I: En la boca del dragón

I

EN LA BOCA DEL DRAGÓN

Dak’ir sopesó el bólter en sus manos enfundadas en los guanteletes, sintiendo su peso y deslizando los dedos por la empuñadura. Murmuraba letanías entre inspiraciones a la vez que se familiarizaba con el arma sagrada.

El Ira de Vulkan tenía varios armoriums de astartes. Estaba bien surtida de bólters, munición y otro material por si la compañía lo necesitaba. Durante su entrenamiento como explorador, cuando no era más que un neófito y no parte de la 7.ª Compañía, el maestro de reclutas, de gesto adusto, le enseñó a utilizar el bólter. El viejo Zen’de ya había muerto, pero las lecciones que le dio a Dak’ir seguían vivas.

Todos los Salamandras, agazapados en la cuenca, con la formación rocosa ante ellos y viendo asomar el avance de los orkos por encima de los escarpados peñascos, tenían el bólter a punto. Ráfagas esporádicas desde la distancia pretendían llamar la atención de la vanguardia de pieles verdes que avanzaba. El escuadrón permanecería visible pero en cuclillas para no ser un blanco fácil. Sólo Ba’ken y Ernek, que llevaban los lanzallamas, no estaban tan armados como el resto.

Los cinco de Dak’ir se convirtieron en seis al sumar a Pyriel. Él también soportaba el peso de un bólter, su espada psíquica y otra pistola que por ahora tenía enfundada. El bibliotecario no se había dejado convencer por los argumentos del sargento Agatone, que insistía en que se quedase con el ejército principal. Decidió que sus cualidades servirían mejor para ayudar a Dak’ir en un tono que no admitía réplica.

Por supuesto, Illiad era otro tema. Sin tiempo para explicar lo que había sucedido bajo la superficie, Dak’ir sólo pudo expresar lo importante que era el humano para ellos, y que si sobrevivían al enfrentamiento con los pieles verdes, tendrían que llevar a Illiad hasta N’keln de inmediato. El líder de los colonizadores estaba dispuesto a quedarse con los de su lejana raza nocturniana y se unió a uno de los batallones. El humano podía luchar y tenía rifle láser propio, de modo que Agatone no vio motivo alguno para oponerse. Dak’ir quería que estuviera protegido, claro está, pero supuso que al estar junto a otros cincuenta hombres armados estaría más o menos igual de protegido que ahora.

* * *

—A mil metros —informó Apion sin dejar de mirar mientras hacía de centinela con unos magnoculares por la proximidad de los orkos.

—¡Armas preparadas! —exclamó Dak’ir. Su tono era claro y preciso, y por su parte sacó el bólter. Cada Salamandra ocupó una parte de la formación rocosa, protegido por los improvisados límites, consecuencia de la permutación natural de las rocas. Un ruido de armas al activarse rompió el pesado silencio antes de que el aire volviera a detenerse.

—Ochocientos…

Dak’ir miró el objetivo del bólter.

—Setecientos…

Leves percusiones del ataque del cañón tormenta formaban ondas sobre las dunas. Las explosiones en cadena levantaban una nube rabiosa de humo gris que empujaba lentamente a toda la vanguardia de los pieles verdes.

—Seiscientos…

—¡En el nombre de Vulkan! —rugió Dak’ir disparando los bólters al unísono.

El resplandor de las bocas de los cañones rompía la oscuridad seguido de la luz centelleante de las tandas de explosiones que acabaron con los líderes de la vanguardia motorizada de los orkos. Las motocicletas giraban adelante y atrás, asediadas por el brutal tiroteo de los marines espaciales. Los camiones volcaban al incendiárseles los depósitos y se convertían en bolas de fuego rodantes. La metralla salpicaba a los que quedaron fuera del epicentro de la tormenta bólter y obligó a las motocicletas a virar unas contra otras y a los camiones a girar bruscamente y estrellarse mientras sus conductores quedaban hechos pedazos.

El frenético avance de los orkos disminuyó durante unos segundos mientras los que los seguían se abrían paso entre la chatarra en llamas. Los pieles verdes más alejados se vieron obligados a establecer un cordón ante el bombardeo distante de los cañones tormenta.

Gritando maldiciones como si blandiesen espadas, los orkos volvieron a agruparse y encontraron al objeto de su ira. Los seis Salamandras dispararon desde una formación rocosa. Los orkos se unieron como una punta de lanza ardiente. En realidad, el fuego de bólter apenas los había rozado, pero la paliza que les estaban dando les había dañado el ego.

Las balas perdidas de las armas de los pieles verdes, tanto automáticas como de proyectil sólido, desconchaban el muro de piedra. Uno de los trozos impactó contra la hombrera de Dak’ir, pero éste apenas lo notó. La información espacial de la lente derecha de su casco le indicaba que los orkos estaban sólo a trescientos sesenta y cinco metros.

En menos de un minuto llegarían a la línea de fuego. Entonces sólo habría doscientos metros entre ellos y la horda.

—¡Recarga! —gritó Dak’ir, retirándose tras las rocas para quitar el cargador medio gastado y colocar otro rápidamente. El proceso le llevó menos de tres segundos. Cuando volvió a la línea de disparo para proseguir el tiroteo, el hermano Apion sustituyó a su sargento en el puesto, cumpliendo el ciclo de recarga que Dak’ir había ideado. De esta manera, los Salamandras podían mantener una barrera de fuego de bólter ininterrumpida con poca pérdida de intensidad durante las recargas.

Al frente del grupo armado de pieles verdes, un motorista orko saltó por los aires con un aullido a lomos de una floreciente bola de fuego. Ésta destrozó la carrocería del vehículo y le voló las ruedas, además de mutilar las piernas y el abdomen del orko. La bestia seguía furiosa cuando golpeó el suelo con un crujido húmedo. Le siguieron varios orkos más, proyectados en el aire en un macabro espectáculo pseudopirotécnico. Desde la línea de granadas, las explosiones levantaban nubes densas de ceniza que causaban aún más confusión. Motos sin conductor pasaban en llamas entre la niebla, sucumbiendo lentamente a la inercia al no seguir acelerando. Un camión salió de la densa oscuridad dando vueltas de campana; sus desafortunados ocupantes morían a golpes a medida que chocaban contra el suelo una y otra vez. Cuando se estabilizó era un montón de chatarra maltrecho que estalló en el momento en que chocaron con él dos motoristas, cegados por la ceniza que cubría sus gafas protectoras.

La destrucción era horrorosa. Los pieles verdes, estrechamente apelotonados, acorralados por los cañones tormenta y atraídos por la escuadra «cebo» de Dak’ir, sufrían lo indecible en el campo de granadas. El impulso llevó a los pieles verdes tras la metralla y las granadas enterradas que permanecían intactas. No podían parar; el loco fervor unido al innegable instinto por ir más de prisa no les dejaba. Los orkos seguían apilándose y muriendo.

Los doscientos metros se convirtieron en ciento cincuenta según la lente del casco de Dak’ir. Era inevitable que alguno llegase. Pero el hermano sargento también había sopesado esa posibilidad.

Hizo un barrido con el bólter e inició un tiroteo a fuego rápido. Así agotaban la munición mucho más de prisa, pero los efectos devastadores del tiroteo serían importantes. Desatando su furia, Dak’ir vio cómo resplandecía la bocacha del bólter y se transformaba en una estrella de fuego con vértices afilados. Los orkos que se acercaron como una nebulosa acabaron convertidos en amasijos de carne humeante y metal.

Los orkos, más tenaces que una plaga, se deslizaron por la línea de fuego. Apenas quedaban cincuenta en la vanguardia de los quinientos que habían irrumpido.

Un disparo alcanzó el codo de Dak’ir, colándose por un hueco entre las placas y haciéndole una herida. El Salamandra hizo un gesto de dolor cuando otro proyectil se desvió de su trayectoria después de rebotar en su hombrera izquierda. Mientras, los orkos se habían acercado lo bastante como para poder acertar con sus disparos.

Dak’ir se puso de pie e ignoró las balas que rozaban su servoarmadura y algunos de los orificios más pequeños, pero le preocupó la ceramita cuarteada. Sus hermanos lo siguieron.

—¡Purificar! —rugió el sargento, y por fin intervinieron los lanzallamas.

Una cortina de fuego barrió a los últimos orkos. El promethium sobrecalentado derritió motores y fundió neumáticos hasta convertirlos en desechos de caucho. Los pieles verdes aullaban al arder tragados por la intensa ola.

Entre las tormentas gemelas de bólters y lanzallamas sólo quedaron una veintena de orkos. Alrededor de la mitad estaban perplejos, desprovistos de sus vehículos, conmocionados y rabiosos a pocos metros de la formación rocosa, cuando Dak’ir dejó el bólter colgado de la correa y desenfundó la espada sierra.

—¡Cargad! —Su voz zumbó como las espadas al activarse.

Dak’ir dirigía desde las rocas con sus hermanos pegados a los talones. Un parpadeo azul celeste en su limitada visión periférica lo avisaba de que Pyriel había sacado su espada de energía.

Los Salamandras descendieron a través de los restos de la vanguardia de los orkos. Y acabaron del todo con ellos.

Terminaron en unos segundos, y cuando el polvo por fin se disipó, aparecieron los pieles verdes muertos, cubriendo el suelo. Los orkos eran de constitución fuerte; eran bestias difíciles de matar. Entre la masacre todavía había algunos que seguían con vida, pero en su estado ninguno de ellos podía amenazar a los Salamandras. Más allá del humo y las cenizas que se disipaban, el resto de la horda se acercaba. Era una visión que hacía olvidar la euforia de la reciente victoria.

Unos mil orkos: mejor armados, más resueltos, más furiosos.

Fuera cual fuera el plan de Argos, Dak’ir esperaba que pronto estuviera preparado y que fuera lo suficientemente eficaz para quedar a la altura de un ejército pequeño.

—Retirada —ordenó—. Recoged cualquier cargador a medio usar. Vamos a necesitar hasta el último cartucho.

* * *

Llegaron hasta el principal despliegue de los Salamandras casi al mismo tiempo que los cañones tormenta y los dreadnoughts.

Agatone ordenó la retirada de las armas pesadas en cuanto la vanguardia de los orkos estuvo en la «boca del dragón». Así la llamarían más tarde. Las tropas de Dak’ir habían llegado poco después, pero la velocidad de sus hermanos les había dado un tiempo precioso para poder posicionarse.

El hermano sargento parecía distraído. Cuando Dak’ir se acercó a él se dio cuenta de que Agatone estaba prestando atención al comunicador que tenía en el oído. Asintió educadamente, con gesto de desagrado.

—Una horda mucho mayor de pieles verdes se ha concentrado en la fortaleza de hierro. El capitán N’keln está asediado —anunció.

—¿Qué tamaño tiene el ejército del que estamos hablando? —preguntó Dak’ir, consciente de que la horda principal a la que se iban a enfrentar la formaban miles de miembros.

—Los cálculos son poco precisos —respondió Agatone—. Creen que decenas de miles.

Dak’ir negó con la cabeza tristemente antes de señalar el eclipse lunar:

—La roca negra de ahí arriba órbita alrededor de este planeta, y cuando termine la siguiente órbita los orkos volverán a aumentar en número.

Agatone miró horrorizado hacia el espantoso planetoide, como un amenazante orbe negro, y frunció el ceño con gesto de desagrado.

—Tenemos que unir nuestras fuerzas —decidió—. Encuentra la forma de llegar hasta el capitán N’keln y nuestros hermanos antes de que el asedio acabe con ellos.

—No estamos en situación de hacerlo, sargento Agatone —intervino Pyriel, mostrando un frío pragmatismo que se solía asociar a su capellán.

—Nuestros hermanos se medirán ante al yunque, al igual que nosotros.

Agatone asintió ante la sabiduría del bibliotecario, pero dijo en voz baja:

—Esperemos que no los destroce.

* * *

Después de revisar las disposiciones de la tropa una vez más y de volver con su escuadra, dejó que Dak’ir hiciera lo mismo. Con Zo’tan al frente de los auxiliares humanos a unos pocos cientos de metros de la línea de los Salamandras, Dak’ir hubiese tenido un soldado menos si no llega a ser por Pyriel, que se sumó a su escuadra.

El bibliotecario se había interesado por Dak’ir. Para bien o para mal, el hermano sargento no lo sabía. La única certeza era que Pyriel no lo perdía de vista.

Los Salamandras tenían para cubrirse una escarpada línea defensiva hecha de contenedores de metal, bunkers prefabricados medio destrozados y tambores de munición vacíos. El hermano de batalla G’heb alzó el puño para indicarle a su sargento el sitio en el que se iban a quedar. Dak’ir leía las preguntas en su ardiente mirada acerca de lo que pasaba bajo tierra y quién era y qué hacía ese humano entre ellos. La mirada se reflejaba en los ojos de todos los Salamandras. La disciplina les permitía controlar su deseo por saber; la supervivencia y la protección de la vida humana inocente prevalecían por ahora.

Ya llegarían las respuestas si sobrevivían a la siguiente batalla.

Dak’ir se mostraba reticente a dejar atrás las armaduras, a los colonizadores y, sobre todo, al hermano Gravius, pero no tenía mucho donde escoger. Pensó que si habían sobrevivido todo este tiempo sin ayuda estaban tan seguros como en cualquier otro lugar de Scoria. Por lo menos mientras la atención de los orkos estuviera puesta en los enemigos de la superficie, no iban a ir más allá.

Un rítmico canturreo inundó la brisa, interrumpiendo los pensamientos de Dak’ir. Los orkos marchaban al son de los tambores. Vieron a un enemigo mayor en número, sin estrategias, que había mostrado las cartas y ahora estaba al descubierto. Los provocaron. Dak’ir notó su seguridad beligerante y una intensa presión en la parte delantera del cráneo. Se puso una mano en la frente en un vano esfuerzo por deshacerse de la molestia. Los otros parecían afectados, pero no tanto.

Mantente firme, sargento. Lo que sientes es la emanación psíquica subconsciente de los pieles verdes. La voz de Pyriel era poco más que un susurro en la mente de Dak’ir.

Le hacía daño. Dak’ir notaba que su cabeza estaba a punto de estallar. Apretó los dientes. No se había dado cuenta de que estaba encorvado. Se irguió.

—Dak’ir. —Ba’ken, que estaba al otro lado, se acercó a su sargento.

—Estoy bien, hermano —mintió. El ruido de su cabeza era ensordecedor y la sangre le amargaba en la boca.

Ba’ken se inclinó más cerca de su sargento; las filas de los Salamandras permanecían tan juntas que de todas maneras estaban casi mano a mano.

—Apóyate en mí hasta que empiece la lucha. —Inspiró bajando ligeramente el pesado lanzallamas y discretamente sujetó a Dak’ir con la mano libre por debajo del codo.

Dak’ir se dio cuenta de que no tenía voz para responder. ¿Era otra visión que se manifestaba de una forma física y debilitante? La inminente horda orka se fundió en una única nota de ruido blanco y ronco que eclipsó todo lo demás. Una hirviente y furiosa luz verde ardía como una mancha solar ante los ojos de Dak’ir y los desenfocaba. La rabia, una rabia gratuita, una rabia que echaba chispas, ocupó su mente, y notó que apretaba los puños para defenderse. Algo primitivo despertó en él y Dak’ir luchó contra el impulso de gritar y aullar a los orkos. Quería hacerlos trizas con sus propias manos, desgarrarles la carne con los dientes, golpear sus cuerpos hasta que no quedasen más que huesos astillados y vísceras.

Con la nebulosa de furia irracional, el mundo quedó teñido de un verde horrible.

Escucha mi voz, Dak’ir. Acuérdate de lo que eres.

Era Pyriel otra vez.

Apretó más los puños. La sangre brotó de su boca al morderse el labio. Nacido del Fuego, dijo Pyriel.

La furia como unos rayos en cadena notó su cuerpo y empezó a forcejear contra la presión. Los iconos de advertencia sinápticos de la lente del casco, esclavos de los biorritmos de su cuerpo, empezaron a iluminarse. Su ritmo cardíaco estaba al borde del infarto. Dak’ir notaba todo el tiempo como si una granada de fragmentación le fuera a estallar en el pecho; su respiración se agitó; los iconos rojos parpadearon advirtiendo de un shock anafiláctico inminente; la tensión sanguínea aumentaba, rayando en la hipertensión aguda.

Nacido del Fuego, repitió Pyriel.

Dak’ir volvió a sentir el calor del monte del Fuego Letal. Recordó haber recorrido las cuevas de Ignea, el mar Acerbian y la larga subida a la cumbre de la meseta Cindara.

La verde nebulosa se fue disipando hasta que su visión volvió a quedar rodeada de rojo.

—Nacido del Fuego —dijo Dak’ir. Su voz iba al unísono con la transmisión psíquica que el bibliotecario inyectaba en su cabeza.

Dak’ir se apartó de Ba’ken para demostrarle a su hermano que ya no necesitaba su ayuda. El intercambio mudo entre ellos dijo más de lo que podría expresar cualquier palabra de gratitud. El voluminoso Salamandra se limito a asentir y agarro más fuerte el pesado lanzallamas.

Los cañones tormenta batían el terreno a ambos lados de la línea defensiva. Sin ser vistos, golpeaban a los pieles verdes que avanzaban bajo las explosiones de la superficie. Era como disparar una bala en el océano. Los orkos se retiraron y luego avanzaron de nuevo, con ataques cortos y poco efectivos. Los muertos crujían olvidados bajo sus pies.

—Vulkan misericordioso…

Dak’ir oyó a Emek a través del comunicador.

—No desesperéis —dijo Dak’ir para animar a sus tropas. La sangre que le manchaba los dientes sabía a cobre.

—No os rindáis. Los Salamandras sólo van hacia adelante.

El fuego de bólter irrumpió en la línea cuando los orkos se pusieron al alcance. Los pieles verdes resistieron como antes, pero ya no retrocedían; habían comenzado a correr.

—Es el momento. Por Tu’Shan y el Emperador —arengó Dak’ir—. ¡Por Vulkan y la gloria de Prometeo!

Cuarenta contra tres mil.

Dak’ir había penetrado en la mente primitiva de los orkos. Conocía casi a nivel celular su furia y su agresividad. A no ser que algo cambiase y modificase el equilibrio, muchos Nacidos del Fuego no sobrevivirían a esta batalla. Dak’ir hizo la promesa de no someterse al pyreum con facilidad.

Empezó a notar unas densas palpitaciones en la parte de atrás del cráneo. Durante un momento, Dak’ir creyó que la rabia de los orkos había regresado, pero el ruido empezó a resonar entre la ceniza y se dio cuenta de que procedía de otro lugar.

Los enormes condensadores de los cañones del Ira de Vulkan se estaban cargando. Enormes torretas de la parte de arriba giraban y se colocaban en posición con el rápido movimiento del metal. El aire crepitaba por la lenta descarga actínica e imantaba los componentes metálicos de las cenizas y las partículas de arena, adhiriéndolos estáticamente a las botas y espinilleras de los Salamandras. Con el latido convertido en un chillido agudo, Dak’ir vio una nube eléctrica relucir y envolver las bocas de los cañones.

Tras un instante, se desataron.

Una onda expansiva, tan pesada y poderosa que hizo caer de rodillas a los Salamandras, recorrió la llanura de cenizas. Jirones cóncavos y grises surcaban el cielo tras el paso de la letal descarga de los cañones de las torretas, que levantaba pequeños remolinos de ceniza y suciedad.

La descarga duró unos segundos, pero la horda de pieles verdes quedó devastada. Los cañones de un crucero de asalto estaban pensados para abrir fuego a distancias extremas en las profundidades del espacio y contra blancos bien armados y dotados de escudos de vacío. La potencia de fuego que podían desarrollar era demencial. Argos, de forma muy inteligente, sólo había activado una pequeña parte de los cañones. La batería láser, era suficiente para atomizar vastas proporciones del ejército piel verde, barriendo a centenares con una sola ráfaga. Varios miles de disparos superpoderosos habían salido de los cañones, pero con una velocidad y frecuencia que hicieron que pareciera un rayo continuo. A los que no fundía directamente el resplandor, los hacía arder. Varios cientos de pieles verdes en llamas daban vueltas sin rumbo entre la tierra calcinada. Otros no eran más que esqueletos blanqueados. El resto estaban afectados por la conmoción y la desorientación, ciegos y sordos por el terrible ataque.

Dak’ir se estaba poniendo de pie cuando Agatone con su voz fría y amenazante habló a través del comunicador.

—Los pieles verdes han caído. Aproximaos y acabad con ellos. ¡Salamandras, atacad!

Un rugido de armas irrumpió en el aire mientras el sargento suplente Gannon y su escuadra de asalto aparecieron desde arriba entre hileras de humo y fuego. Habían sacado las espadas, ansiosos por probar sangre de orko.

Las tropas de a pie se agolpaban en la improvisada barricada y disparaban con los bólters. Marchaban con los lanzallamas a los lados, mientras las armas pesadas estáticas quedaban atrás y seguían machacando a la maltrecha horda piel verde desde la distancia.

En los flancos, los dreadnoughts cerraron la trampa letal, y en la matanza resultante la escindida fuerza de los orkos quedó destruida por completo.

La sangre de los pieles verdes cubrió la placa facial de Dak’ir, que se quitó el casco para poder ver mejor. Los equipos de ejecución vagaban a través del humo que se arremolinaba por las dunas. Algunas explosiones anónimas, agudas y esporádicas, rompían la misteriosa tranquilidad que sigue a la batalla mientras acababan con los pieles verdes heridos.

Por encima de la matanza, Dak’ir vio el horizonte y se imaginó la horda que asediaba la fortaleza de hierro. También se preguntó cómo esperaban acabar con un ejército tan grande con las tropas que tenían a su disposición. Los defensores tendrían que quedarse en el Ira de Vulkan. Era la única manera de escapar de un planeta que se consumía poco a poco. Ahora los temblores eran casi constantes, los volcanes distantes entraban en erupción con una regularidad que no era buen presagio. Aunque no hubiese eclipse, Dak’ir supuso que el cielo seguiría siendo gris por la ceniza.

—Igual que en Moribar —murmuró para sí sin darse cuenta de que acababa de reproducir las palabras anteriores de su rival, Tsu’gan.

En el fondo, Dak’ir sabía que el legado oscuro de los Guerreros Dragón estaba en cierta manera entrelazado con el destino de la 3.ª Compañía, sobre todo con el suyo y el de Tsu’gan. Hasta sentía su cortante caricia en este mundo distante.

Agatone emergió de la oscuridad y entró en el campo de visión de Dak’ir. Estaba limpiando la sangre de piel verde de su espada de energía mientras se acercaba.

—Los orkos están muertos —dijo con firmeza.

—Si vuelven, haremos que el maestro Argos utilice de nuevo los cañones del Ira de Vulkan.

Agatone negó con la cabeza.

—No. Argos me ha dicho que sólo puede dispararlos una vez. El retroceso podría derrumbar el lecho de roca que sostiene la nave y hacerla arder. No me voy a arriesgar.

—Entonces nos va a durar poco la tregua —dijo Dak’ir.

—Así es.

—¿Se sabe algo del capitán N’keln?

—Estamos intentando ir a por él, pero hay otros asuntos que quiero atender antes. —El tono de Agatone se hizo apremiante.

—¿El colono humano? —preguntó Dak’ir, que ya sabía la respuesta.

—Exactamente —asintió Agatone—. ¿Qué encontrasteis bajo tierra?

Dak’ir mantuvo el mismo tono para que su hermano sargento no tuviera dudas de su sinceridad.

—Encontramos Nocturne.

La expresión de Agatone traicionó su incredulidad.

—Déjame que te presente a Sonnar Illiad —dijo Dak’ir—. Hay muchas cosas que deberías saber, hermano.