II: Ángeles y Monstruos

II

ÁNGELES Y MONSTRUOS

Illiad los guio de nuevo por el sinuoso camino del túnel hasta las puertas de la gigantesca cámara que habían visitado antes. El portal de bronce volvía a estar cerrado, porque su antiguo mecanismo se había activado en cuanto se marcharon a luchar.

Dak’ir recordó las palabras de Pyriel cuando, en silencio, volvió a mirar la puerta. El bibliotecario, que estaba junto a él, era inescrutable por naturaleza.

«Las respuestas yacen en el interior».

Illiad abrió de nuevo las puertas y entró sin esperar a ver si los Salamandras lo seguían.

Dak’ir pasó primero por el umbral, algo indeciso. Pero lo único que vio al otro lado fue una sala inmensa y vacía. Observó cómo Illiad se aproximaba a una de las paredes y limpiaba las capas de polvo y arenilla que la cubrían.

Poco a poco se fueron revelando imágenes. No estaban pintadas, sino talladas en el metal. Las obras eran ordinarias, pero conforme se acercó, atraído inexorablemente por ellas, Dak’ir distinguió formas familiares. Vio estrellas y gigantes de metal vestidos con armaduras verdes. También había representados humanos, que salían de una nave accidentada del tamaño de una ciudad. Las llamas estaban pintadas de tonos rojos y naranjas muy vivos. A cada nueva imagen, la nave iba siendo engullida poco a poco por la tierra, ya que la ceniza y las rocas la iban enterrando. A continuación aparecían las bestias. La historia visual de la colonia se desplegaba en aquellos enormes paredes. En primer lugar estaban las bestias de quitina, fáciles de diferenciar por sus amplios cuerpos con caparazón y sus garras; a continuación había otra cosa: figuras brutales, de espaldas anchas, piel oscura y colmillos. Los humanos huían de ellas mientras los gigantes de metal los protegían.

—¿Cómo habéis sobrevivido tanto tiempo aquí abajo, Illiad? —La voz de Dak’ir resonó y rompió el silencio.

Illiad hizo una pausa mientras desenterraba la historia ancestral de la colonia.

—Scoria posee profundas vetas de mineral. Fyron, se llama. —Se secó el sudor de la frente—. Somos mineros desde hace generaciones. Nuestros antepasados, con su sabiduría, descubrieron que el metal era combustible. Podía emplearse para mantener en marcha el reactor, para cargar nuestras armas y llevar nuestro modo de vida tal y como es ahora. —Su rostro se oscureció—. Y así fue durante muchos siglos, según cuentan nuestras leyendas.

Dak’ir señaló las imágenes de la pared.

—¿Y éstas son vuestras leyendas?

—Al principio —reconoció Illiad, cambiando de táctica—. Scoria es un lugar hostil. Nuestra colonia es pequeña. Un elegido de cada generación tiene la obligación de relatar la historia de esa generación en un diario, aunque la mayoría de sus años de formación están tallados en estas paredes. Hace tiempo, esa labor recayó sobre mi abuelo, que después se la traspasó a su hijo, mi padre, que murió aplastado en un derrumbamiento.

Illiad se detuvo, como sopesando qué decir a continuación.

—Hace milenios, mis ancestros llegaron a Scoria después de que su nave, procedente de las estrellas, sufriese un accidente —afirmó—. No estábamos solos. Unos gigantes de armadura verde nos acompañaban. La mayoría de los que viven ahora no recuerdan quiénes eran. Los llaman los Ángeles de Fuego, porque se decía que nacieron del corazón de la montaña. Por eso Val’in se dirigió a vuestro guerrero de esta manera.

Dak’ir intercambió una mirada con Pyriel, y el bibliotecario respondió abriendo ligeramente los ojos.

«Nacidos del Fuego», pensó.

Illiad prosiguió.

—Después de que se estrellasen mis ancestros, los Ángeles de Fuego intentaron regresar a las estrellas. Nuestra historia no desvela por qué. Pero su nave fue destruida y unas tormentas terribles sepultaron el planeta. Aquellos que decidieron cruzarlas en las lanzaderas más pequeñas de la nave nunca regresaron. El resto se quedó con nosotros.

—¿Y qué ocurrió con esos otros Ángeles de Fuego? —preguntó Dak’ir. El rostro de Illiad se tensó.

—Eran nuestros protectores —dijo escuetamente—. Hasta que llegó la roca negra y todo cambió. Ocurrió miles de años antes de que yo naciera. Criaturas brutales, como cerdos con colmillos, que disfrutaban con la guerra descendieron sobre Scoria con naves destartaladas, expulsadas de la roca negra. Eclipsó nuestro sol y, en la oscuridad que sobrevino, los cerdos llevaron a cabo su aterrizaje. Las historias mantienen que los Ángeles de Fuego los espantaron, pero pagaron un alto precio. Cada pocos años, los cerdos regresaban, y cada vez en mayor número. Cuando eso ocurría, los Ángeles de Fuego iban a por ellos y siempre volvían victoriosos, pero en menor número. Inevitablemente, fueron menguando, cayendo uno a uno hasta que el último se retiró al subsuelo con mis antepasados y allí se enclaustraron. El último Ángel de Fuego hizo el juramento de proteger a mis ancestros y transmitir su historia y la de sus guerreros si otros seres como ellos llegaban algún día a Scoria.

»Los años pasaron, y el destino de aquel último Ángel de Fuego se perdió en la historia. Los guerreros de más allá de las estrellas se convirtieron en un mero recuerdo… hasta hoy. Nunca más nos atrevimos a salir al exterior y la superficie de Scoria quedó inerte, habitada sólo por fantasmas. Los cerdos no volvieron. Algunos opinaban que era porque ya no tenían nada que buscar aquí.

La frente de Dak’ir se arrugó mientras escuchaba atentamente la historia de Illiad.

—¿Os quedasteis así… durante milenios?

—Hasta hace unos años, sí —respondió Illiad—. Las tormentas que habían asolado nuestro planeta desaparecieron, simplemente porque siguieron su curso. Poco después, llegaron los Hombres de Hierro. —La expresión de Illiad se torció con este recuerdo.

—¿Hombres de Hierro? —preguntó Dak’ir, aunque creía que ya sabía a quién se refería Illiad.

—Llegaron de las estrellas, como vosotros. Como pensé que eran similares a los Ángeles de Fuego, lideré una delegación para salir a su encuentro. —Illiad hizo una pausa para coger aire, calmarse y ordenar sus pensamientos—. Por desgracia, me equivoqué. Se rieron de nuestras súplicas y nos apuntaron con sus armas. La mujer y el hijo de Akuma fueron asesinados en la masacre. Por eso desconfía tanto de vosotros. Él no ve la diferencia.

—Has dicho que lideraste una delegación, Illiad. ¿Cómo escapaste de los Hombres de Hierro? —preguntó Dak’ir, ávido por conocer todo lo que sabía Illiad de los Guerreros de Hierro y sus fuerzas, ya que no había ninguna duda de que fueron los hijos de Perturabo los que perpetraron la masacre.

Illiad agachó la cabeza.

—Me avergüenza decir que huí, igual que el resto. No nos persiguieron, y los que pudieron evitar sus disparos sobrevivieron. Después de aquello, los vigilamos a través de mirillas enterradas a mucha profundidad de la superficie.

Dak’ir recordó la sensación de sentirse observado que había percibido en el exterior del Ira de Vulkan y dio por sentado que debió de tratarse de Illiad o de alguno de sus hombres.

—Construyeron una fortaleza —continuó Illiad.

—Nuestros hermanos la vieron —dijo Dak’ir—, en las dunas de ceniza.

Illiad se humedeció los labios, como si así evitara que las palabras se le pegasen en la garganta.

—Al principio, mantuvimos la vigilancia durante el tiempo que tardaron en levantar las murallas y las torres —afirmó—. Pero los vigilantes comenzaron a comportarse de forma errática. Dos de ellos se suicidaron, así que decidí detener su labor.

—Tus hombres sucumbieron a la mancha del Caos —declaró Pyriel severamente.

Illiad pareció desconcertado.

—¿Y sabes qué hacen los Hombres de Hierro en la fortaleza? —preguntó Dak’ir en la pausa de la conversación.

—No —respondió Illiad con rotundidad—. Pero los volvimos a encontrar, en esta ocasión en la mina de donde extraíamos el fyron. Nunca traspasamos la línea de sus centinelas, y aunque debían de saber que estábamos allí, no parecían interesados en matarnos.

La voz de Pyriel lo interrumpió.

—Han venido a por el mineral y perforan a mucha profundidad para conseguirlo —afirmó. El bibliotecario dirigió su gélida mirada al humano. Illiad, pese a su indiscutible presencia y valor, se echó hacia atrás al percibirla.

—¿Dónde está la mina? —preguntó Pyriel—. Debemos informar a nuestros hermanos.

—Puedo llevaros allí —respondió Illiad—, pero ése no es el motivo por el que os he traído hasta aquí. Las leyendas de los Ángeles de Fuego no son más que cuentos para relatar a nuestros niños y apaciguar a los ignorantes. La verdad sólo la sé yo. —Illiad se volvió hacia Dak’ir—. No eres el primer Ángel de Fuego que he visto. Hay otro viviendo entre nosotros.

Esto captó la atención de los Salamandras. Todos los pensamientos de la mina y de los Guerreros de Hierro parecieron tornarse insignificantes.

—El deber de grabar nuestra historia no fue lo único que me transmitió mi abuelo —afirmó Illiad. Se dirigió al fondo de la cámara. Dak’ir miró a Pyriel, pero los ojos del bibliotecario estaban clavados en el humano—. Esperad aquí —dijo entonces Illiad, mientras trabajaba en un panel polvoriento situado en la pared más lejana.

Dak’ir vio el leve resplandor de unos iconos que iban iluminándose a medida que Illiad los presionaba siguiendo una secuencia. Un profundo estruendo sobrecogió la cámara y, por un momento, el sargento Salamandra pensó que se trataba de otro temblor. Y así era, pero no uno de los originados por el frágil núcleo de Scoria, sino uno procedente de la pared lateral.

Dando unos pasos hacia atrás, los Salamandras vieron cómo surgía una línea en el metal, desprendiendo trocitos de suciedad al tiempo que se formaba un portal que se abrió con un silbido de presión. Una ráfaga de aire añejo y cargado salió de una cámara oscura que había más allá.

—Hasta que mi abuelo me enseñó este lugar pensaba que los Ángeles de Fuego no eran más que un mito. Pero sé que eran muy reales y que vivían bajo un nombre distinto —dijo Illiad acercándose a ellos—. Ahora, yo soy el viejo que transmite el legado de mis ancestros a vosotros, Salamandras de Vulkan.

* * *

El capellán Elysius nunca se había ensuciado los guanteletes durante un interrogatorio. Era meticuloso en ello hasta el punto de la obsesión. Era un astartes que sabía cómo infligir dolor; una agonía tan invasiva y corroyente que no dejaba marca alguna, salvo en la psique de la víctima.

Mientras observaba al herrero de guerra, algo maltrecho, a la media luz parpadeante de la celda, Tsu’gan creía que Elysius sería capaz incluso de arrancarle una confesión a uno de los corruptos.

Tras la breve disputa en la cámara de tortura y taller —Tsu’gan estaba convencido de que era una mezcla de ambas—, habían arrastrado por el suelo al herrero de guerra, semiinconsciente, y lo habían llevado a una celda abandonada en el piso de arriba. Y allí estaba ahora, cuando miró Tsu’gan, encadenado a un banco de hierro y sangrando por las heridas que le había ocasionado el sargento Salamandra.

Las herramientas que había solicitado el capellán incluían un par de interrogadores quirúrgicos que había guardado en los armarios de equipamiento del Yunque de Fuego. Las criaturas, servidores de tortura, habían despertado de su letargo metálico como hojas dentadas de cuchillos. Enjutos y grotescos, las mecadendritas de los interrogadores estaban formadas por una hilera de mecanismos desagradables llamados excruciadores, diseñados para infligir el máximo dolor. En parte, Elysius había fabricado los servidores él mismo; no en vano había cogido las reservas del Mechanicus y las había modificado para su propio beneficio.

—¿Es esta carnicería totalmente necesaria? —preguntó N’keln mirando desde las sombras.

Desde la batalla para tomar la fortaleza y la que por poco empezó la escuadra de Tsu’gan en las catacumbas, la credibilidad del hermano capitán había ido agotándose paulatinamente. Aunque ninguno hablaba abiertamente de ello, su desastroso liderazgo a las puertas de la fortaleza de hierro era visto, cada vez más, con ojos críticos. Tsu’gan sentía que el descontento crecía como una ola, mientras que su propio prestigio había aumentado considerablemente, sobre todo a los ojos del sargento veterano Praetor. El draco de fuego había elogiado en varias ocasiones al hermano sargento por su valor y estrategia. Sin duda, Tsu’gan había evitado más muertes y había restablecido la igualdad en la batalla.

—Puedo hacerlo hablar, hermano capitán —respondió Elysius. El capellán se echó atrás, dirigiendo a sus interrogadores quirúrgicos con maestría.

—Pero ¿le ha preguntado algo ya, hermano capellán? —dijo N’keln.

En un baño de sangre, al herrero de guerra le habían sacado el brazo biónico y lo habían desmontado. Le habían cortado el brazo derecho y le habían cauterizado la herida para que no cayera inconsciente por culpa de la pérdida de sangre. Tampoco iba a poder sacar una arma de su carne.

Despojado de su armadura corporal, las lesiones que le había provocado Tsu’gan eran evidentes: tenía una cantidad importante de verdugones y cardenales. Elysius había permitido que el Guerrero de Hierro se dejase puesto el casco, porque consideraba que nadie debía mirar a la cara de un traidor. Mejor que la escondiera, avergonzado.

—Estoy a punto de hacerlo —susurró el capellán, algo tenso por el escrutinio de su capitán. Después de que Elysius diera una orden subvocal, los interrogadores quirúrgicos se retiraron, cogieron sus espadas, sus alambres y sus antorchas. Una bocanada de hedor de carne quemada y cobre viejo llegó a Tsu’gan y al resto de los presentes, entre los que se encontraban el capitán N’keln y el hermano Iagon.

El número dos de Tsu’gan había pedido permiso para observar las técnicas del capellán. Como a N’keln, a la mayoría de miembros de la compañía, los métodos de Elysius les parecían desagradables, pero al mismo tiempo reconocían su necesidad. Por lo visto, Iagon no opinaba lo mismo, y como Tsu’gan no tenía motivo alguno para prohibírselo, dejó que el hermano de batalla se uniera al público.

La sombra del capellán Elysius cayó como un velo mortal sobre el traidor.

—¿Qué es lo que estabas construyendo en la cripta? —le preguntó.

Totalmente quemada, la cripta había vuelto a ser sellada según el análisis del tecnomarine Draedius. Ahora sólo le faltaba averiguar la naturaleza exacta del arma.

Algo maligno y diabólico acechaba en la oscuridad que había bajo sus pies. Tsu’gan lo había sentido desde que estaba allí abajo y no le apetecía volver a recordarlo. En más de una ocasión había luchado contra la urgencia de sacar el cuchillo y clavárselo a sí mismo. Sabía que, fuera cual fuera la presencia maligna que merodeaba en los pisos inferiores de la fortaleza, lo único que pretendía era explotar su culpa interior y la manifestación de esa culpa en su masoquismo adictivo.

El Guerrero de Hierro se rio, rompiendo así el ensueño de Tsu’gan. Fue un sonido hueco y metálico que retumbó por la pequeña celda como campanada discordante.

—¿A ti que te ha parecido, perro faldero del falso Emperador?

Un pequeño gesto —el movimiento de un dedo de Elysius— hizo avanzar a uno de los interrogadores quirúrgicos. Ocurrió algo que quedó oculto tras el cuerpo del servidor, y el Guerrero de Hierro se estremeció y gruño.

—Otra vez —ordenó el capellán en voz baja. Hubo una pausa y el Guerrero de Hierro se estremeció por segunda vez. Le salía humo de la carne, pero Tsu’gan no alcanzaba a ver el punto exacto. El Guerrero de Hierro soltó otra carcajada.

Pero esta vez fue una carcajada de dolor, y cuando habló tenía la voz quebrada y aguda.

—Una arma… —Se oía como el aire entraba y salía de sus pulmones.

—Eso ya lo sabemos. —Elysius dio una tercera orden al interrogador quirúrgico.

—Un cañón sísmico… —respondió el Guerrero de Hierro entre jadeos.

Tsu’gan no tenía constancia de tal arma. ¿Habían adquirido esos renegados el conocimiento de una plantilla de construcción estándar aún por descubrir? Parecía imposible. Mientras seguía pensando en ello, el hermano sargento detectó otro leve movimiento del capellán. El interrogador quirúrgico se retiró.

—¿Cuánto tiempo lleváis en este mundo? —preguntó Elysius, alterando deliberadamente el rumbo de su interrogatorio para intentar desorientar al prisionero.

—Casi una década —contestó el Guerrero de Hierro con dificultad, como si su propio aliento le rascase la garganta.

—¿Por qué han muerto tus hermanos?

—¡Han muerto en combate, claro está! —Una ira repentina le dio fuerzas al Guerrero de Hierro, y por primera vez intentó deshacerse de las cadenas.

Los lazos de lealtad y hermandad seguían siendo fuertes incluso en los traidores, pensó Tsu’gan.

Elysius golpeó el pecho destrozado del Guerrero de Hierro con la palma de la mano. Fue un golpe fuerte que sacó el aire de los pulmones al traidor y lo empotró contra el banco.

—¿Qué o quién, los mató? —preguntó el capellán, cuya paciencia se estaba agotando.

El Guerrero de Hierro se tomó unos segundos para recuperar el aliento.

—Aquellos que derrotaron a mis hermanos, volverán —vaticinó mientras sus lentes amarillas parpadeaban maliciosamente—. Muy pronto. Tan pronto que no podréis salvaros… —Un chasquido que aumentaba de velocidad y de volumen salió de su boca. El Guerrero de Hierro estaba riéndose de nuevo.

Elysius estaba a punto de enviar otra vez a los interrogadores quirúrgicos cuando el sargento Lok lo interrumpió. El veterano estaba al mando de las defensas exteriores y de la muralla y entró corriendo en la estancia.

—Capitán —dijo con severidad y el rostro consternado.

N’keln hizo un gesto para que continuase con su informe.

—El sol, mi señor —comenzó a explicar Lok.

—¿Qué pasa con el sol, sargento?

—Ha sido eclipsado parcialmente.

N’keln se quedó desconcertado.

—¿Qué es lo que lo eclipsa?

Tsu’gan sintió cómo una tensión renovada entró repentinamente en la celda. El tono de Lok indicaba que había visto algo que lo inquietaba. En un veterano de Ymgarl, una reacción de este tipo no era para tomarla a la ligera.

—Una roca negra del tamaño del sol —dijo—. Se están desprendiendo trozos de ella. Muchos trozos.

—Explicare, Lok —lo apremió N’keln—. ¿Son meteoritos?

—Se mueven de forma errática y a velocidades distintas. Hay más y más fragmentos a cada minuto que pasa.

N’keln frunció el ceño y cogió su bólter instintivamente. Todos sabían lo que iba a ocurrir a continuación.

—Sean lo que sean —continuó Lok—, se dirigen hacia Scoria.

—«Y con la oscuridad llegará un enjambre de guerra, y tras él el sol morirá» —recitó Elysius mirando a Lok.

Una carcajada irritante sonó tras él.

—Llegáis tarde —dijo el Guerrero de Hierro con voz ronca—. Vuestra perdición ya está aquí…

* * *

Illiad se apartó del portal que acababa de abrirse y agachó la cabeza a modo de reverencia.

Era difícil ver el interior; la penumbra era espesa y una nube de polvo pendía del aire como un velo gris. Dak’ir sintió cómo su corazón principal parecía salírsele del pecho. No era porque estaba a punto de iniciar una batalla; el nerviosismo y algo parecido al miedo se habían apoderado de él cuando se encontró ante el umbral de la sala. Se volvió para mirar a Pyriel.

—Tú primero, hermano sargento —dijo. Un leve brillo cerúleo inundó sus ojos cuando utilizó su visión aumentada para cubrir más distancia en la semioscuridad.

Dak’ir murmuró una letanía a Vulkan y avanzó. Recorrió unos metros de la cámara y vio consolas de aspecto enmohecido y cubiertas de suciedad. Los cables colgaban del techo como zarcillos de una planta acuática desconocida. Apartándolos con movimientos suaves de la mano, Dak’ir pensaba que iban a herirlo. Todo su cuerpo parecía entumecido y electrificado al mismo tiempo. Los fuertes latidos de su corazón amortiguaban el eco producido por sus botas contra el suelo metálico. Apenas percibía la presencia de Pyriel tras él. El bibliotecario se mantenía a un metro de distancia e inspeccionaba el sucio entorno lenta y cautelosamente.

Era como descender a un sueño.

Finalmente, los cables colgantes dieron paso a una explanada metálica. Dak’ir reconoció el símbolo repujado que había en el centro. Pese a encontrarse erosionado y obviamente dañado por el accidente, se distinguía perfectamente el icono de los dracos de fuego.

Una escalera ascendía desde la explanada, y Dak’ir siguió su trayectoria con la mirada. Sus ojos se detuvieron en la cúspide, en un trono de mando y en la figura que había sentada en él.

Medio cubierta por las sombras, costaba ver los detalles, pero la armadura que portaba la figura era vieja y enorme.

Dak’ir alargó la mano sin darse cuenta. Su corazón dejó de latir durante un segundo, pero a él le parecieron minutos. Cuando habló, su voz no era más que un débil susurro y sintió un impulso irremediable de arrodillarse.

—Primarca…