II
CENIZAS Y HIERRO
Los gritos desgarradores de los heridos componían una lúgubre y sangrienta elegía mientras Dak’ir recorría los hospitales de campaña en busca de Fugis.
Tan elevada era la cifra de muertos y heridos que los centros médicos estaban distribuidos por categorías y patrullados por escuadras de combate de Salamandras con el fin de garantizar la seguridad de los heridos. El olor de la sangre era penetrante bajo las lonas iluminadas por lámparas de sodio, y las camas improvisadas con palés iban de lado a lado y de extremo a extremo. Los médicos vestían batas rojizas, se cubrían la boca con máscaras y se afanaban entre los angostos pasillos que a modo de entramado separaban las hileras de camas. Tras una chapa de plástek atornillada a una de las tornapuntas más grandes de la carpa, había una sala de operaciones, un apotecarium improvisado. Era lógico que Dak’ir encontrase aquí a Fugis.
El cuerpo semidesnudo del hermano Vah’lek yacía sobre una tabla ante el apotecario. La sangre, densa y húmeda, brillaba sobre su piel oscura. Surgía justo por donde le habían arrancado la parte frontal del peto y cortado la malla corporal con una cuchilla afilada. Desde ese punto le habían hecho una incisión en la dura piel, roto la caja torácica y abierto en canal para tener acceso a sus órganos internos. Habían hecho todo lo posible por salvarlo, pero, por desgracia, había sido en vano.
Fugis se inclinó sobre el frío cadáver del hermano Vah’lek con la cabeza hundida. Sus manos enguantadas estaban cubiertas por la sangre del astartes y también tenía la armadura salpicada. Los utensilios médicos esperaban junto al apotecario en bandejas metálicas. Un bote pequeño similar a una cápsula que podía ser insertada en un centrifugador estaba apartado del resto. El reductor de Fugis estaba junto a él. Dak’ir sabía que los progenoides de su hermano de batalla fallecido estaban a salvo en aquel bote. Al menos su legado estaba garantizado.
—Fue uno de los de Agatone —dijo agotado el apotecario al tiempo que despedía a los siervos que lo habían asistido en la operación.
—¿A cuántos de nuestros hermanos hemos perdido, Fugis? —preguntó Dak’ir.
El apotecario se irguió, intentando sacar entereza de donde fuera, y comenzó a sacarse los guantes bañados en sangre.
—Seis hasta el momento —respondió. El guante izquierdo golpeó una de las bandejas de metal con un sonoro clanc cuando lo dejó caer—. Sólo un sargento: Naveem. Todos murieron en el accidente. —Fugis levantó la mirada hacia el otro Salamandra—. Ésa no es forma de morir para un astartes, Dak’ir.
—Todos han servido al Emperador con honor —replicó Dak’ir, pero sus palabras le sonaron huecas incluso a él mismo.
Fugis hizo un gesto a algo que había tras él y Dak’ir dejó pasó a dos corpulentos sepultureros que entraron torpemente en la habitación.
—Otro más —dijo el apotecario—. Llevad a nuestro hermano con reverencia y esperadme en el pyreum.
Los robustos servidores, con la espalda arqueada y el rostro totalmente oculto tras una máscara de metal negro, asintieron solemnemente antes de llevarse la tabla y al hermano Vah’lek consigo.
—¿Qué ocurre ahora, hermano? —preguntó Fugis, impaciente, mientras intentaba esterilizar los guantes en un brasero—. Hay otros que precisan mi ayuda. Hay centenares de humanos muertos y heridos.
Dak’ir se adentró más en la carpa y bajó la voz.
—Antes del accidente, cuando nos cruzamos por el pasillo, me dijiste que andabas buscando al hermano Tsu’gan. ¿Lo encontraste?
—No —respondió Fugis, ausente.
—¿Por qué lo buscabas?
El apotecario volvió a levantar la mirada con expresión severa.
—¿Por qué quieres saberlo, sargento?
Dak’ir le mostró las palmas de las manos en un gesto como de disculpa.
—Parecías preocupado, eso es todo.
Pareció que Fugis iba a decir algo cuando volvió a mirar sus guantes.
—Una equivocación, nada más.
Dak’ir volvió a dar un paso al frente.
—Tú no cometes equivocaciones —dijo con firmeza.
Fugis respondió en voz baja; poco más que un susurro.
—Nadie es infalible, Dak’ir. —El apotecario volvió a enfundarse los guantes y la frialdad regresó a él—. ¿Algo más?
—No —replicó Dak’ir con sequedad, y retuvo a Fugis cuando éste se marchaba—. Estoy preocupado por ti, hermano.
—¿Así que estás a la entera disposición de Elysius? ¿Nuestro caritativo capellán te ha enviado para que evalúes mi estado de ánimo? Es curioso cómo se han intercambiado nuestros papeles, ¿verdad?
—He venido solo, por voluntad propia, hermano —protestó Dak’ir—. No eres tú mismo.
—Llevo cinco horas manchándome con la sangre de los heridos y los moribundos. Nuestros hermanos buscan supervivientes entre las ruinas de nuestra nave en vano. ¡Somos marines espaciales, Dak’ir! Concebidos para la batalla, no para esto. —Fugis hizo un ostensible gesto señalando el sangriento escenario donde se encontraba—. ¿Y dónde está N’keln? —continuó, presa de un fervor repentino—. Estudiando hololitos en su búnker de mando con Lok y Praetor, ahí está. —Fugis hizo una pausa antes de que la rabia volviera a ganarle la partida a su buen juicio—. ¡Los capitanes tienen que dejarse ver! Su deber es inspirar a su compañía. N’keln no puede hacer algo así ocultándose tras los despliegues de planes y estrategias.
El rostro de Dak’ir se endureció y adoptó un tono de advertencia al hablar.
—Considera tus palabras, Fugis. Recuerda que eres miembro de la Guardia Inferno.
—No existe tal Guardia Inferno —replicó de manera agresiva, pese a que su ira ya había decaído—. Shen’kar es poco más que un edecán, Vek’shen lleva mucho tiempo muerto y N’keln todavía tiene que nombrar a un sucesor para el puesto que él mismo ha dejado vacante. Lo cual deja únicamente a Malicant, y el portador de nuestro estandarte apenas ha tenido motivos últimamente para desplegar nuestros colores. Tú mismo renunciaste al manto de campeón de la compañía.
—Tenía mis razones, hermano.
Fugis arrugó la frente, como si su argumento no tuviese ningún valor.
—Se suponía que esta misión serviría para resolver el distanciamiento en nuestra compañía, una causa justa para que todos nos uniésemos y sacásemos fuerzas. Pero yo sólo veo más muertos y más laureles para nuestro muro de la memoria.
—¿Qué te ha pasado? —Dak’ir expresó su enfado sin miedo—. ¿Dónde está tu fe, Fugis? —preguntó con sequedad.
El rostro del apotecario se oscureció, como si toda la vida que le quedaba se escapase de repente.
—Hoy me he visto obligado a matar a Naveem.
—No es la primera vez que administras la paz del Emperador —replicó Dak’ir sin saber muy bien por dónde iría todo aquello.
—Cuando me disponía a extraerle la glándula progenoide, cometí un error y lo perdimos. Hemos perdido a Naveem… para siempre. —Se produjo un silencio breve y lapidario antes de que Fugis prosiguiera—. Y en cuanto a mi fe… Murió, Dak’ir, se fue junto con Kadai.
Dak’ir quiso hablar, pero se dio cuenta de que no tenía nada más que decir. Las heridas eran profundas; unas más que otras. Tsu’gan había elegido la furia, mientras que Fugis se había entregado a la desesperación. No había palabras para consolarlo en estos momentos. Solamente la guerra y el fragor de la batalla limpiarían el espíritu del apotecario. Cuando se hizo a un lado para dejar pasar a su hermano, Dak’ir esperó que éstas llegasen pronto. Pero cuando Fugis se marchó sin mediar palabra, el hermano sargento temió que ambas acabasen consumiendo al apotecario.
* * *
Dak’ir, que dejó el hospital de campaña poco después, se puso al día con Ba’ken, a quien le había pedido que se reuniera con él en el exterior.
—Pareces cansado, hermano —apuntó el gigantesco Salamandra cuando vio acercarse a su sargento.
Ba’ken estaba solo, desprovisto de su lanzallamas pesado. Lo había dejado en una de las armerías prefabricadas custodiadas por el hermano sargento Omkar y su escuadra. Las rotaciones en sus labores implicaban que los Salamandras iban pasando de los equipos de búsqueda a los de rescate, y de los grupos excavadores a centinelas. Ba’ken estaba preparándose para unirse al equipo que intentaba desenterrar el Ira de Vulkan. Tenía ganas de empezar con esa misión, ya que las llanuras eran tranquilas y el trabajo de centinela comenzaba a resultarle aburrido. Quedó para encontrarse con el sargento Agatone por el camino.
—No tan cansado como otros —respondió Dak’ir, ocultando la razón de su comentario.
Ba’ken decidió no presionarlo.
—Los sargentos no han tenido descanso —dijo—. Los que no están desempeñando su labor como centinelas, están desenterrando el Ira de Vulkan o tirando las paredes de sus pasillos exclusivamente para sacar a los muertos. Estamos trabajando al máximo, pero sin un enemigo contra el que luchar. —Negó con la cabeza con pesar—. Éste no es trabajo para los marines espaciales.
Dak’ir esbozó una sonrisa vacía.
—Fugis dijo exactamente lo mismo.
—Entiendo. —Ba’ken era lo suficientemente listo como para saber que su sargento se había referido al apotecario en su anterior observación. Recordó haberlo observado en la plataforma de la cañonera fuera de la Cámara de la Conmemoración en Hesiod. En todo el tiempo que estuvo esperando a Dak’ir, Fugis no se movió ni pronunció una sola palabra.
Con el pragmatismo habitual, Ba’ken apartó aquel pensamiento de su mente y se concentró en el asunto presente.
—Agatone es uno de los astartes más leales que he conocido nunca —dijo cambiando de táctica—. Aparte de Lok, es el sargento que más tiempo ha servido de los que quedan en la compañía. Pero esta noche ha perdido a uno de su escuadra.
—Al hermano Vah’lek. He ido a verlo —comentó Dak’ir—. Fugis acaba de enviar su cadáver al pyreum.
—«Y al fuego regresamos…» —recitó Ba’ken—. Si no sacamos nada bueno de esta misión, la muerte de Vah’lek habrá sido en vano —añadió, y negó ligeramente con la cabeza—. Agatone no lo tolerará.
La voz de Dak’ir sonó en la lejanía cuando observó las infinitas llanuras grises.
—En ese caso, esperemos que pronto lleguen mejores noticias.
Entonces apareció N’keln dando grandes zancadas, Lok y Praetor lo seguían. El hermano capitán y su séquito iban justo detrás de ellos.
—Lok, ¿qué ocurre? —gritó Dak’ir.
El sargento devastador fue conciso.
—Estamos preparándonos para la batalla —anunció—. El hermano sargento Tsu’gan ha encontrado al enemigo.
* * *
Una larga pared de hierro gris y oxidado se extendía a lo largo de la base de la cuenca de ceniza. Estaba adornada con pinchos, y varios tótems macabros colgaban de unas cadenas negras sujetas a distintas almenas rematadas con espirales de alambres con cuchillas. Las torres de los centinelas salpicaban el alto y escarpado muro apuntalado por contrafuertes angulares. Eran de acero, pero desgarrados e irregulares para evitar que nadie trepara por ellos. Emplazamientos de armas estáticas, cintas para transportar la munición de los bólters pesados montados en forma de tarántula que parecían lenguas metálicas yaciendo amenazadoramente tras los muros de la torre. Surgían grandes columnas de humo denso y negro de las chimeneas ubicadas detrás de esta línea defensiva exterior, sugiriendo un núcleo de estructuras industriales dentro de la propia fortaleza.
Las paredes también estaban cubiertas de sellos: imágenes talladas que causaban dolor en los ojos de Tsu’gan con sólo mirarlas. Eran iconos de los Poderes Ruinosos marcados a modo de clavos de penitencia en la frente de los no creyentes. Los surcos de óxido nacían justo donde habían atornillado los iconos, lo cual hizo pensar al Salamandra que se trataba de sangre de sacrificios. Por todo lo que sabía Tsu’gan, así era.
En la puerta, una plancha de hierro y adamantium reforzado con cadenas entrecruzadas que parecían lo suficientemente sólidas como para resistir un disparo directo de un láser, estaba estampado el símbolo idólatra más destacado de todos. Representaba la lealtad de su legión y no dejaba ninguna duda sobre la identidad de los guerreros del interior de la fortaleza.
Era una única calavera acorazada con la estrella de ocho puntas del Caos tras ella.
—Los Guerreros de Hierro, hijos de Perturabo —masculló el hermano sargento De’mas con rencor evidente.
—Traidores —añadió furioso Typhos mientras asía con fuerza su martillo de trueno.
Además de divisar la fortaleza y contactar con sus colegas sargentos para la misión de exploración, Tsu’gan también había establecido un enlace con N’keln por medio del comunicador. Las interferencias por la distancia y la tormenta de ceniza originaron mucho ruido, pero el mensaje fue transmitido con claridad suficiente:
«Enemigo divisado. Traidores de la Legión de los Guerreros de Hierro. Esperando refuerzos antes de atacar».
A Tsu’gan le hubiera gustado cargar en aquel preciso instante y vaciar su bólter con toda la furia. Pero la sensatez calmó su ira. Los Guerreros de Hierro no eran una raza de xenos mal equipada para enfrentarse al poder de los sagrados ángeles del Emperador. No. Hubo un tiempo en el que ellos mismos fueron ángeles, si bien cayeron por una traición perpetrada hacía milenios. Maestros del asedio y constructores de fortalezas sin igual, exceptuando quizá a los hijos leales de Rogal Dom, los Puños Imperiales, los Guerreros de Hierro también eran luchadores fuertes con una capacidad devastadora en las guerras a larga distancia y prolongadas. Un ataque directo a sus mandíbulas, sin suficientes efectivos ni artillería pesada, habría resultado en un final sangriento para los Salamandras. En cambio, Tsu’gan se decantó por el rasgo más nocturniano: prefirió esperar.
—Los Guerreros de Hierro estuvieron en Isstvan, donde cayó Vulkan —añadió Typhos con una cólera repentina—. No puede ser casualidad. Esto debe de ser parte de la profecía.
Los tres sargentos se encontraban sobre la colina, mirando el territorio de los traidores que se extendía a sus pies. Sus escuadras estaban próximas, reunidas en grupos, inspeccionando la zona en busca de enemigos o, simplemente, protegiendo los flancos de sus líderes.
De’mas estaba a punto de responder, pero Tsu’gan lo cortó.
—Tranquilidad, hermanos —les dijo mientras observaba las defensas de la fortaleza a través de un par de magnoculares—. Todavía no podemos concluir nada.
Tsu’gan observó atentamente el bastión de los Guerreros de Hierro, pero no se detenía demasiado tiempo en ninguna de sus estructuras, como para mitigar su malestar. La puerta era la única entrada. Los guardias del perímetro patrullaban las almenas amuralladas, aunque el escudo humano era sospechosamente débil. Los centinelas estaban quietos en las torres, casi como estatuas, presidiendo los emplazamientos de los cañones automáticos. En una de las torres, un reflector inspeccionaba las dunas de ceniza con irregulares movimientos. Tsu’gan miró más allá y contó los reductos techados que ocupaban el territorio desierto que había frente al muro. Éstos también parecían tranquilos y no detectó ningún movimiento en su interior. La fortaleza tenía una forma extraña. Tsu’gan no fue capaz de determinar cuántos lados tenía, el número de murallas defensivas. Maldijo al reconocer los rasgos retorcidos del Caos. Apartando la mirada, le devolvió los magnoculares a Tiberon y masculló una rápida letanía de ataque.
—No hay nada seguro —reconoció a los otros dos sargentos una vez hubo acabado—. El que Vulkan cayese o no en Isstvan es irrelevante.
—Es muy significativo —lo rebatió Typhos con un tono cada vez más truculento en la voz.
—¿Confías en que el primarca salga corriendo de las dunas martillo de trueno en mano? Es un mito de diez mil años de antigüedad, hermano, y no quiero oír hablar más de él —le advirtió Tsu’gan.
—Tu’Shan cree en él —le contestó el otro sargento—. ¿Por qué ha enviado una compañía entera a una misión tan espuria si no se trata de una búsqueda sagrada?
—El señor del capítulo hace lo que debe hacer —respondió Tsu’gan, crispado—. No puede ignorar la posibilidad del regreso del primarca, ni siquiera la oportunidad de desenterrar los hechos de su fallecimiento. Nosotros, hermano, no estamos tan obcecados como para creer en lo que no pueden ver nuestros ojos. Esto —dijo blandiendo el bólter—, y esto —se golpeó la hombrera de la armadura—, e incluso esto —Tsu’gan cogió un puñado de ceniza—, es real. Esto lo conozco. Si dejas que el fervor ciego guíe tu camino, te acabará llevando a la perdición, Typhos —añadió con tono burlón.
—Muestra algo de respeto —masculló entre dientes el otro sargento—. Tenemos el mismo rango.
—Aquí, sobre estas dunas —replicó Tsu’gan—, yo tengo un rango superior al tuyo.
Se produjo un silencio breve e intenso, pero finalmente Typhos se sintió intimidado y se decidió por la sumisión.
Quizá, pensó Tsu’gan, no era bueno agraviar a otro sargento cuando lo que él deseaba era impugnar al capitán de la compañía, sobre todo a uno que, previamente, le había jurado su apoyo. «Pero tengo que demostrar mi poder», consideró Tsu’gan, que sabía que imponiendo su voluntad consolidaría aún más la lealtad de Typhos.
—Para unos especialistas en asedios, es un mal lugar para construir un bastión —destacó De’mas ignorando el leve altercado—. Dentro de la cuenca la visión es reducida.
Tsu’gan sabía que, durante la Herejía, los Guerreros de Hierro poseían fortalezas en todos los segmentums de la galaxia. A menudo, estos bastiones estaban aislados, puestos de avanzadilla de una sola escuadra. Pese al escaso número de tropas, también era consciente de que estos bastiones eran prácticamente impenetrables. Esta defensa suprema era el resultado de la tenacidad de los Guerreros de Hierro, pero también dependía del lugar elegido por la legión para levantar sus muros. De’mas tenía razón: aquella fortaleza no tenía una posición ventajosa, un punto alto desde el que observar el acercamiento del enemigo. Iba contra las normas de la estrategia de asedio. Pero en ese caso, la mayor preocupación de los traidores no fuese quizá la de defender su territorio.
—Lo han construido aquí para ocultarlo —comprendió Tsu’gan, y esbozó una leve sonrisa por su deducción—. En cualquier otro sitio habría sido demasiado llamativo.
—¿Con qué fin? —preguntó Typhos—. ¿Qué podrían estar ocultando aquí los traidores, en este lugar tan apartado?
La expresión de Tsu’gan se endureció a medida que hacía girar la correa del bólter alrededor de la hombrera.
—Eso es lo que quiero saber —dijo, y volvió a descender hasta la base de la cresta.
Los hermanos de batalla de Tsu’gan se situaron a su alrededor mientras trazaba su plan. Con un cuchillo de combate dibujó un boceto rudimentario de la fortaleza sobre las cenizas endurecidas.
—Parece una estrategia de asalto —murmuró De’mas por detrás del hombro de Tsu’gan.
—Así es —respondió éste brevemente.
—Hermano, supongo que no tengo que recordarte que los Guerreros de Hierro son expertos en asedio, tanto atacando como defendiendo.
—No tienes por qué.
Typhos ironizó.
—Entonces también sabrás que un asalto así con treinta hombres y escasez de armas pesadas es un…
—Suicidio. —Tsu’gan acabó la frase por él, mirando directamente a Typhos a los ojos—. Sí, también soy consciente de ello. Y por eso vamos a atacar los reductos y no las murallas, hermano sargento.
—Explícate. —Al parecer, el interés del hermano sargento De’mas se despertó.
—Cuatro escuadras de combate —comenzó a decir Tsu’gan al tiempo que dibujaba flechas de acercamiento sobre el polvo—, una por reducto. Solamente espadas y martillos. Los lanzallamas aguardarán para un posible refuerzo. La táctica es el silencio y el sigilo. Entraremos por los reductos sin ser detectados, mataremos a todos los centinelas que encontremos y ocuparemos sus posiciones. Allí esperaremos a que llegue el hermano N’keln y entonces lanzaremos un ataque sorpresa, irrumpiremos por la puerta y abriremos fuego a discreción.
—¿Has dicho cuatro escuadras de combate? —preguntó Typhos. Tsu’gan asintió y clavó en el sargento una mirada glacial.
—Así es. Tú te quedarás atrás, al mando de nuestra retaguardia. Tu misión será la de informar al hermano capitán sobre la situación a su llegada. —Tsu’gan miró entonces a todas las unidades—. El hermano sargento Typhos tendrá que ser informado de todas las armas pesadas de larga distancia. Vosotros seréis nuestro apoyo en el fatídico caso de que nos descubran. De’mas —añadió, centrando ahora su atención en el otro sargento—. Escoge a las diez unidades más sigilosas de tu escuadra y de la de Typhos y reúnete con mis hombres y conmigo en la cara este de la base de la cresta.
Tsu’gan se marchó sin dejar tiempo a Typhos para protestar y solamente con el hermano M’lek y su cañón de fusión a cargo del hermano sargento. El resto de su escuadra lo siguió.
De’mas hizo su selección de forma rápida y sosegada. Así, la retaguardia estaría compuesta por una amalgama de tres escuadras. Era algo poco convencional, pero también servía para demostrar la flexibilidad estratégica de las escuadras tácticas y la razón por la cual los astartes eran guerreros supremos.
La fuerza de asalto de los Salamandras se dividió en cuatro escuadras de cinco hombres cada una sin mediar palabra. El signo de batalla entre cada uno de los líderes de escuadra garantizaba una total claridad y eficacia mientras los astartes avanzaban alrededor del borde de la gran duna y se aproximaban al bastión enemigo desde un ángulo oblicuo. Los Salamandras restregaron ceniza sobre su armadura e incluso ensuciaron sus espadas para evitar que el más mínimo reflejo los delatase, de manera que caminaban como fantasmas invisibles sobre la oscura planicie. Incluso el fuego de sus ojos se había extinguido, oculto por unas lentes del casco de batalla configuradas para obtener una opacidad máxima, idéntica a la de los cristales unidireccionales de las salas de interrogatorio.
Después de atravesar en cuclillas las dunas y de que su escuadra desplegada fuese reuniéndose poco a poco, Tsu’gan llegó al borde del primer reducto. Incluso en la oscuridad, su aguda vista podía adivinar las siluetas de los centinelas que patrullaban al otro lado. El sargento procuró mantenerse fuera de su línea de visión, y sus movimientos eran leves y fluidos con el fin de no levantar sospechas. Hasta ese momento los Guerreros de Hierro no se habían movido, por lo que supuso que no habían detectado su avance.
Arrastrándose sigilosamente por el borde del reducto y ocultando su posición desde las majestuosas paredes de la fortaleza, a varios cientos de metros de distancia, escuchó atentamente.
Solamente percibía el ruido del viento y el leve clanc de los pies calzados con botas que paseaban por las almenas situadas sobre su cabeza.
Tsu’gan se adentró aún más, desenvainó la hoja cubierta de ceniza de su arma de combate y se preparó para matar. El reducto no estaba vigilado por detrás y podía accederse a él libremente a través de una entrada abierta en la parte trasera.
Buenas noticias. Esto facilitaría mucho el poder arrastrarse sigilosamente por detrás del centinela. Reflexionó brevemente sobre hasta qué punto ofendería el orgullo marcial de algunos capítulos el hecho de acercarse de este modo al enemigo. Pero los Salamandras siempre habían sido muy pragmáticos en la guerra. Consideraban que sus disparos les limpiaban el alma y les purificaban el espíritu, pero también mantenían que el fin justificaba los medios, y la victoria estaba por encima de todo.
Con el rabillo del ojo, Tsu’gan vio más fantasmas oscuros arrastrándose en silencio a través de la noche, mientras las demás escuadras de combate se ponían en posición. Su propio grupo de guerreros llegaba donde se ocultaba él. El hermano Lazarus iba en cabeza y asintió para indicar que estaba preparado. S’tang iba justo tras él. Su casco de batalla, al igual que el de sus hermanos, estaba cubierto de cenizas de camuflaje. Honorious y Tiberon custodiaban la entrada, asegurándose de que no podría escapar ningún enemigo. En silencio, los otros tres Salamandras entraron en el reducto.
Dos centinelas esperaban dentro, ambos de los Guerreros de Hierro, de espaldas a ellos. S’tang se quedaría rezagado y sólo intervendría en caso de que fuera necesario. Los traidores permanecían inmóviles mientras vigilaban las oscuras dunas que se extendían más allá del reducto.
«Estáis a punto de morir, hermanos», pensó Tsu’gan con frialdad, a la vez que descubrió un maltrecho pero letal escudo de tormenta apoyado contra la pared interior. Enfundó la espada en silencio, decidido a no mancillar el arma con la sangre de los traidores, y alzó el escudo.
Lazarus estaba dispuesto a atacar. Empuñaba su espada dentada del revés para poder clavarla hacia abajo, apuntando hacia el pequeño hueco entre la gorguera y el peto.
Tsu’gan también estaba preparado y lanzó la orden de atacar.
Saltó hacia adelante, reprimiendo el instinto de soltar un grito de batalla, y machacó al Guerrero de Hierro contra el suelo con un fuerte golpe a dos manos con el escudo. El ímpetu de la ofensiva empujó a Tsu’gan a continuar. Se agachó ante el traidor, tumbado boca abajo, le inmovilizó los brazos con las rodillas y pasó el canto afilado del escudo por la nuca del Guerrero de Hierro cortándole la cabeza.
Miró a Lazarus. El Salamandra estaba guardando su espada y limpiándole la sangre, que parecía extrañamente escasa. Tsu’gan lo ocultó bajo la tenue luz para impedir que lo descubrieran, pero cuando contempló a su centinela muerto se dio cuenta de que algo no encajaba.
Apenas había sangre.
Le acaba de cortar el cuello a ese bastardo. Debería de haber sangre. Mucha. Sin embargo, había muy poca. Tsu’gan lanzó el escudo a un lado, levantó la cabeza del centinela e inspeccionó la herida. Era oscura y viscosa, pero la sangre no fluía. Estaba coagulada. Los Guerreros de Hierro ya estaban muertos antes de que entraran en el reducto.
—Los guardias ya estaban muertos —susurró por el comunicador, advirtiendo a todas las escuadras de combate y rompiendo el silencio existente.
Se desató una cadena de informes similares por parte de los otros cuatro grupos de asalto. Cada uno de ellos había entrado en su respectivo reducto sin ser detectado y había matado a los centinelas que se encontraban en el interior, pero poco después descubrieron que el enemigo ya estaba muerto.
Tsu’gan respondió.
—Sacad los bólters. —El hermano sargento escudriñó la oscuridad a través de la tronera del reducto y después por la puerta abierta. Maldecía para sus adentros. Los Guerreros de Hierro los habían atraído como a novatos y su posición había quedado expuesta. Le quitó el seguro a su bólter, dispuesto a matar si aquél iba a ser el final, y se agachó para ser un objetivo más pequeño. Entonces esperó.
Pasaron varios minutos en la silenciosa negritud. No salió ningún asesino de la oscuridad; ningún equipo dispuesto a darles muerte se acercó a la elaborada trampa que habían preparado.
El esperado contraataque no se materializó, ni tampoco se iba a materializar. Por alguna razón desconocida, los Guerreros de Hierro habían colocado muertos en sus reductos.
—Su intención no era atraernos —comprendió Tsu’gan, que hablaba en voz baja—. Eran elementos disuasorios.
—¿Sargento? —dijo entre dientes el hermano Lazarus.
Tsu’gan desestimó la pregunta. No tenía respuesta a tal cuestión. Todavía.
—Nos quedaremos aquí —dijo—. Esperaremos.