I: Asedio

I

ASEDIO

Las crecientes nubes de ceniza se iban disipando poco a poco en el horizonte gris. Fue la última señal del grupo de N’keln perceptible desde el campamento de los Salamandras. El hermano Argos había logrado liberar los vehículos de tierra de la bodega del Ira de Vulkan. N’keln se había llevado el Land Raider Yunque de Fuego con los dracos de fuego, su Guardia Inferno y el capellán Elysius a bordo. Incluso Fugis viajó también. En un principio, el apotecario pensó quedarse para atender a los heridos, pero su lugar era junto a N’keln, y tal vez sus hermanos necesitaran sus servicios en la inminente batalla contra los Guerreros de Hierro, por lo que decidió regresar a la primera línea de combate por primera vez desde Stratos.

El resto de los vehículos de los Salamandras incluían cuatro transportes blindados Rhino, que transportaban las tres escuadras de devastadores y la escuadra táctica del hermano sargento Clovius. El capitán había elegido a su fuerza de operaciones en función de su capacidad de disparo. Pretendía asaltar las murallas de la fortaleza desde la distancia en lugar de irrumpir en ella. Los devastadores estaban bien preparados para aquella empresa, y como Clovius se jactaba de contar con el lanzamisiles y el rifle de plasma en sus filas, era la elección ideal para la cuarta escuadra. En consecuencia, ocupó el Rhino que quedaba.

Vargo y su escuadra de asalto eran el elemento final de la fuerza de operaciones. Sus tropas recorrerían el trayecto a pie, utilizando los retrorreactores para mantener el ritmo. Una vez atravesadas las murallas, el hermano sargento Vargo y sus tropas podrían sacarle el jugo al hueco abierto rápidamente.

Dak’ir se quedó para proteger el campamento. Aunque habría preferido unirse a la fuerza de operaciones, sabía cuáles eran sus obligaciones y respetó el deseo de su capitán. El resto de escuadras continuó con sus labores rotatorias de liberar el Ira de Vulkan, proteger los hospitales de campaña y buscar supervivientes. La experimentada escuadra de Naveem pasó casi todo este tiempo dentro de los maltrechos confines de la nave, abriendo las zonas selladas y exhumando los cadáveres de sus tumbas metálicas. El hermano Gannon estaba al mando de forma temporal, pese a que era un sargento inexperto. Agatone se alegró de quedarse allí. Iban a realizarse los cumplimientos del ritual de incineración para Vah’lek y le apetecía estar presente.

Todos estos pensamientos revoloteaban en la cabeza de Dak’ir como fragmentos de ceniza impulsados a la deriva desde las lejanas cumbres de los volcanes de Scoria. Cuando miró hacia el vacío gris, el panorama que había ante él pareció mezclarse y cambiar…

… cuando las distantes montañas se levantaron súbitamente imponentes, curvándose en arcos sobre la cabeza de Dak’ir como dedos retorcidos hasta que se juntaron para formar un dosel de piedra. La ceniza, tan omnipresente hacía unos instantes, desapareció como si escapase a través de las grietas del mundo para huir de cierta maldición y dejó en su lugar rocas sólidas bajo los pies de Dak’ir. Estaba en una cueva. Le recordaba a Ignea. Había un túnel que bajaba hacia el corazón de Scoria, donde se escondía el fuego prometido, que centelleaba en las paredes como espectros rojos danzando. Estas apariciones imaginarias lo llevaron hacia las profundidades, hasta el punto más bajo de la tierra, donde la lava discurría en vastas corrientes y brillaba por el calor lustroso. Lagos de fuego líquido reflejaban una luz turbia y sombría que más bien parecía constreñir y conspirar en lugar de iluminar. Y allí, en una gran caverna rodeada de fosas en llamas que simulaban hogueras, moraba el dragón. Sus escamas brillaban como sangre derramada a la luz de la lava, su aliento sulfuroso alimentaba el hedor de la montaña.

Dak’ir estaba justo enfrente. Tenía una gran pica enganchada al guantelete y el lago de fuego los separaba. Cazador y bestia se miraron a los ojos a través del magma ardiente, que se encendió en empatía con su ira mutua.

«Eres el asesino de mi capitán». La voz le sonó distante y extraña, pero Dak’ir la reconoció como la suya. Era más una advertencia que una acusación.

La ira le dio una fuerza a su cuerpo que ni él mismo sabía que poseía. Dak’ir saltó el enorme lago de fuego y aterrizó en cuclillas al otro lado.

Tras aceptar el reto, el dragón se dirigió hacia él, y un bramido bestial procedente de su boca llena de dientes se convirtió en un remolino de fuego negro.

Dak’ir gritó por Vulkan, y el vigor del primarca lo armó de valor. Cuando la bestia se acercó, destrozando rocas y machacando piedras a cada paso que daba, Dak’ir cogió la pica y la clavó como si de una lanza se tratase en el vientre del dragón. Éste dio un alarido y la cueva se estremeció. Fue un grito tan lleno de cólera y agonía que arrasó las montañas y abrió el techo a un cielo gris que iba tiñéndose lentamente de un color más rojizo.

En su lucha por salvarse, el dragón arañó y cayó profundos surcos en la piedra. Dak’ir lo empujó. Lo llevó hasta el lago de fuego, lo arrastró a sacudidas hasta el borde y dejó que ardiera y se consumiese con el calor que emitía.

El dragón murió, y en la penumbra y el humo de su conflagración acabó por convertirse en hombre. Su armadura era roja como el carmín, tenía la boca llena de dientes y llevaba la librea profanada de un antiguo ángel que había dado la espalda a su deber y lealtad para abrazar la corrupción. El cuerpo se disolvió, nada quedó salvo huesos y cenizas, un aperitivo frugal para aquel lago de fuego. A continuación, el mundo se partió. Un gran temblor sacudió la tierra y Scoria se abrió. Las columnas de fuego estallaban como ráfagas de explosiones incendiarias procedentes de debajo de las cenizas, y la tierra engullo la montaña. Dak’ir presenció la muerte de un planeta consumido por sí mismo. Acto seguido, el fuego fue a por él y también se quemó…

* * *

—Detecto dudas en ti.

Al despertar repentinamente de su sueño, Dak’ir se estremeció. Sin embargo, disimuló su reacción y apenas se notó. Hasta ese momento pensó que se encontraba solo.

—No son dudas, hermano bibliotecario —respondió con serenidad, borrando los restos de su visión cuando Pyriel se colocó junto a él.

Se encontraban a unos cien metros del borde del campamento, contemplando las dunas situadas más allá de los cañones tormenta, que aguardaban implacables, y el cinturón de granadas ocultas que había tras ellos.

—Es más bien falta de resolución. Algo que puedo percibir, pero que no está a mi alcance.

No era mentira. El instinto había estado presente en todo el sueño, sometido a su subconsciente.

—Que hay algo aquí, bajo las cenizas, que no podemos ver —dijo el bibliotecario.

—Sí —asintió Dak’ir, y se quedó mirando para que lo extrapolara, dudando de por qué él mismo se sorprendía tanto de la presciencia de Pyriel. El bibliotecario mantenía la mirada en el horizonte, tan hermético como una roca.

En ausencia de más explicaciones, Dak’ir decidió continuar.

—Desde que llegamos aquí, tras el accidente, me he sentido como si… me observaran.

Esta vez Pyriel sí que lo miró.

—Prosigue —dijo.

—No las criaturas de ceniza que nos atacaron —explicó Dak’ir—. Ni siquiera un enemigo como tal, es algo… distinto.

—Yo también lo he notado —reconoció el bibliotecario—. Es el destello de una conciencia desconocida para mí. No es la mente de los xenos lo que percibo. Ni tampoco la mancha del Caos representada por los traidores que ha encontrado el hermano Tsu’gan. Es, como tú dices, «algo distinto».

El bibliotecario se quedó mirando unos instantes más a Dak’ir, después se dio la vuelta.

—Mira ahí —dijo señalando el horizonte gris. Dak’ir hizo lo que le pidió—. ¿Qué ves?

El sargento abrió la boca para hablar, pero Pyriel levantó la mano y lo detuvo.

—Piénsalo bien —le advirtió—. No lo que hay, sino lo que ves.

Dak’ir centró la mirada y se fijó bien. Todo lo que veía eran cenizas y torres de rocas distantes coronadas por nubes oscuras, y un horizonte gris moteado de ocre y rojo allá donde respiraban los volcanes.

—Veo… —comenzó a decir, pero decidió detenerse para abrir bien los ojos—. Veo Nocturne.

Pyriel asintió. Fue un movimiento leve, apenas perceptible, pero que expresó de forma elegante su satisfacción.

—Es lo mismo que veo yo. Bajo las capas de ceniza hay roca. Los volcanes han escupido lava durante tanto tiempo y tan continuamente, que las virutas grises han convertido este planeta en un lugar gris de cielos plomizos, privándolo de vida. Los océanos, porque considero que en algún tiempo las profundas cuencas en los desiertos de ceniza fueron enormes masas de agua, se secaron hace una eternidad. Tal vez existan todavía afluentes subterráneos, pero dudo de que sean suficientes para generar formas de vida considerables. Sospecho que Scoria fue algún día como Nocturne, aunque más avanzado en su ciclo geológico. —Pyriel se agachó y apoyó una mano sobre el suelo. Le indicó a Dak’ir que hiciese lo mismo—. ¿Lo notas? —preguntó el bibliotecario cerrando los ojos, anulando los sentidos del olfato y el oído y concentrándose únicamente en el tacto.

Dak’ir asintió, pero no podía saber si el bibliotecario había visto o notado su afirmación. Un temblor recorría la tierra, débil, pero insistente como el flujo sanguíneo.

—Son los últimos latidos de un planeta agonizante, hermano.

Dak’ir abrió los ojos de repente y se levantó. De nuevo tuvo la misma visión, y por un momento se preguntó si Pyriel también la habría tenido, si habría mirado dentro de su mente y percibido sus sueños más profundos.

—¿Qué quieres decir, bibliotecario, que Nocturne sufrirá la misma suerte? —La pregunta sonó más agresiva de lo que habría deseado.

—Todos los mundos llegan a su fin, Dak’ir —respondió Pyriel de forma pragmática—. Puede que la desaparición de Nocturne se produzca dentro de varios milenios, o puede que dentro de unos siglos. Me pregunto si nuestro progenitor nos trajo aquí para que viéramos algo sobre el destino de nuestro mundo natal. —Sus ojos se iluminaron con un fuego claro—. ¿Es eso lo que has visto, hermano?

Un estruendo sísmico estalló en el lugar del accidente antes de que Dak’ir dijese nada. Ambos marines espaciales, pese a que se encontraban a varios cientos de metros del temblor, notaron la sacudida. A continuación, comenzaron a correr en dirección a las columnas de ceniza que se elevaban hacia el cielo mientras el Ira de Vulkan se movía y se hundía. A cien metros de la nave, los salamandras quedaron sepultados bajo una nube gris que golpeó su servoarmadura como una ola de arena.

Dak’ir activó su casco de batalla y conectó el iluminador a la vez que inspeccionaba los espectros ópticos para adentrarse en la turbia explosión de ceniza de la mejor manera posible. Pyriel no necesitaba este aumento. Sus ojos brillaban como balizas azules en la oscuridad, más penetrantes que cualquier foco.

—Allí —dijo elevando un poco la voz y señalando el contorno oscuro del casco del crucero de combate. Dak’ir lo oyó perfectamente y acertó a ver vagas siluetas a través de la tormenta de ceniza. Algunas se movían, otras yacían acurrucadas con las cabezas agachadas.

—¡Ba’ken, informa! —gritó el sargento por el comunicador.

La única respuesta que obtuvo durante un tiempo fue un ruido chisporroteante, pero cuando la nube gris comenzó a disiparse, oyó la voz del corpulento soldado.

—Un movimiento sísmico, hermano sargento. Se ha movido toda la nave.

—¿Bajas?

—Sólo lesiones leves. Hice salir a los equipos de excavación cuando noté que la nave comenzaba a moverse. —Se produjo una pausa, como si Ba’ken estuviese meditando qué decir a continuación—. No te vas a creer lo que ha quedado al descubierto.

El polvo gris lo cubría todo. Se había asentado a modo de película en las llanuras, como si nunca lo hubieran perturbado, aunque las batas de los siervos estaban cubiertas de él, igual que las armaduras de los Salamandras. Las siluetas que se dibujaban a través de la ceniza correspondían a Ba’ken y a uno de los equipos de excavación. Tosiendo y resoplando, los humanos estaban tumbados boca arriba y jadeaban en busca de aire. Los servidores estaban junto a ellos, impasibles y tranquilos. Ba’ken se alejó para reunirse con Dak’ir y Pyriel, que salieron a su paso.

Se había quitado la armadura y llevaba el mono de trabajo. Todavía tenía los músculos sudorosos e hinchados por el esfuerzo realizado y llevaba una pala plana en la mano.

—Hermanos —dijo, y saludó rápidamente con la mano a la altura de su amplio y negro pecho.

—Es como estar de vuelta en casa, ¿verdad, Ba’ken? —dijo Dak’ir.

—Así es, señor. Me ha recordado a la recogida de piedras tras el Tiempo de la Prueba. Aunque normalmente excavo entre nieve y hielo, y no entre cenizas.

—Enséñame lo que has encontrado —le ordenó el sargento.

Ba’ken los llevó hasta donde el Ira de Vulkan se había hundido durante el suceso geológico. Se había formado un profundo abismo, aparentemente infinito, entre el borde del casco del crucero de combate y la superficie de la llanura de ceniza. Montones lánguidos de motas grises se escurrían por él se perdían de vista rápidamente en la oscuridad. El abismo era estrecho, pero no tanto como para que un guerrero con servoarmadura no pudiese meterse por él.

—Percibo calor —afirmó Pyriel asomándose al oscuro precipicio—. Y lo que he experimentado antes es más fuerte aquí.

—¿Crees que hay algo ahí abajo, hermano? —preguntó Dak’ir, que se puso a su lado.

—¿Además de las bestias de quitina? Sí, estoy convencido de ello.

—¿Crees que es muy profundo? —Ba’ken se inclinó para obtener una mejor visión del abismo, pero solamente estaba iluminado unos cincuenta metros por la luz ambiental. A partir de ahí, todo era oscuridad. Si Pyriel sabía algo más, se lo guardó para sí mismo.

—Por lo que sabemos, podría llegar hasta el núcleo de Scoria —respondió Dak’ir—. En cualquier caso, yo quiero averiguarlo. —Se volvió hacia Ba’ken—. Ponte la armadura, hermano, y reúnete aquí con nosotros. Quiero saber qué hay oculto en la oscuridad que se abre bajo nuestros pies. Tal vez obtengamos respuestas a por qué estamos aquí.

* * *

Las figuras inconfundibles de un convoy de vehículos se detuvieron en la cima de la montaña. Salían columnas de humo de los tubos de escape y los motores rugían como perros de caza tirando de sus correas. N’keln y sus guerreros acababan de llegar.

Tsu’gan los observó desde el reducto, una visión aumentada gracias a los magnoculares. El sargento había cambiado al modo de visión nocturna, lo que traducía el panorama que tenía ante sí en una amalgama de verdes chillones y difusos. Las rampas de embarque del Land Raider y del Rhino golpearon el suelo al unísono, y las escuadras descendieron como una unidad compacta. Tsu’gan vio cómo los Salamandras se desplegaban en una línea de fuego por la cresta de la montaña, y los maldijo.

—Acercaos —dijo entre dientes al tiempo que se lamentaba para sus adentros del aparente exceso de prudencia de N’keln—. Vuestras armas están fuera del alcance efectivo.

Pasaron unos segundos antes de que abrieran fuego. Rayos irisados procedentes de los cañones de fusión atravesaron la oscuridad como lanzas de furia exacerbada. Los misiles volaban en espiral desde la montaña, impulsados por estelas retorcidas de humo gris. El repiqueteo de los disparos surgía de los bólters pesados y de las armas secundarias. También se le sumó el estruendoso traqueo del cañón de asalto del Yunque de Fuego, que iba en la vanguardia, provocando un zumbido punzante cuando alcanzó su ritmo máximo de disparo. Devastadora y resplandeciente, la tormenta de proyectiles y rayos acabó con la oscuridad como un montón de bengalas.

Durante el ataque, los Guerreros de Hierro se mantuvieron agazapados. Como no querían entregarse, permanecieron ocultos, satisfechos de que las murallas de la fortaleza resistiesen la ofensiva.

La cortina de fuego persistió durante casi tres minutos antes de que N’keln, una figura distante resguardada en la zona de acceso trasera del Land Raider, diese el alto para dejar que se disipase el humo del asalto. Al marcharse apenas reveló nada: únicamente trozos de metal chamuscados y el extraño e inútil cráter del impacto. Ni una grieta, ni un muerto. La puerta seguía intacta. El ataque había fracasado.

—¡Colmillo de Vulkan, haz que se adelanten! —exclamó Tsu’gan, que no quería utilizar el comunicador por si los Guerreros de Hierro estaban monitorizando las transmisiones, lo cual les permitiría oírlo y descubrir la guerrilla que aguardaba en los reductos.

Los traidores no respondieron ni siquiera durante la tregua. Sólo cuando N’keln dio la orden de retirarse y volver a avanzar, los Guerreros de Hierro mostraron su estrategia.

Un único misil cazador asesino, aparentemente inofensivo a primera vista, surgió de detrás de las almenas, colocado sobre una plataforma armamentística automática. Las llamas empezaron a brotar cuando se encendió el propulsor del misil y salió disparado en espiral a toda velocidad hacia su objetivo. Cayó a pocos metros de los Salamandras, que estaban reposicionándose, y por un momento Tsu’gan creyó que su baliza localizadora no funcionaba. Pero eso sólo fue hasta que una cadena de explosiones se desató por la montaña de ceniza, procedente de un campo de explosivos oculto.

Tras torcer el gesto por el repentino fuego, Tsu’gan se apartó. Se reajustó rápidamente y, cuando volvió a mirar, vio cómo la montaña se colapsaba bajo su propio peso; los cimientos quedaron pulverizados con una única explosión. Se oyeron gritos en la oscuridad, porque los Salamandras se hundían con ella. El suelo se desintegraba a sus píes y la voluminosa servoarmadura arrastraba a los hermanos de batalla de Tsu’gan. Revolcándose y maldiciendo, cayeron por la colina que se venía abajo, sin apenas un momento de respiro antes de que una balsa de luces brillantes atravesara la oscuridad e iluminase a los Salamandras caídos. Hubo réplicas esporádicas de bólter, pero apenas rozaron el caparazón acorazado de las armas automáticas de defensa que volvían a su posición a lo largo de la muralla. Un gran estruendo estalló sobre Tsu’gan cuando los bólters pesados y los emplazamientos de cañones automáticos comenzaron a engullir munición a través de las cintas.

Con gritos de rabia y angustia, Tsu’gan vio cómo tres de sus hermanos de batalla eran atravesados por el fuego. La servoarmadura era fuerte, tan fuerte como para resistir armas como aquéllas, pero la velocidad de los proyectiles triplicó su potencia.

Por desgracia, al menos para Tsu’gan, N’keln no había sido una de las víctimas del corrimiento de cenizas. Gritando rápidas ordenes desde lo que quedaba de la cumbre, intentó devolver algo de coherencia a sus fuerzas. Sin embargo, inmóviles en la cuenca, los maltrechos Salamandras iban siendo ejecutados.

—Utilizad los transportes como cobertura blindada —imploró Tsu’gan—. Bajadlos hasta la cuenca. ¡Nuestros hermanos están muriendo, maldita sea!

Las columnas de humo invadían la montaña cuando la escuadra de asalto de Vargo apareció en el aire. Fue un acto de desesperación, un intento por aliviar la implacable descarga contra los guerreros caídos en la cuenca y forzando al enemigo a detener el fuego.

Vargo aterrizó a pocos metros de la muralla, delante de los reductos, justo donde Tsu’gan pensó que lo haría. Las espadas sierra chirriaban y las granadas de fusión parpadeaban en sus cierres magnéticos: la escuadra de asalto ya estaba lista para volver a atacar.

Entonces se produjeron detonaciones en cadena por toda la longitud de la muralla y Vargo y su escuadra quedaron sepultados en metralla explosiva. Fue un primer ataque disuasorio, perpetrado para aturdir y debilitar a un enemigo impaciente que intentaba saquear el bastión en su primera incursión. El humo y las llamas desaparecieron y dejaron al descubierto a las víctimas de aquella estrategia maquiavélica. El hermano sargento Vargo aguantaba de pie, aunque mareado, y los bordes de su armadura estaban oscurecidos y dañados. Tres miembros de la escuadra de asalto permanecían en el suelo, inmóviles. Otros cuatro presentaban lesiones evidentes, ya que sus brazos colgaban y parecía que les faltaban las fuerzas cuando intentaban arrastrar a sus hermanos caídos hasta la muralla, lejos del alcance de los rifles de los centinelas. Los retrorreactores estaban hechos añicos, las turbinas destrozadas o completamente fragmentadas.

Tsu’gan estaba listo para abandonar su posición cuando, por fin, los vehículos bajaron rugiendo por la cuesta medio allanada.

—¡Fuego Infernal! —gritó a través del comunicador, una orden que llegó a las cuatro escuadras de combate—. ¡Ejecutad!

El hermano S’tang pulsó el botón de un detonador del tamaño de la palma de una mano en su equipo de combate y se echó al suelo junto con su escuadra.

Las explosiones se sucedieron por todo el borde de los reductos, enviando enormes fragmentos por el aire, en medio de nubes de humo y fuego.

La fuerza de asalto de los Salamandras había sido preparada para esto gracias a la minuciosa instrucción del hermano sargento Typhos. Utilizándola a modo de distracción, los apurados marines espaciales consiguieron reagruparse.

Tsu’gan fue el primero en salir del reducto. Los restos de su línea de granadas seguían cayendo del cielo mientras corría hacia la muralla disparando con el bólter. Tras él, los vehículos habían recuperado la posición y eran el objetivo de los disparos. Otro proyectil del lanzamisiles alcanzó de pleno la línea de blindados y uno de los Rhino saltó por los aires y cayó panza arriba envuelto en llamas. Los astartes salían a rastras de entre los escombros y empleaban lo que quedaba del casco como escudo protector mientras les seguían lloviendo disparos desde las murallas.

—¡Fuego combinado! —gritó Tsu’gan, deslizándose hasta un lugar seguro y apoyando una rodilla en el suelo para centrar su objetivo. A través de la mira de su bólter descubrió el cañón automático de un centinela, cuya boca se iluminaba al disparar. Dio una sacudida y se derrumbó cuando Tsu’gan descargó en él toda su ira. El hermano Lazarus y S’tang también se sumaron al fusilamiento que acabó destruyéndolo.

Una vez terminada la masacre, Tsu’gan ordenó a la escuadra que continuase, con tal de dificultar a las armas automáticas su rastreo lo máximo posible.

—¡Avanzad! —gritó—. Hemos logrado atraer su atención.

Tiberon fue derribado por un certero disparo de bólter. Lo alcanzó en plena articulación de la rodilla, lo cual paralizó en el acto al Salamandra.

—S’tang —dijo Tsu’gan cuando vio caer a Tiberon—, ayuda a tu hermano.

S’tang obedeció de inmediato, esquivando los disparos y volviendo sobre sus pasos para recorrer la corta distancia hasta Tiberon, a quien llevó a cubierto hasta un cráter abierto por una granada.

El fuego a discreción sobre Tsu’gan y el resto de escuadras de combate alcanzó su punto álgido cuando los Guerreros de Hierro se dieron cuenta de que su amenaza más inmediata se encontraba entre ellos. A Tsu’gan no le dio tiempo a derribar otro rifle de los centinelas antes de verse obligado a huir por miedo a que las plataformas armamentísticas disparasen y acabasen con él y con su escuadra.

* * *

El ruido sordo del adamantium ofreció una solución cuando el Yunque de Fuego, aprovechando la rampa de la colina, arrasó los reductos recién abandonados, reduciéndolos a escombros, para posteriormente detenerse ante el hermano sargento.

Las demás escuadras de combate tomaron la iniciativa y se reunieron con el formidable tanque de asalto. Un misil silbó por encima de sus cabezas e impactó en el techo del Land Raider, estallando en llamaradas y restos del proyectil que caían como lluvia. El humo desapareció rápidamente. El Yunque de Fuego no sufrió ni un rasguño y comenzó a rotar sobre sus cintas. Un lado permanecía inmóvil mientras el otro giraba hasta obtener la posición.

—¡Lanzallamas! —gritó Tsu’gan cuando comprendió lo que vendría a continuación.

El hermano Honorious y el resto de soldados con armas especiales avanzaron con sus cuerpos pegados a la coraza trasera del Land Raider.

—¡Purificar y quemar! —exclamó Tsu’gan cuando los cañones tormenta infernal del Yunque de Fuego participaron en la refriega. Al mismo tiempo, Honorious y sus hermanos salieron de detrás del carro de combate Redentor y agregaron sus disparos a la conflagración.

El promethium crepitante golpeaba las murallas, derramándose por las buhederas y las troneras, invasivo y devorador. Sordos alaridos recompensaron el ataque relámpago y Tsu’gan sonrió. Los traidores ardían.

La rampa de embarque trasera del Land Raider se bajó y por ella descendieron el veterano sargento Praetor y sus dracos de fuego con la armadura completa de exterminador, blandiendo martillos de trueno chisporroteantes y escudos tormenta.

A su alrededor se habían reactivado las armas pesadas de los Salamandras. Los bólters pesados barrían las murallas, destrozando los rifles de los centinelas en mil pedazos de metal; los cañones de fusión se detuvieron a una distancia letal para abrasar las murallas, derritiendo la ceramita; los misiles apuntaban a las propias torres, haciendo volar por los aires los cuerpos que allí había.

—Concentrad el fuego en los guardias de la muralla —ordenó Tsu’gan a través del comunicador en banda táctica, de modo que llegase a todas las fuerzas combatientes. Avanzando hacia la fortaleza, el hermano sargento se dio cuenta de algo que había tenido delante de sus narices desde que ocuparon los reductos.

—Mis señores —dijo dirigiéndose a los dracos de fuego.

—Estoy a tu disposición, hermano sargento —respondió Praetor, cuya escuadra lo escoltaba por detrás como verdes centinelas silenciosos.

—Romped la puerta y acabaremos con este asedio —y diciendo esto soltó una bomba de fusión del cierre magnético de su arnés de batalla. El sargento De’mas hizo lo mismo mientras algunos de sus hermanos de batalla sacaban granadas perforantes—. Ya hay suficientes explosivos como para echar abajo las tres puertas —alardeó Tsu’gan mientras observaba el espacio de suelo abierto entre el Land Raider y la muralla—. Sólo necesito que me llevéis allí para acabar la faena.

Praetor asintió, aunque el hermano sargento no sabía muy bien si de verdad confiaba en el plan de Tsu’gan o si confió en él implícitamente.

Otro misil iluminó esta vez el flanco del Yunque de Fuego mientras los cañones tormenta infernal continuaban causando una masacre entre sus enemigos.

—Avanzaremos por debajo del fuego. —Tsu’gan tuvo que gritar para que lo oyeran.

—En ese caso, vayamos a los fuegos de la batalla, hermano… —La voz procedía de los sombríos confines del Land Raider. Era áspera y llena de valor. El capellán Elysius emergió hasta la media luz, pero parecía como si la penumbra de la bodega del tanque lo envolviese como una mortaja. La máscara con la calavera sonriente de su casco de batalla lo hacían macabramente jocoso.

—Hacia el yunque de la guerra —concluyó Tsu’gan—. Es un honor, hermano capellán.

Elysius soltó el crozius arcanum de su correa e impulsó su campo de poder hasta alcanzar un brillo intenso. Le pidió a Tsu’gan que continuase. El hermano sargento se volvió hacia Praetor.

—¿Podrías hacer una pared de escudos móvil, hermano?

La fuerte carcajada de Praetor sonó como un trueno. Con extraordinaria precisión, él y los dracos de fuego formaron una barrera con sus escudos tormenta, protegiendo a Tsu’gan, De’mas y otros siete hermanos de batalla por delante y por los costados. Elysius salió del cordón de protección.

—Protegedlos, hermanos —ordenó Elysius con convicción indestructible—. El Emperador y la voluntad de Vulkan son mi escudo.

Praetor no quiso perder más tiempo.

—Adelante. Formación de asalto Aegis —dijo, y los dracos de fuego se pusieron en marcha.

Las armas pesadas dirigieron su fuego a los exterminadores y a sus escudos tormenta, pero no pudieron hacer nada contra su defensa blindada. Elysius caminaba junto a ellos, igualando su ritmo lento y pesado, lanzando a los traidores cánticos de fe y letanías de la forja a modo de lanzas afiladas.

—«… y así, ante el yunque aplastó Vulkan a los herejes, con su martillo cual cometa caído del cielo. En la sangre del monte del Fuego Letal se consumen…»

Su campo de rosarius temblaba a cada golpe, pero el capellán no cedió ni una sola vez.

—«… temblad, viles traidores, y recibid el premio prometido por vuestra deslealtad. ¡Arded, malditos, arded! ¡Desollaos en el fuego ante la gloria del Emperador!»

Un coro vibrante de disparos se unió a las diatribas de Elysius. Tsu’gan también lo oyó desde el interior del armazón protector que formaban los escudos tormenta de los dracos de fuego. Cuatro exterminadores formaban la vanguardia del muro acorazado y sus escudos componían una barrera infranqueable. Los campos de energía generados por los escudos chisporroteaban y crujían al tocarse y escupían chispas azules y el hedor del ozono. Otros dos dracos de fuego custodiaban cada flanco con los escudos en alto, combinados para configurar un techo improvisado con los escudos tormenta de dos de sus hermanos del centro de la línea frontal de cuatro hombres que actuaban como espina dorsal de la formación.

Los Salamandras con servoarmadura, agachados y con las granadas bien sujetas, estaban intercalados entre ellos, con cinco marines espaciales a cada lado de la columna, liderados por un sargento con un exterminador en cada costado.

Tsu’gan contó quince pasos y el fuego se intensificaba con cada uno. Fuera de su reducto móvil de ceramita reforzada oía las sacudidas de los rifles de los Salamandras y sentía el calor de los lanzallamas que ardían sobre su cabeza.

—«… y dad muerte a los enemigos del Imperio con bólter y espada…» —continuó Elysius. Su voz, que normalmente era fría como un témpano, ardía ahora con la pasión de un fanático. La cáustica retórica era amplificada por los emisores de su casco de batalla y sus mordaces sermones sonaban con la claridad y la fuerza de un gran megáfono.

—«… convertid sus viles formas a las llamas de la purgación…»

Diez pasos más.

—«… arrojad a los malditos al abismo para que las garras de la iniquidad los partan en dos…»

Cinco más.

—«… y los mancillados arderán en el foso, golpeados por la tierra…»

Tres.

—«¡Escuchadme y temblad, traidores!»

Estaban ante la puerta.

La muralla de escudos de Praetor se rompió. Se abrió un hueco en la barrera de ceramita para que Tsu’gan y sus comandos pudiesen salir. La línea estaba dividida en dos, los escudos tormenta apuntaban hacia fuera y los exterminadores lanzaban todo el fuego que podían con sus armas por control remoto.

Los cazadores asesinos surgieron de troneras ocultas, inquietos por la proximidad de sus atacantes. De’mas derribó a uno y la carga del misil explotó en la muralla, que cayó como una lluvia de cascotes y de hierro. El otro siguió adelante. Su objetivo: el capellán, que había avanzado para reunirse con sus hermanos en la puerta.

Elysius desapareció en medio de una nube de fuego y metralla. Tsu’gan estaba convencido de que había muerto, pero cuando se disipó el polvo, apareció el capellán apoyado sobre una rodilla, vivo, y su campo de rosarius brillaba de manera intermitente. El cazador asesino se había retirado para regresar segundos más tarde con una nueva carga explosiva.

—Has hecho que me arrodillara, maldita arma de herejes —gruñó Elysius poniéndose de pie—. ¡Con la furia de Prometeo, yo te golpeo! —Su pistola bólter rugió con la voz de la condenación y el cazador asesino se desintegró.

Al reunirse con su escuadra fuera de la puerta, el capellán desenganchó la bomba de fusión de su cinturón.

—Que se purgue a los mancillados —declaró. Pequeñas columnas de humo surgían de su armadura, procedentes del lugar donde la explosión del misil había alcanzado su escudo de fe.

Ante la puerta, Tsu’gan sintió la terrible influencia que emanaba de su icono central, tan perceptible como el calor. Era puro desafío y agresión, destrucción y amenazas sangrientas. El hermano capellán Elysius la reprimió con su mera presencia, pero desafiar la maldad infundida en el símbolo de hierro suponía un acto de voluntad. Tsu’gan y sus hermanos se envalentonaron con el ejemplo del capellán y recurrieron a sus propias creencias interiores para superar la terrible puerta. Todos tenían una convicción en la cabeza: la fortaleza debía caer.

Juntos, los Salamandras reunieron sus granadas y bombas, preparando las cargas con un retraso de tres segundos para después retirarse tras los exterminadores y sus escudos tormenta cuando éstos se cerraran de nuevo a su alrededor.

La onda expansiva fue como un bautismo. Tsu’gan se deleitó con ella, se dejó llevar, y comenzó a reírse a carcajadas.

—¿Qué te hace tanta gracia, hermano? —preguntó el sargento De’mas mientras los vapores incendiarios se disipaban de alrededor de la puerta.

Los ojos de Tsu’gan brillaban como fuego infernal tras su casco de bala pese a la oscuridad de sus lentes.

—Guerra al fin, hermano —dijo—. Sólo guerra.

Por increíble que pareciese, la puerta seguía allí, doblada y maltrecha. Tsu’gan veía la fortaleza interior a través de unas grietas del tamaño de un puño mientras los exterminadores la abrían poco a poco.

—¿Estás listo para enfrentarte a la guarnición de traidores, hermano? —preguntó a gritos Praetor con el brillo salvaje de la anticipación en la mirada.

Tsu’gan asintió, sonriendo maliciosamente tras su casco de batalla.

—No es una gran empresa. Pero veámoslo, mi señor draco.

Praetor sonrió, una pequeña fisura que rompía la rocosidad de su rostro, y blandió su martillo de trueno.

—¡Echadla abajo! —exclamó, y los exterminadores situados ante la puerta atacaron al unísono.