto maligno con Iagon, el apotecario había empezado a dudar de sí mismo. Era una excusa para quedarse tras las filas, lejos del fragor de la batalla y preparado para cuando hubiese que controlar a los dos astartes en coma.
Era una condena para un Salamandra y para cualquier marine espacial tener que mantenerse al margen de la lucha. Fugis lo sabía y este pensamiento lo carcomía.
Dejó que su mirada saliese de la célula abierta; era una de las muchas del torreón. El capellán Elysius y un equipo de lanzallamas la habían limpiado y reorientado su uso como apotecarium, aunque Fugis dudaba que los Guerreros de Hierro lo hubieran usado con propósitos curativos al darse cuenta de que estaba sobre los sombríos confines de la cámara de tortura. Estaba al lado, y el umbral de la célula quedaba tapado con una cortina de plástek negra. El prisionero traidor estaba dentro, atado a uno de los artilugios del capellán, con unos obedientes interrogadores cirujanos.
A Fugis le parecía extraño: un lugar de tortura y tan cerca de uno de curación. Aunque, al reflexionar, pensó que tal vez no fueran tan dispares.
El icono del crono interno parpadeó en el guante del apotecario y le recordó que el ciclo de observación de los guerreros heridos había finalizado. Fugis se agarró a los bordes de una losa de mármol y negó con la cabeza.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho… —comenzó a decir en un esfuerzo por mentalizarse.
Las pisadas que se acercaban detuvieron el testo de la plegaria. Fugis empezó a alzar la mirada lentamente y primero vio el color verde del blindaje de combate de un Salamandra.
—Hermano… —empezó a decir, cuando se fijó en la fisura del peto del Salamandra y vio los ojos muertos de Naveem que lo miraban.
—Hermano. —Las palabras de Naveem se atropellaban como si hubiese una segunda voz por encima de la primera. Su respiración era dificultosa y un fuerte hedor a sangre podrida salía de su herida, tan punzante como la ironía que tenía el tono de Naveem.
En su rostro había un rictus burlón.
—Estás muerto —afirmó Fugis absurdamente. Agarró su pistola bólter al reconocer una emanación de la disformidad. Era como si la bendición del capellán no hubiese sido lo bastante intensa y los lanzallamas no hubiesen logrado purificarlo del todo.
—Gracias a ti —respondió Naveem en el mismo tono dual. No se movió, se quedó ahí quieto, irradiando maldad y acusación—. Nos mataste a mi legado y a mí, hermano.
La ira de Fugis creció ante las burlas de la aparición. Sintió la reconfortante solidez de la pistola bólter al sujetarla.
—No me puedes matar dos veces, hermano —le recordó Naveem.
—No eres mi hermano, habitante de la disformidad —replicó Fugis, y sopesó la pistola.
—Soy tu culpa y tu duda, Fugis —dijo.
El apotecario vaciló. ¿Qué podría hacer un bólter contra un producto de su mente? El arma tembló en su mano.
—Y ahora —dijo—, ponte el arma en la frente.
El rostro de Fugis se volvió desafiante, pero vio cómo le daba la vuelta a la pistola. Era cierto que se sentía culpable por lo que le había pasado a Naveem. Seguía carcomiéndolo y afectaba a su estado de ánimo. Fugis quería sucumbir, introducirse en la oscuridad y no volver a salir más.
Cerró los ojos.
La boca de la pistola bólter presionaba su cráneo con fuerza. Ni siquiera se había dado cuenta de lo lejos que había llegado.
—Hazlo ya —insistió la voz de la aparición—. Aprieta el gatillo y húndete donde te espera la oscuridad junto con el silencio y la paz.
Fugis sujetó el arma con fuerza. Pensó en Naveem y en el vergonzoso final al que lo había condenado, y en Kadai, a quien también había fallado.
Una repentina presión en el cañón de la pistola bólter la apartó de la frente del apotecario lenta pero firmemente.
… con él golpearé a los enemigos del Emperador… Una voz familiar resonó en la mente de Fugis.
—Ko’tan… —dijo con voz ronca, volviendo a abrir los ojos.
Naveem o lo que trajo su imagen había desaparecido. La sensación de que había algo en el extremo de la visión de Fugis también se disipaba. No intentó buscarlo, porque sabía que no podría verlo. No obstante, los restos de los guanteletes verdes, del martillo relámpago vuelto a forjar y el capitán renacido se quedaron con él. Sólo estuvo lo suficiente para que Fugis activase el comunicador.
—Hermano Praetor —dijo, sabiendo que el sargento de la 1.ª Compañía estaba montando guardia en la puerta rota—. Voy a evacuar el torreón inmediatamente. Trataré todas las heridas desde el frente a partir de ahora.
* * *
—Están evacuando el torreón —afirmó Tiberon.
Iagon asintió ausente al ver al apotecario Fugis emerger a través de las puertas. Un grupo de servidores lo siguieron con un par de camillas plegables para los dos hermanos de batalla inconscientes.
Los cirujanos interrogadores de Elysius llegaron instantes después, con el Guerrero de Hierro cautivo a rastras. El capellán estaba en el patio para supervisar el proceso. Trasladarían al prisionero y lo atarían dentro de uno de los Rhino hasta que Elysius terminara con él. A juzgar por la conducta del capellán a Iagon le pareció que acabarían pronto.
Después de que pasaran, el tecnomarine Draedius selló las puertas con su soplete de plasma.
Iagon se preocupaba poco por los demás. Sólo le prestaba atención a Fugis. Aunque era innegable que algo del fuego había vuelto a él, el apotecario seguía siendo una sombra de su antiguo ser. Iagon veía estas cosas; veía la debilidad con la misma claridad que veía un puño cerrado o una espada desenfundada. El pacto que había hecho para proteger a Tsu’gan seguía intacto.
* * *
Hubo un paréntesis en la lucha constante tras la derrota en el segundo asalto del kaudillo orko por parte de los Salamandras. Los Nacidos del Fuego eran tenaces, era su naturaleza; los nocturnianos tenían que serlo para sobrevivir en un mundo letal. Aunque tal vez mal acostumbrados a la defensa estática, preferían acorralar al enemigo en cuarteles cercanos y hacerlo arder con agresividad desde la superficie de la tierra. Apretaban los dientes, fueron pacientes e hicieron de cada ataque de los orkos una carga suicida de fuego y muerte. Sí, parecía que iban a ganar la guerra por desgaste. Aunque los orkos se extendían en la distancia, la ola verde se acercaba poco a poco y los aplastaba contra las defensas de los astartes. El kaudillo había retirado sus ejércitos fuera del alcance de las armas largas de los Salamandras. Los orkos eran criaturas tercas, pero podrían dejar de golpearse los cráneos contra el muro si no mostraban signo alguno de capitulación. Por lo menos los que tuvieran una inteligencia rudimentaria actuarían así.
Iagon se imaginaba a las bestias en la cumbre de la cadena montañosa manteniendo una conversación, intentando idear una estrategia para abrir la fortaleza. O tal vez sólo estuvieran esperando; esperando a que la roca negra volviese a llorar oscuras astillas y a llenar las cada vez más menguadas hordas orkas. Había demasiados para enfrentarse a ellos en campo abierto, pero no había bastantes para abrir una brecha en la fortaleza y aprovecharla. Los dos antiguos enemigos estaban en un punto muerto.
El sol que acababa de salir era un anillo plano de color amarillo chillón tras la amenazante roca negra. En las horas posteriores al último asalto había aumentado de tamaño. Fuera lo que fuera lo que había traído a los pieles verdes a Scoria, se estaba acercando.
—Lo próximo serán los muros —gruñó el sargento Tsu’gan, que apareció a su lado. Se había vuelto a quitar el casco y estaba serio. Era como si tuviese ese gesto de forma permanente, como si llevara un gran peso invisible colgando de sus facciones.
—¿Sargento? —preguntó Tiberon.
Atrajo un momento la atención de Tsu’gan mientras veía cómo cerraban el torreón para siempre. Entonces se dio la vuelta y observó sin hacer ningún comentario a los orkos que se arremolinaban en la cresta de la cordillera.
—¿No lo notas, Tiberon? —preguntó. Desde que irrumpieron en la lucha, Tsu’gan había entrado gradualmente en un triste estupor. Todos lo notaban y él lo ocultaba con astucia, pero Iagon veía los efectos en su futuro señor más que nadie.
—Todos lo notamos, señor —respondió Iagon.
El Salamandra escogió cuidadosamente el tono al reconocer el atisbo de demencia que había penetrado en la voz del sargento. Tsu’gan era la vía de Iagon hacia el poder y la influencia. No tenía que fallar, ahora no. Una mirada hacia el puesto de mando le mostró a N’keln trabajando tenazmente con Shen’kar para evitar posibles brechas y reforzarse. Al final, daría lo mismo. Iagon sabía que no podía quedarse ahí. Todos notaron los ominosos efectos de la piedra mancillada por el Caos y del metal de la fortaleza de hierro. Ningún fuego podría purificarlo, ni ninguna fe, por muy ardiente que fuera, podría anularlo. No. Tarde o temprano tendrían que abandonar este extraño refugio o dejar que acabase con ellos.
Por ahora, Iagon necesitaba animar a su sargento. Los apoyos del capitán N’keln aumentaban por horas. Había soportado los fuegos de la batalla y hasta ahora había salido ileso e incluso reforzado.
Las tropas estaban repartidas por los muros y tenían que tolerar que hubiera grandes fisuras, ya que no había suficientes Salamandras para defender cada centímetro. Iagon llevó con cuidado a Tsu’gan lejos de Tiberon para poder tener un mínimo de intimidad. Si el otro Salamandra había pensado algo del intercambio clandestino, no lo había dicho. En lugar de eso, miró a través de los magnoculares la inmensa horda de orkos que se acercaba para volver a atacar.
—Señor, debes mantenerte firme —susurró Iagon.
Había algo de salvaje en la mirada de Tsu’gan mientras observaba el hierro rojizo del parapeto. El metal parecía más oscuro, como si estuviera manchado de sangre. Cerró los ojos para apartar la idea y pensó de nuevo en el cuchillo y en la necesidad de utilizar el dolor para canalizar sus sensaciones.
—Este lugar en ruinas nos está afectando a todos —lo presionó Iagon, desesperado por que el sargento le diese la razón. Agarró firmemente la hombrera de Tsu’gan—. Pero no podemos permitir que nos impida asegurar el futuro de la compañía, hermano.
Tsu’gan alzó la mirada al oírlo. Fue una mirada dura.
—¿Qué insinúas, Iagon?
Iagon retrocedió ante la crudeza repentina de Tsu’gan y no pudo ocultarlo.
—Tu liderazgo y petición para ser capitán, claro está —respondió un poco incómodo, como en un respingo.
Tsu’gan, incrédulo, frunció el ceño.
—Se acabó, Iagon —replicó llanamente—. Han juzgado a N’keln en los fuegos de la batalla y ha resultado ser válido. Incluso a mí me ha parecido valido.
Durante un momento, Iagon se quedó sin palabras.
—¿Señor? No lo entiendo. Sigues teniendo apoyos entre las escuadras. Podríamos reunirlos. Si hablan las voces discordantes suficientes…
—No. —Tsu’gan negó con la cabeza—. Me equivoqué, Iagon. Siempre he sido leal a mi compañía y a mis hermanos de batalla. No cuestionaré a N’keln y tú tampoco deberías. Y ahora, a tu puesto —añadió, con la resolución y el propósito restaurados—. En el nombre de Vulkan.
Tsu’gan se dio la vuelta y la mano de Iagon resbaló de su hombrera. Se había creado un gran vacío en su interior y todos los deseos y maquinaciones de Iagon estaban cayendo en él.
—Sí, señor… —respondió, casi sin saber que había hablado. Su mirada se dirigió hacia N’keln, que estaba en la casa del guarda. El capitán renacido había acabado de raíz con los planes de Iagon—. En el nombre de Vulkan.
* * *
El hermano sargento Agatone escuchó la historia de Illiad Sonnar con gesto impasible. Dak’ir y Pyriel flanqueaban al minúsculo humano en los sombríos confines de un búnker prefabricado.
Tras la victoria sobre la fuerza escindida de los orkos, los Salamandras habían vuelto a sus obligaciones: a buscar supervivientes en la nave, a excavar en las zonas más quemadas del casco y a defender el perímetro de otros ataques. Después de la batalla, se restablecieron las tiendas sanitarias y a los cirujanos les dijeron que soltasen los rifles láser prestados y volvieran a trabajar. Encontraron a varios de los heridos graves muertos en sus catres cuando regresó el equipo médico. La conmoción o simplemente la muerte inevitable los había llamado en ausencia del cuidado continuo. Los incinerarían con los demás y los enterrarían más tarde.
Aunque los Salamandras volvieron a sus obligaciones con diligencia, todos estaban listos para unirse a las órdenes de Agatone. Sabían que pretendía liderar un asalto para liberar a sus hermanos de batalla de la fortaleza de hierro y acabar con el asedio; sólo necesitaban medios y estrategia Se habían filtrado informes esporádicos durante los últimos minutos acerca de lo urgente que era que los Salamandras asediados saliesen de la fortaleza. Parecía haber algo peligroso, alguna presencia maligna que había intentado llamar a algunos astartes, una presencia que aumentaba su fuerza a cada momento. Esta urgencia fue uno de los motivos que tuvo Dak’ir para instar a Agatone a pedirle audiencia a Illiad, para poder poner en su conocimiento lo que sabía el líder de los colonizadores humanos.
Agatone lo escuchó todo mientras procesaba la información sin inmutarse. Inmediatamente después, Dak’ir narró lo que él y Pyriel habían visto en el primer puente de la vieja nave expedicionaria en la que vivían en parte los colonizadores. Habló de las antiguas servoarmaduras, del imagovisor y del anciano Salamandra, Gravius.
Agatone asintió mientras escuchaba, pero era como si Dak’ir le hubiese contado que iba a dirigir un simulacro de defensa en lugar de haberle transmitido el hecho de que el que posiblemente fuese el Salamandra más viejo del capítulo vivía bajo sus pies, y que era un potencial nexo con Isstvan y con su primarca perdido.
—Informaré a Argos para que ordene a los servidores y a un tecnomarine que protejan el blindaje —respondió Agatone con un pragmatismo casi tangible. No le hacía falta ver la cámara ni al frío hermano Gravius. Tenía otros asuntos de los que ocuparse, como el rescate del capitán N’keln, e informó a sus hermanos—. Necesitamos que el apotecario Fugis se lleve a nuestro antiguo hermano, y no podrá hacerlo hasta que termine el asedio de la fortaleza de hierro —añadió, centrando la conversación en asuntos de estrategia.
—No podemos romper las filas de los orkos con las fuerzas que tenemos —dijo Dak’ir.
Justo después de la batalla, Agatone había enviado grupos de exploradores más allá del, perímetro del campamento para espiar a los pieles verdes, para asegurarse de su superioridad numérica y alertar de cualquier otra incursión. Por ahora, los orkos estaban centrados en N’keln, pero sus ejércitos eran enormes. Los informes que llegaban de los exploradores eran desalentadores.
Agatone observó un proyector hololítico que mostraba con toda la exactitud posible lo que sabían los Salamandras de la disposición y número de los pieles verdes. Parecía un mar oscuro y rugoso superpuesto a una barrera minúscula en el proyector estratégico.
—Un ataque relámpago sería la mejor opción —dijo—. Si podemos infiltrarnos entre los orkos antes de que noten nuestra presencia y matar a sus líderes, acabaremos con la poca organización con la que cuentan, será suficiente para derrotarlos.
—La mayor parte de las dunas son llanas por este lado —respondió Pyriel—, y dan una clara ventaja a los centinelas y patrullas de los orkos. Dudo de que podamos acercarnos lo suficiente para iniciar un ataque sorpresa antes de que nos vean hasta los pieles verdes menos avispados.
Agatone, furioso, examinó el hololito como si fuese a aparecer allí la respuesta por obra de un milagro.
Apareció, pero no de la forma que esperaba el hermano sargento.
—Usad los túneles —dijo una voz tras ellos.
Los tres Salamandras se dieron la vuelta y vieron a Illiad, que todavía no se había ido.
—Continúa —lo invitó Agatone.
Illiad se aclaró la voz y dio un paso al frente.
—Por toda esta zona hay túneles. Algunos construidos por el hombre. Excavamos para extender nuestro asentamiento o para buscar nuevas vetas de mineral. Es peligroso por las bestias de quitina y por el hecho de que los Hombres de Hierro empezaron a asentarse en nuestra mina. Algunos fueron excavados por las propias bestias, amplios y profundos si eran para madrigueras, o a veces los excavaban para buscar alimento. Todos los túneles están comunicados y llegan hasta la fortaleza de hierro.
—¿A la superficie? —preguntó Dak’ir, señalando hacia arriba mientras lo decía—. ¿Hay mapas, Illiad?
Illiad se pasó la lengua por los labios.
—Algunos salen a la superficie, pero no hay mapas. Entiéndelo, hemos vivido durante muchos años en esos túneles, generaciones incluso, y toda la cartografía necesaria está aquí arriba. —Se puso un dedo en la frente—. No sólo en la mía —añadió Illiad—, Akuma y algunos más se saben el camino de memoria.
Agatone asintió, de mejor humor.
—Podemos usar los túneles para lanzar un ataque directo a los orkos, incluso estando entre ellos. —Su mirada de aprobación recayó sobre Illiad—. ¿Podrían llevarnos tus hombres?
El humano asintió.
—Sólo os pediré una cosa —dijo.
El silencio de Agatone lo hizo continuar.
—Que nos dejéis luchar.
Dak’ir iba a protestar cuando Illiad levantó la mano.
—Por favor, escúchame —insistió—. Ya sé que este mundo se enfrenta a sus últimos días. Lo he visto en vuestras caras y lo he oído en vuestro tono de voz. Incluso sin estas pruebas, hace tiempo que lo sé. Los temblores han empeorado y no es por las bestias de quitina ni por el exceso de minas. Es porque Scoria se resquebraja poco a poco. Su final está cerca y preferiría que mi gente muriera luchando por ella que agazapada en la oscuridad, esperando a que la lava o la tierra se los trague.
Agatone se acercó y su sombra cubrió al humano que tenía delante. Le puso a Illiad su enorme mano en el hombro.
—Eres noble, Sonnar Illiad, y obtendrás tu deseo. —Agatone sacó la otra mano y se la tendió al colonizador humano—. Los Salamandras estaremos orgullosos de teneros a nuestro lado.
Illiad estrechó la mano de Agatone, que casi hizo desaparecer la suya, y selló el pacto de honor ofrecido.
—Si podemos salvar a tu gente e irnos de este planeta, lo haremos —dijo Agatone—. No os abandonaremos a merced de una muerte vergonzosa. Ambos, los humanos y los Salamandras, viviremos o moriremos unidos. Te doy mi palabra.
Pasado el momento, Agatone soltó al humano y siguió ocupado con sus asuntos.
—¿Cuantos lanzallamas tenemos en el armorium? —le preguntó a Dak’ir.
—Suficientes como para repartir dos por escuadra.
—Sácalos todos y dáselos a los que estén entrenados para usarlos —dijo Agatone—. Todo el armamento pesado estático tiene que estar en un lugar seguro. Haremos arder a todos esos pieles verdes —afirmó—. Luego agruparemos a las escuadras. Las vamos a necesitar a todas, hasta a los centinelas.
—¿Vamos a dejar el Ira de Vulkan sin defensas? —preguntó Dak’ir. El rostro de Agatone nunca había estado tan serio.
—Todas, hermano sargento. Si caemos, tampoco habrá nada para defender el Ira de Vulkan. Volveremos a disponer de los auxiliares y que Argos los dirija. Nuestro Señor de la Forja no abandonará el barco, así que podrá vigilarlo.
—Necesitamos una distracción —sugirió Pyriel—. Algo que mantenga ocupados a los pieles verdes antes de lanzar el ataque.
—Informa al capitán N’keln —le dijo Agatone a Dak’ir—. Cuéntale nuestro plan y asegúrate de que esté preparado. Los hermanos de la fortaleza de hierro serán la distracción.
La voz de Illiad interrumpió el consejo de guerra por segunda vez.
—Puede haber otra manera. —Agatone lo miró con admiración.
—Eres una caja de sorpresas, Sonnar Illiad —comentó con un humor soterrado que rompía su severa apariencia—. Te escuchamos…