II
EL ÚLTIMO REDUCTO
Las bengalas fotónicas ardían en la noche, que cada vez era más densa, como faros abandonados en un mar negro. Proyectaban una luz rojiza sobre la lenta marcha de los orkos, a los que tintaba del color de la sangre. Las detonaciones de magnesio se sucedían, al tiempo que explotaban las granadas ocultas que habían colocado Tsu’gan y su escuadra de combate. Los orkos aullaban y gritaban de dolor, y los ojos se les llenaban de una luz violenta y rabiosa. Los más cercanos tropezaban con sus hermanos, otros morían a manos de sus beligerantes primos, y otros atacaban y mataban a todos los pieles verdes que encontraban a su paso en una agonía salvaje.
El trastorno que les causaban era mínimo. Muchos orkos, al contemplar los efectos de las granadas ocultas, sacaron sus gafas de cristales abombados o simplemente se cubrieron los ojos con sus manos robustas.
La confusión no era el único propósito del banco de bengalas. Los Salamandras utilizaban el brillo a modo de reflector. Identificaban a los líderes de clan de los orkos gracias a las explosiones luminosas y los ejecutaban con disparos precisos de bólter. Se producían disputas internas hasta que otro orko establecía su dominio, pero esto otorgaba más tiempo a los bólters pesados para aumentar su cuota sanguinaria. Los cañones de fusión y los lanzamisiles apuntaban y destrozaban los vehículos de los líderes, levantando montañas ardientes ante aquellos que iban en fila tras ellos. Los camiones y los buggies quedaban reducidos a escombros de metal retorcido, y los tripulantes, aturdidos, que intentaban salir a rastras de los vehículos siniestrados, morían por los disparos.
Los pieles verdes respondían a su manera. Disparaban fuego aleatorio desde sus armas de largo alcance, pero sin efecto alguno, salvo que astillaban la roca o levantaban nubes de ceniza. Los orkos no estaban hechos para disparar y sus esfuerzos eran poco entusiastas. Lo hacían más por el ruido de sus armas, el estruendo y el olor a pólvora que por matar a nadie. Los orkos preferían luchar cuerpo a cuerpo y así poder oler la sangre y el miedo.
«De nosotros apenas encontrarán algo de lo primero y nada de lo segundo», pensó Tsu’gan.
Los orkos ya estaban más cerca y el hermano sargento sabía que la orden de descargar la tormenta de fuego también se aproximaba. La estática crepitante en su oído a través del comunicador dio paso a la voz del capitán N’keln, y Tsu’gan comprendió que la orden estaba de camino.
Los Salamandras eran pragmáticos, no les gustaba utilizar discursos grandilocuentes ni retórica enardecedora como a algunos de sus primos lejanos, los Ultramarines por ejemplo. Esto hizo que, en comparación, el discurso de N’keln pareciese épico.
—Hijos de Vulkan, Nacidos del Fuego, éste es nuestro último reducto. No hay más líneas tras esta muralla, no hay más puertas que defender ni fortaleza que guarnecer. Esto es todo. Sólo tengo una proclama: ¡No pasarán! —Hizo hincapié en cada una de sus palabras—. ¡A los fuegos de la batalla! —gritó N’keln, y su voz se convirtió en la de muchos.
—¡Hacia el yunque de la guerra! —exclamaron los Salamandras a coro.
—Dejad que se acerquen —dijo Tsu’gan a su escuadra. Entre las almenas, los sargentos preparaban a sus tropas a la estela del discurso del capitán.
Al mirar por el objetivo de su bólter, Tsu’gan sintió una presencia tras él y se volvió para ver cómo Elysius aparecía en su sección de la muralla.
—Te has perdido el inicio de la batalla, hermano —dijo Tsu’gan irónicamente.
El capellán resopló con ironía.
—Querrás decir que me he perdido el parlamento, hermano sargento.
Por su tono, era difícil saber si Elysius hablaba o no en serio. Tsu’gan sabría más adelante si había tomado en broma su frívolo comentario.
—«Los xenos son una mancha en la galaxia —dijo el capellán, dando un timbre fanático a su voz al tiempo que la bajaba—. ¡Que ardan en los fuegos del castigo!»
Con los ojos cargados de odio, Elysius encendió su crozius y apuntó en dirección a la avalancha.
Tsu’gan volvió a mirar por el objetivo.
—¡Fuego!
Fue como si todos los sargentos estuviesen sincronizados de alguna manera o unidos por empatía, ya que las armas dispararon desde la muralla al unísono. Una secuencia de destellos recorrió las almenas de la fortaleza de hierro como una oleada de violencia, y el ruido resultante fue atronador.
Los pieles verdes fueron desgarrados por la brutal salva de bólters, y las explosiones provocaron el caos incluso en criaturas tan fuertes como los orkos. Arengados por las amenazas y los gritos de sus capitanes, las bestias resistieron, avanzando implacablemente sobre los restos destrozados de sus parientes y sin remordimientos. Algunos huyeron —aquellos que habían perdido el valor o a sus capitanes por culpa del fuego enemigo—, y fueron apuñalados sin piedad con cuchillas o hachas al llegar a la línea de bestias verdes que estaba dispuesta en la cumbre de la montaña. Porque esto sólo era la primera oleada.
—Carne de bólter —gruñó Tiberon por el comunicador. Era difícil hacerse oír entre el clamor de los disparos, aunque el capellán Elysius lo consiguió con sus diatribas mordaces y xenófobas. Las pistolas y los lanzallamas todavía estaban fuera de alcance, ya que los orkos aún estaban lejos, así que dirigió cada una de sus palabras cáusticas como balas dispuestas a matar.
El costado del casco de Tsu’gan se iluminó cuando el hermano M’lek disparó su cañón de fusión. El hambriento rayo abrió un boquete en uno de los camiones de los orkos, impactó en el motor y lo convirtió en una bola de fuego blanca que engulló a varias unidades que marchaban a pie junto a él.
El hermano sargento hizo una pausa para elogiar la puntería de M’lek antes de dirigirse a Tiberon.
—Por eso debemos reducirlos, hermano, y mantener nuestra fuerza para el inminente combate.
Tsu’gan acribilló al guardaespaldas armado de uno de los jefes, convirtiendo su cráneo en fragmentos de hueso y vapor rojo cuando los proyectiles del bólter le entraron por el ojo y lo reventaron. Sólo distinguió a un líder de batalla entre la multitud, y a juzgar por las marcas de clan de los pieles verdes que iban hacia él, debía tratarse de su tribu. Tal vez, el kaudillo armado con una garra que se encontraba en la montaña estaba dejando a sus subordinados que hicieran turnos para intentar abrir la fortaleza de hierro.
—Que entren. —Tsu’gan lanzó su desafío con agresividad. Volvió a apuntar y ejecutó al propio jefe, que se había acercado demasiado a la fortaleza—. Los mataré con mis propias manos —concluyó con severidad.
Con la muerte de su líder tribal, los orkos flaquearon. Se había materializado un campo de muerte en la tierra desierta que había ante la muralla; los pieles verdes de la primera oleada, pese a sus esfuerzos, habían sido incapaces de acercarse lo suficiente como para lanzar un asalto amenazador sobre ella.
Al ver esto, el kaudillo que estaba en la cima de la montaña gritó de rabia. Con un gesto de su musculoso brazo envió a las demás tribus hacia adelante, una detrás de otra. Miles de orkos cargaron contra los Salamandras. Los jefes tribales silbaban y bramaban, deseosos de que sus clanes fuesen los primeros en alcanzar al enemigo. La oleada de las voces brutales de los pieles verdes se convirtió en un clamor.
Tsu’gan volvió a sentir el martilleo insistente en la parte trasera de la cabeza, la misma sensación que tenía en el túnel bajo la sala de hierro. Volvió a sentir el metal frío de la boca del bólter contra su frente. La energía psíquica de los orkos aumentaba. Quizá alimentase de alguna manera aquello que merodeaba en la oscuridad que se abría bajo la fortaleza.
La voz de Elysius respondió a ello y volvió a convertirse en el anda que mantuvo a los Salamandras con los pies en el suelo. Los orkos habían sobrepasado ya la zona de la matanza y se preparaban para un primer asalto contra la muralla. El capellán utilizó el ladrido de su pistola bólter para puntuar sus sermones cargados de rencor, mientras los lanzallamas escupían furia de promethium por todas las almenas.
—¡Purificar y quemar! —bramó Honorious cuando su placa facial quedó iluminada por el destello feroz de su arma.
Pese a la adquisición estratégica de objetivos de los marines espaciales y sus tácticas de buscar el enfrentamiento, la masa de pieles verdes hacía inevitable la batalla cuerpo a cuerpo. Algo que beneficiaba a los Salamandras.
—Aquí es donde se pone a prueba vuestra entereza —gritó N’keln, cuya voz era tan clara como una lanza plateada a la luz del sol y resonó a través del comunicador—. ¡Sed el yunque, convertíos en el martillo! —El efecto fue galvanizador.
—Juzgados en los fuegos de la batalla… —recalcó Lazarus con genuina admiración.
Iagon se quedó en silencio, concentrado en aniquilar a los orkos que se acercaban con disparos certeros de su bólter.
—Aguantadlos ahí —gruñó Tsu’gan, motivando a su escuadra del mismo modo que sabía que harían sus hermanos sargentos—. Sabíamos que este momento iba a llegar —añadió cuando la primera remesa de orkos chocó y arremetió contra las almenas. Voló por los aires la gruesa cadena que colgaba de ella para que la avanzadilla titubease antes de que él empezara a disparar. Los pieles verdes a los que no veía y que habían comenzado a subir por la cadena, ahora rota, emitieron gritos sordos y murieron al caer, a lo que Tsu’gan respondió con una sonrisa tras su casco de batalla.
La siguieron tres avanzadillas más. El hermano S’tang se ocupó de una antes de que otras cinco chocaran contra las almenas con toda su fuerza.
El hermano Catus cortó por error una cadena con su filoarma antes de inclinarse hacia adelante para ametrallar con su bólter a los orkos que había más abajo. Se echó hacia atrás con una cuchilla clavada entre el cuello y la clavícula. S’tang lo arrastró a un lado y le disparó en el cráneo al primer orko que se atrevió a asomar la cabeza por el borde de piedra de la muralla.
Tras él, emergieron más rostros monstruosos de pieles verdes. Unidos a unos cuerpos brutales con cuchillas y espadas de sierra dentadas.
El capellán Elysius aplastó el cerebro de uno de los orkos con su crozius. La electricidad aún fluía a través de su maltrecha armadura cuando cayó hacia atrás sobre la multitud de guerreros que había más abajo, momento en el que el capellán descargó su pistola bólter sobre las fauces de un segundo y redujo su cabeza a carne picada. Una neblina rojiza salpicó su visera facial empapándolo en sangre. Pese a lo mortífero que era, Elysius no podía matarlos a todos.
—¡Honorious! —gritó Tsu’gan.
El hermano de batalla dejó de arrojar chorros de promethium por la muralla con su lanzallamas y lanzó una llamarada abrasadora sobre los pieles verdes que intentaban desbordar al capellán.
—¡Arded en el fuego de la perdición, xenos! —exclamó Elysius al tiempo que los orkos se consumían y caían sobre la multitud aglutinada a los pies de la muralla.
Tsu’gan se limpió un rastro de sangre del visor y se detuvo un instante para observar la situación de la batalla. Se habían desatado escaramuzas esporádicas a lo largo de toda la muralla. Las escuadras tácticas se llevaban la peor parte de los ataques, pero permitían a los devastadores, situados en las torres más altas e inaccesibles, continuar con la matanza de la gran manada que iba creciendo como una ola verde en la cuenca de ceniza.
Muchos sargentos habían dividido a sus guerreros en escuadras de combate; por una parte los que luchaban cuerpo a cuerpo o hacían retroceder las avanzadillas, y por otra los que disparaban desde lejos.
En los escasos segundos de análisis que se permitió, Tsu’gan también se dio cuenta de que algunos vehículos de los orkos corrían de manera suicida hacia las murallas. Vio cómo un carro voluminoso, adornado con chapas y rebosante de orkos, embestía de frente contra la fortaleza. Sometido a los disparos de los bólters pesados y de los cañones de fusión, el carro se convirtió en un amasijo de hierros, pero los pieles verdes escalaron su púlpito en forma de torre y utilizaron los restos para subir a las almenas. Los misiles zumbaban por encima de sus cabezas, rayos ardientes que rompían la noche y aniquilaban a los orkos que corrían hacia el suicidio antes incluso de que se acercasen, pero no podían detenerlos a todos.
Un impacto contra la parte inferior de su sección casi hizo perder el equilibrio a Tsu’gan. El temblor sacudió el metal y la roca. Una onda expansiva de calor pasó por encima del sargento y su escuadra cuando el vehículo que había chocado contra la muralla se incendió y explotó. Unos segundos más tarde, empezaron a oírse los arañazos y los golpes metálicos de los orkos al escalar la improvisada torre de sitio.
—¡Granadas! —ordenó Tsu’gan, consciente de que estaba fuera, pero que media escuadra lo ayudaría.
Las granadas de fragmentación cayeron alrededor de la carcasa destrozada del vehículo, hecha añicos y en llamas contra la muralla, y explotaron en una serie de percusiones apagadas. Los arañazos y los golpes cesaron.
—¡Gloria a Prometeo! —gritó exultante por esta pequeña victoria.
A continuación, vio cómo la fuerza enemiga se acercaba a la puerta del tecnomarine Draedius.
Un grupo de orkos armados hasta los dientes avanzó entre disparos hacia el único acceso a la fortaleza.
Había algo moviéndose entre los grandes cuerpos de los orkos. Tsu’gan vio brillar algo metálico, un objeto esférico embadurnado con iconografía irregular, similar a una mina…
—Concentrad el fue…
Se produjo una explosión violenta en la puerta de abajo que interrumpió al sargento antes de que completase la orden de intentar detenerla. Los Salamandras que ocupaban la sección de la muralla que se encontraba justo arriba saltaron por los aires. Con el rabillo del ojo, a Tsu’gan le pareció ver que Shen’kar se caía de la almena. Su visión quedó empañada por una columna de humo y los escombros de la explosión, así que no podía estar seguro. El hermano Malicant tropezó y el estandarte de la compañía cayó. Sólo el capitán N’keln se mantuvo en pie, y salvó la bandera de las llamas arrasadoras que trepaban a toda velocidad por la muralla y lanzaban lenguas de fuego que devoraban todo lo que tocaban.
—Bombarderos —dijo Tiberon, aturdido. La escuadra había encajado la onda expansiva como toda la fuerza de un golpe de martillo—. Deben de haber roto la puerta…
Los pieles verdes que se arremolinaban en la nube de polvo procedente de la puerta confirmaron la teoría de Tiberon. Los Salamandras, que seguían vigilando a su enemigo en la oscuridad, intentaban mantener a raya a la fuerza de asaltó de los orkos que, aparentemente, había surgido de la nada. Los comandos de los orkos devolvieron el fuego y Tsu’gan vio cómo caía otro de sus hermanos; un disparo afortunado le atravesó la gorguera, dejándolo fuera de combate.
Los brutos con blindaje pesado también regresaron, ocultos tras el humo gris y las cenizas que envolvían ahora el campo de batalla. A través de la espesa cortina podía oírse un estruendo gutural producido por las revoluciones de las cuchillas sierra, anónimo y amenazante.
Los orkos convergieron en la puerta y el hermano sargento fue incapaz de resistir. Maldijo su posición en la muralla y ardía en deseos de estar en el fragor de la batalla. Una llamarada, cuyo rugido fue tan fuerte que eclipsó el traqueteo de las espadas mecánicas, atravesó el humo y la oscuridad, devorando al grupo asaltante con hambre voraz.
El Yunque de Fuego había descargado sus cañones tormenta infernal y los orkos saborearon la furia del Land Raider Redentor. Aullando de rabia y dolor, los pieles verdes retrocedieron. Los cuerpos en llamas tropezaban en la puerta derruida antes de hincar las rodillas y desplomarse formando montones carbonizados sobre el suelo. Ningún Salamandra los remará; dejaron que se quemaran hasta el final.
Tres ráfagas consecutivas y la conflagración remitió, dejando tierra abrasada, ribeteada por el fuego, tras ella.
—¡En el nombre de Vulkan y por la gloria del capítulo! —El timbre estentóreo de Praetor tronó por el comunicador como una onda expansiva. Los dracos de fuego habían rellenado la brecha.
—¡En el nombre de Vulkan! —repitió N’keln, erguido entre las últimas llamas que envolvían las almenas que tenía ante sí. El hermano Malicant había caído, pero el capitán alzó el estandarte de la compañía en su lugar. El draco se movía y gruñía al viento como si hubiese cobrado vida en la tela sagrada. Sus bordes estaban quemados y ennegrecidos, algo que no hacía más que realzar su aspecto beligerante. N’keln se convirtió en una almenara, forjado por fin como acero sobre el yunque de guerra.
—¡Ninguno pasará! —bramó, y el draco de fuego del estandarte pareció bramar con él.
Se dibujó una sonrisa en los labios de Tsu’gan.
Los orkos estaban condenados.
A la desesperada, el último de los jefes tribales había asaltado la muralla desde lo alto de una de las torres formadas con los carros destruidos y apilados. Llegó hasta las almenas, ensangrentado pero entero.
Elysius, que acababa de despachar a uno de sus enemigos con su pistola bólter, embistió con su crozius el nauseabundo pecho de la bestia cuando apareció. El orko gruñó, y el capellán sólo tuvo que asestarle un cabezazo con su casco de batalla, destrozándole un colmillo y después partiéndole el otro con un golpe salvaje de la pistola aún humeante. Lanzó el arma a un lado, agarró al jefe moribundo con su guantelete, con la otra mano sujetaba con fuerza el puño del crozius chisporroteante, y levantó al orko del suelo.
En una increíble demostración de fuerza, o de fe, Elysius elevó al orko, que se retorcía, por encima de su cabeza y lo lanzó, gritando, contra el lejano suelo.
—¡Yo te expulso, abominación!
Unido a la furia del Yunque de Fuego y a la ira de los exterminadores de Praetor, el golpe resultó decisivo.
Los orkos huyeron en masa, atravesaron de nuevo el campo de batalla y subieron la montaña.
A su kaudillo no le gustó su capitulación. Todos los pieles verdes que huyeron fueron asesinados por los que aún quedaban.
Se produjo un extraño paréntesis, acentuado por una pulsación profunda que Tsu’gan sintió en la parte trasera de la cabeza, como si el Salamandra pudiese percibir la ira del kaudillo orko. La furia de la bestia era tan potente que se había manifestado físicamente, un pulso distintivo en el excedente psíquico natural de los pieles verdes.
En ausencia de batalla, regresó la desesperación anterior. Tsu’gan se tambaleó hacia adelante para agarrarse al borde de la almena y no caerse.
—¿Señor? —dijo Iagon, dirigiéndose hacia su sargento.
Tsu’gan levantó la mano para indicar que se encontraba bien. Agarró el bólter para tranquilizarse. La culpa inundó su cuerpo de forma penetrante como un cáncer, y echó en falta la vara del sacerdote marcador y el dolor que aliviaba las molestias que sentía por dentro.
—El mal está aquí… —se oyó decir a sí mismo en un leve susurro.
Estaba despegándose de las piedras. En su delirio, Tsu’gan casi imaginó que podía verlo: una bruma fina y retrospectiva de negrura total.
—Permaneced unidos, hermanos. Y acabaremos con el enemigo.
Los torvos efectos de la fortaleza de hierro remitieron. No era lo suficientemente fuerte como para superar el fervor del capellán. Tsu’gan volvió a erguirse, apretando los dientes.
—Acabemos con esto.
El kaudillo gritó, reafirmando su dominio. Los orkos volvieron al ataque.
* * *
Dak’ir emergió del abismo y entró en un mundo distinto al que había dejado previamente. Una oscuridad sobrenatural cubría ahora las dunas de ceniza. Una forma oscura, similar a una luna o a un planetoide, ocultaba el cuerpo celestial que debía reinar en el cielo nocturno de Scoria. Debía de tratarse de la piedra roca de la que había hablado Illiad; la portadora de los orkos. Su órbita la había acercado lo suficiente al mundo de ceniza como para que los pieles verdes lanzasen su ataque. Dak’ir sabía que, conforme pasara el tiempo, se iría acercando aún más.
Aquel extraño entorno también trajo más sensaciones con él: el sonido y el olor de la batalla. El casco del Ira de Vulkan, que seguía siendo tan alto como una torre de defensa de un bastión imperial pese a estar parcialmente enterrado en el desierto, tapaba la vista de Dak’ir, pero aun así podía ver un cálido brillo naranja que teñía el cielo ya oscuro. Había algo sereno y hermoso en ello, a pesar de las distantes cadenas de explosiones y el olor a humo y promethium transportado por una brisa cálida.
El comunicador de su casco crepitó, como un aliento que revive a un cadáver, y oyó la voz del hermano sargento Agatone.
—Haz acopio de fuerzas, hermano —dijo escuetamente. Era evidente que estaba molesto de que hubiesen estado tanto tiempo fuera de contacto por el comunicador. El mensaje llegó poco después—: Estamos a punto de sufrir un ataque.
Dak’ir no lo cuestionó en absoluto. Es más, corrió alrededor de la proa semienterrada del Ira de Vulkan y subió a la cima de una pequeña duna. Lo que vio desde allí aceleró su corazón hasta prepararlo para el combate.
—Pyriel —dijo Dak’ir. El bibliotecario había salido justo detrás del sargento y lo había seguido hasta lo alto de la duna—. Cuando dijiste que no había océanos en Scoria…
Ante sus ojos, aún distante pero aproximándose, se extendía un océano verde beligerante y en ebullición.
—Me equivoqué —respondió Pyriel sencillamente.
La voz de Illiad interfirió.
—Cerdos colmilludos… —dijo con voz ronca.
El resto de la escuadra de combate se había posicionado a su alrededor en formación de batalla. Todos escuchaban a Agatone a través del comunicador.
—Los canallas con colmillos están de vuelta —dijo Illiad, que miraba boquiabierto, aterrorizado y sobrecogido el grotesco espectáculo que infestaba las dunas—. Los asesinos de vuestros hermanos han vuelto para matarnos a todos. —Dak’ir no había percibido el miedo en el humano… hasta aquel instante.
La ola principal de los pieles verdes aún estaba lejos de la fortaleza de hierro, pero los defensores del Ira de Vulkan podían ver su masa, que se extendía por el paisaje como una mancha oscura. Un subordinado se había separado de la fuerza principal y se dirigía hacia el crucero de asalto siniestrado.
¿Los sientes, Dak’ir?, le preguntó Pyriel psíquicamente.
Dak’ir asintió lentamente. Sí, los sentía.
—Tanta rabia… —murmuró.
Los orkos ya no estaban tan lejos. Dak’ir podía distinguir las formas rudimentarias y recortadas de sus vehículos y ver sus armas brutales cuando las disparaban al aire. También distinguió los rostros toscos de los bárbaros pieles verdes y sus puños cerrados. Eran los descendientes de las bestias que, virtualmente, exterminaron a sus hermanos ancestros. Aquí, sobre los mismos campos de ceniza, volvería a librarse la batalla: Salamandras contra pieles verdes. Dak’ir confiaba en que, esta vez, los orkos no volverían.
El comunicador crepitó con la estática durante unos segundos y después volvió a aclararse.
—Sargento —gruñó la voz de Agatone—. Necesito tus fuerzas ahora.
—Vamos de camino —respondió Dak’ir, y cortó la conexión. Ordenó a su escuadra de combate que se pusiera en marcha. Abandonaron rápidamente la duna, acompañados de Illiad, y fueron a reunirse con Agatone y los demás.
Al rodear el descomunal casco del Ira de Vulkan, Dak’ir vio que los hospitales de campaña ya se estaban vaciando. Los heridos que ya podían caminar o ser trasladados sin problemas iban saliendo en grupos desiguales.
El hermano de batalla Zo’tan, de la otra mitad de la escuadra de Dak’ir, había tomado el mando de los milicianos y de la tripulación humana apta, a los que había formado como ayudantes. Un rápido recuento dio un total de casi trescientas unidades, divididas en seis batallones de cincuenta hombres, con líderes de escuadra y comandantes asignados. Los ayudantes habían comenzado a tomar posiciones estratégicas alrededor de los hospitales de campaña.
Eran la última línea de defensa y su misión era la de proteger a aquellos que todavía se encontraban imposibilitados en las camas de madera.
A pesar de que los heridos más graves seguramente no sobrevivirían, los Salamandras no iban a permitir que los masacraran.
El hermano sargento Agatone se dirigía hacia ellos. El sargento Ek’Bar se quedó atrás, donde habían estado discutiendo acerca de un holomapa, y esperaba pacientemente.
Agatone empezó sin preámbulos.
—Disponemos de tres escuadras tácticas y una de asalto reducida —comenzó a explicar—. Los venerables hermanos Ashamon y Amadeus también han sido despertados de su letargo por el maestro Argos. —Las imponentes formas de los dreadnoughts surgían ya en la, distancia, patrullando el extremo del cordón defensivo diseñado por Agatone.
Cuando miró, Dak’ir también distinguió al sargento Gannon en la vanguardia. Estaba arrodillado sobre una duna alta, rodeado por su escuadra de asalto y contemplaba a los orkos a través de un par de magnoculares.
Agatone fue interrumpido abruptamente por el comunicador. El sargento apretó la gorguera con un dedo enguantado, ya que su casco de batalla se encontraba enganchado magnéticamente al cinturón.
—Adelante —ordenó.
Sonó la voz de Gannon.
—Calculo que son unos cuatro mil efectivos —informó el sargento en funciones—, con distintos vehículos y motocicletas. Su armamento es, básicamente, ametralladoras automáticas y rifles y pistolas de munición sólida.
—Buen trabajo, sargento. A sus posiciones. En el nombre de Vulkan.
—En el nombre de Vulkan.
Gannon guardó los magnoculares y se levantó. Un segundo después, su escuadra y él despegaron, los motores de los retrorreactores rugieron y dejaron una estela de humo y fuego.
Agatone hizo un gesto a media distancia, donde los cañones tormenta habían estado patrullando anteriormente. Ya no quedaba ni rastro de las armas pesadas ni de los operarios tecnomarines.
—La línea de granadas sigue intacta —les dijo— y hemos añadido cargas explosivas adicionales. Nuestra estratagema es la de atraer a los orkos hasta ella y lanzar nuestra ofensiva contra su vanguardia cuando se encuentren dispersos, heridos y confundidos.
Dak’ir miró la fuerza escindida de los pieles verdes mientras Agatone les transmitía el plan. Los xenos habían abierto cierta distancia entre ellos mismos y el grueso del ejército; este último no era más que una densa línea negra que escalaba ahora una duna grande y lejana. También percibió que la fuerza escindida se había alargado en su impaciencia por luchar. Una vanguardia de motoristas, camiones y de los elementos más veloces de los orkos encabezaba un cuerpo mucho mayor de pieles verdes formado por soldados rasos y ruidosas semiorugas.
—¿Veis cómo están diseminados? —dijo Agatone. El pelotón era alargado y se alargaba cada vez más debido a que los orkos, obsesionados por la lucha, corrían e intentaban adelantarse unos a otros. Dak’ir se imaginó una boca gigantesca abriéndose lentamente mientras se preparaba para su primer mordisco—. Necesitamos que se conviertan en una columna compacta.
—Acorraladlos —ordenó Dak’ir cuando, de pronto, comprendió que podían manipular a las veloces pero frágiles fuerzas de pieles verdes que avanzaban hacia ellos.
Agatone asintió con cierto dejo de irritación en su actitud.
—Ya están en su lugar —señaló a los flancos distantes situados justo detrás de los dreadnoughts. Dak’ir vio algo moverse por allí, oculto por la inquietante penumbra.
—Cañones tormenta —pensó en voz alta.
—Así es —replicó Agatone—. Las detonaciones subterráneas comenzarán en cuanto hayamos captado la atención de los orkos. Los temblores los obligarán a formar una línea. Aquellos que no lo hagan se las verán con los dreadnoughts.
Dak’ir entornó los ojos al dibujar en su mente la consecución completa del plan de Agatone.
—Necesitamos un cebo para atraerlos.
El otro sargento asintió.
Dak’ir comprobó la carga de su pistola de plasma y, acto seguido, volvió a guardarla en su funda.
—Sólo me llevaré una escuadra de combate —dijo—. ¿Dónde nos desplegamos?
—Cinco astartes es lo máximo de que dispongo, Dak’ir —respondió Agatone. Señaló una zona de suelo rocoso a unos doscientos metros de la línea de granadas—. Ésa es la posición de tu escuadra.
Era un lugar tan bueno como cualquier otro. Las rocas proporcionaban cierta protección y el suelo formaba una pequeña depresión que los Salamandras podrían utilizar a modo de cráter donde resguardarse si fuera necesario.
—Cinco nacidos del fuego para un grupo de unos quinientos —dijo Ba’ken en tono sardónico—. No está mal.
—Y el resto de las fuerzas, ¿qué haréis con las reservas de orkos? —preguntó Dak’ir.
—Argos está en ello. —Agatone respondió, ligeramente incómodo por primera vez durante la improvisada sesión informativa—. Pero tenemos que darle algo de tiempo. Entretener a los pieles verdes.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Dak’ir con tono perentorio.
—Todo el que podamos. —La expresión de Agatone era glacial.
No hacía falta un servidor antropolingüístico para comprender que las evidentes dudas de Agatone tenían un tono grave. El sargento prosiguió.
—Una vez eliminada la vanguardia, retroceded a la segunda línea. Sabréis dónde está porque yo estaré allí con el resto de nuestras fuerzas.
—Y después, si los orkos la atraviesan, ¿qué hacemos?
Agatone resopló. Había un toque de patetismo en su gesto.
—Después, ya dará todo igual.