I
AQUELLOS QUE VIVIERON…
Había algo extrañamente familiar en el asentamiento humano subterráneo. Estaba basado en una serie de cámaras en forma de panal de distinta altura y profundidad que recordaban a un poblado de chabolas repleto de casuchas, talleres de paredes onduladas y tuberías habitables unidas a algunas de las cámaras de mayor tamaño; las estructuras provisionales se amontonaban unas sobre otras como los estratos de un mundo subdesarrollado. Trozos de metal y plástek surgían de debajo de algunas capas calcificadas de roca y de arena incrustada desde hacía décadas, tal vez siglos. Era una mezcla incongruente, igual que las ropas de los humanos que habían guiado a Dak’ir y a sus hermanos a través de la calle principal del asentamiento.
Mirando a aquellos gigantes de armadura verde desde las sombras de sus humildes moradas, escondidos tras algunas carretillas y sobre robustas torres, había hombres, mujeres y niños. Al igual que la gente de Sonnar Illiad, iban vestidos con prendas grises harapientas, remendadas y desgastadas por los rigores del uso diario. Algunos, los más descarados o estúpidos, desafiaban abiertamente a los recién llegados, retándolos con sus posturas erguidas. Dak’ir percibió que estos hombres estaban reunidos en grandes grupos y que su osadía no se extendía hasta sus miradas, donde más bien yacía el miedo; y que, involuntariamente, daban medio paso hacia atrás cuando los Salamandras pasaban por delante de ellos.
Flanqueado por las tropas de Illiad, Dak’ir volvió a plantearse lo sencillo que resultaría avasallar a estos humanos y tomar su asentamiento con un único ataque. Algunos capítulos menores, aquellos inclinados a organizar sangrías con una indiferencia absoluta por las vidas inocentes, los habrían aniquilado de forma salvaje. Pero los Salamandras eran de otra estirpe. Vulkan les había enseñado a ser severos e implacables frente al enemigo, pero también había fomentado la compasión y el sentido del deber en todos los Nacidos del Fuego para proteger a los más débiles antes que a sí mismos.
Sólo ahora, al ver los rostros asustados revoloteando por allí mientras consideraba aquel aspecto, Dak’ir comenzó a comprender las razones por las que Pyriel quería entregarse. De este modo, los Salamandras habían demostrado no suponer ninguna amenaza o que, al menos, no intentaban serlo. Orgullosa y posiblemente noble, la gente de Illiad podía tener la llave del destino de Vulkan y de la importancia de Scoria para el primarca. Los Salamandras no podrían descubrirlo a través de la intimidación y la coacción, solamente lo averiguarían si les era revelado voluntariamente.
Por desgracia, no todos los hermanos compartían la opinión de Dak’ir.
—Rendirnos sin disparar ni una sola vez no es propio de la tradición prometeana —gruñó Ba’ken. Habló en voz baja a través del comunicador, y su mensaje le llegó a Dak’ir a través de la gorguera, ya que se había quitado el casco de batalla, pero evidenció su descontento con su lenguaje corporal.
—Esto no es Nocturne, hermano. —Al pronunciar su reprimenda, Dak’ir hizo una pausa para valorar cuanto había de verdad de su comentario, admitiendo que Scoria era extremadamente similar a su mundo natal. Incluso el asentamiento, similar a un búnker de piedra y metal, contenía una resonancia prácticamente atávica—. Ni tampoco vamos a conocer lo que necesitamos saber de esta gente con un castigo violento. —Miró a Pyriel en busca de apoyo, pero el bibliotecario parecía abstraído, metido en una especie de trance mientras caminaba automáticamente a través de las numerosas viviendas y hogares.
—Pero que nos intimiden así… —insistió Ba’ken.
—Creo que hemos ofendido nuestro espíritu de hermanos guerreros, señor —dijo Emek, que parecía intrigado por la presencia de los humanos. Examinaba cada estructura a medida que los Salamandras pasaban junto a ella y analizaba la población que habitaba allí.
Dak’ir sonrió levemente para sí mismo. Ba’ken era sabio, pero era un guerrero. Había nacido en Themis, cuyas tribus valoraban la fuerza y la destreza en la batalla por encima de todo lo demás. Pero pese a su gran sabiduría, en cuanto lo ofendían, la visión de Ba’ken se convertía en miope e intratable. Era un rasgo útil en el combate, un rasgo que Dak’ir comparaba a intentar mover una montaña con las manos, pero en tiempos de paz rozaba lo irascible.
Romulus y Apion se mordieron la lengua. Su silencio sugería que compartían la opinión de Ba’ken.
—Mostrad humildad, hermanos. Ésta no es ocasión de actuar —advirtió Dak’ir. Se volvió hacia Emek y después señaló la escolta humana de los Salamandras—. ¿Qué te parecen?
—Valientes —respondió—. Y asustados.
—¿De nosotros?
—De algo como nosotros —aclaró Emek—. Esta gente huyó a la oscuridad por algún motivo y lleva aquí muchos años. —Entornó los ojos al cambiar el tono de su voz, que se hizo más especulativo—. Cuando nos quitamos los cascos, no parecieron sorprenderse ni perturbarse por nuestro aspecto.
Las viviendas, las pseudocuevas de piedra y metal, empezaron a diluirse hasta desaparecer cuando Illiad los guio hasta otra estructura que se levantaba más adelante. Un par de puertas majestuosas, o que al menos en algún tiempo lo fueron, enmarcadas por diseños ornamentales pero enterradas bajo una capa de suciedad y mugre incrustada, se erigían ante ellos como centinelas de bronce hastiados.
—Quizá ya hubieran visto Salamandras con anterioridad —vaticinó Dak’ir, incapaz de contener una oleada de especulaciones. En caso afirmativo, eso podría significar que…
La voz de Pyriel se introdujo en sus pensamientos.
—Sospecho que las respuestas yacen en el interior. —Señaló las puertas verticales de bronce.
A pocos metros de la entrada, Illiad detuvo la comitiva con un gesto y recorrió el resto del camino a solas. Mientras tanto, el que se llamaba Akuma vigilaba a los Salamandras y reajustaba el agarre de su rifle láser cada pocos segundos.
Tras golpear las puertas tres veces con la culata de su arma, Illiad se echó para atrás. Momentos después, los chirridos de unas máquinas rompieron el silencio al activar un mecanismo. El polvo cayó de los mecanismos interiores, desplazado por su repentina activación. Las puertas se abrieron sincopadamente, mostrando una cámara baldía, con metal y rocas calcificadas, pero con paredes gruesas provistas de contrafuertes y sin salidas.
—¿Pretendes encarcelarnos, Sonnar Illiad? —preguntó Dak’ir cuando se vio enfrentado a aquel calabozo en forma de hangar.
—Hasta que decida si sois amigos o enemigos, sí.
Ba’ken dio un paso al frente al oír esto. Tenía los músculos del cuello hinchados y los puños apretados.
—No puedo tolerar esto. —Su tono era amenazadoramente plano. Apion lo apoyó.
—Yo tampoco, señor.
Dak’ir se volvió para mirar a Romulus.
—¿Tú también opinas lo mismo?
El Salamandra asintió de forma lenta y calmada.
Mirando desde arriba a Illiad, Dak’ir supo que había finalizado el período de seguir el juego a los humanos. Para su asombro, el hombre no se estremeció. Mantuvo sus ojos negros y cálidos sobre Dak’ir, mirándolo desde abajo como haría un niño con un adulto. Ahora no parecía tan pequeño. Todo lo contrario, de este modo realzaba su estatura.
—Estoy de acuerdo con mis hermanos de batalla —afirmó Dak’ir. Illiad le mantuvo la mirada, tal vez sin saber muy bien qué hacer a continuación.
—¿Cuántos sois en tu colonia, Illiad? —le preguntó el hermano sargento.
Akuma avanzó apresuradamente, visiblemente nervioso.
—No se lo digas, Sonnar —le advirtió—. Pretenden calcular nuestra fuerza y volver con más efectivos. Tenemos que encerrarlos en la cámara acorazada ahora mismo.
Illiad miró a su número dos, como si de verdad tuviese en cuenta su consejo.
Ba’ken se volvió entonces hacia Akuma, que retrocedió frente al corpulento Salamandra.
—Y dime, hombrecito, ¿cómo piensas hacer eso? —le espetó. Akuma levantó su rifle láser para protegerse, pero Ba’ken se lo arrebató de las manos. En respuesta, una oleada de recargas de rifles láser tuvo lugar al prepararse los humanos para el combate. Ninguno de los Salamandras reaccionó. No sin la orden de su sargento.
Illiad levantó la mano en señal de calma, aunque Dak’ir detectó el aumento de su ritmo cardíaco y las líneas de transpiración en sus sienes.
—Poco más de mil —respondió Illiad—. Hombres, mujeres y niños.
—Este asentamiento que habéis creado vosotros mismos, en su día fue una nave, ¿no es así? —preguntó Dak’ir. Las piezas empezaban a encajar a medida que hablaba.
La memoria de los marines espaciales era eidética. Un rasgo útil a la hora de repasar estrategias de combate o en las misiones largas de reconocimiento para establecer el estado del territorio o determinar las posiciones estratégicas del enemigo. Dak’ir iba a emplear ahora aquella facultad para crear recuerdos pictográficos exactos de algunas de las viviendas de humanos por las que habían pasado, aquellas en las que la roca se había comido el metal y lo había ocultado. Examinando los detalles mentalmente, pasando las imágenes en milisegundos, interpretándolas y comparándolas, Dak’ir quitó la piedra calcificada. El polvo se fue disipando del ojo de su mente; dejando al descubierto pasillos metálicos, barracones, strategiums menores, blindajes de cubierta, ascensores en desuso, consolas extintas y otras estructuras. Destrozada, desmontada, no había duda de que aquello era una nave.
—Una que se estrelló hace mucho tiempo —contestó Illiad—. Su reactor aún funciona y utilizamos su energía para generar calor y purificar el aire y el agua. Las luces de vapor de sodio se iluminan gracias a la conversión de la energía de fusión.
—¿Y esto? ¿Era una sala de entrenamiento de combate? —Dak’ir se había apartado del grupo para aproximarse al marco que rodeaba la puerta. Se había hundido en la roca; o, más bien, en la cueva que había crecido a su alrededor. Rompió un trozo de una de las capas con los dedos enguantados. De él cayeron polvo y arena y quedó a la vista un sello de origen, grabado a fusión con tipografía imperial.
154.ª EXPEDICIONARIA
Dak’ir intercambió una mirada cargada de significado con Pyriel. Los vestigios destrozados sobre los que la colonia humana había levantado su hogar habían sido en su día una nave de la flota de la Gran Cruzada. Intentó no pensar en las posibles ramificaciones de aquel hallazgo.
—No estoy seguro —respondió Illiad—. Lo único que conocemos son las leyendas que nos han ido transmitiendo nuestros antepasados.
—Sonnar, no… —Akuma empezó a hablar, pero Illiad frunció el ceño y lo cortó con un gesto abrupto.
—Podrían habernos matado en el túnel o en cualquier punto desde allí hasta aquí —repuso. La ira dio paso a la resignación cuando volvió a dirigirse a Dak’ir.
El alboroto que resonaba en los túneles que tenía detrás interrumpió a Illiad. Un joven, a quien Dak’ir identificó como el que había huido de Ba’ken, llegó corriendo. Volvió a estremecerse un poco al ver a los gigantes con armadura. La postura de Ba’ken pareció relajarse al verlo.
—Quitina —jadeó, pronunciando la palabra con dificultad mientras cogía aire. Se puso las manos sobre los muslos para intentar recuperar el aliento.
—¿Dónde, Val’in? —preguntó Illiad. La preocupación arrugó sus rasgos.
El chico, Val’in, miró hacia atrás, nervioso.
—En el asentamiento. —Los ojos de Val’in estaban llenos de terror y de lágrimas—. Mi papá…
Los disparos láser resonaban en el pasillo, chasquidos de sonido agudo. A continuación se oyeron gritos.
—No tienen nada que hacer —dijo Emek en voz baja. La expresión de Dak’ir se recrudeció cuando miró más allá, a la media luz—. En ese caso, por Vulkan, igualaremos la partida.
—Hemos luchado contra las bestias de quitina durante varias generaciones —afirmó Akuma mirando de reojo a los guerreros de armadura verde que corrían junto a ellos—. ¿Para que los queremos?
—Dudo de que podamos detenerlos aunque queramos, Akuma —respondió Illiad.
Dak’ir observó el rostro de consternación del hombre mayor al oír el estruendo de la matanza que estaba produciéndose ante ellos. El Salamandra sintió el dolor humano, y su rabia hirvió al pensar en el sufrimiento de los vecinos.
«Los débiles siempre serán devorados por los mis fuertes». Recordó las palabras que había pronunciado Fugis muchos meses antes, en el exterior de la Cámara de la Conmemoración en Hesiod. Pero las palabras de su respuesta le vinieron rápidamente a los labios a modo de catecismo.
—«A menos que los fuertes intercedan en nombre de los débiles y los protejan».
Emek se volvió hacia el sargento cuando se aproximaban a la frontera invisible del asentamiento. Los impactos láser y los disparos secos de los rifles de munición sólida eran como un coro discordante de terror cuyo tono y urgencia no dejaban de aumentar.
—¿Qué has dicho, señor?
Dak’ir mantuvo la mirada al frente al contestar.
—Debemos salvar a esta gente. Tenemos que salvarlos.
La voz de Akuma se entrometió de repente cuando ya estaban recorriendo los últimos metros. Se dirigió a sus hombres:
—Cuando lleguemos al asentamiento nos dividiremos en escuadras. Rodeadlas y apuntad a los ojos, entre las placas. Ninguna bestia quitinosa podrá… —Las palabras murieron en los labios de Akuma cuando llegaron al espacio abierto y vieron su hogar.
Las bestias salían de los agujeros de emergencia y daban muerte a los despavoridos vecinos. Los cuerpos ensangrentados, despedazados por garras óseas o desgarrados por mandíbulas afiladas, estaban desperdigados por el suelo o desplomados en los pasillos de lasque en su día fueron unas viviendas tranquilas como si se tratara de una carnicería. Había mujeres y niños entre los fallecidos, así como hombres armados. Algunos habían sufrido tales mutilaciones que era imposible reconocerlos.
Un temblor repentino sacudió el suelo y lanzó a un hombre contra el tejado de una chabola. Gritó cuando una bestia de quitina que se encontraba boca abajo se dio la vuelta a una velocidad sorprendente. Le rajó el torso con un tijeretazo de sus garras y los gritos se apagaron bruscamente. En su estela había una mujer con una escopeta que consiguió aguantar. Tras correr a toda prisa hasta su posición, comenzó a disparar.
Dos hombres y un joven de rostro escuálido se defendían de una bestia con palos largos y puntiagudos. Gritando, la criatura xenos retrocedió sobre las patas traseras cuando le atravesaron el vientre blando y comenzó a brotar una sangre que parecía fango gris. Poco les duró la victoria a los humanos, ya que otras dos bestias ocuparon su lugar. Una asfixió con su cuerpo a uno de los hombres que asía un palo y la otra atravesó al otro hombre con un golpe de su garra ósea. El joven huyó aterrorizado hasta perderse de vista en aquel combate desesperado.
Una mujer llevaba una bengala a modo de lanza e intentaba golpear con ella el ojo de una bestia que intentaba devorarla a ella y a sus dos hijos, a los que estaba protegiendo. La bengala, igual que su vida y la de sus hijos, fue apagándose lentamente.
Los humanos luchaban por todas partes. Algunos poseían lanzas o rifles rudimentarios e ineficaces y estaban en clara inferioridad numérica, pero aquéllas eran sus casas y sus familias, así que combatían con furor.
—Nunca había visto tantas… —suspiró Illiad. Se tambaleó cuando un nuevo temblor sacudió la caverna y bloques de piedra y polvo comenzaron a desprenderse desde el techo—. Las plagas de bestias de quitina son cada vez mayores. Surgen en oleadas de sus agujeros de emergencia. Los temblores deben de haberlas molestado.
—Eso o que las han traído hasta aquí —masculló Dak’ir de forma enigmática—. Entrégame mis armas ahora mismo, Illiad.
El hombre hizo un gesto a Akuma, que llevaba la espada sierra y la pistola en una mochila pesada colgada a su espalda. Las sacó rápidamente y se las devolvió de mala gana.
Dak’ir asintió bruscamente, comprobó el agarre de la pistola y de la espada y se dirigió a sus hermanos.
—La preservación de la vida humana es prioritaria. Haced todo lo que debáis para proteger a los colonos. En el nombre de Vulkan.
Dak’ir alzó su espada sierra, la tenue luz se reflejó en sus antiguos dientes como deleitándose con la sangría que estaba a punto de producirse.
—¡A los fuegos de la batalla! —exclamó liderando la ofensiva.
—¡Hacia el yunque de la guerra! —respondieron sus hermanos al unísono.
* * *
—Este lugar apesta a muerte —se quejó Tiberon al pasar a través de los restos de las herramientas del herrero de guerra.
El Guerrero de Hierro cautivo había desaparecido. También los zánganos necrófagos, que habían ardido sobre los mismos pyreums que la vencida guarnición de los Guerreros de Hierro.
El capellán Elysius ya se había ido y se ocupaba ahora de sus tareas. Tsu’gan y su escuadra se quedaron atrás.
Otra llamarada iluminó el pasillo exterior mientras Honorious y sus hermanos continuaban purgando las paredes y las alcobas donde Tsu’gan y sus guerreros habían estado a punto de encontrar la muerte. La limpieza con fuego había calmado las voces, pero no las había apagado del todo. El hermano sargento se alegraba de que la estancia fuese a ser breve. Su misión era buscar entre los escombros cualquier cosa que pudiese aportar algo de luz sobre la presencia de los Guerreros de Hierro en Scoria y defender al tecnomarine Draedius.
El adepto mechanicus había sido enviado desde el Ira de Vulkan a instancias de N’keln y con el permiso del maestro Argos para examinar el dispositivo sobre el que estaba trabajando con tanto ímpetu el herrero de guerra. Era un cañón: forjado con metal oscuro, se trataba de un cañón largo y telescópico que iba dirigido hacia una puerta que había en el techo. Pese a estar oculta en el suelo metálico, el arma estaba colocada en su posición mediante un elevador neumático. No obstante, su objetivo seguía siendo todo un misterio.
Tsu’gan sabía mucho de artillería y comparó esta arma con el cañón estremecedor que utilizaban habitualmente los regimientos de la Guardia Imperial. Pocos capítulos de astartes necesitaban una arma estática de bombardeo de estas características. Los cruceros de combate y las cañoneras Thunderhawk proporcionaban al ejército de marines espaciales todo el apoyo de largo alcance que necesitaban. Ataques quirúrgicos, rápidos y mortales: así hacían la guerra los astartes. Los bombardeos pacientes y de precisión iban contra el Codex, pero los Guerreros de Hierro tampoco seguían ese libro. Tsu’gan sabía lo suficiente de la legión traidora como para estar al corriente de su empleo de artillería de largo alcance. Siendo como eran especialistas en asedio, los hijos de Perturabo preferían emplear esas armas para aniquilar a sus enemigos desde la distancia antes que acercarse a ellos para asestarles un golpe mortal.
Sólo los cobardes tenían miedo a atacar y acabar con un enemigo antes de estar totalmente abatido. Tsu’gan sintió un rencor aún más profundo por los Guerreros de Hierro.
—Algo más que la muerte impregna el aire de este lugar —respondió el hermano Lazarus con desagrado evidente.
Tsu’gan frunció el ceño.
—Huelo a cordita y a azufre. —Era más que todo eso. El hedor evocaba un recuerdo, un viejo lugar inalcanzable al que Tsu’gan preferiría no regresar.
—Aquí, mi señor —lo llamó Iagon desde el otro lado de la cámara—. Creo que he encontrado algo.
Tsu’gan se acercó a él y se arrodilló junto al soldado, que también estaba en cuclillas, y le señaló una mancha oscura que había abrasado el suelo.
—El metal está fundido —dijo Iagon mientras su hermano sargento pasaba el dedo por el borde de la mancha—. Se necesita mucho calor para hacer algo así.
—Parece antiguo —exclamó Tsu’gan en voz alta—, y tiene la forma de la huella de una bota. ¿Qué es esto? —añadió, cogiendo algo con el dedo. Lo probó e hizo una mueca—. Ceniza.
La mueca se convirtió en gesto de preocupación.
—Los Guerreros de Hierro no son los únicos traidores de Scoria.
La voz del tecnomarine Draedius interrumpió los pensamientos de Tsu’gan.
—No hay proyectiles ni munición de ningún tipo para este cañón —dijo prácticamente para sí mismo—. Se alimenta por medio de un pequeño reactor de fusión.
—¿Nuclear? —preguntó Tiberon, que era el que estaba más cerca. Draedius negó con la cabeza.
—No. Parece más bien una conversión de energía. He encontrado varios recipientes que contenían restos de un polvo fino del que no tengo registros.
Tsu’gan miró hacia arriba. La sensación de inquietud que impregnaba las profundidades de la fortaleza aún no había desaparecido.
—Guarda una muestra, pero date prisa con tu tarea, hermano. —Una nueva llamarada de la purga que continuaba en el exterior lanzó sombras evocadoras sobre el rostro del sargento—. No quiero permanecer aquí más tiempo del necesario.
* * *
El fuego refulgente surgía de las puntas de los dedos de Pyriel y formaba arcos abrasadores. Iluminó la caverna con sombras humeantes y abrió un agujero en una bestia de quitina que avanzaba hacia él. Los xenos que asolaban el asentamiento humano reaccionaron a la repentina amenaza que surgió entre ellos. Empezaron a titubear; habían perdido su determinación ante semejante furia. Por el contrario, los colonos se envalentonaron y redoblaron sus esfuerzos cuando la chispa de la esperanza se convirtió en una llama.
Dak’ir sufrió el golpe de una garra ósea en la hombrera que le abrió un surco irregular en la ceramita. Entonces él embistió con la espada sierra y la clavó hasta la empuñadura en el ojo negro tizón de la criatura. Cuando sacó el arma, la bestia de quitina soltó un alarido. El líquido empezó a brotar de su vacía cuenca ocular y pintó la armadura de Dak’ir de un gris acuoso. El Salamandra entró dentro de su arco de muerte lanzando ataques vengativos antes de partirle una de las mandíbulas e incrustar en el diminuto cerebro de la bestia su espada sierra bañada de sangre. Con un estertor, la criatura retrocedió y murió. Dak’ir saltó por encima de su caparazón y se dirigió hacia el siguiente enemigo.
El niño, Val’in, corría de nuevo.
Había seguido a Illiad y a sus guerreros después de la ofensiva de los Salamandras y ahora se encontraba en medio del combate. Tenía una pala entre sus manos temblorosas y se enfrentaba a una bestia de quitina. Las mandíbulas sanguinarias de la criatura batían deseosas al dirigirse hacia él. Val’in retrocedió, pero cuando chocó con la espalda contra una chabola supo que ya no podía retroceder más. Las lágrimas resbalaban por el rostro del niño, pero mantuvo la pala en alto en actitud desafiante. Levantándose sobre sus patas traseras, la criatura emitió un chillido de lo que podría haber sido placer de no ser porque un cuerpo armado se interpuso entre ella y su presa.
—¡Quédate detrás de mí! —gritó Ba’ken. Gruñó mientras mantenía alejadas las garras óseas de la bestia, que ahora lo buscaban a él. No podía arriesgarse a utilizar el lanzallamas pesado. El fuego también chamuscaría al niño. Por eso decidió guardar el arma en su arnés de la espalda y enfrentarse con la criatura mano a mano. Apoyado sobre su espalda, con las piernas arqueadas a modo de levantador de pesas, el Salamandra la empujó. Se formaron surcos en el suelo cuando la criatura se vio impulsada hacia atrás, intentando sin éxito clavar sus patas traseras para tratar de recuperar el equilibrio.
Una saliva caliente chorreaba de las mandíbulas de la criatura cuando intentó morderle la cara a Ba’ken. Al encontrar su objetivo, la bestia apretó y tiró. Su cuerpo se pegó al del Salamandra. Ba’ken torció el gesto cuando la peste a frío, humedad y tierra vieja lo envolvió en una oleada fétida. La criatura estaba a punto de morderle de nuevo, con la intención de arrancar el rostro del Salamandra, pero Ba’ken le lanzó un chorro de ácido y abrasó a la criatura. Con un alarido, las mandíbulas de la bestia se doblaron sobre sí mismas y se retrajeron en sus fauces escaldadas.
La bestia era dura y poseía el volumen y la resistencia de un tanque. Ba’ken sintió cómo su fuerza se resentía y rugió para sacar sus reservas internas. Su corazón secundario bombeaba sangre frenéticamente y su cuerpo adoptó una posición de combate realzada, lo que provocó un aumento repentino del tamaño de los músculos del astartes.
—Escoria xenos —espetó, utilizando el odio para avivar sus esfuerzos.
Una segunda bestia de quitina, que acababa de matar a un vecino, emergió por el flanco izquierdo de Ba’ken. El Salamandra vio cómo se metía en su rango de visión.
Era imposible luchar contra ambas estando desarmado.
El cadáver destrozado del hombre medio devorado cayó de las fauces de la segunda bestia. La criatura pasó por encima de él haciéndole crujir los huesos bajo su peso, y avanzó hacia Ba’ken.
Val’in le salió corriendo al paso. Agitó la pala frenéticamente de izquierda a derecha en un vano esfuerzo por ralentizar a la bestia. El terror inundó el rostro de Ba’ken.
—¡Huye! —le gritó—. ¡Escóndete, chico!
Val’in no lo escuchaba. Aguantaba ante la bestia con valentía, intentando defender a su salvador, que antes lo había defendido a él.
—¡No! —gritó Ba’ken angustiado mientras la criatura seguía acercándose.
Unas explosiones impactaron en el costado de la bestia, haciendo saltar trocitos de caparazón y abriendo agujeros a través de la carne. El monstruo giró sobre sí mismo por la fuerza de los disparos de bólter que le estaban impactando. Chillando, y mientras un líquido fangoso y gris brotaba de sus fauces destrozadas, se desplomó.
Apion se acercó y la ejecutó con un disparo en la arrugada cabeza.
Emek apareció junto a él; el humo aún salía de su lanzallamas.
—¡Purificar y quemar! —Y después exclamó—: ¡Abajo, hermano!
Con un esfuerzo supremo, Ba’ken empujó a la criatura contra la que estaba luchando. Retrocedió sobre sus patas traseras y el Salamandra se tiró el suelo para que el abrasador promethium volase por encima de su cabeza. Ba’ken sintió el calor en la nuca y no pudo resistirse a alzar la vista para ver cómo las llamas consumían a la bestia. Los ojos del astartes brillaban de venganza cuando vieron arder a la criatura, cuyos gritos agonizantes quedaron amortiguados por el rugido del arma.
Ba’ken miró con furia a la bestia, y desenganchó su lanzallamas pesado antes de volverse y descargar un torrente de fuego sobre ella, que se arrastraba por el suelo. Irrumpió en una chabola, examinó su interior y vio a varios vecinos encogidos por el miedo que retrocedieron por la repentina entrada del Salamandra.
Ba’ken levantó la mano para tranquilizarlos y su profunda voz resonó en las paredes metálicas de la vivienda.
—No tengáis miedo —les dijo antes de volverse y dirigirse a Val’in—. Ven. Entra aquí. —El chico lo obedeció y apretó la pala contra su pecho al entrar corriendo en la casa. Ba’ken cerró la delgada puerta tras él y confió en que aquello fuera suficiente para mantenerlos a salvo.
En la distancia, la guerra lo llamaba. El espíritu guerrero de Ba’ken respondió y, con el lanzallamas encendido, se lanzó a luchar.
Los Salamandras empezaban a dominar todos los rincones del asentamiento. El estruendoso ruido de los bólters llenaba el ambiente. Las bestias de quitina eran aniquiladas en medio de aquella tormenta, sorprendidas por unos vecinos desenfrenados que remataban a los atacantes heridos.
Illiad no sentía ningún miedo al liderar un grupo de hombres, con Akuma a su lado, que hacía retroceder a las criaturas con decididas salvas de láser. Pese a no ser tan mortíferos ni decisivos como los astartes, suponían una fuerza impresionante.
Las bestias de quitina no aguantaron mucho ante el poder combinado de los astartes y las bien dirigidas tropas de Illiad. Como no estaban preparadas para enfrentarse a un enemigo tan implacable como los Salamandras, las que quedaban huyeron a sus agujeros de emergencia ensangrentadas y maltrechas.
* * *
Dak’ir estaba limpiando la sangre gris de su espada sierra apagada cuando vio que Akuma escupió por uno de los agujeros de emergencia. La rabia estaba escrita de forma indeleble en el rostro del capataz. Pero se convirtió en desesperación cuando contempló la destrucción que había a su alrededor.
La sangre inundaba las calles y las chabolas estaban destruidas o abiertas por la mitad. Cuando Illiad reunió a sus equipos para empezar a derrumbar los agujeros de emergencia con explosivos, los heridos y los supervivientes protagonizaron una elegía fúnebre por los difuntos. Los niños sollozaban, algunos de ellos se habían quedado huérfanos, y aportaron su propio coro de tristeza.
Las víctimas del ataque de las bestias de quitina eran ciento cincuenta y cuatro; no todas eran hombres, no todas iban armadas. Otros treinta y ocho no sobrevivirían a sus heridas. Casi un cinco por ciento del total de población humana había sido asesinada en un único ataque. En silencio, los Salamandras ayudaron a reunir a los muertos. En cierto momento, Dak’ir vio cómo el hermano Apion contemplaba con la mirada vacía a una mujer que abrazaba a su difunto marido. No estaba dispuesta a soltarlo cuando el Salamandra intentó recoger su cuerpo para colocarlo sobre los pyreums, que eran cada vez más altos. Finalmente accedió, llorando amargamente.
Illiad encendió una bengala y prendió los pyreums cuando el último de los fallecidos fue depositado para que descansara. A Dak’ir, la escena le resultó familiar cuando vio arder los cuerpos y elevarse una triste columna de humo a través de una chimenea natural que había en el techo de la caverna. La cámara de incineración ya estaba ennegrecida y el hollín se acumulaba en los rincones. Val’in también asistió a la ceremonia y se acercó a Ba’ken, que observaba solemnemente junto a sus hermanos.
—¿Eres un Ángel de Fuego? —preguntó Val’in acercándose al enorme guerrero.
Ba’ken, que era prácticamente tres veces más alto que el chico y descollaba sobre él, se sorprendió por la repentina oleada de emoción que lo recorrió cuando Val’in presionó su mano contra su pierna. Tal vez el niño quería comprobar si era de verdad.
Una parte de Ba’ken sentía una profunda tristeza al pensar que aquel niño inocente ya sabía algo de los terrores de la galaxia, pero al mismo tiempo estaba emocionado. Val’in no era un astartes: no llevaba servoarmadura ni empuñaba un bólter sagrado; ni siquiera llevaba una pistola láser ni un rifle. Sólo tenía una pala, pero aun así fue lo bastante valiente como para interponerse en el camino de la bestia de quitina y no salir corriendo.
Ba’ken no encontraba respuesta a su pregunta.
Dak’ir habló por él, pero se dirigió a Illiad, no al chico.
—¿A qué se refiere el niño cuando dice «Ángel de Fuego»?
El rostro de Illiad reflejó resignación. Las llamas de los pyreums le acentuaban las arrugas de la frente y proyectaban sombras inquietantes en sus ojos. De repente, parecía haber envejecido.
—Debo enseñarte algo, Hazon Dak’ir —contestó—. ¿Te importa seguirme?
Tras unos instantes, Dak’ir asintió. Tal vez había llegado el momento de que los Salamandras descubriesen por qué habían sido enviados allí. Pyriel dio un paso al frente, indicando que también los acompañaría.
—Ba’ken —dijo Dak’ir mirando al enorme guerrero, que aún se encontraba absorto ante el niño pero que finalmente levantó la mirada.
—¿Hermano sargento?
—Te quedas al mando en mi ausencia. Intenta establecer contacto con el Ira de Vulkan y el sargento Agatone, aunque dudo de que haya señal a través de todas estas rocas.
—No creo que necesitemos vuestra protección —dijo Akuma con brusquedad después de oír por casualidad la conversación. Ba’ken se volvió hacia él.
—Eres muy testarudo, humano —gruñó, aunque sus ojos delataban su admiración por el orgullo y el espíritu combativo de Akuma—. Pero no tienes la última palabra.
Akuma murmuró algo y desistió.
Tras comprobar la carga de su pistola de plasma y de colgar su espada sierra, Dak’ir apoyó la mano sobre la hombrera de Ba’ken y se inclinó para hablarle al oído.
—Protégelos por mí —dijo en voz baja.
—Sí, sargento —respondió Ba’ken con la mirada fija en el recalcitrante capataz—. En el nombre de Vulkan.
—En el nombre de Vulkan —repitió Dak’ir antes de partir junto a Pyriel para seguir a Illiad, que iba a llevarlos lejos del fuego y el dolor.