I
TORMENTA SOLAR
—Bienvenidos, hermanos. —La voz de Tu’Shan resonó con fuerza alrededor de la extensa plataforma de acoplamiento y llegó hasta todos los rincones exigiendo una atención absoluta.
Incluso rodeado de los miembros del consejo del Panteón, varios de los mejores guerreros del capítulo, resultaba inmenso e imponente. La fuerza y la vehemencia de Vulkan brillaban en los ojos del señor del capítulo junto con la sabiduría y la presencia típicas del primarca.
—El consejo ha consultado el Libro del Fuego y tenemos noticias de sus sagradas páginas —concluyó con gravedad.
No hubo más preámbulos. Tu’Shan era un hombre de acción, no de retórica, de modo que invitó a Elysius a adelantarse.
El capellán hizo una breve reverencia y avanzó frente a su señor del capítulo de modo que pudiera verlo la multitud de Salamandras que aguardaban ante él.
Elysius los evaluó a todos en silencio, permitiendo que la gravedad de la ocasión se acrecentase y haciendo ver a sus hermanos que siempre estaba observándolos. Mostrar impureza de espíritu ante el capellán era una locura. Era muy aficionado a emplear el hierro y la excoriación para determinar la devoción de un guerrero. Los cirujanos interrogadores, servidores automatizados que él mismo había modificado, lo ayudaban en su trabajo. No todos los que entraban en su reclusium lograban salir. Pero sobrevivir a las manos de Elysius significaba que uno era intachable…, al menos durante un tiempo.
Era un Salamandra más. Pero todo aquel hermano de batalla que contemplaba al capellán sentía su presencia como el frío acero esperando para encenderse con el fuego.
—«Cuando el cielo se vuelva rojo de sangre y la Montaña de la Forja renuncie a sus hijos, Vulkan nos mostrará el camino», citó Elysius.
Su voz poseía un tono duro, como las ardientes púas de sus herramientas de confesión.
Después observó los rostros que tenía ante sí atentamente.
Los sellos de pureza adornaban la servoarmadura de color negro cobalto del capellán. Cadenas votivas colgaban de sus hombreras, de su peto y de su gorguera. Los lucía incluso en su casco de combate: efigies de martillos, dragones y del águila imperial.
—El cielo ya está ensangrentado —continuó—. El Fuego Letal ya ha renunciado a sus hijos.
Elysius cerró el puño para enfatizar su discurso.
—Éstas son las escrituras del Libro del Fuego, tal y como nos las dejó nuestro primarca. Y con esto —levantó el cofre encontrado en la Archimedes Rex con la otra mano como si fuera un icono sagrado— nos ha mostrado su camino.
Elysius bajó el cofre y relajó el puño.
—Unas coordenadas galácticas escondidas entre símbolos codificados encontrados en el cofre señalan una sección del espacio —explicó el capellán, cuyo celo se había transformado en pragmatismo—. Allí, en la cúspide de la región oculta del Segmentum Tempestus, hay un sistema sumido en tormentas de disformidad, privado de la luz del Emperador durante milenios. —Sus ojos relampaguearon tras su máscara de calavera—. Debemos llevar la antorcha de la iluminación hasta él, hermanos. Las tormentas han cesado y el camino se ha abierto de nuevo. ¡Mirad los cielos de Nocturne!
El voluble capellán volvió a cambiar el tono de su discurso y bajó las manos para señalar el planeta que tenían debajo.
—Una bruma de color rojo sangre cubre nuestro funesto sol. Esta bruma coincide con la forma de una constelación de estrellas en este mismo sistema. En el centro de este conjunto celestial se encuentra un único planeta, un planeta desaparecido de los archivos del Imperio durante más de diez mil años: Scoria. No hace falta que explique la importancia que tiene eso.
Murmullos de incredulidad inundaron la estancia. Elysius no hizo nada para calmarlos. Al contrario, parecía deleitarse en el creciente fervor.
Dak’ir estaba tan consternado como sus hermanos de batalla. ¿Habrían descubierto de algún modo el destino del propio Vulkan? Eso era lo que el capellán había sugerido. Era sólo una suposición, pero aun así… El rostro de Tu’Shan no mostraba expresión alguna ante aquella revelación de gigantescas proporciones. Dak’ir supo después que el rayo de luz emitido desde la montaña había refractado con las partículas de polvo de la reciente erupción formando la pseudocelestial representación de la que hablaba Elysius. Sin duda, aquél era un fenómeno sin precedentes, y se interpretó como una señal.
Dak’ir no estaba seguro de si se trataba de un gran descubrimiento o de una condena inminente. Lo que sí sabía era que si había la más remota posibilidad de encontrar a Vulkan o de averiguar cuál había sido su destino, los Salamandras harían cualquier cosa por lograrlo. El resto de las palabras de Elysius fueron breves y hablaban de entereza y de la purificación del fuego de la guerra. Pronunciadas con gran celo, Dak’ir se las sabía de memoria. Su mente daba vueltas con todo lo que había sucedido y lo que estaba por llegar. Cuando el capellán hubo terminado y N’keln se adelantó para dirigirse a ellos, el hermano sargento supo exactamente lo que iba a decir. El rostro del capitán era duro como la roca.
—3.ª Compañía, iremos a Scoria a reclamar al progenitor de nuestro capítulo, en caso de que ése sea su paradero.
Había intensidad en los ojos del hermano capitán, como si fuera consciente de la importancia de aquella misión y de la oportunidad que suponía de reconciliar a la compañía. Dak’ir imaginaba que Tu’Shan también lo sabía.
—No obstante, iremos con la mente abierta y con cautela. Todos nosotros —continuó N’keln asintiendo con sabiduría—. Scoria lleva sin contactar con el Imperio desde el trigésimo primer milenio. Al ser un mundo letal, como el nuestro, no debería presentar ningún problema para la misión. Los augures del espacio interplanetario han revelado que el pequeño sistema en el que se halla es una zona inestable, sacudida por tormentas solares. Esto también lo superaremos. No hay modo de saber con qué nos encontraremos cuando alcancemos la superficie. Pero con enemigos o sin ellos, descubriremos por qué nuestro primarca nos envió allí. Y no estaremos solos. —N’keln hizo un gesto tras él—: El hermano Praetor y sus dracos de fuego nos acompañarán.
El sargento veterano de la 1.ª Compañía apenas se movió cuando los ojos de toda la 3.ª Compañía se posaron sobre él. Era un guerrero imperioso y un estratega sin par, a excepción del señor del capítulo. Como todos los dracos de fuego, era distante, y vivía y entrenaba en la fortaleza monasterio de Prometeo. Una larga capa de piel de salamandra colgaba desde el dorso de su armadura de exterminador, y su afeitada cabeza parecía un duro y negro ariete entre sus inmensas hombreras. Los laureles adornaban su aguerrida figura; sujeto al puño de su guantelete había un martillo de trueno de mango largo y a la espalda llevaba un escudo de tormenta circular.
La inclusión de Praetor en la misión planteaba ciertas cuestiones. Era un gran honor servir junto a la compañía de Tu’Shan; todos eran reyes guerreros, una inspiración para los hermanos de batalla que los rodeaban. Pero esto también ponía en duda la autoridad de N’keln. Dak’ir estaba convencido de que eso sólo alimentaría los argumentos de Tsu’gan.
Había perdido de vista a su homólogo en la reunión. Pero no importaba, Dak’ir lo vería en cuanto N’keln diese por concluida la asamblea.
—¡De modo que ya basta de palabras! ¡Con palabras no lograremos nada! ¡Nacidos del Fuego! ¡A vuestras cañoneras! ¡El Ira de Vulkan nos espera para llevarnos a Scoria!
Los miembros de la 3.ª Compañía se pusieron sus cascos de batalla y rompieron filas de inmediato. Los sargentos empezaron a ladrar órdenes mientras se dividían en escuadras y marchaban apresuradamente hacia las rampas de embarque de las Thunderhawk. Dak’ir reunió a sus Salamandras y se dirigió a la Dragón ele Fuego. Por el borde de la lente de su casco vio cómo los dracos de fuego avanzaban hacia la Implacable, su propia cañonera. Viajaban con el hermano capitán N’keln y la Guardia Inferno. El capellán Elysius los acompañaba. La plataforma de acoplamiento se evacuó rápidamente, dejando solos a Tu’Shan y a Vel’cona.
Para angustia de Dak’ir, Pyriel se unió a ellos a bordo de la Dragón de Fuego. El bibliotecario posó su penetrante mirada en el hermano sargento brevemente antes de ocupar su puesto en un arnés gravitatorio de la Cámara Santuarina.
Tsu’gan no vio a nadie mientras dirigía a su escuadra hacia la nave cegado por la introspección. Parecía que muchos de los Salamandras estaban sumidos en sus pensamientos. La idea de descubrir a su primarca o alguna pista de su destino los había hecho enmudecer a todos.
El aullido de las turbohélices ahogó el ruido exterior mientras el personal de servidores de cubierta se retiraba.
Cuando la Dragón de Fuego se elevó, en segundo lugar después de la Implacable, sus montantes de aterrizaje se replegaron. El estruendo de una llamarada rugió desde sus motores a toda potencia y la cañonera salió despedida hacia arriba. La Lanza de Prometeo arrancó tras ella. Las cañoneras Inferno y Hellstorm siguieron al convoy aéreo. Un trío de transportadores Thunderhawk se elevó después con cuatro transportes Rhino y el Land Raider Redentor Yunque de Fuego.
Las compuertas blindadas del techo del hangar se abrieron y revelaron el abismo del espacio real sobre sus cabezas.
Amarrado a una de las garras de acoplamiento estaba el crucero de asalto, esperando para llevar a la 3.ª Compañía a su destino.
* * *
El Ira de Vulkan estaba atravesando el último paso a través del empíreo, el obstáculo final antes de entrar en el sistema scoriano. Muchos de los Salamandras estaban realizando sus rituales de batalla, preparándose para lo que estuviese por llegar. Algunos entrenaban rigurosamente en el gimnasio del crucero de asalto; otros pasaban el tiempo en soledad recitando el catecismo de la tradición prometeana. Tsu’gan, sometiéndose a un malestar autoinfligido, había escogido los solitoriums de nuevo en un vano intento de aliviar con fuego su sentimiento de culpa.
Iagon vio desde las sombras cómo Tsu’gan se tambaleaba mientras abandonaba la cámara de aislamiento.
Olas de vapor emanaban del cuerpo torturado del sargento empañando el aire más frío que lo rodeaba. Cubriéndolas con una túnica, Tsu’gan se dirigió a la antecámara donde Iagon había dejado su servoarmadura tal y como le había ordenado.
—Astartes —dijo una voz que emanaba de la oscuridad.
Iagon tardó un momento en darse cuenta de que se dirigía a él.
La enjuta figura de Zo’kar, el sacerdote marcador de Tsu’gan, se mostró ante él. La luz rojo intenso de las lámparas iluminaba sus ropas de sacerdote a medida que se acercaba al Salamandra.
El corazón principal de Iagon latía como un tambor en su pecho. En su sádico deseo de observar el autoflagelamiento de Tsu’gan, aunque mediante el hierro incandescente de Zo’kar, no se había dado cuenta de que se había inclinado hacia adelante revelando su presencia. Había tenido suerte de que Tsu’gan estuviera tan embriagado de dolor que no se diera cuenta. De otro modo, las maquinaciones de Iagon habrían corrido un grave peligro. El vínculo de confianza que había trabado con su sargento era vital; sin él, Iagon no tenía nada.
—No deberías estar aquí —lo reprendió Zo’kar, que ya había dejado a un lado su hierro y había despachado al servidor votivo—. Lord Tsu’gan es muy estricto respecto a la intimidad.
Iagon entornó los ojos.
—¿Y acaso no la he respetado, siervo?
—Mis órdenes fueron muy claras, astartes. Debo informar a lord Tsu’gan de esta intromisión inmediatamente.
Zo’kar hizo ademán de volverse, pero Iagon salió de la oscuridad y lo agarró del hombro. El astartes sintió el hueso del sacerdote bajo la túnica y a través de su piel de pergamino y lo presionó ligeramente, lo justo para alertar a Zo’kar, pero no lo suficiente como para hacerlo gritar.
—Espera. —Iagon empleó su fuerza para darle la vuelta al sacerdote de modo que lo mirase a la cara—. No creo que el hermano Tsu’gan esté en condiciones de oír esto ahora mismo. Deja que yo se lo explique.
Zo’kar negó con la cabeza bajo su capucha.
—No puedo. Obedezco a lord Tsu’gan. Debe saberlo.
Iagon luchó por controlar una repentina punzada de rabia y el deseo de infligir dolor al insignificante ser que tenía entre sus manos.
Había sido cruel incluso de niño. Un débil recuerdo todavía más confuso a causa de la niebla de su renacimiento sobrehumano giraba como una voluta de humo en las profundidades de la conciencia de Iagon. Era una imagen medio borrosa de sí mismo atando lagartos a un poste en las dunas de la llanura Scorian. Desde la sombra de una roca esperaba hasta que el sol abrasador achicharraba a las diminutas criaturas y después veía cómo los dracónidos más grandes acudían para devorarlas. Gracias a su determinación y a su astucia, Iagon había superado las pruebas requeridas para convenirse en un marine espacial y había sido reclutado como neófito. Sus oscuros impulsos, que entonces no alcanzaba a comprender del todo, se habían canalizado hacia el campo de batalla. Con su agudeza mental, desarrollada todavía más gracias a la ciencia genética imperial, había logrado avanzar, ocultando siempre sus oscuras inquietudes a los sondeantes tentáculos de los capellanes y los apotecarios. Iagon descubrió a través de este secreto que era un experto en subterfugios. Finalmente sacó la oscura chispa que tenía en su interior y utilizó su entrenamiento y su intelecto superior para convertirla en una llama. Esta rugió en una sombría conflagración de deseo por el poder y por encontrar el modo de obtenerlo. Ningún proceso de exanimación, por muy riguroso e invasivo que hiera, era perfecto. Entre los incalculables billones del Imperio, toda población, todo credo, poseía un elemento patológico. A menudo estas anomalías pasaban desapercibidas y parecían normales y pías hasta que llegaba el momento de revelar su desviación. Pero, por supuesto, para entonces solía ser demasiado tarde.
Ahora Iagon era el dracónido y Zo’kar el lagarto a su merced. El Salamandra se acercó empleando todo su tamaño y su peso para acobardarlo e intimidarlo. Cuando Iagon volvió a hablar, su tono estaba teñido de una amenaza apenas disimulada.
* * *
—¿Estás seguro, Zo’kar?
—Más peso.
Ba’ken gruñó y relajó los hombros. Las pesadas cadenas sujetas a los negros mitones de fuerza que llevaba se aflojaron. La espalda del Salamandra como una losa de ónice, dura e implacable, mientras bajaba lentamente los inmensos pesos que sostenían las cadenas. Se agachó y los músculos de sus piernas se hincharon. Sus tendones parecían cables gruesos. Vestido únicamente con un uniforme de entrenamiento, la musculatura de su cuerpo de ébano quedaba prácticamente descubierta en su totalidad.
Dak’ir sonrió irónicamente.
—No hay más, hermano —le dijo desde atrás.
—Entonces te levantaré a ti, hermano sargento. Súbete a mis hombros.
La mirada de Ba’ken seguía fija, y Dak’ir no estaba seguro de que estuviese bromeando.
—Me temo que no va a poder ser, Ba’ken —respondió con fingida decepción mientras comprobaba el crono de la pared del gimnasio—. Estamos a punto de entrar en el sistema. Debemos prepararnos para el descenso a Scoria.
Ba’ken se quitó los mitones de las manos y los dejó con un fuerte estruendo metálico.
—Es una lástima —dijo mientras se levantaba y se secaba el sudor del cuerpo con una toalla—. Le pediré al intendente más peso para la próxima vez.
Dak’ir devolvió los mitones, que parecían inmensos trozos de granito tallado, a su sitio. A su alrededor, los guerreros de la 3.ª Compañía seguían entrenando duro.
El gimnasio era un vasto espacio. En un extremo estaban las hileras de jaulas de lucha, que se encontraban a pleno rendimiento mientras los hermanos de batalla se retaban entre ellos o simplemente practicaban las disciplinas de las armas de combate cuerpo a cuerpo. Otros ocupaban el resto del espacio, con un suelo oscuro como el granito negro y lleno de toda clase de máquinas de ejercicios.
También había un bloque de ablución, y los huecos más oscuros alojaban cinco fosos donde los Salamandras podían desarrollar su entereza merced a los encendidos rescoldos o las incandescentes barras de hierro.
Dak’ir centró su atención en la balística donde Ul’shan y Omkar aleccionaban a sus soldados en sus rituales de puntería. Lok no estaba presente, y los dos hermanos sargentos se habían dividido a los miembros de la escuadra del veterano entre ellos para instruirlos y valorar su precisión. Apartados del resto del gimnasio por razones obvias, los hermanos de batalla que se encontraban en los confines del espacio dedicado a la balística podían verse a través de una lámina transparente de cristal blindado.
Dak’ir estaba de espaldas cuando Ba’ken habló de nuevo.
—¿Y qué viste?
Antes de llegar al gimnasio para dirigir el entrenamiento de su escuadra, Dak’ir había pasado varias horas en uno de los solitoriums del crucero de asalto. Durante la meditación había tenido otro sueño. Éste era distinto a la recurrente pesadilla de los últimos momentos de Kadai y los vanos esfuerzos de Dak’ir por salvarlo. No era un recuerdo lo que había imaginado en su mente, más bien parecía una visión o incluso una profecía.
Pensar en ello lo sobrecogía tanto que Dak’ir había buscado auxilio en el consejo del Salamandra al que mejor conocía y en el que más confiaba.
El rostro de Ba’ken no mostró ninguna señal de sospecha ni de mala intención cuando Dak’ir se volvió hacia él. Sólo tenía curiosidad. El inmenso Salamandra era uno de los guerreros más fuertes que conocía, pero lo que más valoraba de él era su honestidad y su integridad.
—Vi un lagarto con dos cabezas merodeando por la oscuridad de una Ranura de árida arena —respondió Dak’ir—. Estaba cazando y encontró a su presa, un lagarto más pequeño, solo en las dunas. Acorraló a la pequeña criatura y se la tragó entera haciéndola descender por su garganta. Después volvió a escabullirse entre las sombras, hasta que él también acabo siendo engullido, pero por la oscuridad.
Ba’ken se encogió de hombros.
—No es más que un sueño, Dak’ir, nada más. Todos soñamos.
—No de esta manera.
—¿Crees que augura algo?
—No sé qué significa. Lo que más me preocupa es por qué lo estoy soñando.
—¿Has hablado con el apotecario Fugis?
—Sabe de mis sueños, y hasta la muerte de Kadai me estuvo observando como un dactílido observa a su presa. Ahora, por lo visto, Pyriel ha pasado a ser mi vigilante.
Ba’ken volvió a encogerse de hombros.
—Si fuese algo de lo que preocuparse Elysius sería tu sombra, y no nuestro hermano bibliotecario, y ahora mismo estarías teniendo esta conversación con los cirujanos interrogadores del hermano capellán. —Su mirada se volvió cálida y seria—. Tal vez era tu destino encontrar el cofre en la nave del Mechanicus, tal vez tu visión del lagarto bicéfalo tiene alguna razón de ser. No lo sé, porque yo no creo en esas cosas. Sólo sé que tú eres mi hermano de batalla, Dak’ir. Además, eres mi sargento. Llevo luchando a tu lado más de cuatro décadas. Ése es el único testimonio que necesito de tu pureza y de tu espíritu.
Dak’ir fingió que aquello había aliviado su preocupación.
—Eres sensato, Ba’ken. Mucho más sensato que yo —dijo con una sonrisa forzada.
El fornido Salamandra sólo resopló, rotando los hombros para combatir la rigidez.
—No, hermano sargento, sólo soy viejo.
Dak’ir rio en voz baja, un sonido que brotó con una despreocupación poco frecuente.
—Reúne a los soldados —ordenó—. Que acudan con armadura a la plataforma de ensamblaje dentro de dos horas.
El resto de hermanos sargentos ya estaban formando a sus soldados. Los siervos se preparaban para asistir a aquellos que se habían despojado de su armadura para entrenar.
—¿Dónde estarás tú? —preguntó Ba’ken.
Dak’ir se estaba poniendo el traje ajustado sobre el que se colocarían y se conectarían los haces de fibras eléctricas, los cables de contacto y el sistema de circuitos interno de su servoarmadura.
—En el puente.
El sargento pasó por alto la pequeña impertinencia de Ba’ken por el respeto que le profesaba a su soldado de artillería pesada. Sabía que su pregunta era sincera y carente de insolencia.
—Quiero hablar con el hermano capitán antes del descenso.
—¿Y qué ha pasado con la «costumbre prometeana»?
—Nada. Quiero saber qué cree que nos encontraremos en Scoria y si considera que esta misión es la bendición que todos esperamos que sea.
Ba’ken pareció satisfecho con la respuesta e hizo una reverencia antes de dirigirse a los ardientes chorros de vapor de la cámara de abluciones.
Dak’ir se colocó el resto de la armadura en silencio, con la mirada perdida. Cuando el siervo terminó, el hermano sargento le agradeció la ayuda y abandonó el gimnasio. Estaba convencido de que el largo camino hasta el puente le aclararía las ideas. El recuerdo del sueño lo carcomía como un parásito mientras intentaba desentrañar su significado.
Su introspección se vio interrumpida por la repentina aparición de Fugis. Había girado la esquina en la misma sección de la nave. Dak’ir recordó de nuevo la conversación que habían mantenido fuera de la Cámara de la Conmemoración de Hesiod. El apotecario había mostrado entonces un velo de melancolía que apenas se había disipado. Cuando Fugis alzó la vista, primero miró más allá de Dak’ir, e incluso después tardó en reconocerlo.
—¿Te encuentras bien, hermano apotecario? —preguntó Dak’ir con auténtica preocupación.
—¿Has visto al hermano sargento Tsu’gan? —dijo Fugis bruscamente—. Me ha estado evitando desde que embarcamos y tengo que hablar con él de inmediato.
A Dak’ir lo cogió por sorpresa el tono cortante de la voz del apotecario, pero respondió de todos modos.
—La última vez que lo vi se dirigía a los solitoriums, pero eso fue hace casi seis horas. Dudo mucho que siga allí.
—Pues yo creo que es bastante probable, hermano —rugió Fugis, y se alejó sin dar más explicaciones hacia los solitoriums.
El apotecario siempre había sido frío. Dak’ir solía ser siempre receptor de su innata frialdad, pero nunca lo había visto así. Esta vez lo acuciaba la oscuridad, ahogando cualquier esperanza y optimismo. Dak’ir ya lo había notado durante la inspección del desierto de Pira. Y ahora volvía a verlo a medida que la figura de Fugis era engullida por las sombras del largo pasillo.
Dak’ir decidió no darle más vueltas de momento. Tenía asuntos que resolver en el puente que no tenían nada que ver con la preocupación del afligido apotecario.
* * *
Las puertas blindadas del puente se abrieron después de que un escáner biométrico reconociera la presencia de Dak’ir. Un leve silbido de presión hidráulica escapó mientras el hermano sargento atravesaba el portal hacia el centro de control del Ira de Vulkan.
La luz de las lámparas que rodeaban el puente era débil. La semioscuridad propiciaba una atmósfera de aprensivo silencio acorde a la penumbra. Siempre era así cuando atravesaban la disformidad o durante la batalla. La escasa luz rojiza abrazaba las paredes exteriores de la cámara hexagonal hasta perderse en la oscuridad. La mayor parte de la iluminación del puente procedía de las mesas del strategium y de las pantallas superiores que controlaban los múltiples sistemas de la nave. Las columnas de iconos de las distintas pantallas eran verdes. Esto significaba que los campos Geller que protegían a la nave de los depredadores de la disformidad se mantenían activos. Un semicírculo de consolas llenaba el arco delantero del puente. Como en todas las naves astartes, la tripulación del Ira de Vulkan estaba principalmente compuesta de siervos humanos, alféreces y comandantes, servidores y tecnosabios, todos trabajando ante los controles operativos. Unos gruesos escudos se habían instalado sobre los miradores del puente para protegerlos, pues incluso mirar a la disformidad significaba estar condenado por ella.
La disformidad era un reino inmaterial, una capa que se extendía sobre el mundo real, similar a un mar incorpóreo. El tiempo avanzaba de manera diferente en sus olas; podían abrirse portales en ella y había rutas que permitían a las naves avanzar grandes distancias relativamente rápido. Pero albergaba múltiples peligros.
Horrores abismales y entidades hambrientas de almas vagaban por sus profundidades. Además, la disformidad era insidiosa. Era capaz de penetrar en la mente de un hombre y obligarlo a hacer o a ver cosas. Muchas naves espaciales se habían perdido de este modo. No por haber sido tomadas por demonios, sino porque se habían autodestruido desde dentro.
A pesar de la ardua preparación psicológica y de su dureza mental genética, Dak’ir sentía una punzada de inquietud cada vez que penetraba en el immaterium.
Le aliviaba pensar que pronto lo abandonarían. La disformidad lo alteraba. Se infiltraba en su conciencia con delgados y finos dedos y le arrebataba su determinación. Palpitando de manera insistente, la semipresencia de la disformidad era como un susurro perdido cargado de malas intenciones. Dak’ir la bloqueó con bastante facilidad, pero por un instante le hizo pensar en los Guerreros Dragón, en cómo se habían rendido voluntariamente a aquella otra realidad de oscuros sueños y de promesas aún más oscuras y en que incluso la habían abrazado. Como sirviente leal del Emperador, no podía imaginar qué motivación los habría llevado a cometer un acto tan desesperado. Nihilan y sus renegados ya no tenían posibilidades de redimirse. Su mente vagó hasta Stratos y el motivo por el que los Guerreros Dragón estaban allí.
La venganza siempre le había parecido un motivo demasiado nimio para alguien como Nihilan no era suficiente.
Dak’ir dejó la cuestión a un lado. Había llegado a la parte trasera del puente y estaba a los pies de una plataforma con escalones sobre la que el hermano capitán N’keln descansaba en su trono de control. N’keln parecía ocioso e impaciente mientras observaba cómo el hermano bibliotecario los guiaba bajo la luz del Emperador a través de los caprichos de la disformidad.
Pyriel estaba delante del trono de control, en una parte más baja de la plataforma. Estaba en un pseudopúlpito totalmente erguido. La posición que mostraba no se debía a la oración. Su capucha psíquica estaba conectada íntegramente con los circuitos internos del púlpito aumentando sus habilidades.
Una serie de planos tácticos, esquemas y mapas de predicciones trazados psicográficamente por los astrópatas de la nave estaban dispuestos sobre una mesa de estrategias a la derecha de N’keln. El capitán los miraba distraídamente mientras el hermano sargento Lok, de pie junto al trono de control, señalaba posibles zonas de aterrizaje y de aproximación con un marcador.
Por lo visto, los planes del desembarco en Scoria ya estaban desarrollándose. Era todo teoría hasta que penetrasen en el sistema, pero los Salamandras eran extremadamente minuciosos.
El sargento veterano Praetor no estaba presente. Dak’ir supuso que su abultada armadura de exterminador impedía su presencia en el puente y que permanecía con sus dracos de fuego, sumido en alguno de los rituales clandestinos que los guerreros de la 1.ª Compañía llevaban a cabo antes de la batalla. Tal vez el capellán Elysius estuviese con ellos, porque también se encontraba ausente.
—Hermano sargento.
El recibimiento de N’keln tenía un tono interrogante.
Dak’ir lo saludó y dio por hecho que se le permitía acercarse.
—¿Ya estáis preparando nuestro aterrizaje?
—Desde que dejamos Prometeo, hermano.
La mirada de N’keln se posó en los planos que Lok estaba marcando con flechas y símbolos de batalla.
Dak’ir advirtió el aspecto militar de los iconos que el sargento veterano estaba dibujando.
—¿Se esperan problemas, hermano capitán?
—Ni los espero ni los descarto, sargento. Sólo quiero que estemos preparados para lo que haya ahí abajo.
N’keln alzó la vista de la mesa de estrategia al ver que Dak’ir no decía nada.
—¿Impaciente por hallar respuestas, Dak’ir?
—Mi señor, yo…
N’keln hizo un gesto para detener su inminente disculpa.
—Eres el tercer oficial que ha visitado el puente en la última hora —dijo—. Debería castigar un comportamiento tan impaciente, especialmente viniendo de un sargento que debería estar con su escuadra. Pero en este caso haré una excepción. Un capítulo como el nuestro no tiene la oportunidad de descubrir el destino de su primarca todos los días.
Dak’ir tuvo la impresión de que el semblante de N’keln se volvió ligeramente nostálgico.
—He visto representaciones artísticas, por supuesto —continuó el capitán con veneración—, en roca y en metal, pero ver… —N’keln enfatizó la última palabra con sentida vehemencia—… con mis propios ojos… a nuestro padre, diez mil años después de su legendaria desaparición… Sería como un mito hecho realidad.
Dak’ir estaba menos eufórico.
—Espero que tengas razón, hermano capitán.
—¿No crees que encontremos a Vulkan en Scoria? —preguntó N’keln sin rodeos.
No había ninguna segunda intención ni ninguna especie de sondeo oculto en sus palabras. Tal vez ésa era la razón por la que tenía dificultades con la parte política del liderazgo.
—La verdad, capitán, es que no sé qué encontraremos allí o en qué acabará todo esto.
Los ojos de N’keln se entrecerraron y, en la pausa de la conversación, Dak’ir sintió la inminencia de lo que estaba a punto de suceder como si llevase un collar de piedra alrededor del cuello. La mirada del capitán era escudriñadora.
—Esto te concierne más a ti que a nadie, ¿verdad, hermano? Tú encontraste el cofre en la Archimedes Rex, ¿no es así?
Dak’ir asintió, aunque sabía que no era necesario. A pesar de que estaban dándose la espalda el uno al otro, el sargento sintió cómo los ojos del bibliotecario se clavaban en la parte trasera de su cráneo en cuanto se mencionó el cofre.
—Pronto obtendrás tus respuestas, hermano sargento —interpuso la voz de Pyriel, como invocada por el pensamiento de Dak’ir—. Estamos a punto de abandonar la disformidad.
A continuación hubo una pausa preñada de significado mientras todos aquellos presentes en el puente esperaban la vuelta al espacio real.
—Ahora… —susurró. Pyriel.
Una inmensa sacudida azotó al Ira de Vulkan, como si una repentina onda expansiva recorriera su columna vertebral. El puente tembló. Dak’ir y otros varios perdieron el equilibrio. Un grave rugido inundó la sala hexagonal. Sonaba como el fuego, pero aullaba como si estuviera vivo y buscase vorazmente aire que quemar. La tripulación humana y los servidores se taparon los oídos mientras intentaban mantenerse en pie. La nave daba bandazos de un lado a otro, zarandeada como un esquife en un océano violento. Las consolas explotaron, lanzaron chispas y se apagaron. Las sirenas sonaban con urgencia ahogadas por el furioso tumulto que azotaba al Ira de Vulkan desde el exterior.
—¡Alerta roja! —bramó N’keln por el comunicador del trono de control agarrándose a los brazos con fuerza para mantenerse sentado—. ¡Todo el mundo a los puestos de emergencia!
Lok cayó sobre una de sus rodillas y se mantenía apoyado en el suelo con el puño de combate mientras agarraba la mesa de estrategia con la otra.
—Pyriel…
El rostro de N’keln parpadeaba con la intermitente luz de emergencia mientras Dak’ir se levantaba desde donde había caído, en la base de la escalera. Todavía aturdido, miró al bibliotecario. El púlpito era un amasijo de cables chispeantes y de metal chamuscado. Pyriel se abrió paso a golpes y salió de entre aquellos restos malhumorado.
—Debemos de haber pasado por una tormenta solar —gruñó sujetándose al maltrecho extremo del púlpito para evitar caerse cuando la nave fue sacudida de nuevo.
Los timoneles que había delante del bibliotecario trataban desesperadamente de hacer virar la nave al tiempo que intentaban mantenerse en pie.
El sonido de los servos luchaba contra el intenso trueno que atacaba la nave mientras los escudos blindados que cubrían los miradores empezaban a retraerse. Era un sistema automatizado que se activó en cuanto los campos Geller se desactivaron y la nave volvió a entrar en el espacio real.
Dak’ir sintió el peligro antes de ver una delgada línea de luz ultrabrillante que empezaba a formarse en el extremo inferior del escudo.
—¡Desactivad el…!
Los gritos de horror eclipsaron la advertencia del hermano sargento cuando múltiples rayos de luz sobrecalentada alcanzaron el puente. El alférez que se encontraba más cerca del mirador sufrió una combustión espontánea en cuanto la letal energía solar lo alcanzó. Otros encargados de las consolas sufrieron la misma suerte. Uno de los comandantes se volvió suplicando la clemencia del Emperador con la parte izquierda de su rostro quemada y ennegrecida. Un oficial de navegación, con el suficiente sentido común como para haberse agachado tras una consola, sacó su pistola láser y le administró un tiro en la frente al pobre desdichado.
Dak’ir sintió el calor sobre su armadura. Era como caminar por un túnel de viento mientras luchaba por llegar hasta la palanca que desactivaba el escudo hermético de emergencia. Al no llevar puesto el casco de combate todo parecía danzar a través de la calima. Su piel desnuda era inmune a ella, aunque vio cómo un servidor moría abrasado a causa de la erupción solar. Ésta hizo estragos en las paredes interiores, haciendo arder los cables y quemando circuitos.
Pyriel lanzó una cúpula de energía alrededor de la tripulación, que se arrastró hacia ella a cuatro patas. Los ciegos y los quemados fueron arrastrados, lloriqueando, hacia aquel santuario psíquico, mientras que los muertos se dejaron allí, convertidos en antorchas humanas.
La abertura del escudo sólo tenía unos centímetros cuando Dak’ir llegó al panel de desactivación y tiró de la palanca. A una velocidad exasperantemente lenta, las placas de blindaje se cerraron de nuevo y la luz infernal desapareció.
Pyriel desactivó la cúpula de energía y se dejó caer. Tenía el rostro sudoroso, pero sus ojos reflejaron gratitud al encontrarse con los de Dak’ir.
Los humeantes restos de los hombres estaban por todo el puente. Sus cadáveres yacían carbonizados sobre la abrasada cubierta.
—Equipos médicos, acudan al puente de mando de inmediato —ordenó Lok a través de su gorguera conectada con los sistemas de comunicación de la nave.
Los extremos de sus hombreras estaban negros, como cubiertos con una capa de espeso hollín, y el vapor emanaba de su cabeza pelada.
—Maestro Argos… —ladró N’keln por el comunicador del trono.
El intenso rugido de la tormenta no había cedido, lo que dificultaba la transmisión de órdenes.
—Parte de daños.
El ruido de estática inundaba los transmisores del puente de mando. La voz del tecnomarine era forzada, como si luchara para que se lo oyese a través de las interferencias. El clamor de fondo de la cubierta del enginarium donde Argos se encontraba empeoraba todavía más la comunicación.
—Los motores del casco no funcionan. En cuanto a los reactores de popa, de la fila tres a la dieciocho, muestran emisiones esporádicas de energía. Los escudos están bajados y las cubiertas de la trece a la veintiséis muestran daños importantes, posiblemente una brecha en su integridad.
Era un informe desalentador.
—¿Qué nos ha golpeado?
—La parte de babor de la nave ha sido alcanzada por un rayo de luz de la tormenta solar. El rayo ha atravesado el blindaje exterior, se ha llevado por delante los escudos y ha hecho trizas la mayoría de las cubiertas que daban al sol. Secciones enteras han sido arrancadas de cuajo. Las áreas peor paradas han ardido totalmente. Todo se ha convertido en cenizas. Ya las he precintado.
—¡Por Vulkan! —musitó N’keln.
De algún modo, tal vez a través de su sistema augmético, Argos lo oyó.
—Imaginad el efecto de un rifle de fusión a quemarropa contra una armadura de ceramita.
Dak’ir prefirió no hacerlo.
—Dime algo positivo, hermano —dijo N’keln interrumpiendo el sombrío comentario del sargento.
La respuesta del tecnomarine fue involuntariamente seca.
—Seguimos volando.
El capitán sonrió sin alegría. Las puertas blindadas se abrieron y los equipos médicos entraron para atender a los heridos y llevarse a los muertos. Lok se hizo cargo de dirigirlos mientras N’keln continuaba hablando con su tecnomarine jefe.
—¿Cuánto tiempo podemos seguir volando con la brecha abierta?
Los transmisores crujieron retrasando la respuesta de Argos.
—No mucho —dijo por fin.
N’keln miró a Dak’ir a los ojos con gesto severo. Las cubiertas afectadas tendrían que purgarse y sellarse. Cientos, si no miles, de siervos humanos trabajaban en esas áreas de la nave. N’keln los estaría condenando a todos a muerte.
—Solos no pueden sobrevivir —intervino Dak’ir sabiendo lo que rondaba por la cabeza de su capitán.
N’keln asintió.
—Por eso vas a reunir a tu escuadra, y tú también, Lok —añadió lanzándole una mirada rápida—, y vais a ayudarlos en la evacuación. Salvad a todos los que podáis, hermanos. Ordenaré que se sellen las cubiertas en quince minutos.
Dak’ir golpeó su hombrera con el puño. Él y Lok salieron corriendo, y sus armaduras traquetearon con urgencia a su paso.