II: Prisioneros

II

PRISIONEROS

—Yo iré delante —afirmó Dak’ir después de comprobar el peso del cable de acero que procedía de la plataforma del cabestrante. Uno de los tecnomarines Salamandras había configurado el dispositivo para escalar, y cada uno de los seis Nacidos del Fuego situados en el umbral del abismo que se había abierto junto al Ira de Vulkan estaban enganchados a él. Deslizando el grueso cable enrollado en su arnés de batalla, los Salamandras se prepararon para un descenso hacia lo desconocido.

Ba’ken había regresado rápidamente después de que su sargento lo hubiese mandado a rearmarse. Llevaba la plataforma de su lanzallamas pesado en la espalda, porque insistía que la voluminosa arma pasaría por la estrecha grieta que los llevaría hasta las profundidades de Scoria. El hermano Emek iba con él, ya que había dejado las operaciones médicas que faltaban a los cirujanos humanos del crucero de asalto. Su capacidad se limitaba a heridas de campo; no poseía el nivel suficiente para realizar operaciones más complicadas. En cualquier caso, el tiempo de un marine espacial estaba mejor empleado de este modo que languideciendo entre heridos y moribundos.

Los hermanos Apion y Romulus también eran de la escuadra de Dak’ir y fueron elegidos a dedo por el sargento por su experiencia en batalla. El último puesto del reducido equipo de expedición fue para Pyriel. El bibliotecario iría detrás de Dak’ir, desentramando el hilo psíquico que había percibido y que emanaba de lo más profundo de la grieta.

—Iluminadores activados. Comunicadores en silencio hasta que lleguemos al fondo y sepamos a qué nos enfrentamos —ordenó Dak’ir mientras el foco que tenía adosado al casco de batalla apuntaba hacia la oscuridad del abismo que se abría bajo sus pies. Palpando la tensión del cable, descendió hacia la negrura.

Los sensores del casco de Dak’ir estaban atenuados por las condiciones atmosféricas del planeta y registraron un leve incremento de la temperatura a medida que descendía. Las indicaciones apenas brillaban en su pantalla de información. Un silencio absoluto reinaba en la estrecha abertura, sólo roto por el zumbido apagado del cabestrante desenredándose. Los peñascos afilados de la pared del abismo rascaban la armadura de Dak’ir. Ráfagas de vapor procedentes de las cubiertas inferiores parcialmente sumergidas del crucero de asalto lo envolvían y cubrían su armadura de condensación. En seguida, el adamantium de la capa exterior de la nave dio paso a una oscuridad abyecta. Era como introducirse en las entrañas de otro mundo, un mundo que se abría infinitamente.

Tras una hora de lento y laborioso descenso, el haz de luz del foco de Dak’ir impactó en suelo firme. Una vez iluminado el fondo del abismo, el hermano sargento transmitió su hallazgo a través del comunicador. Tras desenganchar el cable de su arnés, Dak’ir se hizo a un lado para dejar espacio a sus hermanos de batalla y cogió las armas mientras inspeccionaba la oscuridad dominante a su alrededor. Las luces de su casco revelaron un pasillo de roca desnuda que se extendía hasta donde iluminaba su foco. Más allá, la luz era engullida por la oscuridad.

—El túnel parece artificial —afirmó Emek por el comunicador con voz apagada. Pasó el guantelete por la pared, y examinó su superficie bajo el destello de su foco.

Ba’ken había sido el último en pisar el fondo del abismo. Como se había obstinado en bajar con el lanzallamas pesado enganchado, dañó su casco con un pico saliente de roca. La interferencia esporádica que afectó a su pantalla de visión como consecuencia directa de la colisión lo había distraído. Al tocar suelo se quitó el casco y lo sujetó a su cinturón. El corpulento soldado aceptó la mirada de reproche de Dak’ir con un gruñido y se ajustó los tanques de promethium que llevaba a la espalda.

Tras explorar unos centenares de metros, liderados por el hermano Emek con el lanzallamas preparado, la escuadra de Salamandras se detuvo para rodearlo cuando distinguió una variación en la estructura del túnel.

—Está peraltado y liso, como si lo hubieran repasado con herramientas o un equipo de excavación —añadió.

—Haría falta una buena torre de perforación para abrir un túnel tan grande —respondió Ba’ken de espaldas a Emek, ya que vigilaba el camino por donde habían venido. Los hermanos Apion y Romulus apuntaban con sus bólters hacia adelante, avanzando hasta la cabeza de la formación de Salamandras mientras Emek inspeccionaba la pared.

Dak’ir compartía lo dicho por Ba’ken. El túnel tenía la anchura suficiente como para acomodar a los seis astartes en fila y una altura en la que incluso el venerable hermano Amadeus podría haber caminado sin necesidad de encorvarse.

—Sin duda, está labrado por máquinas —concluyó Emek, recuperando su posición.

Pyriel no dijo nada. Tenía los ojos cerrados y una expresión de concentración.

—¿Hermano bibliotecario? —lo llamó Dak’ir.

Pyriel abrió los ojos y aquel brillo claro se desvaneció.

—No son las bestias de quitina —susurró, volviendo de su trance psíquico—. Es algo más… —añadió.

Cuando quedó claro que el bibliotecario no iba a decir nada más, Dak’ir ordenó que prosiguieran.

* * *

Partido por la mitad por una gran espada, el casco del Guerrero de Hierro quedó dividido en dos piezas cuando Tsu’gan lo aplastó con su bota blindada. El rostro que había tras él se desfiguró en su agonía; una herida oscura e irregular lo diseccionaba. La nariz era irreconocible, la carne arrugada —adornada con cadenas y sellos tallados— se abría dejando al descubierto unos huesos amarillentos. Lo que fuera que había matado al traidor lo había hecho ya hacía un tiempo.

—Éste tampoco es distinto —dijo Tsu’gan al tiempo que volteaba el cuerpo hasta dejarlo boca arriba.

Los dracos de fuego habían derribado la puerta con sucesivos golpes de sus martillos de trueno y habían debilitado su integridad estructural con las granadas. Pero dentro no se encontraba la guarnición de traidores que Praetor había predicho. De hecho, los Salamandras encontraron cadáveres dispuestos en posiciones que parodiaban las antiguas labores de los Guerreros de Hierro. Aquellos traidores que se habían mantenido de pie durante el asalto permanecían como centinelas o agachados en los ahora silenciosos emplazamientos para armas. Era exactamente como habían colocado a los guerreros en los reductos: muertos, pero manteniendo la ilusión de que eran las unidades de protección de la fortaleza. Sólo cinco de los Guerreros de Hierro eran muertos recientes: el resto eran cáscaras necróticas descomponiéndose en su armadura.

Cinco marines espaciales del Caos y una selección de rifles defensivos automáticos habían resistido una fuerza opresora de más de ochenta. Tres Salamandras cayeron muertos durante el maquiavélico asalto; dos de ellos eran de la escuadra de Vargo. El tercero era el conductor del Rhino siniestrado. Los marines espaciales no eran fáciles de aniquilar: los soldados de la escuadra de asalto habían quedado prácticamente destrozados, ya que fueron alcanzados de pleno por la gran explosión, mientras que el conductor del APC murió destrozado por la metralla y los disparos que le alcanzaron el cráneo cuando intentaba salir a rastras de entre los restos del vehículo. Fugis había asegurado sus progenoides durante el asalto y estaban a salvo en el cofre de almacenamiento de su reductor. Había unos cuantos heridos más, y el apotecario los atendía mientras el resto de la fuerza de operaciones protegía la fortaleza.

—Estaban muertos antes de que atacásemos… —La voz de N’keln, a la espalda de Tsu’gan, dejaba ver un vestigio de irritación.

—Estaban muertos desde mucho antes, mi señor —afirmó el hermano sargento entrecortadamente. Culpó al capitán de las muertes en vano de sus hermanos de batalla por su precipitación y falta de habilidad para mover a sus fuerzas correctamente cuando los Salamandras iniciaron el asalto.

—Cinco astartes para defender toda una fortaleza —pensó N’keln en voz alta—. ¿Qué hacían aquí, hermano sargento?

—Los anales cuentan que, durante la Gran Cruzada, los hijos de Perturabo ocuparon muchos bastiones fronterizos como éste —intervino Praetor, cuya imponente presencia física se interpuso implacablemente en la mirada de Tsu’gan—. Las guarniciones compuestas por unas escuadras eran algo habitual, pero que sigan existiendo más de diez mil años después… —La voz del draco de fuego fue apagándose. Su ardiente mirada se dirigió hacia la fortaleza, que tenía una torre del homenaje de hierro, una estructura robusta de anchos baluartes y metal gris. Chimeneas y columnas de humo surgían de su techo plano y almenado. Otra puerta protegía la entrada a la torre del homenaje de hierro. El sargento De’mas y su escuadra estaban descargando sus armas contra ella para derribarla.

Tsu’gan sintió una aguda sensación de aprensión cuando vio la puerta secundaria. Por el simple hecho de estar en el extenso patio interior, rodeado de cadáveres de Guerreros de Hierro, una nube de inquietud parecía crecer y decrecer como si estuviera probando sus defensas.

Una llamarada en el ángulo de la lente del casco centró su atención. El hermano capellán Elysius estaba reuniendo los cadáveres e incinerándolos. Los equipos de lanzallamas, secuestrados de las escuadras tácticas, inundaban el pyreum improvisado con promethium líquido.

—Lo que fuera que los mató, lo hizo con una fuerza brutal y desde fuera de estas murallas. —La voz de Praetor interrumpió los pensamientos de Tsu’gan. El veterano sargento de los dracos de fuego había seguido su mirada.

—¿Así que volvieron a arrastrar los cuerpos aquí dentro tras la batalla? —preguntó N’keln—. Debieron de salir victoriosos, aunque no veo ni rastro de enemigos muertos.

—Los Guerreros de Hierro también quemaron a sus contrincantes, hermano capitán —afirmó Praetor—. Un anacronismo de las antiguas costumbres de la legión que algunas huestes siguen practicando.

—Son cenizas —espetó Tsu’gan, esforzándose por canalizar su rabia—, como lo serán dentro de poco nuestros hermanos caídos.

Si N’keln percibió alguna recriminación no lo demostró. Praetor tampoco parecía dispuesto a reprenderlo.

—La victoria está bien, hermano capitán —dijo el draco de fuego—, pero ¿a qué precio y contra quién?

—Los xenos que encontramos en el lugar del accidente no son rivales que puedan poner en apuros a los astartes —afirmó Tsu’gan—. No he visto otros campamentos ni ningún rastro de naves o movimientos de ejércitos. —Volvió a mirar el montón de cadáveres en llamas: cinco Guerreros de Hierro. Renegados, sí, pero astartes que en su día fueron creados por el Emperador; guerreros formidables que murieron en el cuerpo a cuerpo y de forma brutal. Los enemigos así no desaparecían fácilmente. Pero tampoco se tumbaban y morían.

La voz de Tsu’gan sonó lenta y amenazadora.

—Creo que algo distinto a las bestias de quitina acecha bajo este suelo. Fue lo que mató a estos traidores.

* * *

Trescientos metros más en la oscuridad y el túnel se convirtió en un laberinto. Distintos pasillos nacían del conducto principal, como el entramado de un enjambre gigante. Esto hizo que Dak’ir recordase a las bestias de quitina, pero a lo largo de toda la exploración de la red subterránea no habían visto a las criaturas.

Ba’ken registraba cada abertura. La pequeña llama de ignición de su lanzallamas pesado proyectaba un leve brillo en las sombras. Los Salamandras permanecieron en el túnel central, pues Dak’ir pensaba que llevaría hasta algún nexo o confluencia.

Ba’ken avanzó hasta el siguiente cruce. Enfocando lenta y firmemente con su lanzallamas pesado, se sobresaltó cuando un objeto salió disparado desde la oscuridad y rodó hacia él.

—¡Contacto! —gritó, y se preparó para extinguir lo que creía que podía ser una granada con promethium. Pero la aparición de una figura diminuta correteando en su campo de disparo lo detuvo.

Era un niño, y la «granada» no era más que una pelota de goma.

Ba’ken levantó el dedo del gatillo de su arma justo a tiempo. Un minúsculo chorro salió de la boquilla como un eructo, pero no llegó a prender.

El niño se paró de repente y se quedó mirando a la enorme figura con armadura verde que blandía fuego en sus manos. En el efímero resplandor de la llama, Ba’ken vio que aquel niño de piel oscura iba vestido con ropas sucias y harapientas. Estaban remendadas, como si fuera una amalgama de distintas procedencias, y las botas que llevaba atadas a los pies eran de una talla muy superior a la suya. Petrificado, los ojos del niño se abrieron aún más cuando Ba’ken avanzó hacia él bajando el lanzallamas.

—No tengas miedo —dijo con voz profunda y resonante en el angosto túnel. Se adentró en la oscuridad al tiempo que extendió la mano abierta. El ardor rojo de los ojos del Salamandra centelleó y proyectó en su piel ónice y negra un lustre diabólico.

Al niño, tembloroso, se le escapó un gemido y salió corriendo, olvidándose de la pelota.

Ba’ken bajó la manó y un gesto de consternación afligió su rostro.

—Un niño… —pronunció, perfectamente consciente de que Dak’ir llegaba por detrás. Ba’ken se volvió para mirar al sargento. El resto de la escuadra se había reunido cuando dio la repentina señal. Emek estaba junto a Dak’ir, mientras que Apion y Romulus vigilaban las sombras que había tras ellos. Pyriel, el bibliotecario, se encontraba unos pasos más atrás que el resto y sus ojos ardían con fuerza.

—Humano. —Fue una afirmación, no una pregunta, pero Ba’ken respondió de todas formas.

—Sí, un niño.

—Continuemos —ordenó Dak’ir en voz baja—. Mantened los ojos abiertos —advirtió, recordando la última ocasión en que se toparon con un niño humano en circunstancias similares. Sucedió en Stratos, y el niño los llevó hasta una trampa. Dak’ir todavía recordaba el estruendo de la detonación y los restos mortales de metralla que pasaron por delante de su visor.

Confiaba en que esta vez el desenlace no fuese el mismo.

* * *

Un gran salón de hierro fue la primera cámara que encontraron los Salamandras tras demolerla puerta interior del fuerte. Estaba vacío, pero era mucho más profundo y amplio de lo que sugería la estructura exterior. La entrada era enorme, tablas de plastiacero reforzadas colgaban de sus goznes, y una nube de polvo se extendió por el suelo chapado cuando entró Praetor. Los demás dracos de fuego seguían de cerca al sargento, con los escudos de tormenta en alto y una fuerte carga eléctrica recorriendo sus martillos de trueno.

Recién reposicionadas, las tres escuadras tácticas seguían la estela de los exterminadores. Con órdenes breves, los sargentos dispersaron rápidamente a sus escuadras en misión de reconocimiento. De’mas y Typhos, cuya labor era la de despejar las alcobas y antesalas colindantes, transmitieron respuestas negativas. El hermano capitán N’keln y la Guardia Inferno se unieron poco después al resto de los Salamandras.

Los devastadores de Lok mantenían la guardia en la puerta interior caída de la torre del homenaje mientras los hermanos sargento Omkar y Ul’shan patrullaban las almenas. El Yunque de Fuego y uno de los transportes Rhino bloqueaban la puerta principal de la fortaleza. Los muertos de la escuadra de Vargo y el conductor fallecido fueron depositados de forma reverencial en un segundo transporte de personal que había aparcado más allá en el patio interior. El tercer Rhino marchaba al ralentí. En cuanto los Salamandras averiguasen lo que habían estado haciendo los Guerreros de Hierro, tendrían que volver para recoger a Argos o a uno de sus tecnomarines con la esperanza de poder requisar y santificar algo de la tecnología de los traidores.

—Esta sala está despejada, hermano capitán —dijo Praetor cuando N’keln entró en el salón y se situó junto a él—. Pero tendremos que inspeccionar las habitaciones que rodean este salón principal…

Praetor fue interrumpido por la reaparición repentina de Tsu’gan, que regresó de su misión de reconocimiento.

—Hay mucho más que eso —dijo avanzando hacia ellos. El tono de Tsu’gan estaba cargado de ánimo. Sugería que los Guerreros de Hierro que ardían en el patio no eran los únicos que custodiaban la fortaleza.

N’keln apretó la mandíbula cuando afloraron viejas enemistades. Los Guerreros de Hierro habían estado en Isstvan.

—Muéstramelo.

* * *

No era fácil mantener el ritmo del niño que había salido corriendo. Se movía con destreza y llevó a los Salamandras por un sendero tortuoso a través de túneles oscuros iluminados únicamente por sus focos. Los rayos blancos se entrecruzaban y dibujaban curvas frenéticas en la oscuridad debido a los veloces movimientos de Dak’ir y su escuadra.

—Manteneos alerta —advirtió en voz baja a través del comunicador.

Pyriel iba pisándole los talones al sargento. Emek los seguía de cerca, mientras que Apion y Romulus mantenían a propósito una distancia de varios pasos, por si se producía una emboscada.

Pese a su fuerza prodigiosa, mantener en alto el lanzallamas pesado estaba ralentizando a Ba’ken, sobre todo en los estrechos confines del entramado de túneles. El corpulento Salamandra se situó en la retaguardia de Dak’ir.

Dak’ir perdió de vista al niño cuando dobló por una curva cerrada y llegó a una caverna mucho más amplia. Comenzó a caminar más despacio, inspeccionando los escombros amontonados a ambos lados de un canal que se estrechaba cada vez más. Piedras, carretillas mineras de acero, cajones metálicos, focos desechados y otros restos flanqueaban a los Salamandras mientras formaban una única fila.

Cuando detectó movimiento a su derecha, Dak’ir estuvo a punto de ordenar a su escuadra que repeliese a los atacantes, pero Pyriel lo detuvo.

Dejad que se acerquen —advirtió psíquicamente a sus hermanos—, y mantened las armas apuntando hacia abajo.

Dak’ir quiso protestar, pero no era la ocasión para ello. Debía confiar en los instintos del bibliotecario y esperar que fuesen acertados.

—Seguid al hermano Pyriel —ordenó en voz baja a través del comunicador.

La voz de Emek respondió con un susurro.

—Cinco objetivos a la izquierda, están siguiéndonos.

Apion intervino tras él…

—Cuatro más, estáticos, en mi campo de tiro.

… después Romulus…

—Detecto a otros seis aminorando el paso para atacarnos.

… y finalmente Ba’ken:

—Amenazas divisadas, diez de ellas por detrás.

Dak’ir sabía que había otros cinco más adelante, esperando agazapados en el cruce del túnel. Los Salamandras podrían haberlos neutralizado en cuestión de segundos.

A los cincuenta metros, los que aguardaban escondidos en las sombras activaron su «trampa». Unos equipos de luces ocultos se encendieron en el túnel y lanzaron un resplandor violento de sodio. Grupos de hombres armados con pistolas láser de aspecto arcaico y rifles de munición sólida salieron de sus escondites tras las cajas y de debajo de lonas polvorientas. Cada uno de los Salamandras se ocupó de una escuadra enemiga, si bien la formación de los humanos era cualquier cosa menos uniforme. Estaban organizados; su capacidad de emboscada era rudimentaria, aunque no inferior a la de un regimiento de las FDP bien instruido, pero sus movimientos delataban que se trataba de civiles bien entrenados, no de soldados. Vestidos con ropas grises remendadas y harapientas, al igual que el niño, eran hombres de aspecto duro y piel oscura, que llevaban una vida más dura si cabe en los hoscos entornos de Scoria. Algunos portaban placas de armadura anticuadas sobre la tela áspera: hombreras y plastrones de acero sin brillo. Cada uno de ellos llevaba también unas gafas de protección fotónica, con la esperanza de sacar ventaja sobre sus enemigos cegándolos con el súbito brillo de luz. Pero no contaban con enfrentarse a marines espaciales, cuyos ocuglobos reaccionaban inmediatamente a cualquier cambio de condición.

Un par de lo que parecían ser motores de minería se pusieron en posición con un ruido ensordecedor, avanzando sobre unas gruesas vías dispuestas a ambos lados del túnel y bloqueándolo de manera efectiva. Unos aparatos perforadores de tres cabezales ocupaban casi toda la cara frontal de las máquinas, y unas placas gruesas de blindaje y glacis de plástek protegían a los operarios.

—Retiraos y soltad las armas —dijo una voz severa—. Estáis rodeados y multiplicamos por cinco vuestros número.

Dak’ir buscó el origen de la voz y vio cómo una figura daba un paso al frente de entre el grupo de hombres que había ante él. El humano iba vestido como el resto, pero también llevaba una capa corta y andrajosa que al Salamandra le resultó extrañamente familiar y unas botas gruesas y elásticas que le llegaban prácticamente a las rodillas, protegidas con rodilleras metálicas. Llevaba una pistola láser de corto alcance con la tranquilidad de un hombre que sabe que sus tropas lo están cubriendo desde detrás. Cuando se levantó las gafas, Dak’ir vio que el hombre era de mediana edad. Tenía arrugas en los ojos, lo que le daba un aspecto de perpetua preocupación. El polvo de las rocas le cubría el pelo, muy corto, que ya de por sí era gris. Pese a su edad, el líder de los humanos poseía una presencia imponente; sus músculos seguían siendo fuertes y su cuerpo y su mandíbula sólidos.

—Quitaos también los cascos de combate —añadió—. Quiero ver si sois todos como él. —El líder de los humanos señaló a Ba’ken, que lo miró con el ceño fruncido.

«Podríamos desarmarlos sin sufrir, apenas bajas», pensó Dak’ir, que dudaba qué paso dar a continuación.

Pyriel se metió en sus pensamientos.

Haz lo que te pide, hermano sargento. Retira a tu escuadra.

Dak’ir oyó cómo se cerraba el agarre de su espada sierra cuando fue a blandirla, impotente.

—No estarás sugiriendo que cedamos ante esta gentuza —susurró a través del comunicador.

—Eso es exactamente lo que estoy sugiriendo. Hazlo ahora, antes de que se pongan nerviosos. —El bibliotecario volvió levemente la cabeza para mirar al hermano sargento—. Tenemos que ganarnos su confianza.

Iba contra sus instintos y su formación, pero finalmente Dak’ir dio la orden de guardar las armas.

Los Salamandras obedecieron al instante pese a sus evidentes recelos, y siguieron el ejemplo de su hermano sargento cuando se quitó el casco.

—Soy el hermano sargento Hazon Dak’ir del capítulo de los Salamandras, Tercera Compañía —le dijo Dak’ir al líder de los humanos, que esbozó una sonrisa que no le llegó a los ojos.

—Sonnar Illiad —respondió, y señaló a otro miembro de su grupo, un hombre alto de cabeza roma, cicatrices faciales y un vello corto que le cubría la amplia mandíbula y el cráneo—. El capataz Akuma y sus hombres tomarán posesión de vuestras armas. —El hombre alto y otros cuatro más avanzaron cautelosamente.

Ba’ken mostró su enfado detrás de su sargento.

—Ningún astartes suelta su arma, a menos que ésta se tome de su mano fría, ya sin vida —gruñó entre dientes.

Por la reacción de sus hermanos de batalla, era evidente que estaban de acuerdo con él. Molesto, Dak’ir también compartía su opinión. Pyriel había insistido en retirarse y eso era lo que habían hecho. Pero a esto no iba a acceder.

—Podéis llevaros mi espada y mi pistola como gesto de buena fe —le dijo Dak’ir al que se hacía llamar Illiad. El capataz se paró en seco y volvió la mirada a la espera de la reacción de su líder. Comenzó una batalla de intereses entre Dak’ir y el humano. Podía verse en el rostro de Sonnar Illiad como una llamarada de plasma.

—Muy bien —concedió finalmente, antes de hacerle una señal a Akuma—. Cógelas.

Dak’ir desenfundó sus armas y se las ofreció al capataz.

—Tratadlas con respeto —le advirtió—, porque las recuperaré muy pronto.

Akuma intentó que no se le notara el temor, pero, obviamente, estaba intimidado por la mirada rojiza del Salamandra y se apresuró en regresar una vez hubo cogido las armas.

A continuación, el hermano sargento se dirigió al que se hacía llamar Illiad.

—Nos hemos rendido —dijo—. Y ahora, ¿qué?

* * *

Tsu’gan hizo un gesto a su escuadra para que rodease la trampilla oculta al fondo del inmenso salón. Forjada en hierro macizo, la puerta tenía un aspecto sólido, diseñada para que no entrase nada…, o para que no saliese nada. Oxidada y recubierta por el polvo, la trampilla era invisible a una inspección superficial de la zona. Habían apilado cajas y tubos de munición vacíos sobre ella y los habían cubierto con una lona andrajosa. El hecho de que las cajas de munición estuviesen vacías decía mucho sobre la defensa desesperada de los Guerreros de Hierro. Utilizaron prácticamente todo lo que tenían para repeler a sus agresores. Tsu’gan estaba convencido de que las cintas de balas y los tambores de munición encajados en las armas de los centinelas eran los últimos.

Alzó un puño, ordenando a su escuadra que esperase. Praetor y el hermano capitán N’keln estaban próximos, con las armas preparadas. El auspex mostraba interferencias: las señales biológicas parecían aparecer y desaparecer como el humo en una brisa intensa, así que Tsu’gan ordenó a Iagon que apagase el aparato de momento. En su lugar, utilizó sus sentidos para percibir la presencia de enemigos, y los encontró cuando oyó un mínimo clanc de metal sobre metal a través de la puerta de hierro. Tsu’gan indicó este hecho a los demás señalándose la oreja. Dio un tirón seco con una mano; en la otra sujetaba el bólter. Los hermanos S’tang y Nor’gan se dirigieron a la puerta y cortaron las cerraduras con una antorcha de plasma procedente de uno de los equipos de los Rhino. Retirándose de la entrada al nivel inferior del modo más silencioso posible, los dos Salamandras se apartaron rápidamente para dejar que Tsu’gan y el hermano Honorious, que llevaba un lanzallamas, entrasen por el enorme portal.

El estrépito del metal al caer fue enorme, pero no había enemigos acechando en las sombras, solamente una escalera de acero que descendía hacia las oscuras profundidades.

Tsu’gan extendió la mano en señal de que todo estaba despejado y, a continuación, encogió los dedos y volvió a cerrar el puño. Media escuadra suya lo acompañaría a la negrura; el resto permanecería en la superficie y protegería la entrada. Praetor y N’keln también se quedarían; el exterminador era demasiado corpulento y pesado para pasar por los estrechos confines que se abrían bajo sus pies, y el capitán era demasiado valioso como para arriesgarse en una misión de exploración en territorio desconocido.

Extendiendo dos dedos, Tsu’gan señaló dos veces hacia abajo rápida y sucesivamente. Tiberon y Lazarus, que estaban esperando en la periferia, bajaron uno a uno por la escalera. Cuando ya habían bajado los dos Salamandras, levantó un dedo, cerró el puño, después levantó dos dedos y volvió a señalar dos veces hacia abajo. Tsu’gan fue el siguiente en descender, a sabiendas de que Honorious y Iagon lo seguirían en la retaguardia.

Con los focos apagados, la escuadra de combate avanzó lentamente por un angosto pasillo que apestaba a humedad, a frío y a cobre. Una extraña nube dominaba el aire: invisible pero tangible, como si estuviese formando una segunda piel sobre sus armaduras.

Tsu’gan siguió el ruido del metal, todavía persistente, pero aparentemente mucho más alejado de cuando lo oyó por primera vez desde el salón superior. Pese a que sus espectros ópticos estaban activados en visión nocturna y en infrarrojos, la oscuridad era extrañamente impenetrable, como si se tragase cualquier tipo de luz ambiente. El sonido era lo único que los guiaba a él y a su escuadra mientras avanzaban lentamente a través de espesas sombras.

—Señor —susurró Honorious.

Tsu’gan se volvió hacia él, indignado por que hubiera roto el silencio en las comunicaciones.

El soldado con el lanzallamas se había parado en seco y apuntaba su arma hacia un pasillo inferior que nacía del que estaba atravesando la escuadra de combate.

—El silencio sólo se rompe por orden mía, soldado —dijo Tsu’gan en voz baja.

Honorious se dio la vuelta, desconcertado.

—Yo no he dicho nada, sargento.

—Señor —susurró Tiberon.

El hermano de batalla estaba en posición, abstraído por el camino que tenía ante sí, y aparentemente no era consciente de que se estaba abriendo un gran hueco entre él y el resto de la escuadra.

Tsu’gan estaba dispuesto a reprenderlo, pero no lo hizo.

—Alto, escuadra —dijo por el comunicador. El auspex de Iagon cobró vida y múltiples señales plagaron de pronto la borrosa pantalla.

—¡Contactos! —gritó al tiempo que giraba su bólter en dirección a las sombras.

—He detectado movimiento —dijo Lazarus entre dientes.

—Por aquí —susurró una voz que Tsu’gan no reconoció. Apuntó con su combibólter en esa dirección, con el dedo colocado sobre la palanca de disparo del lanzallamas.

—Señor —volvió a oírse la voz de Honorious, esta vez más alejada, pero el hermano de batalla estaba agachado junto a él en posición de ataque. Era imposible que hubiese hablado y sonase tan distante.

—Señor, se acercan múltiples contactos —dijo Iagon moviendo el bólter en un desplazamiento circular en busca de objetivos.

La peste a humedad, frío y cobre se intensificó.

Tiberon seguía andando. De hecho, estaba prácticamente fuera de la visión de Tsu’gan. Por un momento, el hermano sargento cedió ante algo que parecía miedo, convencido de que si Tiberon era engullido por la oscuridad nunca regresaría y jamás volverían a encontrarlo.

—Espera, hermano. ¡Espera! —gritó Tsu’gan, pero su voz quedó ahogada por el exasperante ruido de los golpes metálicos y los avisos de su escuadra.

—Por aquí…

¡Clanc!

De nuevo aquella voz, la voz que Tsu’gan no reconocía…

—¡Movimiento enemigo! ¡Al ataque!

¡Clanc!

Tiberon se dirigía a la oscuridad…

—¡Los contactos se acercan, no veo el objetivo!

¡Clanc!

Su mente daba vueltas…

—Señor…

¡Clanc!

La compulsión repentina por hacerlo parar…

—Señor, ayúdanos…

¡Clanc!

Con el bólter en las manos, apretado contra la sien, herramienta de su salvación…

¡Clanc!

El único modo de acabar con él…

—Por favor, haz que pare —exclamó Tsu’gan. Sintió la fría boca del arma en su frente empapada por el sudor. El sonido del gatillo que retrocedía lentamente era tan ensordecedor como un trueno.

—«El fuego de Vulkan late en mi pecho —dijo una voz potente eclipsando el ruido metálico—. ¡Con él golpearé a los enemigos del Emperador!»

La sensibilidad, vaga e indistinta al principio, volvió a Tsu’gan. Apenas era consciente de una presencia tranquilizadora junto a él, una magnetita a la que podía adherirse.

—«Porque somos los ángeles del Emperador, sirvientes del Trono Dorado, y no conocemos el miedo».

Tsu’gan se concentró en la voz, estentórea y autoritaria, y se aferró a ella como si fuera una cuerda salvadora. Había una figura refulgente junto a él con un báculo chisporroteante en su mano extendida.

—«Nacemos del fuego de la batalla».

No, no era un báculo. El guerrero, de armadura afilada y cara de asesino, llevaba un martillo.

—«Nos formamos sobre el yunque de la guerra».

Una aura brillante se desprendía de él como una ola abrasadora, persiguiendo a la oscuridad y volviendo a activar las apariciones que intentaban agarrarse a ellos como parásitos.

—¡Pronunciad las palabras! —exclamó el hermano capellán Elysius—. ¡Pronunciadlas y encontrad vuestro valor, Salamandras!

Tsu’gan y su escuadra pronunciaron las palabras al unísono y la bruma de locura desapareció.

El capellán dio una palmada tranquilizadora sobre la hombrera de Tsu’gan.

—Ya está, hermano sargento —dijo—. A partir de ahora, yo iré en cabeza. Vuelve a ponerte el casco y sígueme.

Tsu’gan bajó la mirada hacia el casco que tenía en su regazo, desconcertado. Ni siquiera se había dado cuenta de que se lo había quitado. Secándose el sudor, que era muy real, volvió a ponerse el casco y obedeció. El resto de sus hermanos también habían recuperado la sensibilidad, y los siguieron con las armas listas. Incluso Tiberon se había detenido. Dejó que el capellán lo adelantara y lo siguió.

Elysius había asegurado el Sello de Vulkan en su cinturón, aunque el artefacto aún brillaba débilmente con la fuerza que le quedaba. Sin duda, el capellán les había salvado la vida. Fuera cual fuese el ser maligno que acechaba en estas catacumbas subterráneas, había estado a punto de forzar a Tsu’gan ya su escuadra a apuntarse a sí mismos con sus armas. Un poco más y lo habrían hecho.

—Los herejes están cerca —afirmó Elysius, cuyo crozius arcanum ardía como una antorcha en su puño cerrado.

Tsu’gan se dio cuenta de que el fuerte clanc metálico había vuelto a la normalidad. Seguía siendo fuerte y emanaba de una trampilla sellada que había delante de ellos.

El capellán sacó su pistola bólter a pocos pasos de la trampilla.

—Preparaos —advirtió.

El extraño malestar que los había afectado en el túnel regresó, pero se quedó en la periferia de los pensamientos de Tsu’gan, como si no quisiera presionar más. El hermano sargento cogió el bólter para tranquilizarse y pasó un dedo enguantado por el icono de la llama que tenía en relieve en la culata. Mascullando una letanía de protección, Tsu’gan abrió los ojos y vio que el capellán se había quedado a un lado de la trampilla.

La entrada estaba cerrada y bloqueada.

Tsu’gan hizo señas a Tiberon y a Lazarus para que se acercasen, y avanzaron al frente de la escuadra equipados con granadas perforantes. Tras colocar los explosivos con un sonido apagado y metálico, los dos Salamandras retrocedieron. Honorious se puso por delante de ellos, pero agachado y manteniendo la distancia de seguridad. Tsu’gan apretó su cuerpo contra la pared. Vio cómo el capellán hacía lo mismo al otro lado, confiando más esta vez en el sólido acero que en su rosarius.

Con la escuadra en posición, repartida a ambos lados del túnel y fuera de la onda expansiva, Tsu’gan se pasó la mano por la gorguera en un movimiento rápido.

Apuntando hacia abajo con su bólter, Iagon realizó un único disparo a una de las granadas perforantes ancladas magnéticamente. Un segundo más tarde, la trampilla explotó.

Una columna de humo y fuego invadió el pasillo y lanzó trozos de metralla contra las armaduras de los Salamandras.

Abriéndose paso a través de la nube de polvo, el capellán Elysius fue el primero en entrar en la sala que había bajo la trampilla, mientras que Tsu’gan lo seguía a pocos pasos. Llegaron a una cripta de metal levemente iluminada que apestaba a cobre y a hierro. El óxido cubría las paredes como si fuese sangre. Los ganchos con púas incrustados en el metal resonaban con agonías pasadas. Los grilletes pendían como hombres ahorcados.

Era un lugar de muerte y horror.

Los servos aplastados anunciaban el ataque repentino a cargo de un cuarteto de zánganos necrófagos. De rostro gris, con la piel surcada por lívidas venas rojas, los autómatas eran una variante análoga pero distorsionada de los servidores de la Archimedes Rex. Las monstruosas parodias gritaron de agonía cuando se cruzaron con los intrusos, como si sus cuerpos siguieran sufriendo el dolor de la tecnocirugía invasiva que habían empleado para crearlas. Las sinapsis de dolor se recrudecían con cada movimiento y alimentaban una rabia terrible que sólo se aliviaba derramando sangre y desgarrando carne.

Hinchados por una musculatura grotesca, los zánganos necrófagos eran del tamaño de ogretes. De repente, fueron a por el guerrero de la armadura negra. Elysius los ignoró, inclinado sobre una figura de hierro y atareado con un dispositivo en el fondo de la cámara, aparentemente ajeno a la pelea.

Tsu’gan sólo vio partes del misterioso artesano detrás del cuerpo del capellán mientras se movía: una servoarmadura unida a un generador en la espalda de la figura; el color del acero sucio; uves invertidas amarillas y negras que enmarcaban la armadura; placas doradas de la armadura manchadas de óxido en los tornillos; tubos y cables que parecían estar vivos; gases hidráulicos que salían y escupían como una maldición.

El diablo emanaba de aquel ser. Cada golpe de su martilleo incesante era como el latido de un corazón. Incluso de cerca, Tsu’gan era incapaz de averiguar en qué trabajaba el herrero de guerra con tanta furia, cubierto como estaba por gruesas sombras y por una capa aún más gruesa de plástek negro como el carbón.

La llamarada de un bólter iluminó el flanco izquierdo de Tsu’gan cuando un zángano necrófago quedó reducido a un amasijo de petróleo y vísceras. Sus hermanos de batalla estaban cubriéndolo mientras el sargento seguía al capellán, consciente de que no podía dejar que Elysius se enfrentase a solas con el herrero de guerra.

Otro zángano necrófago fue destruido, esta vez engullido por el lanzallamas de Honorious. Su armazón biológicamente inestable se descompuso de forma muy desagradable con el intenso calor. Los músculos se le cocieron y explotaron, formando torrentes rojos de sangre. Una tercera bestia arrastraba restos de una cadena dentada que colgaba del muñón de su brazo. Una bilis caliente le brotaba por la garganta cuando Tsu’gan se dio cuenta de que aquellas cadenas eran mitad carne mitad tendones, y que algunos de los dientes eran huesos humanos. Con el bólter disparando alocadamente, aniquiló a aquella abominación y pisoteó sus restos. Golpeó a una cuarta y la apartó a un lado para no perder la estela del capellán. Trozos de carne sanguinolenta y chamuscada salpicaban la armadura de Tsu’gan como si fuera un truculento aerosol. Manteniendo el ritmo, Iagon había atravesado el cráneo del zángano necrófago con una ráfaga de bólter que lo reventó por dentro y eliminó la estrella de ocho puntas que tenía grabada en el rostro.

Los zánganos estaban todos muertos, pero su infernal maestro seguía vivo.

Finalmente, el herrero de guerra pareció darse cuenta del peligro y cogió un combibólter de fusión que tenía en una tabla de trabajo junto a él. Con un arco de luz de su crozius arcanum, Elysius cortó la maraña de cables que unía el arma al generador de fusión del Guerrero de Hierro. Sin inmutarse, el herrero de guerra se dio la vuelta y dejó al descubierto un cañón segador implantado en su brazo derecho. Frunció el ceño diabólicamente cuando levantó la gran arma y una línea de color amarillo chillón procedente de la ranura de visión abrasó el casco anguloso que llevaba en la cabeza.

Elysius volvió al ataque, pero el herrero de guerra detuvo el golpe con su brazo izquierdo, un miembro biónico, al igual que una de sus piernas: aquella cosa parecía más una máquina que un hombre. El vapor salía a borbotones cuando la fuerza de los pistones era transferida al augmético. Su brazo terminaba en una garra afilada que el Guerrero de Hierro utilizó para rajar la armadura del capellán.

Gritando de dolor, Elysius sacó la pistola bólter para dispararle al servobrazo, doblado sobre la hombrera derecha del herrero de guerra, y lo golpeó con violencia. El capellán gritó cuando le apretó la muñeca y se la quebró lentamente. Mientras tanto, el cañón segador seguía actuando lentamente y sin cesar. La carne coagulada y el hierro se mezclaban con el metal sólido. Se iban formando mecanismos internos; la cepa infernal del virus devorador era rápida y penetrante. En caso de haber estado completamente forjada y lista para disparar, aquella arma habría sido capaz de destruir a los Salamandras y convertirlos en un picadillo de carne y ceramita.

Decidido a que esto no iba a pasar, Tsu’gan alcanzó a Elysius y se metió en el combate lanzado un gran grito.

Tras descargar un cargador entero sobre el cuerpo del herrero de guerra, observó durante los estallidos de los proyectiles explosivos cómo el Guerrero de Hierro se resistía y se agitaba ante la descarga de que había sido objeto. La transmutación se detuvo. El instinto de autoconservación ganó brevemente a su deseo de matar.

Elysius se tambaleó y soltó la pistola cuando su muñeca quedó liberada. Maltrecho, el Guerrero de Hierro cayó hacia atrás, aullando de dolor y furia. Sus alaridos resonaron con un timbre metálico por toda la cripta. Había algo ancestral y vacío en ella; imágenes de metal retorcido y óxido de épocas pasadas aparecían en la mente de Tsu’gan. El hermano sargento siguió su camino, colocó un cargador nuevo mientras avanzaba y se disponía a lanzarle un disparo mortal a la cabeza cuando Elysius lo detuvo.

—¡Quieto!

A Tsu’gan le hervía la sangre y no estaba dispuesto a ceder.

—El traidor debe ser ejecutado.

—Quieto, no tendré misericordia si desobedeces —le replicó el capellán. Unos fluidos oscuros le resbalaban por un tajo en el pectoral, y empezaron a fluir con más intensidad cuando se tambaleó hacia adelante. La muñeca se le quedó colgando de forma flácida a un costado—. Baja el arma, hermano sargento.

Pese a sonar fatigado y áspero, el tono de Elysius dejaba claro que se trataba de una orden mientras se acercaba al herrero de guerra tumbado en posición supina. La placa pectoral del Guerrero de Hierro estaba repleta de agujeros y quemaduras. Inerte e inconsciente, apenas le quedaban unos vestigios de vida.

—Primero quiero interrogarlo —añadió el capellán—. Quiero averiguar qué sabe sobre este bastión, sobre su objetivo y qué ocurrió con la guarnición.

Tsu’gan se retiró, consciente de que tras él su escuadra tenía vigilada la sala.

Elysius habló por el comunicador.

—Hermano capitán, traed lanzallamas a la cripta. Tenemos que limpiar las manchas de las paredes —dijo antes de lanzar su última petición—. Y necesito mis herramientas —añadió—. El prisionero y yo tenemos mucho de qué hablar.