II: Pecador y salvador

II

PECADOR Y SALVADOR

Iagon perdió el equilibrio cuando un violento temblor sacudió el solitorium. Zo’kar lanzó un grito de dolor al liberarse de las garras del Salamandra. Un profundo estruendo resonó por toda la cámara seguido del sonido del metal rasgándose y chirriando. Algo cayó, del techo y el sacerdote marcador desapareció de la vista del astartes. Obligándose a levantarse y filtrando el repentino estruendo que invadía sus sentidos, Iagon se tambaleó por la penumbra hasta que llegó a un montón de chatarra. El techo del solitorium se había derrumbado. El rostro lastimero de Zo’kar, con la capucha retirada con la caída, podía verse tras los restos de metal. Los débiles brazos del sacerdote empujaban una barra de refuerzo de grueso adamantium que le aplastaba el pecho. La sangre brotaba de una herida oculta bajo su túnica y formaba una oscura mancha que se extendía por la tela mientras luchaba por liberarse.

—Señor… ayúdame… —jadeó con tono suplicante al ver a Iagon delante de él.

—Estate tranquilo, siervo —dijo el Salamandra.

Con su fuerza de astartes no tendría problemas para levantar la barra y liberar a Zo’kar. La agarró con sus guanteletes para comprobar lo atascada que estaba. Pero antes de tirar de ella, Iagon levantó la cabeza y su rostro se transformó en una máscara sin emoción. El astartes apartó las manos y las colocó sobre la barra.

—Tu dolor ha llegado a su fin —concluyó, y empujó el metal con violencia.

Zo’kar hizo un movimiento espasmódico cuando la barra le rompió las costillas y le aplastó el pecho y los órganos internos. Un chorro de sangre salió despedido de su boca salpicándole de gotas oscuras el rostro y la túnica. Después se desplomó con la mirada vidriosa.

Algo había golpeado la nave y continuaba atacándola. Eso es todo lo que sabía Iagon cuando saltó por encima de los restos y se abrió paso hacia el pasillo exterior. Las sirenas de alarma sonaban a todo volumen, y la nave quedó sumida en una penumbra de emergencia. Por lo visto, la cubierta superior estaba bastante dañada y la destrucción se había extendido hasta la inferior, aquella donde se encontraba ahora Iagon, derribando riostras en varias secciones del techo. De pronto oyó la voz de N’keln a través del comunicador, entrecortada a causa de las interferencias. Ordenaba que todos los astartes se dirigieran a las cubiertas comprendidas entre la trece y la veintiséis, la que tuvieran más cerca. La nave tenía una brecha y debía sellarse. N’keln estaba intentando salvar a la tripulación.

—Noble, pero inútil —masculló Iagon girando una esquina, donde encontró a un grupo de hombres de armas apiñados alrededor de un tubo de metal que atravesaba el suelo enrejado.

Al acercarse, el astartes vio que un guerrero de armadura verde había quedado atrapado bajo él. Vio que se trataba de Naveem, uno de los principales oponentes de Tsu’gan. Se había despojado del casco, que yacía cerca de él, posiblemente para poder respirar mejor a juzgar por los irregulares jadeos del sargento. El tubo de metal le atravesaba el pecho. A juzgar por su grosor, Iagon llegó a la conclusión de que la mayoría de los órganos internos de Naveem ya estarían destrozados. La vida del sargento pendía de un hilo.

—Apartaos —ordenó Iagon a los hombres de armas—. No podéis hacer nada por él.

Sacudida por un golpe invisible, la nave volvió a zarandearse, lanzando a uno de los hombres al suelo y arrancándole un agonizante gemido a Naveem.

Iagon se apoyó contra la pared.

—Acudid a vuestros puestos de emergencia —dijo—. Yo me encargaré de esto.

Los hombres de armas saludaron y salieron corriendo por el pasillo con aire vacilante.

Tagon se irguió sobre el caído Naveem. La boca del sargento estaba cubierta de sangre de los pulmones y el oscuro fluido manaba de las copiosas fracturas sufridas en su servoarmadura.

—Hermano… —murmuró con voz rasposa al ver a Iagon escupiendo una película de sangriento vapor.

—Naveem. Escogiste el lado equivocado —respondió sombríamente. El sargento herido se quedó perplejo al ver que Iagon se inclinaba y agarraba firmemente los dos extremos del tubo de metal.

—¡Iagon!

Fuese lo que fuese lo que Iagon estaba a punto de hacer se vio interrumpido por la voz de Fugis.

—Corre, apotecario —bramó con fingida preocupación soltando el metal—. El hermano Naveem está herido.

Fugis llegó junto a ellos en un instante, narthecium en mano. Su atención estaba tan centrada en la desgarrada figura del hermano Naveem que prácticamente se olvidó de la presencia de Iagon.

El apotecario se agachó sobre el ensangrentado sargento y realizó una rápida evaluación. Su rostro delgado se tomó grave.

Después desabrochó con cuidado la gorguera de Naveem, extrajo un stimm del narthecium y le inyectó una solución de inhibidores del dolor en la arteria carótida.

—Aliviaré tu sufrimiento, hermano —dijo en voz baja.

Naveem intentó hablar, pero lo único que salía de su boca era sangre negra, un inequívoco signo de hemorragia interna. Su aliento se volvió más entrecortado y los ojos se le abrieron de par en par.

Fugis extrajo el bólter de su funda y apretó el cañón contra la frente de Naveem.

Un tiro en el lóbulo frontal a quemarropa lo mataría instantáneamente pero dejaría las dos glándulas progenoides intactas. Puesto que el pecho del sargento estaba prácticamente destrozado, a Naveem sólo le quedaba la del cuello.

—Recibe la paz del Emperador —susurró.

Un estallido ensordecedor resonó por las paredes del pasillo.

—No tenías elección, hermano —dijo Iagon con tono consolador.

—Conozco mi deber —respondió Fugis cortante mientras se disponía a usar el reductor instalado en su guantelete izquierdo.

El dispositivo consistía en un taladro y una espada sierra en miniatura diseñados para atravesar la carne y el hueso para llegar hasta las progenoides implantadas en el cuerpo de los marines espaciales. Una jeringa unida a una cápsula previamente esterilizada extraería el necesario material genético una vez que la pared exterior de hueso se hubiese abierto.

Fugis continuó su trabajo. El taladro zumbó mientras atravesaba la carne muerta de Naveem. El Ira de Vulkan seguía sacudiéndose y dando fuertes bandazos cada pocos segundos. El apotecario luchó por mantenerse firme, sabiendo que el más mínimo error podría destruir la glándula progenoide acabando con el legado de Naveem, como sucedió con el de Kadai.

«Kadai…»

El involuntario recuerdo de su capitán irrumpió en la mente de Fugis. De repente, la preocupación que sentía por las sacudidas se vio superada por su cautela y empezó a apresurarse por miedo a un repentino temblor. En las prisas, se le fue la mano. La jeringa pasó rozando la progenoide y el taladro dividió la glándula por la mitad, derramando el material genético en la garganta abierta del Salamandra muerto.

—¡No! —Fugis lanzó un jadeante grito de angustia y golpeó el suelo con el puño—. ¡Otra vez no!

El apotecario dejó caer la cabeza desesperado.

Iagon se inclinó hacia él.

—Sólo ha sido un error, hermano. No pasa nada.

—Yo no cometo errores —masculló Fugis con el puño cerrado—. Mi mente está demasiado inquieta. Ya no sirvo para esto —confesó.

—Debes cumplir con tu deber —lo animó Iagon—. Eres necesario para esta compañía, hermano apotecario… Al igual que el hermano sargento Tsu’gan —añadió.

Fugis alzó la mirada al cabo de unos momentos al darse cuenta de lo que Iagon estaba sugiriendo. Si hacía la vista gorda ante la masoquista aflicción de Tsu’gan, Iagon guardaría el secreto de la aparente flaqueza del apotecario.

Fugis estaba atrapado en una telaraña moral que él mismo había creado, pero tendida por Iagon.

La ira deformó sus rasgos.

—¡Hijo de perra…! —escupió.

—Prefiero «pragmático» —respondió Iagon suavemente—. No podemos permitirnos perder a dos oficiales.

Le tendió la mano, pero Fugis la rechazó.

—¿Cuántos más morirán si tú no estás ahí para atenderlos, hermano? —le preguntó Iagon.

Después miró su mano, que seguía extendida.

—Esto sellará nuestro pacto.

—¿Qué pacto? —resopló Fugis, de nuevo en pie.

—No te hagas el ingenuo —le advirtió Iagon—. Ya sabes a qué me refiero. Estrecha mi mano y sabré que tengo tu palabra.

Fugis flaqueó. No había tiempo para pensar. La nave se estaba destrozando.

—Tus hermanos dependen de ti, apotecario. —El tono de Iagon intentaba ser persuasivo—. ¿Tu credo no consistía en la conservación de la vida? Pregúntatelo a ti mismo, Fugis. ¿Puedes darle la espalda?

El apotecario frunció el ceño.

—¡Ya basta!

Sabía que se arrepentiría de aquel pacto, pero ¿qué elección tenía? ¿Guardar silencio respecto a la indiscreción de Tsu’gan y comprometer su ética, su sentido de la firmeza moral, o hablar y renunciar a su posición en la compañía? No podía permitir que sus hermanos fuesen a la batalla sin un apotecario. ¿Cuántos morirían innecesariamente si lo hiciera?

Odiándose a sí mismo, estrechó la mano de Iagon.

«¿Por qué me siento como si acabase de hacer un trato con Horus?»

* * *

Dak’ir y Lok se separaron en la primera intersección tras abandonar el puente de mando. Ambos sargentos habían contactado con sus escuadras mediante los comunicadores de sus cascos de batalla. Los Salamandras se estaban dispersando rápidamente por las cubiertas siniestradas rescatando a todos aquellos que habían quedado atrapados, acabando con su pánico o abriendo vías de escape. El Ira de Vulkan estaba bien equipado con elevadores y conductos que conectaban las cubiertas entre sí, y aunque el crucero de asalto era inmenso, llegar a las zonas en crisis había sido rápido.

Al llegar a la cubierta número quince, Dak’ir fue recibido por una escena de auténtica carnicería. Recorrió los oscuros pasillos iluminados por el fuego e inundados por los gritos de los heridos y los moribundos El metal retorcido y las riostras del techo derrumbadas hacían el progreso lento y peligroso. Las desgarradas planchas del suelo desaparecían en la oscuridad de los niveles inferiores, oscuros peligros que distinguía gracias al espectro de infrarrojos de su casco de combate. Mientras sorteaba aquellos abismos en miniatura, Dak’ir intentó no pensar en cuántos cuerpos yacerían destrozados y amontonados a sus pies.

A través de la gaseosa bruma de una cañería de refrigeración rota, Dak’ir vio al hermano Emek agachado junto a la desplomada figura de un miembro de la tripulación herido. El nitrógeno líquido salía despedido en todas direcciones congelando todo lo que tocaba. Tras aplastar la cañería en ambos extremos de la ruptura y cortar su suministro, Dak’ir consiguió detener el escape. Cuando llegó hasta Emek, su hermano ya estaba cerrando los ojos del tripulante.

—Ha muerto… —Su voz reflejaba tristeza—. Pero hay otros que todavía viven. En el pasillo.

A su espalda tenía a otro superviviente. Las piernas del hombre eran un escalofriante destrozo, hechas puré tras ser aplastadas por un montón de escombros. El hombre se agarraba a Emek desesperado, lloriqueando de dolor como un niño.

—Ba’ken está más adelante —dijo, y se puso de pie.

Dak’ir asintió y siguió avanzando mientras Emek iba en la otra dirección. Unas pantallas centelleantes iluminaban el camino. La intermitente luz revelaba miembros de la tripulación con las cuencas de los ojos vacías; aquellos que todavía eran capaces de moverse huían como podían de la siniestrada cubierta. Los continuos informes procedentes del enginarium y del hermano Argos llegaban a través de su casco de batalla. Cada vez se estaban sellando más áreas de la nave a medida que secciones enteras de la cubierta se fragmentaban bajo el funesto resplandor de la tormenta solar.

El río de hombres que huían se convirtió en una ola. La luz se volvió cada vez más intermitente hasta que falló por completo, y ni siquiera los fuegos lograban disminuir la oscuridad. Dak’ir guiaba a los hombres mientras avanzaba aconsejándoles que se mantuviesen pegados a las paredes de los pasillos y que mirasen donde pisaban. No sabía si lo habían oído. El pánico se había apoderado de ellos. Algo cercano a esa emoción aguijoneó la mente de Dak’ir al darse cuenta de que ya habían pasado quince minutos. Las estruendosas sirenas se activaron para comunicar que la cubierta se estaba sellando.

Descendiendo hacia una carnicería cada vez peor, empezó a correr. A través de su oído hiperdesarrollado, Dak’ir detectó los sonidos lejanos de unas compuertas que se cerraban y aislaban las secciones comprometidas de la nave. Intentó no pensar en los hombres que podía haber todavía atrapados en su interior aporreando las puertas sin ninguna posibilidad de escapar.

Al girar la siguiente esquina, abriéndose paso a través de una marea de tripulantes, Dak’ir vio la inmensa figura acorazada de Ba’ken. Estaba atascado entre el suelo y una compuerta que presionaba contra él desde el techo como si luchase por cerrar la sección. Multitudes de siervos la atravesaban con rapidez mientras Ba’ken los urgía a apresurarse con secas órdenes. A pesar de lo fuerte que era, el Salamandra no podía luchar contra la fuerza de un crucero de asalto y esperar salir victorioso.

Las piernas empezaban a fallarle y sus brazos comenzaban a temblar. Dak’ir corrió hacia él tan rápido como pudo y se colocó bajo la compuerta que descendía lentamente sumando su fuerza a la de su hermano. Girando la cabeza lo justo para ver, Ba’ken vio a Dak’ir con el rabillo del ojo y sonrió con una mueca.

—Has venido a hacerme compañía, ¿eh, sargento?

Dak’ir negó con la cabeza.

—No —respondió—. He venido a ver si éste era bastante peso para ti, hermano.

Las retumbantes carcajadas de Ba’ken compitieron con la sirena de las compuertas.

Mientras tanto, cada vez más hombres pasaban entre los dos marines espaciales que las mantenían abiertas para ellos un poco más de tiempo, cojeando, corriendo e incluso arrastrados por sus camaradas.

—Debe de haber miles en esta cubierta —gruñó Dak’ir, que empezaba a sentir la presión—. No podemos mantenerla abierta el tiempo suficiente para salvarlos a todos, Ba’ken.

—Si salvamos sólo a diez más ya habrá valido la pena —respondió el corpulento Salamandra apretando los dientes.

Dak’ir estaba a punto de asentir cuando a través del comunicador cobró vida en su oído una voz familiar:

—Necesito asistencia en la cubierta diecisiete. —El tono de Tsu’gan era tenso—. Rápido, hermanos.

Y volvió a reinar la estática. Todos los Salamandras dispersos por las cubiertas debían de estar fuera del alcance del comunicador u ocupados con operaciones de evacuación que no podían abandonar.

Dak’ir maldijo para sus adentros. Ba’ken era el más fuerte de los dos. Sin él, Dak’ir no podría sostener la compuerta. Tendría que ser él quien fuese a ayudar a su hermano.

—Ve, sargento —lo instó Ba’ken con los dientes apretados.

—No puedes sujetarla solo —protestó Dak’ir, sabiendo que la decisión ya estaba tomada.

De repente, el sargento sintió una presencia tras él, y el ruido metálico de unas poderosas pisadas resonó cada vez más fuerte mientras se aproximaban a su posición.

—No tendrá que hacerlo —dijo una voz ronca.

Dak’ir se volvió y vio al sargento veterano Praetor.

De cerca, el draco de fuego era todavía más formidable. Encerrado en su armadura de exterminador, Praetor se elevaba por encima de ellos. Su volumen ocupaba la mitad del pasillo. Dak’ir vio que una llama ardía en sus ojos, a diferencia de los de sus hermanos. Parecía más profundo, de algún modo remoto e incognoscible. Tres tachones de platino rodeaban su ceja izquierda y certificaban su veteranía, y la inmensidad de su presencia era casi tangible.

Dak’ir se apartó y permitió que el imponente guerrero ocupase su posición. Praetor se colocó pesadamente bajo la compuerta y soportó su presión con los brazos doblados como un campeón de levantamiento de pesas. Las arrugas del esfuerzo del rostro de Ba’ken desaparecieron de inmediato.

—Márchate, sargento —gruñó el draco de fuego—. Tu hermano te espera.

Dak’ir hizo una rápida reverencia y regresó por donde había venido. Tsu’gan lo necesitaba, aunque el sargento imaginaba que su homólogo no se alegraría demasiado al ver la identidad de su salvador.

* * *

«El igneano…»

Fue una amarga sensación cuando Tsu’gan vio a Dak’ir aparecer por el abismo de acero retorcido y fuego. Por si no fuera bastante el haber tenido que capitular y admitir que necesitaba ayuda, ahora su salvador era justamente el Salamandra al que menos deseaba ver.

Tsu’gan frunció el ceño ostensiblemente a través de las columnas de humo que llegaban del suelo al techo. Esperaba que Dak’ir hubiese captado el mensaje de que estaba descontento. El hermano sargento estaba junto a un inmenso hoyo de unos diez metros de diámetro. Las planchas del suelo se habían desgarrado durante el ataque de la tormenta solar. Un elevador, arrancado de sus jarcias y lanzado fuera de su hueco de deslizamiento, había atravesado el metal como un martillo lanzado contra un pergamino. Había aterrizado varias plataformas más abajo, derrumbado en un montón de chatarra y creando un nuevo hueco bordeado de afilados trozos de acero y riostras que sobresalían como lanzas. El fuego brotaba desde donde el elevador había aplastado una consola de activación. Las chispas que salían desde la unidad averiada habían prendido los líquidos inflamables que se habían estancado tras verterse desde las cañerías dañadas durante la rápida caída del elevador. Se estaba convirtiendo en un auténtico infierno. Las llamas eran tan altas que llegaban hasta los bordes de las destrozadas planchas de metal donde se encontraba Tsu’gan. El humo se arremolinaba hacia arriba en negras y enormes nubes.

—¡Aquí! —gritó Tsu’gan al darse cuenta de que su homólogo no lo había visto.

Observó cómo Dak’ir se abría paso hasta el final del pasillo hasta el punto donde se encontraba agachado con cincuenta tripulantes con los uniformes ennegrecidos por el fuego.

Al llegar junto al otro Salamandra, Dak’ir le dedicó un saludo forzado.

—¿Qué necesitas, hermano? —preguntó con total naturalidad.

—Ahí. —Tsu’gan señaló el hueco en llamas.

Dak’ir se agachó junto a él y miró a través del denso humo.

—¿Lo ves? —preguntó Tsu’gan con impaciencia.

—Sí.

Había una sección de plancha de la cubierta original colgando en el abismo. Era lo bastante larga como para utilizarla como pasarela, pero tenían que levantarla y sujetarla en su sitio para que todos pudieran cruzar.

—Las compuertas no han sido activadas en esta parte de la nave todavía —dijo Tsu’gan—, pero es sólo una cuestión de tiempo. Por ahí.

El sargento señaló más allá del hueco, hacia la oscuridad del otro lado. Allí había una pequeña claridad procedente de unas lámparas que todavía funcionaban.

—Conduce al elevador y a la salvación de estos hombres.

—Quieres tapar el agujero para que crucen —terminó Dak’ir por él. Tsu’gan asintió.

—Uno de nosotros tiene que saltar y agarrar el otro extremo de la sección. Después podremos sujetarla entre los dos —explicó—. El maestro de armas Vaeder guiará a sus hombres al otro lado.

Uno de los miembros de la tripulación, un hombre con un corte en la frente que llevaba un cabestrillo provisional que le sujetaba el brazo confeccionado con un trozo de tela de su uniforme, dio un paso hacia adelante e hizo una reverencia.

Dak’ir respondió a su saludo antes de volver a centrar su atención en Tsu’gan. Su homólogo estaba de nuevo de pie y levantó la mano antes de que Dak’ir pudiese decir nada.

—Si vas a preguntarme quién va a saltar —dijo sin mirarlo a los ojos—, lo haré yo.

Tsu’gan extendió los brazos.

—Apartaos —ordenó refiriéndose tanto al tripulante como al Salamandra. Tsu’gan se inclinó hacia atrás para tomar impulso y después se lanzó sobre el abismo. El fuego le lamió las botas y las grebas mientras volaba al otro lado de la oscuridad; luego aterrizó al otro lado con un fuerte sonido metálico.

»Ahora, igneano —dijo volviéndose para mirar a Dak’ir—, agarra la sección de la cubierta y levántala conmigo.

—¿Están tus hombres preparados, maestro de armas Vaeder? —preguntó Dak’ir mirando de soslayo al miembro de la tripulación.

—Listos para abandonar esta nave, mi señor, sí.

Unos sonoros estruendos desde las profundidades de la nave hicieron que Dak’ir se detuviera, y el pasillo tembló y crujió de manera alarmante.

—¡Salgamos de aquí, igneano! —exclamó Tsu’gan no viendo motivo para retrasarse.

«Dejémoslos aquí —pensó—. La supervivencia es lo primero».

Dak’ir se agachó. Una vez asegurado, agarró la plancha de metal y tiró de ella metiendo los dedos a través de la superficie enrejada. El metal normalmente poseía varias capas de enrejado superpuestas, pero éstas habían caído, de modo que sólo quedaba la capa superior, lo que le permitió al marine espacial colar sus dedos acorazados a través de los agujeros. Comprobando que la tenía bien agarrada, Dak’ir levantó los diez metros de plancha. Las retorcidas vigas de metal chirriaron mientras el sargento las doblaba de nuevo hasta casi volver a ponerlas rectas.

Tsu’gan observó cómo la plancha de cubierta se levantaba, frustrado por la lentitud de Dak’ir. Se agachó y la cogió tan pronto como la tuvo a su alcance, elevando el metal por un extremo irregular que no coincidía con el borde sobre el que estaba agachado.

—Asegúrala —gruñó.

El maestro de armas Vaeder había organizado a sus hombres en diez grupos de cinco. Cada «escuadra» se turnaría para cruzar el improvisado puente para no ejercer demasiada presión sobre el metal o sobre los Salamandras que lo sostenían. Justo antes de que el primer grupo estuviese a punto de cruzar, una enorme columna de fuego ascendió con fuerza desde abajo cuando alguna sustancia inflamable de las profundidades se encendió y explotó.

Tsu’gan sintió el calor del fuego contra su rostro sin protección mientras quedaba totalmente envuelto por él. El humo formó una gran nube que ocultó a Dak’ir y al tripulante.

—¡Que empiecen a cruzar ahora! —Bramó luchando contra el rugido de las llamas—. ¡No podemos esperar más!

Al cabo de unos segundos, la primera de varias figuras empezó a emerger. Tsu’gan sintió su peso en sus brazos mientras se esforzaba por mantener la plancha de metal en alto. Un fallo, y quienesquiera que estuviesen cruzando caerían hacia una muerte segura. El sargento no tenía ningún deseo de añadir aquello a su ya atribulada conciencia.

Un pensamiento le vino a la cabeza de repente e intentó hacerlo desaparecer.

«El fuego de Vulkan late en mi pecho —entonó mentalmente para serenarse—. Con él golpearé a los enemigos del Emperador».

Tsu’gan se aferró a aquel mantra como si fuera una cuerda de salvamento tan frágil y tan azarosa como el precario puente que sostenía en sus manos.

La primera de las «escuadras» logró cruzar sin incidentes sujetando sus chaquetas sobre la cabeza para protegerse del fuego y del humo que ahora atravesaba el enrejado. Un segundo grupo empezó a avanzar tras ellos con paso dudoso a causa de la poca visibilidad. Mientras tanto, el Ira de Vulkan daba sacudidas y temblaba como si fuese un pájaro luchando contra una tempestad.

«Demasiado lentos, demasiado lentos», pensó Tsu’gan cuando el tercer grupo llegó al otro extremo tosiendo a causa de los gases del humo.

La nave se estaba partiendo por la mitad. Tenían que acelerar el paso y salir de allí.

Dak’ir también era consciente del peligro y ordenó a los hombres que cruzasen en grupos más grandes. Después gritó al maestro de armas Vaeder y lo instó a cruzar con sus últimos hombres.

Chirriando y temblando, la plancha de cubierta aguantó justo lo suficiente como para permitir que los últimos tripulantes cruzasen al otro lado sanos y salvos antes de combarse y caer hacia el ardiente abismo inferior.

—¡Ahora tú! —bramó Tsu’gan levantándose.

Dak’ir asintió.

El igneano dio dos pasos atrás y estaba a punto de saltar cuando un furioso temblor sacudió la cubierta haciendo caer a los humanos al suelo.

Dak’ir también se vio afectado y perdió el equilibrio justo en el momento de saltar. El brinco fue demasiado corto. Tsu’gan se inclinó hacia adelante y estiró una mano al ver lo que estaba sucediendo. Agarró a Dak’ir del brazo y su peso lo hizo caer sobre las rodillas. Golpeó el suelo con un fuerte estruendo de metal contra metal y las vibraciones sonoras recorrieron su espalda.

—Aguanta —rugió, todavía rodeado de fuego.

Los extremos de su armadura que estaban expuestos a las llamas ya empezaban a chamuscarse. El sargento gruñía y tiraba de su homólogo para que pudiera alcanzar el borde de la cubierta e impulsarse por sí mismo. Era como levantar un peso muerto con toda esa tremenda servoarmadura.

—Gracias, hermano —jadeó Dak’ir una vez a salvo en el lado semiestable mirando a su rescatador.

Tsu’gan hizo un gesto despectivo.

—Cumplo con mi deber, eso es todo. Jamás dejaría morir a un camarada Salamandra, ni siquiera a uno que no merezca llevar ese nombre. Y yo pago mis deudas, igneano.

Tsu’gan le dio la espalda dando a entender que ya no tenían nada más que hablar y centró su atención en la tripulación humana.

—Tomad el elevador, maestro de armas —dijo severamente.

Vaeder estaba de pie dando órdenes, ayudando a sus hombres a levantarse y propinando patadas a aquellos que creía que fingían no poder hacerlo. En unos pocos segundos los cincuenta avanzaban hacia la débil luz y el consuelo que representaba el elevador.

Tsu’gan empezó a andar detrás de ellos, consciente de que Dak’ir lo seguía. Una vez más maldijo el tener que estar atrapado precisamente con él, de todos sus hermanos de batalla. Odiaba estar en presencia del igneano. Fue culpa suya que Kadai hubiese muerto en Aura Hieron. ¿No había sido Dak’ir quien había enviado a Tsu’gan tras Nihilan dejando expuesto el flanco de su capitán? ¿No había sido Dak’ir el que advirtió el peligro pero llegó demasiado tarde para salvarlo? ¿No había sido Dak’ir el que…?

Pero… ¿había sido él el único culpable?

Tsu’gan sentía el peso de la culpa sobre sus hombros como si llevase un yunque atado a la espalda cada vez que no estaba derramando sangre en nombre del capítulo. Esa culpa se multiplicaba por diez cada vez que veía a Dak’ir. Verlo lo obligaba a admitir que tal vez el igneano no fuese el único responsable, que tal vez él…

El maestro de armas Vaeder estaba abriendo las puertas blindadas del elevador con la ayuda de dos de los miembros de la tripulación.

El estridente chirrido del metal supuso una distracción bien recibida. Aunque no duró demasiado, ya que el igneano volvió a hablar de nuevo.

—Tenemos que llevar a estos hombres a la cubierta de vuelo. Hay que abandonar esta nave con tantas vidas como nos sea posible.

Tsu’gan lo miró mientras los humanos subían al elevador. Aunque era bastante grande, pronto alcanzó su capacidad máxima y tuvieron que hacer varios viajes.

—Es demasiado tarde para eso —respondió Tsu’gan rotundamente—. Ya debemos de haber atravesado la atmósfera superior de Scoria. La nave debe de estar avanzando a velocidad límite. Intentar una evacuación sería un suicidio. Los llevaremos a la cubierta superior.

Dak’ir se inclinó hacia adelante y bajó la voz:

—Las posibilidades de sobrevivir de estos hombres en caso de que nos estrellemos son mínimas.

La respuesta de Tsu’gan fue fría y pragmática.

—No podemos hacer nada al respecto.

El elevador estaba descendiendo de nuevo lentamente sujeto por unos cables maltrechos. A diez metros de la cubierta empezó a dar sacudidas torpemente emitiendo un agudo chirrido hasta que finalmente se detuvo en seco.

Algo parecido a la desesperación se reflejó en los ojos de Vaeder y de los diez hombres que todavía estaban con él.

Para agravar su desgracia, un resplandor naranja iluminó la armadura de los Salamandras procedente de una arrolladora ola de fuego que emergía del abismo y se extendía por la cubierta donde se encogían los humanos.

—¡Detengámosla! —rugió Tsu’gan, y los dos astartes formaron una muralla de ceramita entre la frágil tripulación y las furiosas llamas.

El calor envolvió a los Salamandras, pero los astartes aguantaron sin inmutarse.

Cuando la ola se alejó, absorbida por el abismo como un líquido que se escapa por el desagüe, Dak’ir se volvió hacia Tsu’gan de nuevo.

—Y ahora, ¿qué?

Tsu’gan miró a los hombres a su cargo. Estaban apiñados, agachados para protegerse del recién disipado fuego. El vapor emanaba de la armadura y del rostro del Salamandra, y su visión se filtraba a través de la calima.

—Vamos a estrellarnos con una nave que no está hecha para aterrizar, ni deliberada ni involuntariamente, en tierra firme. Los protegeremos —dijo.

El ruido del metal desgarrándose resonó fuertemente en los oídos de Tsu’gan, inspirándole una sensación tan lóbrega como un toque de difuntos.

—Y nos agarraremos fuertemente a algo.