I
ROCA NEGRA, MAREA VERDE
Tsu’gan se unió a Lok y a los demás junto a la muralla. El veterano sargento le prestó a N’keln un par de magnoculares y elevó la mirada hacia aquella forma oscura que copaba el cielo.
Una sombra, casi una penumbra, bañaba ahora Scoria, y los desiertos de ceniza parecían sobrenaturales con su brillo espeluznante. El sol prácticamente había desaparecido, era apenas una hoz menguante de luz amarilla que estaba siendo engullida por las fauces de algo negro y gigantesco. Reinaba una extraña sensación de calma y Tsu’gan volvió a sentir aquella preocupación en los confines de su mente, como si hubiese vuelto a los pisos inferiores.
Percibió el mismo temblor de inquietud en sus hermanos, que estaban junto a él en la muralla. Sólo el capellán Elysius se había quedado en la celda, ocupado con su prisionero. El resto había seguido a Lok hasta el exterior para presenciar la llegada de algo terrible.
Tsu’gan entornó los ojos.
—¿Qué es? —preguntó.
Unas astillas oscuras se desprendían sin cesar del objeto negro, que ocultaba cada vez más el sol, y formaban gradualmente una nube que apuntaba en dirección al planeta.
N’keln le dejó los magnoculares al sargento.
—Míralo tú mismo —respondió escuetamente.
Pese a que los magnoculares no poseían alcance suficiente para traspasar la atmósfera exterior del planeta, revelaron que aquella forma negra era un asteroide descomunal. Las astillas oscuras, como fragmentos de su cuerpo, eran en realidad naves. Era difícil distinguir los detalles, pero Tsu’gan logró diferenciar el diseño destartalado de la nave más cercana. Se movían rápidamente, soltaban columnas de humo negro y sus motores rugían. No había dudas acerca de la naturaleza del enemigo que se les aproximaba.
Tsu’gan frunció el ceño al bajar los magnoculares.
—Orkos.
La actividad se desencadenó tras la revelación de Tsu’gan. Al extrapolar el número exacto de pieles verdes que se aproximaban a ellos a bordo de las naves procedentes de la roca negra, N’keln había ordenado que volvieran a fortificar la fortaleza.
El tecnomarine Draedius comenzó a construir una puerta provisional que, más tarde, se reforzaría con el Land Raider y uno de los Rhino de la compañía. Todos los Salamandras fueron reunidos a la vez y los sargentos de escuadra lanzaron órdenes breves a sus soldados, que adoptaron posiciones defensivas a lo largo de la muralla. Algunos realizaron sus votos para la ocasión, murmurando letanías al tiempo que besaban iconos del martillo y la llama.
Pese a que las paredes estaban desconchadas y en distintos niveles de destrucción por la ofensiva anterior de los Salamandras, seguían siendo defendibles. Todas las armas automatizadas habían sido destruidas. Poco importaba. Pese a su pragmatismo, ningún Salamandra recurriría nunca a las armas de las legiones traidoras para su liberación. Por eso, N’keln ordenó a las tres escuadras de devastadores que ocupasen las dañadas torres de armas. Como había cuatro torres en total, la última fue adjudicada a Clovius y a su escuadra táctica por la naturaleza de su armamento. Las torres les proporcionaban un punto de ventaja útil, aunque era imposible obtener una visión de largo alcance por culpa de la ubicación de la fortaleza en la cuenca de ceniza.
La escuadra de asalto del sargento Vargo, reducida en número, y los dracos de fuego del sargento veterano Praetor se quedaron tras la puerta del patio exterior como reservas. Los exterminadores eran demasiado corpulentos para subir las cortas escaleras que llevaban hasta las murallas, por lo que tuvieron que contentarse con su papel de guardianes de la torre del homenaje interior. Esto dejó a dos escuadras tácticas, las de los sargentos De’mas y Typhos, posicionadas a lo largo de la muralla con el capitán N’keln y dos de la Guardia Inferno, Shen’kar y Malicant. El portaestandarte de la compañía desplegó la bandera con orgullo dejándola ondear al viento. La última de las tropas de la muralla era una escuadra de combate liderada por el hermano de batalla S’tang. La otra mitad de la escuadra de combate operaba en el exterior de la fortaleza. Se encontraban escalando la colina que les permitiría ver mucho más allá de la llanura de ceniza e informar de los movimientos del enemigo a su hermano capitán.
Un viento árido levantaba la ceniza del desierto, impulsando remolinos arenosos que pintaban de gris mate las armaduras de los Salamandras. La visión a través de los magnoculares del hermano Tiberon era granulosa debido a la tormenta que estaba formándose, pero Tsu’gan veía el avance de los vehículos por el humo que levantaban y por la ceniza que se abría a su paso. La nube era inmensa y teñía el horizonte de un tono negro muy denso. El aire que llegaba con ella olía a petróleo, estiércol y sudor de bestias.
—Ahí debe de haber cientos de vehículos —dijo Lazarus, que estaba tumbado boca abajo a la derecha de su sargento.
—Más bien miles —lo corrigió Tsu’gan con un murmullo. Le devolvió los magnoculares a Tiberon, que se encontraba al otro lado.
—¿Nada nuevo? —le preguntó Tsu’gan a Iagon, que estaba en una posición algo más avanzada examinando su auspex. Lo había configurado en su banda máxima de ondas para que cubriese el área más extensa posible. Las señales que recogía eran intermitentes y confusas.
—Ninguna indicación precisa —informó a través del comunicador con voz tajante—. Podría tratarse de interferencias ambientales o que, simplemente, sean demasiados efectivos para que los calcule el dispositivo.
—Una reflexión que da que pensar —respondió Honorious, agachado justo detrás de su sargento e intentando que la ceniza no se metiera por la boquilla de su lanzallamas.
Tsu’gan lo ignoró y miró de nuevo por encima de su hombro. Les había costado cerca de media hora recorrer la distancia que había entre la puerta de la fortaleza y la cima de la montaña, sobre un terreno desnivelado y a pie. Cargados con la servoarmadura y totalmente armados, Tsu’gan calculó que debían reservar al menos veinte minutos para el viaje de vuelta. Planeó minar parte de la montaña con todas las granadas de fragmentación que había llevado consigo. No ralentizaría mucho a los pieles verdes, pero les daría un golpe inesperado.
Sobre ellos, el sol amarillo se había convertido en una línea pálida y convexa. Con las condiciones de un eclipse de sol parcial, era difícil calcular la hora exacta del día. Según la estimación aproximada de Tsu’gan, debía de ser casi de noche. A juzgar por la velocidad a la que se aproximaba la nube de polvo, los orkos los alcanzarían en menos de una hora. Una hora después, el sol ya se habría puesto por completo y el desierto quedaría totalmente a oscuras. Decidió que conectaría algunas bengalas fotónicas y granadas cegadoras entre los reductos antes de volver tras las murallas de la fortaleza.
—No hay nada que hacer —dijo Tiberon, que interrumpió los pensamientos de Tsu’gan, mirando a través de los magnoculares—. Espero por Vulkan que Agatone no tenga que enfrentarse a una horda similar.
Las tropas que se quedaron vigilando el Ira de Vulkan no eran ni tan numerosas ni estaban tan bien protegidas como las de la fortaleza. Además, su trabajo se veía entorpecido por la gran cantidad de tripulantes heridos. Hacían de ellos y del crucero de combate un objetivo vulnerable. A Tsu’gan le habría gustado liderar un grupo de refuerzos para ayudar a sus hermanos, pero N’keln lo prohibió. Lo único que podían hacer era avisarlos de la llegada del enemigo. Era un pobre consuelo.
—Sean cuales sean los augurios que empleen los orkos, los llevarán hasta la nave siniestrada —respondió Tsu’gan a Tiberon—. Pero serán partidas de carroñeros en busca de objetivos fáciles. Los más grandes vendrán hacia aquí. Los orkos siempre van donde más pelea hay. Recordarán que les partieron los morros en la fortaleza y tendrán ganas de volver para ajustar cuentas. Aunque sea contra nosotros y no contra los traidores. —Se volvió para mirar directamente a Tiberon—. No te preocupes, hermano —añadió Tsu’gan con tono agresivo—. Tendremos mucho que matar.
* * *
No era Vulkan el que estaba sentando en el trono que tenía ante sí.
Dak’ir se dio cuenta de ello cuando se acercó al Salamandra, que estaba recostado, después de subir medio tramo de escaleras. Pero el Nacido del Fuego que había allí era mayor, anciano más bien. Su armadura se remontaba a los días dorados de la Gran Cruzada, donde todos los marines espaciales habían sido hermanos de armas y la galaxia se preparaba para una nueva era de prosperidad y unidad. Ahora, aquellos sueños eran polvo, igual que la pátina que cubría al viejo Salamandra que Dak’ir tenía delante.
El venerable guerrero llevaba las marcas de la legión de un soldado. Su anticuada servoarmadura era de un verde más oscuro que la de Dak’ir. Era un diseño MK-V Herejía con hombreras tachonadas y grebas. El casco era similar y estaba junto a la bota del Salamandra; él mismo lo había dejado allí, pero nunca lo recogió.
Un resplandor tras Dak’ir, emitido físicamente por la mano de Pyriel, reveló la vieja y coriácea piel del Salamandra, su rostro curtido en la batalla y un pelo corto de color plateado. Sus ojos, donde en su día el fuego ardió con la furia de la guerra, estaban apagados pero aún con vida. No miraba en dirección a ellos; estaba de perfil. También parecía estar mirando algo que para ellos quedaba oculto por las columnas de separación del puente, ya que no había ninguna duda de que ésa era la parte de la nave en la que se encontraban en estos momentos.
Dak’ir se preguntó por un instante cuánto tiempo llevaría el Salamandra sentado en esa posición. Le pareció que el anciano había asumido una carga demasiado pesada.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Dak’ir siguió la mirada del guerrero sentado y sintió un leve temblor de sorpresa.
La pared del puente estaba destrozada, seguramente por el accidente de la nave, y dejaba al descubierto otra cámara a través de la abertura desgarrada en el metal. Pese a que estaba a oscuras, el implante ocuglobular de Dak’ir utilizó toda la luz ambiental y distinguió una caverna natural. Dentro había varias hileras de armaduras astartes. Todas de Salamandras, aquellos caparazones de antiguos Nacidos del Fuego estaban organizados en hacinadas filas. Había cincuenta en total, diez filas y cinco de profundidad. Las armaduras estaban vacías y se sostenían mediante marcos metálicos, de forma que parecían posar con orgullo en formación de desfile. Todas coincidían en estilo y edad con la antigua armadura de los Salamandras, y estaban abiertas y deterioradas.
Dak’ir notó que una o dos de ellas se habían caído hacia adelante debido a los rigores del tiempo o a los caprichos de la naturaleza. Vio un casco que yacía de lado junto a la bota de su propietario. También había una hombrera con agujeros de bala, abandonada a su suerte junto a la codera de otra armadura.
Al mirar de nuevo al viejo Salamandra, a Dak’ir lo inundó una sensación muy intensa de tristeza. Había observado a sus hermanos estoicamente durante milenios, vigilándolos hasta el día en que otro ocupase su puesto o hasta que no pudiese desempeñar más su labor.
—¿Cómo es posible? —dijo Dak’ir entre dientes, sin saber muy bien si el anciano Salamandra estaba lo bastante consciente como para percibir su presencia—. Si, tal como parece, esta nave es de Isstvan, debe de tener miles de años.
—Un hecho del que no podemos estar seguros —respondió Pyriel—. Es obvio que lleva aquí un tiempo. Pero no sabemos si ese período se extiende durante milenios. La armadura es antigua, pero aún hoy la llevan algunos del capítulo. La nave podría ser simplemente un recipiente expedicionario recuperado, reconstruido y reparado por el Adeptus Mechanicus.
Dak’ir miró al bibliotecario.
—¿Eso es lo que crees, Pyriel?
Pyriel le devolvió la mirada al sargento.
—No sé qué creer en estos momentos —admitió—. Las tormentas disformes pudieron haber afectado el paso del tiempo. Pero también es perfectamente posible que este Salamandra tenga muchísimos años, ya que uno de los beneficios de nuestro bajo ritmo metabólico es la longevidad. Esto nunca se ha comprobado, puesto que la mayoría de nuestros hermanos han perecido en la guerra o, si la muerte no se les ha presentado y la vejez les ha llegado primero, han deambulado por la llanura Scorian o han zarpado al mar Acerbian para encontrar la paz. Así lo estipula el culto prometeano.
Pyriel acercó un poco más la corona de fuego psíquico que tenía alrededor de la mano para obtener una mejor visión del viejo Salamandra. La luz se reflejó en los ojos del guerrero, que eran de color azul cerúleo.
El viejo Salamandra pestañeó.
Dak’ir estuvo a punto de dar un paso involuntario hacia atrás, pero el susto inicial desapareció cuando el viejo Salamandra habló:
—Hermanos… —Su voz crujió como una tabla de madera, lo que parecía indicar que no había hablado durante mucho tiempo.
Dak’ir se acercó al viejo Salamandra.
—Soy el hermano sargento Hazon Dak’ir, de la 3.ª Compañía de los Salamandras —dijo antes de presentar al bibliotecario—. Llevas mucho tiempo en labores de vigilancia, hermano.
Dak’ir sabía que debía ser cauteloso. Si el viejo guerrero que tenían ante sí era de una época anterior a la Herejía, si era un superviviente de la Masacre del Desembarco, desconocería muchos de los cambios que se habían producido. Necesitaban respuestas, pero cualquier información innecesaria serviría únicamente para confundirlo en aquel momento.
—Hermano Gravius. —El anciano Salamandra se apagaba poco a poco—. Y sí —dijo de nuevo, como si recordase que le habían hecho una pregunta—, llevo muchos años aquí sentado.
—¿Cómo llegasteis hasta Scoria, hermano Gravius?
El venerable Salamandra hizo una pausa y frunció el ceño al repasar viejos recuerdos.
—Una tormenta… —comenzó a decir. Las palabras empezaron a fluir con más facilidad cuando recordó cómo articularlas—. Nos… retiramos de la batalla, nuestros enemigos nos perseguían… —El rostro de Gravius se endureció y escupió un gruñido de rabia—. Traidores… —dijo antes de que volviera a faltarle la lucidez y sus gestos se debilitaran.
—¿Fue desde Isstvan V, hermano? —preguntó Pyriel—. ¿Partisteis desde allí?
Gravius volvió a arrugar el rostro, intentando recordar.
—Veo… fragmentos —dijo—. Imágenes… inconexas en mi mente. —Parecía mirar a través de los dos Salamandras que tenía ante él.
Dak’ir pensó que Gravius miraba al espacio cuando éste levantó lentamente el brazo apoyado sobre el trono y señaló con un dedo. Dak’ir se volvió para ver que era lo que señalaba Gravius. Parecía un viejo imagovisor, una especie de artilugio antiguo para grabar datos cubierto por la suciedad de milenios.
Tras intercambiar una mirada con Pyriel, el hermano sargento descendió las escaleras y se dirigió al visor de fotografias. Dak’ir sabía que muchas naves guardaban registros visuales para simulaciones de batalla o para hacer un seguimiento del progreso de una campaña para futuras referencias. Gravius había indicado que este dispositivo podía contener el registro de su nave y, con él, algunas pistas sobre su procedencia.
Pese a que estaba destrozada, Illiad y sus hombres habían llevado energía a algunas zonas de la nave. Dak’ir confiaba que aquélla fuese una de ellas. Pese a ello, no tenía ninguna confianza cuando activó el visor de fotografías y unas líneas de interferencia nebulosa aparecieron sobre la pantalla cubierta de polvo.
Dak’ir quitó la mayor parte de la suciedad con su guantelete justo cuando la imagen comenzó a verse con mejor resolución en el pequeño marco cuadrado. No tenía sonido; tal vez los emisores ya no funcionasen o quizá el audio no se había grabado junto con las imágenes. Era algo incierto.
Aunque la imagen era borrosa y la estropeaba una estática constante, Dak’ir vio el puente tal y como era antes del accidente. La escena era frenética. El fuego se había apoderado de algunas de las consolas operacionales —Dak’ir las miró ahora y vio vestigios calcinados bajo la chapa gris— y varios tripulantes yacían sobre la cubierta, presumiblemente muertos. Llevaban uniformes grises que guardaban una extraña similitud con el atuendo de Illiad y los colonos. La mayoría gritaba. Su pánico sordo y el terror que empezaban a mostrar sus rostros eran perturbadores.
Dak’ir también vio Salamandras. El trono estaba envuelto en sombras, pero el volumen de la armadura era evidente; los destellos del fuego y de las luces de alarma iluminaban lo suficiente como para que el hermano sargento lo dedujera. Varios astartes también estaban heridos. La imagen oscilaba violentamente, como si el mismo puente estuviese siendo sometido a una terrible sacudida. Nadie se dirigió a la grabación y Dak’ir supuso, con un nudo en el estómago, que el capitán de la nave habría ordenado continuar con ella para capturar sus últimos momentos y los de su tripulación. No confiaba en sobrevivir al accidente.
Se produjo un temblor más violento que el resto y la pantalla quedó en blanco. Dak’ir esperó a ver si había algo más, pero la grabación acababa ahí.
Un ambiente aciago se adueñó del puente en ruinas y anuló así la ilusión y optimismo que Dak’ir había sentido anteriormente. Otro temblor sacudió la cámara, hizo caer una hombrera contra el suelo con gran estruendo y sacó al hermano sargento de su oscura introspección.
Intercambió una mirada con Pyriel.
Si era cierto que los temblores presagiaban un cataclismo que amenazaba al propio planeta, como había predicho el bibliotecario, había que sacar de allí al hermano Gravius y los trajes de batalla, y tenía que ser ya. Tal vez, al regresar a Nocturne y con los consejos del señor del capítulo sobre Prometeo, podrían descubrir los secretos que guardaba la maltrecha mente de Gravius. Si habían enviado a los Salamandras para encontrar esto, su premio, tenían que hacer todo lo posible por recuperarlos intactos. Y no sólo eso, sino que Illiad y sus vecinos también debían ser rescatados. El registro de las últimas imágenes de la nave había corroborado la idea de Dak’ir de que los ancestros de los que había hablado Illiad eran, en efecto, la tripulación original y ellos sus descendientes.
La revelación era extraordinaria. Contra todo pronóstico habían perdurado en el tiempo, creando un microcosmos de la sociedad de Nocturne aquí, en el desventurado planeta de Scoria.
Las visiones que había experimentado Dak’ir, justo antes de que el movimiento tectónico revelase el abismo hacia el mundo subterráneo, retornaron a él. A un nivel extraño, prácticamente instintivo, le confirmaron que Scoria estaba condenado y que su desaparición estaba cada vez más próxima.
Sí, todo lo necesario lo proveerían las llamas de la destrucción inevitable del planeta. El único problema por resolver era el Ira de Vulkan, que estaba medio enterrado en el desierto de ceniza y no había modo de liberarlo. Si éste era el deseo del primarca, aparte de su profecía grabada en el Libro del Fuego, Dak’ir confiaba en que la salvación se presentase pronto.
La mirada del hermano sargento se dirigió a Gravius.
—¿Puedes levantarte, hermano? ¿Puedes caminar? —preguntó.
—No —respondió Gravius con pesar.
Pyriel puso la mano sobre la greba del venerable hermano y cerró los ojos. Los abrió un instante después. El brillo cerúleo aún resplandecía.
—Tiene la armadura completamente inmovilizada —dijo el bibliotecario—. Se ha fundido con el trono. Y también tiene los músculos atrofiados.
—¿Podernos moverlo?
—No, a menos que quieras romperle las extremidades en el intento —respondió Pyriel con severidad.
—Éste es mi puesto —dijo Gravius. El aliento le olía a lenta descomposición y a aire cerrado—. Mi deber. Debería haber muerto hace muchos años, hermanos. Si Scoria ha de expirar y convertirse en polvo en la inmensidad del universo, yo también.
Dak’ir hizo una pausa, como intentando pensar en vano otra solución. Al fin, cerró el puño en señal de frustración. Pyriel lo miraba pacientemente. El tono de su voz reveló su ira y frustración al bibliotecario.
—Volveremos a por las armaduras e informaremos de nuestros hallazgos al hermano sargento Agatone. Debemos estar preparados para cuando tengamos la oportunidad de salir de esta roca maldita.
* * *
Tsu’gan regresó a las almenas de la fortaleza de hierro justo a tiempo de ver cómo impactaban las primeras explosiones sobre los orkos.
Se produjo una serie de descargas violentas y grises ante el avance de los pieles verdes que lanzó por los aires a los soldados rasos y destrozó sus vehículos destartalados. De forma implacable, los orkos pasaron por encima de los cadáveres y del metal retorcido; la matanza sólo pareció aumentar su deseo de combatir.
A través de los magnoculares, Tsu’gan vio cómo varios de los pieles verdes se detuvieron para rematar a sus hermanos heridos y sacarles los colmillos o quitarles el equipo o las botas.
—Carroñeros asquerosos —exclamó mirando la enorme manada verde.
Maldecía para sus adentros el hecho de que sus fuerzas hubieran quedado divididas ante semejantes visitantes. Lo que hacía falta ahora era consolidación, no división. Aun así, no podían abandonar simplemente el Ira de Vulkan ni a su tripulación. Sin embargo, no podían enviar partidas de apoyo para el resto de sus hermanos; nadie podría atravesar la marea verde y salir vivo de ella.
Las criaturas atacaban en grupos sin coordinación que el hermano sargento comparó a aproximaciones desordenadas de batallones o secciones Cada turba estaba liderada por un jefe muy corpulento que, normalmente, llevaba un carro de combate maltrecho, un buggy o un camión; todos de metal remendado, placas machacadas y componentes corrompidos sacados de vehículos enemigos. Tsu’gan supuso que las naves de las bestias, las que los habían traído hasta la superficie, habían aterrizado mucho más lejos de las dunas de ceniza y estaban fuera del alcance de los magnocular.
Al menos, las astillas que caían del cielo y que se separaban de la negra como granizo en forma de balas habían amainado.
Empezaron a surgir disputas intermitentes entre los orkos. Sus diminutos primos, criaturas crueles y larguiruchas conocidas como gretchins, se mantenían en la periferia de estas peleas, esperando las sobras, una oportunidad para profanar a los vencidos o, simplemente, para silbar y rebuznar para que continuase la carnicería. A menudo, utilizaban a estos pieles verdes de menor tamaño durante las reyertas indiscriminadas, y aparentemente aleatorias, en lugar de palos para aporrear a sus enemigos, con sangrientas consecuencias para ambos.
Los orkos eran una raza de xenos que vivía exclusivamente para pelear. Su comportamiento era, en gran medida, inescrutable para el Imperio, ya que aquellas criaturas no poseían un método discernible que ningún tacticus logi o adeptus strategio pudiera clasificar. Sin embargo, la predisposición de los alienígenas para la batalla era evidente en su musculatura y su constitución. De cuello robusto, con una piel tan dura como un chaleco antibalas, eran bestias difíciles de aniquilar. De espalda ancha, huesos fuertes y cráneo aún más fuerte) eran tan altos como un astartes con servoarmadura, y también los igualaban en fuerza y agresividad sin límites. El único punto débil de los orkos era la disciplina, pero no había nada que centrase tanto la mente de un piel verde como la posibilidad de luchar contra un enemigo tan duro como los marines espaciales.
A juzgar por la masa total de criaturas verdes que se les aproximaba, Tsu’gan sabía que iba a ser una batalla difícil de ganar.
«Disciplina y lealtad —reconsideró Tsu’gan. Los pieles verdes no conocían la lealtad; no tenían un sentido del deber que los guiara—. Sí, lealtad, ahí está nuestra baza, ésa es nuestra…»
Sus pensamientos se vieron interrumpidos.
—¿Cuántos son? —preguntó el hermano Tiberon.
Desde que habían retrocedido de manera ordenada ante el avance de los pieles verdes, sus efectivos habían aumentado. Tsu’gan había transmitido sus estimaciones más aproximadas a las fuerzas de la fortaleza de hierro, pero sospechaba que ahora eran conservadoras a más no poder.
El hermano sargento y la escuadra de combate se habían reunido con el resto de sus hermanos de batalla en la muralla, dos secciones más abajo de donde estaban posicionados N’keln y su séquito. Iagon interceptó la mirada errante de Tsu’gan cuando éste apartó los magnoculares para observar a su hermano capitán.
«Esta batalla lo forjará o lo hará venirse abajo». Ése fue el intercambio silencioso que hubo entre ellos.
El hermano Lazarus pareció percibir las vibraciones entre Iagon y su hermano sargento. Todos los miembros de la escuadra de Tsu’gan compartían el deseo de su líder de que N’keln no continuase al frente de la 3.ª Compañía.
«No es deslealtad —se dijo Tsu’gan a sí mismo, todavía alterado por sus pensamientos previos—. Es deber. Por el futuro de la compañía y del capítulo».
—Si flaquea —dijo Lazarus en voz baja—, Praetor tomará cartas en el asunto. No tengas ninguna duda.
«Entonces el camino quedará despejado para otro…».
Era casi como si Tsu’gan pudiese leerle el pensamiento a Iagon en la expresión de su rostro.
Tsu’gan tenía el casco enganchado magnéticamente a su arnés, porque prefería sentir el viento creciente y oír los gruñidos bestiales de los pieles-verdes sin que los distorsionase la resonancia de su armadura. Entornó los ojos como para intentar comprender el comportamiento de su capitán.
—Que lo juzguen los fuegos de la batalla —dijo finalmente—. Ése es el modo prometeano.
Tsu’gan se volvió hacia Tiberon. El volumen de los profundos alaridos de los pieles verdes subía a cada segundo.
—Ahora hay miles, hermano —respondió en referencia a la pregunta anterior de Tiberon—. Más de los que pueden ver mis ojos.
Los orkos se detuvieron en la barrera del humo de las granadas ocultas, que empezaba a disiparse. La noche caía sobre el desierto de ceniza, tal y como Tsu’gan había predicho. Las luchas internas de los pieles verdes cesaron de forma abrupta. Ahora estaban decididos a matar, a destruir a los Salamandras.
En la decadencia de la luz, los orkos comenzaron a posicionarse y a dejarse llevar por el frenesí de la guerra.
Los jefes alzaron las barbillas, orgullosos, que eran como losas de piedra verde. Su piel era más oscura que la de los demás y estaba cubierta de cicatrices, igual que la de sus guardaespaldas, que vagaban a su alrededor protegiéndolos. Normalmente, cuanto más oscura era la piel de un orko, más grande, más viejo y más dominante era. Independientemente de su brutal jerarquía, los orkos empezaron a golpearse el peto de la armadura, haciendo chocar los planos de sus cuchillas y hachas contra sus escamas, cadenas y protecciones. Voceaban y bramaban y descargaban sus ruidosas armas al aire, creando una nube de humo rancio a causa de la pólvora de mala calidad.
Tsu’gan notaba cómo iba creciendo la energía de las criaturas. No era psíquico como Pyriel, pero sí que reconocía la resonancia de sus efectos. Los orkos generaban esta energía cuando formaban grandes grupos, y se magnificaba en la batalla. Esto hizo que al Salamandra le comenzase a picar la piel, le chirriasen los dientes y sintiera tensión en la nuca. Tsu’gan se puso el casco. El tiempo para empaparse del ambiente de la inminente batalla había llegado a su fin.
Los orkos comenzaron a aullar al unísono y Tsu’gan sintió que el final del ritual salvaje estaba cerca. Pese a que su lengua monstruosa era virtualmente ininteligible, el hermano sargento era capaz de distinguir el significado en sus ordinarios bramidos.
—¡EL JEFE! ¡EL JEFE! ¡EL JEFE!
Empezaron a descender remolinos de cenizas de la montaña como si huyeran, trastornados por el paso de algo inmenso e indomable.
De entre las filas verdes surgió un orko gigantesco. Se abrió paso a golpes hasta la vanguardia del grupo y aporreó a todos los pieles verdes que osaron interponerse en su camino con un puño de combate al que seguía un rayo negro. Al contrario que los puños de combate de los astartes, el artilugio de los orkos era similar a una gran garra blindada con pinzas abiertas en lugar de dedos. No se trataba únicamente de una arma mortal que podía acabar con cualquier piel verde de un solo golpe, sino que también era señal de prestigio, tan válido como cualquier insignia de rango u honor del capítulo que pudiese portar un marine espacial.
La bestia llevaba un casco con cuernos y una cortina de cota de malla que le colgaba por detrás y por los lados. Su armadura tenía el aspecto de una especie de amalgama de caparazón de malla, pintada con glifos y tatuajes tribales, aunque Tsu’gan creyó ver serios de energía en la panoplia protectora del orko. Sus botas eran gruesas y negras, cubiertas de la ceniza que se acumulaba en los nervios de acero de las grebas metálicas. De su cuello colgaban trofeos truculentos como si de joyería macabra se tratara: cráneos blanqueados, huesos roídos y cascos abollados. Unas protecciones oscuras de hierro le cubrían una musculosa muñeca y el brazo; en el otro llevaba una garra de combate. Un cinturón grueso ceñía el gran contorno del orko, que además llevaba una pistola enorme y una hacha sierra dentada.
Sus ojos minúsculos, despiadados y rojos, sólo mostraban la amenaza y la promesa de violencia.
Tsu’gan sintió cómo su rostro se tensaba y frunció el ceño. Le encantaría someter a la bestia en ese aspecto.
—¡WAAARRRGH JEFE!
—La bestia proclama su dominio. —La voz del hermano Lazaras mostró un tono burlón al presenciar la escena.
—No —lo corrigió Tsu’gan—, es una llamada a la guerra y la sangre.