I
CAÍDA DEL PLANETA
La criatura quitinosa murió entre un montón de placas óseas reventadas y mandíbulas destrozadas. Una sangre gris y espesa brotaba de las múltiples heridas de su caparazón. En su agonía, se tumbó sobre su espalda acorazada, las patas insectoides tuvieron un espasmo y, seguidamente, se enroscaron para no moverse nunca más.
—¡Muerte a los xenos! —exclamó el hermano capellán Elysius mientras descargaba una ráfaga con su pistola bólter—. ¡Que no quede ni uno vivo!
El Ira de Vulkan había sacudido la superficie de Scoria como un meteorito, y su casco aún ardía debido al rápido ingreso en la atmósfera del planeta. Impulsado por su velocidad, el crucero de asalto había formado un inmenso cráter en la tierra, y antenas, torres y motores quedaron reducidos a escombros al chocar contra el inamovible suelo. Hubo centenares de víctimas en el accidente, todas ellas aplastadas y descuartizadas al impactar contra los barracones y hangares de la gran nave. Las llamas se propagaron al instante, chamuscando a todos aquellos desafortunados que se encontraban en su camino. Algunos murieron sepultados cuando los estilizados nervios que sujetaban las descomunales secciones de las cubiertas superiores y de los techos dañados se quebraron, descargando toneladas de restos metálicos sobre sus cabezas. Largos tramos de paredes acorazadas se hundieron hacia adentro, aplastando a los desventurados tripulantes que caminaban por los pasillos, que quedaron convertidos en una lámina de metal desgarrado. Otros fueron lanzados hacia abismos de fuego y oscuridad que se abrían como bocas profundas en la cubierta y eran engullidos íntegramente.
Tras el impacto, se empezó a oír el ruido de las espadas sierra y de las herramientas cortantes. El humo y el polvo seguían inundando el aire como un fino velo mientras los tripulantes trataban de encontrar rutas de escape a través del metal retorcido. El vapor de los sistemas hidráulicos emergía a oleadas al tiempo que se abrían portales salvadores en el casco, de la nave, creando un coro de barras de seguridad que se iban soltando. Esporádicamente salía algún superviviente; algunos cargaban con heridos, otros arrastraban con tristeza a los muertos. Los Salamandras, que también habían sufrido bajas, organizaron la evacuación desde las zonas más afectadas, y muy pronto un gran grupo de hombres y servidores se congregó sobre la superficie gris de Scoria.
El accidente apenas había durado unos minutos, pero los que viajaban a bordo habrían estado horas e incluso una vida entera rezándole al Emperador por su liberación. El surco que había cavado la proa del crucero de asalto tenía casi un kilómetro de extensión y había perturbado algo que acechaba bajo el suelo de cenizas de Scoria.
Las criaturas procedían de debajo de la tierra, y los agujeros que se abrían presagiaban su llegada. Los gritos de los tripulantes que eran arrastrados bajo la llanura de cenizas fueron el primer indicio de que los estaban atacando. A continuación, apareció una plaga de aquellos seres, sacudiendo sus rechonchos y sólidos cuerpos para quitarse de encima las cenizas, antes de avanzar hacia ellos con sus pinzas óseas y sus mandíbulas voraces. Treinta y cinco tripulantes murieron tragados por la tierra antes de que los Salamandras organizasen el contraataque.
El hermano capellán Elysius lideró la ofensiva, y lo hizo con una violencia atroz y desenfrenada.
—¡Aniquiladlos! —exclamó con una voz terrorífica amplificada por los comunicadores de su casco de batalla—. ¡Erradicad la escoria de los xenos con bólters, espadas y lanzallamas! —El fuego salió de su pistola, atravesó el torso de una bestia quitinosa y le voló una de las mandíbulas. Acto seguido, el capellán avanzó y le clavó su crozius crepitante en el cuerpo, destrozándolo. Unas vísceras grises le salpicaron el rostro huesudo, ungiéndolo de este modo en la sangre de la batalla.
A Dak’ir, aquellas bestias extrañas con forma de crustáceo le recordaron a los tiránidos mientras les daba muerte junto a su capellán. Las imaginaba como el producto de un racimo de esporas errantes desprendidas de una nave colmena siniestrada cuya misión era únicamente entrar en la órbita de Scoria e infestar el planeta. Tras varias generaciones se habían convertido en una bioforma anticuada que, al fin y al cabo, no había evolucionado, sino que se había estancado y propagado.
La escuadra de Dak’ir, junto a las otras tres, se había reunido con su capellán cuando Elysius los llamó al combate. Los Salamandras habían adoptado un perímetro de ataque amplio, rodeando la plaga de bestias de quitina y acorralándolas poco a poco con sus constantes disparos de bólter. Las criaturas eran grandes, casi tan altas como un transporte de tropas Rhino, y sus caparazones eran duros pero no impenetrables. No obstante, su tamaño las hacía torpes y poseían un campo de visión limitado. Al estar dispuestos en círculo, los Salamandras atacaron sus ángulos muertos y lados vulnerables. Los xenos reaccionaron con agresiones confusas e ineficaces al intentar atacar a un enemigo que los desbordaba por todas partes.
—¡Ba’ken! —gritó Dak’ir mientras vaporizaba la garra ósea de una criatura con un bólter de plasma—. ¡Purificar y quemar!
El corpulento Salamandra avanzó con dificultad cuando se apartó su sargento y lanzó una ráfaga de promethium incandescente sobre la bestia xenos herida. Se arrodilló y chirrió en su agonía cuando las llamas recorrieron su cuerpo, y el aire atrapado entre sus placas óseas produjo un silbido agudo al vaporizarse.
En otro lugar, el staccato de las constantes ráfagas de fuego de bólter se entrecortaba cada vez más, lo que indicaba que la batalla contra las criaturas xenos estaba llegando a su fin. La última de ellas se encontraba rodeada por un círculo de blindaje verde que iba estrechándose como una soga. De vez en cuando, los asaltos a la desesperada de las bestias arrinconadas eran respondidos con ráfagas explosivas que perforaban los cuerpos de los alienígenas, reventándolos por dentro y haciéndoles escupir gotas de vísceras fangosas por la boca.
Los lanzallamas atemorizaron aún más a las horribles criaturas, que se arrodillaban y chirriaban ante aquel resplandor ardiente, temerosas del fuego.
Finalmente, cuando sólo quedaba media docena de ellos, los xenos regresaron a las profundidades de la tierra, lejos de aquellos gigantes armados que habían traído estruendo y fuego desde los cielos.
* * *
Tsu’gan observó a sus distantes hermanos de batalla con envidia en la mirada. Justo detrás de él, el crucero de asalto que se había estrellado se elevaba como un paisaje urbano oblicuo, extrañamente desequilibrado. Incluso medio hundido en el suelo de cenizas, el Ira de Vulkan era inmenso. Su envergadura era equivalente a la anchura de varios edificios colmena y hacían falta unos cuantos astartes a intervalos de un kilómetro para protegerlo. Las numerosas cubiertas, torres, plataformas, superestructuras, hangares, muelles, e incluso templos y catedrales, se extendían como una apagada metrópolis verde cubierta delicadamente por una nieve gris.
* * *
Cuando hubo terminado la batalla, los tecnomarines, servidores y equipos de labores humanas trabajaron a destajo en la superficie castigada de la nave. Las llamaradas solares habían dejado marcas de guerra en los flancos de la nave y habían perforado su capa acorazada con aberturas del tamaño de un meteorito. A bordo de trineos gravitatorios, el equipo de obreros elaboraba informes detallados de los daños estructurales. Las chispas caían de las hileras de aparejos de soldadura, que colocaban placas de secciones auxiliares de la nave sobre las heridas más graves que había sufrido. Algunas zonas estaban tan perjudicadas que había que cortar los restos con las herramientas apropiadas y unirlas como si de un miembro amputado se tratase.
Era una tarea exigente, pero a Tsu’gan le preocupaban otras cosas mientras observaba el combate con las criaturas coriáceas desde la distancia. La sangre le hervía en las venas al vivir la batalla como si fuera en carne propia. Sus puños se cerraban de motu proprio. Maldijo a sus colegas sargentos Agatone, Vargo y Dak’ir para sus adentros. Si no le hubieran ordenado permanecer con el grueso de la compañía para debatir la estrategia y establecer un puesto de mando, habría ido encantado a luchar. Las bestias de quitina no suponían un gran reto, desde luego, pero tras meses sin librar una batalla Tsu’gan ardía en deseos de derramar sangre en nombre del Emperador.
—El Ira de Vulkan ha sufrido grandes daños, mi señor. —La voz metálica de Argos devolvió a Tsu’gan a la realidad.
Estaba junto al tecnomarine, el hermano capitán N’keln y varios de sus colegas sargentos en un puesto de mando provisional, intentando imponer algo de orden y concierto tras el impacto.
El puesto de mando estaba formado por una estructura prefabricada, poco más de cuatro paredes, un techo curvado y un proyector hololítico que mostraba con una resolución azul lo que habían averiguado el sensorium y las demás pruebas exhaustivas sobre el estado del planeta. Lo que sabían hasta ahora era más bien poco: Scoria era principalmente llano, compuesto de dunas de ceniza y algunas cordilleras de montañas de basalto con formas de vida hostiles autóctonas similares a un cangrejo de Terra gigante.
Más allá del búnker de mando se iban levantando otras estructuras prefabricadas. Principalmente eran hospitales de campaña a los que iban llegando en camillas los heridos y donde se unían al sistema de selección implantado por el hermano Fugis. El apotecario cuidaba tanto de los humanos como de los astartes, si bien estos últimos eran menos, y estaba perfectamente asistido por Emek, cedido por la escuadra de Dak’ir como cirujano de campo. Los médicos humanos, aquellos que habían sobrevivido al accidente, colaboraban de manera eficaz con los Salamandras, pero cada uno de ellos tenía una labor concreta. Fugis también había organizado equipos de rescate, compuestos por Salamandras y siervos y servidores en plena forma, para peinar las zonas dañadas de la nave en busca de supervivientes. Aunque al principio fue un goteo lento, cuando se fueron reabriendo gradualmente las cubiertas en ruinas, los heridos llegaban cada vez en mayor número a los hospitales de campaña. Los muertos también eran abundantes. El pyreum no dejaba de funcionar, y los servidores con manos en forma de pala amontonaban la ceniza en gigantescos cubos de almacenamiento para su posterior utilización en los sepelios.
—¿Podremos volver a volar, maestro Argos? —preguntó N’keln con el ceño fruncido cuando el hololito mostró un esquema móvil del Ira de Vulkan. Las zonas rojas ocupaban alrededor del sesenta por ciento de la imagen total e indicaban las secciones dañadas.
—Seré breve: no —contestó el tecnomarine, que utilizó un lápiz digital para ver más de cerca la parte inferior del crucero de asalto. La imagen volvió a cambiar: esta vez incluía la geografía de Scoria y la posición relativa de la nave en ella. Un plano lateral mostró una gran parte del Ira de Vulkan por debajo de la superficie terrestre, hundido en la corteza exterior del planeta—. Como podéis observar, la nave está parcialmente sumergida en la llanura de ceniza. Un análisis geológico básico nos ha revelado que la superficie de Scoria es una mezcla de arena y ceniza. El intenso calor de nuestra reentrada reaccionó con esa mezcla, provocando una metamorfosis endotérmica. Esencialmente, la mezcla de arena y ceniza ha cristalizado y se ha endurecido —añadió a modo de explicación.
—Estoy convencido de que nuestros motores son lo bastante potentes como para liberarnos —indicó la voz grave de Lok.
—En condiciones normales, sí —replicó Argos. Además de los grupos para reparar la nave, el tecnomarine ya había enviado también servidores de excavación y equipos de labores humanas para que desenterrasen las zonas de la nave que estaban más hundidas—. Pero sólo nos quedan tres bancos de motores ventrales. Necesitamos un mínimo de cuatro de ellos operativos para poder volar.
—¿Y qué hay de los propulsores? ¿No podríamos utilizarlos para liberarnos? —preguntó el hermano sargento Clovius, cuya figura rechoncha parecía diminuta en comparación con el imponente Praetor, que observaba en silencio el transcurso de los hechos.
—No, a menos que queramos hundirnos hasta el corazón del planeta —respondió Argos sin sarcasmo—. Nuestra proa apunta hacia abajo. Lo único que harían los propulsores sería empujarnos más en esa dirección. El Adeptus Mechanicus no concibió naves como ésta para que despegasen desde el suelo.
N’keln frunció el ceño, disgustado con los acontecimientos.
—Haz todo lo que puedas, hermano —le dijo a Argos antes de apagar el hololito.
—Lo haré, mi señor, pero sin las piezas que necesito para su reparación y la instalación de un cuarto motor ventral, no podremos abandonar este planeta a bordo del Ira de Vulkan.
—Tenemos que aceptarlo —intervino Tsu’gan en voz baja—. Intentaremos averiguar el nivel tecnológico de este planeta y comprobar si existe vida humana autóctona. Tal vez podamos incautamos de los materiales necesarios para reparar la nave —añadió mientras el Praetor asentía con la cabeza. Tsu’gan continuó—: La profecía nos ha traído aquí por alguna razón. Encontrar el modo de salir de aquí debe ser nuestra misión secundaria. Encontrar a Vulkan o lo que quiera que el primarca nos haya dejado aquí es nuestra máxima prioridad en estos momentos.
—Estoy convencido de que haber estado al borde de la destrucción por una tormenta solar no era parte de la visión de Vulkan —apuntó Lok. El veterano sargento había sufrido un corte en la frente durante el accidente, uno más que añadir a sus numerosas cicatrices.
—«Entonces quedarán abatidos por el fuego y sus ojos se abrirán a la verdad». —La voz del capellán Elysius sonó como un sermón cuando entró en el búnker de mando. Dak’ir y Agatone iban tras él—. Así reza el Libro del Fuego, hermano Lok.
—¿Esto estaba predestinado, hermano capellán? —preguntó N’keln. Elysius asintió solemnemente.
—Una pena que no pudieran avisarnos —refunfuñó Lok.
El capellán volvió su rostro huesudo hacia el veterano sargento.
—El destino, si es anticipado, deja de ser destino —lo reprendió—. Estábamos predestinados a estrellarnos en este planeta. Sencillamente, es un elemento de un plan mucho mayor del que no tenemos conocimiento. No hay que interponerse en estas cosas, no vaya a ser que el propio equilibrio del destino acabe desbaratándose.
—¿Y las vidas de aquellos que hemos perdido? —rebatió Lok—. ¿Cómo vamos a equilibrar eso?
—Sacrificados en el fragor de la batalla —respondió Elysius. Una luz fría brilló tras las lentes de su casco de batalla. Al capellán no le gustaba que lo cuestionasen, y mucho menos en temas de adivinación espiritual.
—No ha sido en batalla —gruñó Lok con una voz casi imperceptible. Con el ceño fruncido, decidió olvidarse del asunto y acabó asintiendo en lugar de exteriorizar su desacuerdo.
—Que así sea —dijo N’keln—. Seguiremos el camino que nos haya sido marcado. El hermano Tsu’gan tiene razón. El destino nos ha traído hasta aquí y debemos encontrar lo que hay oculto en este planeta. Para ello, los equipos de búsqueda realizarán una inspección exhaustiva de la zona que nos rodea. Los centros de población y militares, así como las instalaciones industriales, son nuestro objetivo principal.
Tsu’gan dio un paso al frente.
—Mi señor, quiero liderar el equipo de búsqueda.
—Muy bien —asintió N’keln—. Reúne las tropas que necesites. El resto permanecerá aquí, protegerá a los heridos y consolidará nuestra posición. Argos —se topó con la fría mirada del tecnomarine—, establece un perímetro de seguridad alrededor de nuestro campamento. No quiero que esos «cangrejos» vuelvan a sorprendernos. Coloca minas de fragmentación y bengalas fotónicas bajo tierra —añadió mirando al exterior, donde el sol amarillo de Scoria comenzaba a esconderse tras un horizonte gris—. Pronto se hará de noche y quiero un aviso a tiempo de cualquier invasión que pueda producirse.
El tecnomarine hizo una reverencia y se puso manos a la obra. Los demás sargentos salieron poco después y fueron despidiéndose conforme abandonaban el búnker de mando. Sólo se quedaron Praetor y Lok, que examinaban detenidamente el hololito reactivado y la fría imagen que representaba las estériles planicies de Scoria. Pese a que miraba con toda su atención, el capitán de los Salamandras era incapaz de discernir el misterio que se escondía bajo las llanuras y que los había llevado hasta allí.
* * *
—Me recuerda a casa —señaló Iagon con la mirada puesta en la larga y oscura raya del horizonte. Había algo formándose en el este. Un débil resplandor, que no se debía a la puesta de sol, pintaba el cielo de un rojo brumoso. Las cadenas de volcanes de Nocturne enviaban una pátina similar a los cielos poco antes de entrar en erupción. También se registraban pequeños temblores subterráneos. Eran profundos. Tan profundos que procedían del núcleo del planeta y desencadenaban cambios fundamentales en su estructura tectónica. Scoria también cambiaba a cada segundo que pasaba. Iagon estaba tan seguro como que su bólter colgaba de su enganche.
El Salamandra se había reunido con su hermano sargento tras dejar que Fugis se ocupase del accidente, confiado en que el apotecario no hablaría de su indiscreción ni de la de Tsu’gan. No le mencionó nada a su sargento, que asumió que Fugis había dado su palabra y no diría nada más al respecto.
Los exploradores habían salido del campamento hacía una hora. Los servidores de Argos encargados de poner las bombas establecieron un perímetro de granadas de fragmentación enterradas, cuya línea era patrullada a su vez por un par de cañones tormenta que los tecnomarines habían conseguido sacar del Ira de Vulkan. Estas máquinas de guerra preventivas, al contrario que la plataforma de armas móviles que los Marines Malevolentes habían empleado en Archimedes Rex, estaban perfectamente equipadas para disuadir de futuros asaltos a las criaturas autóctonas quitinosas.
Su sentido del combate ocupaba toda su mente en el momento en el que Tsu’gan se apoyó sobre una rodilla y dejó que la oscura ceniza de Scoria resbalase entre los dedos de su puño medio cerrado. Oteó el horizonte, pero todo lo que vio fueron dunas grises que se expandían en todas direcciones.
—Se parece más a Moribar —corrigió, y frunció el ceño mientras se incorporaba. Extendió la mano en dirección al hermano Tiberon—. Prismáticos —dijo.
Tiberon le entregó un par de magnoculares a su sargento, que los cogió.
Tsu’gan se los acercó a los ojos y trazó un arco amplio con ellos.
—De’mas, Typhos, informad —ordenó a través del comunicador. No era ninguna sorpresa que Tsu’gan hubiese elegido a dos sargentos que le habían prometido lealtad en el acto de desafío del liderazgo de N’keln.
Ambos respondieron brevemente de forma negativa. Tsu’gan bajó los magnoculares y exhaló su frustración.
La noche se acercaba, tal y como había predicho N’keln. Unas brisas suaves peinaban el desierto de ceniza formando pequeñas ondas volátiles, que a su vez se erguían como remolinos y chocaban sin hacer ruido contra las piernas acorazadas de los Salamandras. Excepto por el céfiro, la llanura presentaba un silencio y una tranquilidad sepulcrales.
—Sí —masculló Tsu’gan con gravedad—, igual que Moribar.
—Allí —dijo Tsu’gan entre dientes—. ¿Lo ves?
Iagon miró a través de los magnoculares.
—Sí…
Una leve mancha oscura y granulosa mancillaba el horizonte, apenas visible sobre una gran duna. Los dos Salamandras se encontraban tumbados boca abajo sobre una cresta de ceniza. Los hermanos S’tang y Tiberon estaban a su lado, mientras el resto del equipo permanecían vigilantes más abajo.
—¿Qué es? —preguntó Iagon devolviéndole los magnoculares a Tiberon.
—Humo. —El tono de Tsu’gan sugería una sonrisa depredadora bajo su casco de batalla.
Era el primer signo de vida que habían visto en varías horas. En su trayecto hasta la montaña, pasaron junto a estructuras que en su día pudieron haber sido los límites de algunas ciudades. Era imposible determinar si habían sido destruidas por la guerra o por simple extinción natural, ya que la ceniza cubría los edificios con una capa gris.
En su interior, Tsu’gan presentía que la señal que habían divisado en la distancia era importante. A través del respiradero de su casco detectó pequeñas cantidades de carbono e hidrógeno, así como el hedor amargo del dióxido sulfúrico que la brisa había transportado hasta ellos En otras palabras: petróleo. Aquello significaba varias cosas: que las bestias de quitina no eran las únicas criaturas de Scoria y que estos cohabitantes poseían la capacidad tecnológica suficiente para extraer el petróleo y refinarlo; y no solamente eso, sino también para utilizarlo en un proceso de manufacturación.
Tsu’gan abrió el canal de comunicación con De’mas y Typhos.
—Reuniros en mi posición —ordenó, y a continuación cambió el enlace a su propia escuadra—. Velocidad de batalla hasta el borde de aquella duna. Acercamiento disperso.
Tras volver a ponerse en pie, Tsu’gan bajó corriendo la montaña y se dirigió hacia la siguiente duna. Sus hermanos de batalla iban tras él en una formación expansiva. Continuó a buen ritmo, devorando los metros en lugar de caminar lentamente sobre el suelo abierto de cenizas Tsu’gan alargó la zancada al llegar a los pies de la siguiente pendiente y remontó la duna a toda velocidad hasta que alcanzó casi la cima; sólo entonces aminoró el paso. Con ademanes de batalla, el sargento ordenó a sus hermanos que se reuniesen con él. Juntos llegaron a la cima de la segunda montaña de ceniza y observaron el profundo valle que se extendía más abajo.
A Tsu’gan se le cortó la respiración cuando comprendió lo que había en aquella cuenca. Su ira se multiplicó.
—Abominable… —gruñó, y asió con fuerza su bólter.