II
ENCRUCIJADA
Tsu’gan perdió el equilibrio cuando un pinchazo de dolor le abrasó el costado obligándolo a estirar una mano temblorosa. Notó el frío del negro mármol de la pared a medida que se recuperaba. Al cabo de unos instantes fue capaz de continuar. A través de una bruma de agonía apenas controlada, Tsu’gan no advirtió la huella de vapor que dejaba a su paso mientras recorría la Sala de las Reliquias.
Como muchos de los sargentos, se había quedado en Prometeo esperando noticias del Panteón. Todo el mundo especulaba acerca del cofre descubierto en la Archimedes Rex. Algunos creían que, puesto que vivían tiempos adversos, podía estar relacionado con el lugar donde el primarca había buscado la soledad tras el fin de la Herejía. Tsu’gan lo dudaba. Era un hombre pragmático, demasiado sensato como para permitirse creer en unas teorías tan remotas. Creía en lo que veía, en lo que tocaba. Tsu’gan sólo conocía un modo de resolver una crisis: enfrentarse a ella con determinación y con resolución.
Con eso en mente, mientras esperaba las respuestas del Panteón, había convocado su propia reunión.
Varios sargentos habían estado presentes, confabulados con Iagon e impulsados por el magnífico ejemplo prometeano de Tsu’gan y el respeto que le tenían sus coetáneos. Al fin y al cabo acudían para tratar «un asunto serio» de la compañía, según citaba la invitación. El tema de la reunión secreta, celebrada en uno de los pocos y rara vez usados dormitorios, era N’keln. Tsu’gan la estaba recordando ahora, y el sentimiento de culpa de aquel encuentro se sumó al asociado con la muerte de Kadai mientras recorría los pasillos de mármol negro de la galería.
* * *
Tsu’gan los esperaba en la penumbra de la cámara, con las linternas halógenas encendidas lo justo para proporcionar algo de luz a la estancia vacía. El resto fueron entrando uno tras otro. Adustos y con muchos años de servicio, Agatone y Ek’Bar salieron los primeros en llegar, el primero callado y el segundo pensativo. Ambos eran sargentos de escuadras tácticas, como Tsu’gan. Después llegó Vargo, de una de las escuadras de asalto, un veterano de campaña. Poco después lo siguieron De’mas, Clovius y Typhos. El último de todos fue Naveem, quien parecía el más reacio a participar en aquella reunión. Estos astartes, todos grandes Salamandras, representaban a cinco escuadras tácticas y a las dos escuadras de asalto de la 3.ª Compañía. Los únicos que no estaban presentes eran los sargentos de los devastadores, aquellos que habían luchado junto a N’keln en Stratos. Y por supuesto, Dak’ir también estaba ausente. El sargento había dejado muy clara su opinión acerca del ascenso del nuevo capitán.
Los hermanos sargentos presentes se habían quitado los cascos de batalla, de hecho, Clovius y Typhos casi nunca lo llevaban puesto, y sus ojos brillaban intensamente en la penumbra. Tsu’gan esperó a que todos estuviesen preparados, a que los saludos y las muestras de respeto mutuo concluyesen, antes de empezar.
—No me consideréis desleal —dijo Tsu’gan—, porque no lo soy.
Después miró a todos los sargentos reunidos deslizando lentamente la vista de un lado al otro de la estancia.
—¿Para qué estamos aquí entonces, si no es para hablar de deslealtad y renegar de los votos que todos juramos ante el mismísimo señor del capítulo?
El tono de Naveem evidenciaba su ira, pero a pesar de todo mantuvo la voz baja.
Tsu’gan levantó una mano apaciguadora, tanto para aplacar a Naveem como para detener cualquier represalia por parte del hermano Iagon, que observaba desde detrás de su sargento en la oscuridad.
—Sólo quiero lo mejor para la compañía y para el capítulo, hermanos —les aseguró.
—Si eso es cierto, Tsu’gan, ¿por qué tenemos que reunirnos entre las sombras como conspiradores? —Inquirió Agatone, con el duro rostro contraído por el desagrado—. He venido a esta reunión para hablar de la discordia en nuestras filas y para debatir el modo de arreglar las cosas. Pero todos los comentarios que he oído previos a este encuentro han sido de disensión y de la incompetencia de N’keln para asumir la función de capitán. Dame una razón por la que no deba dar media vuelta e informar a Tu’Shan.
Tsu’gan miró a su homólogo con franqueza.
—Porque sabes tan bien como yo que N’keln no es apto para ese puesto.
Agatone abrió la boca para responder, pero la cerró de nuevo ante aquel hecho tan irrefutable.
Volviendo a centrar su atención en todos los reunidos, Tsu’gan extendió los brazos en un gesto conciliador.
—N’keln es un buen guerrero, uno de los mejores de la Guardia Inferno, pero no es Kadai y…
—Nadie lo es —se mofó el sargento Clovius negando con la cabeza. Su cuerpo achaparrado, los gruesos hombros y la ancha espalda le daban aspecto de tener la mente tan rígida como una roca acorazada. El sargento continuó—: No se puede juzgar a un hombre en base al recuerdo de otro.
—Me refiero sólo a su legado —respondió Tsu’gan— y a su capacidad de dirigirnos. N’keln necesita una mano firme, el apoyo de un capitán. Es como una parte de una aleación: fuerte cuando está mezclado con la otra parte, pero separado… —Tsu’gan negó con la cabeza—. No aguantará.
Los murmullos que inundaron la estancia revelaban que aquello no había convencido a su audiencia.
Tsu’gan siguió insistiendo.
—N’keln hereda una compañía dividida; una compañía que requiere de mucha fortaleza para ser reconstruida. Y él carece de esa fortaleza. ¿Cómo si no describiríais la locura de regresar al Cinturón de Hadron?
—De no haberlo hecho, jamás habríamos descubierto el cofre —respondió la profunda voz de Vargo.
Tsu’gan lo miró y bramó con vehemencia:
—Por pura casualidad: una casualidad que estuvo a punto de sumarnos al listado de muertos y que nos puso en deuda con unos mercenarios. —Escupió la última palabra a medida que el recuerdo de los Marines Malevolentes le venía a la mente. Haber tenido que tratar con aquellos despreciables sin honor le había dejado un amargo sabor de boca—. Otro de los fallos de N’keln —continuó Tsu’gan— fue permitir que Vinyar y sus perros robasen las armas y la armadura que estaban destinadas para otro capítulo. Esos ladrones lo único que tienen de astartes es el nombre. Pero N’keln los dejó marchar sin perseguirlos o sin tan siquiera dedicarles unas duras palabras.
El sargento hizo una pausa para dejar que los reunidos asimilasen su retorica condenatoria.
—No me consideréis desleal —repitió mientras experimentaba una gran satisfacción al ver reflejado en el rostro de los sargentos que empezaban a comprender; incluso Naveem parecía ceder—. No lo soy. Sólo sirvo a la voluntad del capítulo. Siempre lo he hecho. Me siento orgulloso de ser un Nacido del Fuego, y seguiré a mis hermanos hasta la muerte. Pero lo que no voy a hacer quedarme de brazos cruzados mientras una compañía se destruye. Y tampoco voy a participar en misiones sin sentido en las que la única recompensa es una muerte imprudente. No puedo hacerlo.
Agatone preguntó lo que el resto ya estaba pensando.
—¿Y qué quieres que hagamos?
Tsu’gan asintió como si aprobase la decisión que había tomado.
—Aliaos conmigo —respondió simplemente—. Aliaos conmigo y apoyadme cuando vaya a ver al señor del capítulo y a exigirle que destituya a N’keln como capitán.
Al cabo de unos momentos habló Naveem.
—Esto es una locura. Ninguno de los actos que has mencionado tiene el suficiente peso como para justificar la remoción del capitán. Tu’Shan nos castigará a todos por esta conspiración. Acabaremos ante Elysius y sus cirujanos interrogadores y nuestra pureza será puesta en duda.
—¡No es una conspiración! —exclamó Tsu’gan.
Después, venciendo su frustración, bajó la voz:
—Trasmitiré nuestra inquietud al señor del capítulo, pues es nuestro derecho. Él es sabio. Será capaz de ver las grietas de esta compañía y no tendrá más remedio que hacer lo que sea mejor para ella.
—¿Ya quién nombrará como sucesor de N’keln? —preguntó Agatone mirando a Tsu’gan a los ojos—. ¿A ti?
—Si el señor del capítulo ve oportuno nombrarme, no rechazaré la responsabilidad. Pero mi intención no es usurpar el cargo a N’keln. Sólo quiero lo mejor para esta compañía.
Agatone miró alrededor de la sala, claramente indeciso.
—¿Y qué hay de Dak’ir, Omkar, Loky Ul’shan? ¿Por qué no están presentes para exponer sus razones?
Tsu’gan mantuvo su aire imperioso a pesar del pertinente interrogatorio de su homólogo.
—No los he convocado —admitió.
Naveem dio un respingo al oír aquella confesión.
—¿Por qué? ¿Porque sabías que jamás accederían y que no mantendrían el secreto? —El sargento frenó la protesta inminente de Tsu’gan—. Ahórrate la respuesta, hermano. No me interesa. Guardaré silencio por lealtad al resto de mis compañeros, pero no tomaré parte en esto. Sé que crees que actúas por auténtica preocupación por la compañía, pero te equivocas, Tsu’gan —añadió con tristeza antes de abandonar la sala.
—Yo tampoco, hermano —le secundó Agatone—. No quiero volver a oír hablar de esto o no tendré más alternativa que acudir al capellán Elysius.
Finalmente, los sargentos Clovius y Ek’Bar siguieron los pasos de Naveem y Agatone. Los demás se unieron a la causa de Tsu’gan, pero sin ser mayoría tenían pocas posibilidades de conseguir nada, de modo que se marcharon poco después que sus contrariados compañero y dejaron a Tsu’gan solo con Iagon.
—¿Por qué no lo ven, Iagon? ¿Por qué no reconocen la debilidad de N’keln?
El sargento se dejó caer sobre uno de los austeros camastros que llevaban décadas sin utilizarse.
Iagon avanzó lentamente desde detrás de Tsu’gan hasta ponerse ante él.
—Yo no creo que hayamos fracasado, sargento. —Tsu’gan alzó la mirada con ojos inquisitivos—. Es verdad que sólo hemos conseguido que tres sargentos se unan a nuestra causa, pero en realidad tampoco necesitamos más.
—Explícate.
Iagon sonrió curvando ligeramente los labios hacia arriba sin ningún rastro de regocijo. Allí, en las sombras del dormitorio vacío, se mostraba su auténtica naturaleza.
—Transmítele tus quejas a Elysius. Y asegúrate de que N’keln esté cerca cuando lo hagas, o al menos de que llegue pronto a sus oídos. —Iagon hizo una pausa premeditada, aplaudiendo por dentro su propia astucia—. N’keln es un guerrero con gran sentido de la responsabilidad. Cuando descubra la poca confianza que le profesan sus sargentos renunciará por decisión propia.
Tsu’gan se mostraba repentinamente dudoso. Dio un profundo suspiro para intentar ahuyentar sus dudas.
—¿Crees que esto está bien, Iagon? ¿Estoy haciendo lo mejor para la compañía y para el capítulo?
—Estás tomando el camino más duro, mi señor. El que debes recorrer para que estemos todos unidos de nuevo.
—Aun así…
Iagon dio un paso hacia adelante para reforzar su argumento.
—Si N’keln fuese digno del puesto, ¿acaso no habría aceptado el martillo de trueno de Kadai? Ahora está acumulando polvo en la Sala de las Reliquias, olvidado y rechazado por alguien que recela del cargo que asume al reclamarlo.
Tsu’gan negó con la cabeza con aire vacilante.
—No. N’keln lo rechazó por respeto.
No sonaba convencido.
—¿Seguro? —Iagon adoptó una imagen de absoluta e inocente neutralidad.
* * *
Tsu’gan salió del dormitorio en silencio, esclavo de sus propios pensamientos. El dolor relajaría su atribulada mente.
Se había dirigido a los solitoriums de inmediato. Y allí, en la oscuridad, con los ojos de su espía secreto posados en él, se había entregado a su adicción una y otra vez esperando, en vano, que con el siguiente golpe del hierro su conciencia se aliviara. Pero no había sido así, y el sentimiento de culpa lo seguía atormentando mientras avanzaba por los largos pasillos de la Sala de las Reliquias vestido únicamente con una sencilla túnica verde.
Los honores y los recuerdos de héroes del pasado llenaban la austera galería de mármol negro. El color de la roca, su suavidad y su densidad inspiraban un estado de ánimo taciturno, algo totalmente adecuado dada la veneración que le profesaba a aquel lugar consagrado. Había altares dedicados a Xavier, a Kesare e incluso al antiguo T’kell, aislados en antesalas o en profundas hornacinas abiertas en la roca. Artefactos demasiado preciados para ser incinerados y demasiado venerados para ser legados descansaban en su interior junto con los sellos de pureza, las medallas y demás tributos a sus legados.
Los huesos de las piernas que el hermano Amadeus había perdido en el asedio de Cluth’nir se habían convertido en relicarios. Si el poderoso guerrero caía alguna vez, serían reducidos a cenizas con sus restos reanimados y con su sarcófago y ofrecidos al monte del Fuego Letal.
Tsu’gan los visitó todos, y cada paso era un doloroso recuerdo del daño que se había autoinfligido. El dolor físico no era nada comparado con la angustia mental que sentía y que no había logrado, a pesar de todos sus esfuerzos, aliviar en lo más mínimo. Se preguntó brevemente si esta vez se había pasado demasiado obligando al sacerdote marcador a hacerlo. Tsu’gan descartó aquel pensamiento.
Haciendo una reverencia, entró en una de las antesalas de la estancia y se vio envuelto en oscuridad. Pero sólo duró unos segundos antes de que una llama votiva cobrase vida en una de las paredes y emitiese un cálido y anaranjado resplandor sobre el sombrío altar. Tenía la forma de un yunque y una mortaja de piel de salamandra cubría la parte superior. Sobre la piel descansaban los restos destrozados de un elaborado martillo de trueno.
A Tsu’gan lo invadió un profundo sentimiento de pérdida al acercarse al altar y se arrodilló ante él para orar.
—Mi capitán…
Las palabras eran apenas un suspiro, pero reflejaban su añoranza. Intentó volver a hablar, pero vio que no podía y cerró la boca sin emitir ningún sonido. Después se hizo un ensordecedor y definitivo silencio. Tsu’gan recordó de nuevo la escena de la destrucción de Kadai. Recordó el rescate de los restos del estimado capitán con N’keln. Luchando contra un sentimiento de repentino dolor y de impotente rabia, Tsu’gan había mirado a los ojos del veterano sargento y vio claramente lo que se reflejaba en ellos: «¿Y ahora qué? ¿Quién nos dirigirá? No puedo asumir esta responsabilidad. Todavía no. No estoy preparado».
Incluso entonces, a través de un velo de desesperación, Tsu’gan había sido testigo de la verdad que se escondía en el corazón de N’keln. Si el deber no le había permitido renunciar, la prudencia debería haberlo obligado a hacerlo. Pero no fue así, y aquel recuerdo le escocía por dentro.
El hermano sargento no pudo soportarlo más y, apartando la mirada del solemne tributo a Ko’tan Kadai, salió corriendo del santuario.
Tsu’gan estaba tan sumido en sus atribulados pensamientos que no advirtió que Fugis se acercaba por la dirección opuesta y chocó con él.
—Disculpa, hermano —se excusó Tsu’gan haciendo una mueca de dolor bajo la capucha de su túnica y disponiéndose a continuar.
Fugis levantó el brazo para detenerlo. Al igual que el hermano sargento, el apotecario vestía sólo una túnica.
—¿Te encuentras bien, hermano Tsu’gan? Pareces… preocupado.
Fugis no llevaba la capucha puesta y observaba al sargento con ojos penetrantes y con su característica sagacidad.
—No es nada. Sólo deseo honrar a los muertos.
Tsu’gan no logró mantener su voz firme, ya que el dolor de las quemaduras lo devoraba. Intentó seguir adelante, pero esta vez Fugis se interpuso en su camino.
—Pero suenas como si hubieses estado luchando hace poco.
Su delgado rostro acentuaba su seria y escrutadora expresión.
—¡Apártate, apotecario! —exclamó Tsu’gan, sorprendido ante su repentina ira—. No tienes motivos para detenerme.
Fugis frunció el ceño.
—Tengo todos los motivos del mundo.
El apotecario estiró la mano. A causa de su debilidad, Tsu’gan fue demasiado lento para detenerlo. Fugis tiró de la túnica y la capucha del sargento y reveló las profundas cicatrices de la parte inferior de su pecho.
—Esas marcas son frescas —dijo con tono acusador—. Te has estado remarcando.
Tsu’gan estaba a punto de protestar, pero a aquellas alturas negar lo evidente no era digno de él.
—¿Y qué? —rugió con los dientes apretados tanto por la ira como para ocultar el dolor que todavía persistía.
La expresión del apotecario se endureció.
—¿Qué estás haciendo, hermano?
—¡Lo que debo hacer para cumplir mi función! —El rencor de Tsu’gan disminuyó rápidamente y fue sustituido por la resignación—. ¡Murió asesinado, Fugis! Asesinado a sangre fría, como esos malnacidos que nos guiaron hasta Aura Hieron.
—Todos lamentamos su pérdida, Tsu’gan. —Ahora era el turno del cambio de Fugis, aunque en lugar de suavizarse, sus ojos parecieron volverse más fríos y distantes, como si estuviera reviviendo el dolor de su pérdida.
—Pero tú no presenciaste su final, hermano. Tú no rescataste los restos de su armadura y de su cuerpo, tan destrozado que ni siquiera pudiste utilizar tu habilidad para revivirlo en otro.
Tsu’gan se refería a las glándulas progenoides de Kadai. Estos elementos de la fisiología de un marine espacial se encontraban en el cuello y en el pecho. Si se recuperaban con una técnica que sólo los apotecarios conocían, podían ser reutilizadas para crear otro Salamandra. Pero en el caso del trágico fallecimiento de Kadai incluso aquel pequeño consuelo había sido negado.
Fugis caviló un momento para decidir qué hacer.
—Debes acompañarme al apotecarium. Atenderé tus heridas —dijo—. Puedo curarte las superficiales, hermano, pero el profundo dolor que sientes va más allá de mis habilidades sanadoras.
Por un momento, los ojos del apotecario se suavizaron.
—Tu espíritu es un torbellino, Tsu’gan. No puedes seguir así.
Tsu’gan volvió a cruzarse la túnica sobre el cuerpo y exhaló entrecortadamente. Un tic bajo el ojo izquierdo reflejó su dolor al hacerlo.
—¿Qué debo hacer, hermano? —preguntó.
La respuesta de Fugis fue simple.
—Iré a ver al capellán Elysius para que te obligue a confesarle todo lo que has estado haciendo y te someterás a su juicio.
—Yo… —empezó el sargento, pero finalmente transigió—. Sí, tienes razón. Pero deja que sea yo quien lo haga. Deja que vaya a verlo yo mismo.
El apotecario parecía dudoso. Su escudriñadora mirada había regresado y sus ojos se habían entrecerrado de nuevo.
—De acuerdo —dijo por fin—. Pero hazlo pronto o no tendré más remedio que hacerlo por ti.
—Lo haré, hermano.
Fugis permaneció allí un momento más antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la antesala donde Kadai lo esperaba.
Tsu’gan se dirigió en la dirección contraria, ajeno al hecho de que otra figura lo observaba desde las sombras de los pasillos de la Sala de las Reliquias, la misma que lo había visto derrumbarse a los pies del yunque que hacía de altar y que lo había seguido desde la cámara de aislamiento.
El dolor, el pesar y la vergüenza enturbiaban los sentidos del hermano sargento cuando llegó a una bifurcación del pasillo. La luz de las lámparas brasero parecía iluminarla con un resplandor fantasmagórico en el que Tsu’gan no reparó. El ramal este daba al reclusium, donde esperaría al capellán y purgaría su pesarosa alma. El oeste lo llevaba de vuelta a una pequeña armería donde descansaba su armadura. Estaba a punto de girar al este cuando sintió que alguien le tocaba ligeramente el hombro.
—¿Adónde vas, mi señor? —preguntó la voz de Iagon—. Tu armadura está por el otro lado.
Tsu’gan lo observó. Iagon también vestía una túnica. La capucha le cubría el rostro de manera que sólo asomaban su afilada y angulosa nariz y su boca curvada hacia abajo. La menuda complexión del Salamandra resultaba exagerada sin la armadura. Lo hacía parecer pequeño en comparación con su sargento.
—No puedo, Iagon —dijo Tsu’gan—. Necesito el consejo de Elysius.
El sargento intentó proseguir su camino, pero Iagon lo agarró de nuevo, esta vez más fuerte.
Tsu’gan se estremeció a causa del dolor de sus heridas.
—Suéltame, soldado. Soy tu sargento.
El rostro de Iagon era una máscara sin emoción.
—No puedo, mi señor —dijo, y lo agarró con más fuerza.
Tsu’gan frunció el ceño y sujetó al soldado por la muñeca. A pesar de sus heridas, seguía siendo increíblemente fuerte, y ahora fue el turno de Iagon de expresar su dolor.
—No soy lo bastante fuerte como para detenerte, sargento, pero deja que apele a tu mejor sentido del juicio… —rogó Iagon al tiempo que liberaba a su hermano.
Tsu’gan lo soltó y relajó el gesto ligeramente invitando a su soldado a hablar.
—Acude a Elysius si crees que debes hacerlo —susurró éste rápidamente—, pero sabes que si lo haces te destituirán y te harán sufrir penitencia por lo que has hecho. Los cirujanos interrogadores te someterán a sus sondas y rebuscarán por todos los rincones de tu mente. Nuestro hermano capellán descubrirá tu engaño…
—¡No he engañado a nadie más que a mí mismo! —rugió Tsu’gan a punto de darse la vuelta de nuevo antes de que Iagon pudiese detenerlo.
—Descubrirá tu engaño —insistió—, y actuará contra todos los hermanos que estaban en esa sala. Cualquier posibilidad de sustituir a N’keln desaparecerá, junto con la perspectiva de sanar a nuestra dividida compañía.
—No quiero sustituirlo, Iagon —insistió Tsu’gan—. Ése no es mi propósito.
—¿Quién va a hacerlo si no eres tú? —imploró Iagon—. Es tu destino.
Tsu’gan negaba con la cabeza.
—Estoy destrozado. A la hora de combatir todo es más fácil. El ladrido de mi bólter y el estruendo de la guerra en mi corazón alivian el dolor. Pero cuando los enemigos han muerto y el campo de batalla queda en silencio, vuelve a mí, Iagon.
—Sólo es el dolor por la pérdida —respondió el soldado inclinándose hacia adelante—. Pasará. ¿Y qué mejor manera de acelerar ese proceso que en el crisol de la batalla y dirigiendo a tu compañía?
La mente de Tsu’gan se maravilló ante aquella idea. Los rescoldos de su ambición, que recientemente habían sido apagados, empezaron a reavivarse en su corazón.
Él acabaría con el distanciamiento de sus hermanos, y al hacerlo se recuperaría a sí mismo. Lo que le había dicho Nihilan en Stratos antes de que corriese al templo y fuese testigo de la muerte de Kadai volvió a su mente de manera espontánea:
«Te aguarda un gran destino, pero otro lo eclipsa».
No se debía confiar en el testimonio de un traidor, pero Tsu’gan percibía una cierta verdad en aquella frase.
Se dijo a sí mismo que aquélla era su propia conclusión, que el razonamiento lo habría llevado a una epifanía similar con el tiempo. La imagen de Dak’ir corriendo para ayudar a su capitán justo antes de su final le vino a la mente.
El igneano era una especie de marginado, pero también lo envolvía un extraño destino. Tsu’gan podía sentirlo cada vez que se encontraba en su presencia. El odio ahogaba esa sensación, pero estaba ahí. Si él no asumía el rango de capitán, Dak’ir lo haría sin dudar. Ningún igneano era digno de dirigir una compañía astartes. Tsu’gan no podía permitirlo.
Sus ojos y su postura se endurecieron cuando le devolvió la mirada a Tagon, que lo observaba impaciente.
—Está bien —gruñó Tsu’gan—. Pero ¿qué hay de Fugis? El apotecario me ha asegurado que hablará con Elysius.
—Impídeselo —respondió Iagon tajantemente—. Nuestro hermano está tan sumido en su propio dolor que no intentará presionarte en un principio. Para cuando lo haga, N’keln ya habrá renunciado con honor y tú habrás ascendido.
Los ojos de Iagon brillaban con una ambición desenfrenada. Como mano derecha de Tsu’gan que era, él también ascendería y se beneficiaría del poder, la influencia y todo lo que rodease a su señor.
—Y entonces, Fugis ya no hablará. Se dará cuenta de que eres capaz de controlar tus sentimientos de nuevo.
Tsu’gan se quedó con la mirada perdida en la distancia: una gloriosa imagen se formó en el fondo de su mente.
—Sí —afirmó, aunque las palabras no sonaron como propias—. Eso es lo que haré.
Volvió a mirar a Iagon. Un nuevo fuego ardía en los ojos rojo sangre de su número dos.
—Vamos —dijo—. Debo ponerme la armadura.
Iagon hizo una reverencia, sonriendo fríamente mientras su rostro era eclipsado por una sombra.
Juntos tomaron el pasillo oeste. El este permaneció sin pisar. Iagon estaba satisfecho.
Había conseguido devolverle la entereza y la convicción a su sargento. Desde que habían regresado de Stratos lo había estado siguiendo de cerca con mucho cuidado. Conocía cada oscuro deseo y cada retorcido secreto y se aprovecharía de ello. Observándolo desde la oscuridad se había dado cuenta de que al final tendría que actuar.
Iagon sólo tenía que esperar el momento adecuado. La intervención en el pasillo de la Sala de las Reliquias había sido realmente oportuna. De haberse permitido un momento de duda, Tsu’gan habría ido a hablar con Elysius, lo que habría dejado en nada el cuidadoso plan de Iagon y habría echado por tierra cualquier posibilidad de disfrutar de aquel poder prestado. Aunque seguía siendo un astartes, con todos los favores y la fuerza que eso implicaba, Iagon carecía de una musculatura como la de Ba’ken. Y tampoco poseía la fuerza psíquica de Pyriel, o el fervor religioso de Elysius. Pero ¿astucia? Sí, de eso tenía de sobra. Y determinación, una inflexible ansia de que Tsu’gan llegase a ser capitán y de que él, Cerbius Iagon, disfrutara de la gloria de su señor. Nada debía interponerse. A pesar de haber dicho lo contrario, Fugis suponía un problema.
Cuando él y Tsu’gan llegaron a la armería, tomó una decisión irrevocable.
Tenía que encargarse de la amenaza que suponía el apotecario.
* * *
Ba’ken y el maestro Argos se encontraban a los pies de la meseta Cindara. Sus pesadas botas se hundían ligeramente en las arenas del desierto de Pira. Estaban observando una lejana procesión de civiles nocturnianos que se dirigían a las puertas de Hesiod.
Ciudad santuario. El nombre era muy acertado.
Durante el Tiempo de la Prueba, las ciudades santuario abrían sus puertas y ofrecían cobijo a las gentes de Nocturne. Aunque originalmente se trataba de una raza nómada, gran parte de la población del planeta moraba en distintas aldeas o incluso en campamentos temporales incapaces de resistir la devastación de los terremotos y de los volcanes. Nocturnianos procedentes de todas partes del planeta recorrían grandes distancias en masa en un largo peregrinaje en busca de protección.
Las macizas y robustas puertas, forjadas por los maestros artesanos de Nocturne para resistir, habían sido el baluarte de defensa de las ciudades santuario durante los primeros años de colonización. Los chamanes tribales, psíquicos latentes antes de que tales mutaciones genéticas fuesen desmitificadas y reguladas, habían sido los primeros en determinar los lugares más seguros para que se fundasen estos asentamientos. Lo hacían comulgando con la tierra, un vínculo que la gente de Nocturne todavía reconocía y respetaba. Después llegaron los colonizadores geológicos, quienes aconsejaron acerca de la construcción y el desarrollo de los nacientes municipios que acabarían convirtiéndose en ciudades. Pero estas ciudades fueron evolucionando con los años. La tecnología importada por el Maestro de la Humanidad, él, al que sólo se conocía como «el Extranjero», proporcionó un gran refugio contra la caprichosa voluntad de la tierra. Los escudos de vacío se interponían en el camino de los ríos de lava o de las nubes piroclásticas; el adamantium y la ceramita reforzada repelían los temblores sísmicos o las inundaciones de fuego.
Estos refugios y sus defensas eran todo lo que se interponía entre una raza y su extinción por los elementos.
—Hermano sargento. —Ba’ken saludó a Dak’ir con voz alta y profunda. Dak’ir le devolvió el saludo mientras se acercaba con Emek a su lado.
—Parece que el éxodo ha comenzado —dijo el hermano Emek.
—El Tiempo de la Prueba es inminente —respondió Dak’ir.
El sargento sorprendió a Argos observando las largas columnas de peregrinos a través de un par de magnoculares.
—Sí —asintió Ba’ken, y reanudó la guardia tras una breve reverencia a Emek—. Las tribus nómadas están acudiendo en manada y las ciudades santuario se llenan como todos los años.
Emek se quitó la capucha y parecía nostálgico al observar la larga línea de refugiados.
—Siempre hay tantos…
Los civiles llegaban de todas partes de Nocturne: comerciantes, cazadores y familias. Algunos iban a pie, otros cruzaban las arenas en buggies descubiertos o en triciclos de gruesas ruedas con los que arrastraban remolques con sus pertenencias o sus herramientas. Los recolectores de roca y los arrieros guiaban manadas de saurochs y de otras bestias saunas de carga. Otras criaturas tiraban de pequeñas carretas y de grandes carros. Los peregrinos llevaban lo que podían con sus escasas posesiones envueltas en paños engrasados para evitar el polvo y la arena de las dunas. Vestían ropas resistentes: blusones, ponchos y capas con capucha para protegerse de la arena. Nadie se atrevía a realizar aquel viaje sin cubrirse la cabeza.
Algunos incluso llevaban finos pañuelos enroscados alrededor de la cabeza y de la cara para resguardarse de la luz del sol.
En el último kilómetro antes de llegar a las puertas abiertas de Hesiod, Dak’ir divisó las armaduras verdes de los Salamandras dispersas a lo largo de la serpenteante línea de civiles. Era tarea de la 5.ª Compañía, la única aparte de la 3.ª y de la 7.ª que seguía en el planeta, ayudar a los civiles y guiarlos a salvo al interior de las murallas de la ciudad.
Entrenados para disparar sus bólters bajo la distorsionante calima provocada por el calor, los Salamandras no cesaban su vigilancia. Estaban alerta a la aparición de cualquier depredador, como los sa’hrk o las sombras aladas de los dactylids, que merodeaban en los alrededores en busca de presas fáciles.
—Las líneas de refugiados son delgadas —dijo Argos refutando gentilmente el comentario de Emek con su voz metálica.
Tras evaluar los grupos de civiles a través de sus magnoculares había realizado una especie de cálculo.
—Muchos sufrirán fuera de las murallas de nuestras ciudades santuario.
Los temblores rugían como truenos en la distancia y procedían de Themis, una de las ciudades vecinas de Hesiod. Ya había habido algunas erupciones volcánicas menores. De camino a la meseta Cindara, Dak’ir había oído que tres aldeas de los alrededores habían sido destruidas por los terremotos y habían desaparecido sin dejar rastro. En el horizonte se alzaba el monte del Fuego Letal. La gran mole de roca y de furia escupía bocanadas de llamas y lava mientras se preparaba para una erupción mucho más grande y devastadora.
Argos bajó los magnoculares con expresión adusta.
—Nuestra raza es muy testaruda, hermano sargento —le dijo a Dak’ir a modo de saludo.
—Y orgullosa —respondió el sargento—. Eso nos convierte en lo que somos.
—Es cierto —asintió Argos, pero su sombría expresión no se animó al volver a mirar hacia la larga fila de civiles.
Para la mayoría de ellos, la esperanza de vida en Nocturne era corta. Y esa estadística iba a empeorar con la llegada de la temporada del levantamiento geológico.
Dak’ir se volvió hacia Ba’ken.
—Veo que has estado ocupado, hermano —dijo señalando el pesado lanzallamas que el corpulento Salamandra llevaba en la espalda.
—Es para reemplazar el que perdí en Stratos. —La respuesta de Ba’ken llegó acompañada de una feroz sonrisa mientras mostraba su arma con orgullo.
Su lanzallamas anterior había quedado destruido cuando el inflamable promethium que contenía reaccionó con una amalgama química volátil que habían liberado los herejes en el mundo de las ciudades flotantes.
Por si fuera poco, Ba’ken había resultado herido, pero el fuerte Salamandra le había quitado importancia como si fuera un simple rasguño. El pesado equipo del arma que había construido con tanta habilidad no había sobrevivido.
—El hermano Argos lo ha bendecido —añadió haciendo un gesto en la dirección del tecnomarine.
Argos se estaba acercando hacia el borde de la meseta circular, fuera del disco de metal que había en el centro.
—¿Vas a acompañarnos, hermano? —le preguntó Dak’ir.
—Me reuniré con vosotros después, cuando la inspección del sistema de escudo de vacío de Hesiod haya concluido.
Dak’ir miró hacia el turbulento cielo anaranjado y entrecerró los ojos como buscando algo.
—Ba’ken, ¿dónde está la Dragón de Fuego para llevarnos hasta Prometeo? —preguntó, advirtiendo que Argos estaba consultando un pequeño lector de mano.
—Malas noticias a ese respecto, señor —dijo el soldado de artillería pesada—. Las Thunderhawk se están preparando para un despegue inminente. Seremos teleportados hasta la fortaleza monasterio.
Dak’ir recordó su muy reciente experiencia a bordo de la Archimedes Rex y el posterior traslado hasta la nave de los Marines Malevolentes, la Purgatorio. En su interior refunfuñó al darse cuenta ahora de que Argos estaba estableciendo las coordenadas para una baliza localizadora.
Un enorme temblor sacudió la llanura desértica captando la atención de Dak’ir. Los truenos piroclásticos resonaron en las profundidades de la tierra. Procedía del monte del Fuego Letal. Una inmensa nube de humo y ceniza salió expulsada de la boca del cráter de su cima envolviendo los flancos rocosos del gigantesco volcán en una ola gris oscuro. Los civiles empezaron a gritar cuando un chorro de magma salió despedido hacia el cielo cada vez más oscuro.
Corrientes de espesa lava que arrastraban archipiélagos de ceniza descendieron por la ladera en un repentino torrente.
El ruido atronador se intensificó cuando un gran temblor atravesó las dunas haciendo que los civiles gritaran de terror y avanzasen más de prisa. Los animales de tiro bramaban y aullaban desesperados, luchando con sus horrorizados amos y contribuyendo al caos. El creciente tumulto se transformó en una algarabía cuando un inmenso rayo de luz escarlata atravesó las entrañas de la montaña. Llegó hasta el cielo centelleando con brillante fuego, atravesó las nubes, tiñéndolas a su paso, hasta desaparecer entre ellas.
La manifestación de furia natural duró sólo unos segundos. Después, los gritos de la población que todavía seguía sobre las temblorosas dunas se intensificaron. El flujo de lava disminuyó y se estancó, las nubes de ceniza se disiparon formando finos velos. El volcán volvió a su estado inactivo, por el momento.
—¿Habíais visto alguna vez algo así? —El corazón principal de Dak’ir latía a toda velocidad mientras observaba cómo los Salamandras que asistían a la fila de personas restablecían rápidamente el orden.
Ba’ken negó con la cabeza sobrecogido y maravillado.
—Es un mal presagio —anunció Emek—. Tiene que serlo. Primero el cofre y ahora esto… No tiene buena pinta.
Los rasgos de Dak’ir se endurecieron: no pensaba rendirse a la histeria todavía.
—Hermano Argos —dijo.
El tono del sargento invitaba al tecnomarine a expresar su opinión. Argos estaba utilizando los magnoculares para examinar el punto de salida del rayo.
—Nunca había visto un fenómeno como éste.
—¿Qué puede haberlo provocado? —preguntó Ba’ken.
—Fuese lo que fuese —opinó Emek—, no augura nada bueno.
Después señaló al cielo. El tono anaranjado había cambiado al color de la sangre y teñía los cielos cargados de rayos con un inquietante resplandor rojizo.
A pesar de la pausa apocalíptica, los civiles seguían avanzando cada vez más rápido. Estupefactos y señalando hacia el cielo con temor, algunos nocturnianos tenían que ser empujados para que avanzaran. Los hermanos de batalla animaban a la línea a acelerar el paso con movimientos apremiantes pero contenidos. Ahora los refugiados atravesaban las puertas de Hesiod en masa. Pero muchos, aquellos cuyos carros se habían desplazado durante el temblor o que estaban demasiado asustados para moverse, estaban fuera del alcance de los Salamandras y a merced de los despiadados elementos.
Preocupado por la difícil situación de los civiles, Dak’ir dejó el portal.
—Debemos ayudarlos.
—Vuelve al círculo, hermano sargento. —La apagada voz de Argos detuvo al otro Salamandra—. Tus hermanos tienen su tarea, y tú la tuya. No hay nada más que podamos hacer aquí. Tu’Shan ya tendrá respuestas.
De mala gana, Dak’ir volvió a ocupar su posición en el teleportador.
—Esperemos que las noticias del Panteón sean buenas —dijo entre dientes mientras Argos iniciaba la teleportación.
La placa conductora de metal sobre la que estaban los Salamandras brilló como el magnesio e inundó de luz el mundo del sargento.
La teleportación era instantánea, y los confines de la plataforma receptora cobraron nitidez a su alrededor. Era uno de los diez puntos de traslado del teleportarium del monasterio fortaleza de Prometeo. Los vapores de la disformidad formaban remolinos desde la placa hexagonal, que era lo bastante grande como para albergar a toda una escuadra de exterminadores, de modo que los tres hermanos de batalla con sus servoarmaduras tenían espacio de sobra. La crepitante energía se disipó por tres antenas conductoras que formaban un arco sobre la plataforma como si de dedos encorvados se tratara. Los amortiguadores de disformidad, los parachoques psíquicos y demás medidas preventivas estaban en su sitio para actuar en el remoto caso de que algo fuese mal.
Dak’ir se adaptó más rápidamente al traslado esta vez. Advertido previamente, se había armado de valor, y con el estable sistema de teleportación de Nocturne el proceso era más suave. Los sistemas automatizados de las servoarmas se desactivaron al no detectar ninguna amenaza, y Dak’ir abandonó la plataforma de teleportación y se dirigió a la plataforma de acoplamiento donde ya se estaban reuniendo los Salamandras.
Ésta era enorme y se accedía a ella a través de una puerta vertical. Los Salamandras que ya habían realizado el traslado a Prometeo, o que tal vez ni siquiera habían salido de allí, estaban reunidos en pequeños grupos discutiendo las ramificaciones de lo que se había descubierto en el Panteón en agitados murmullos. Algunos preparaban sus armas y comprobaban la carga con metódica precisión. Otros se arrodillaron apartados del resto mientras oraban con un símbolo de Vulkan contra sus labios. El nombre del primarca se mencionaba por todas partes. En una amplia sección del hangar, ocho Thunderhawk esperaban con los montantes de aterrizaje extendidos. Dirigidos por tecnomarines supervisores, la tripulación de servidores y de ingenieros humanos las preparaban para despegar. Unos enormes tubos que llenaban de combustible los tanques de las cañoneras eran arrastrados por la cubierta; en los reactores de fusión se llevaban a cabo escenarios operacionales; se trasladaban toneladas de municiones en inmensos elevadores de orugas; se insertaban pesadas municiones de tambor en los huecos para cartuchos y se cargaban al máximo de su capacidad las vastas baterías de energía de los cañones de proa. Los tecnomarines salmodiaban liturgias a los espíritus máquina ayudados en sus pías labores por una multitud de servidores votivos y de cibercráneos; los equipos humanos de cubierta despejaban e inspeccionaban los suspensores de los soldados; los paneles de instrumentación de las cabinas de mando eran examinados y sometidos a exhaustivos protocolos de activación; las turbohélices se activaban al mínimo para probar su funcionamiento; y se inspeccionaba cada centímetro cuadrado de la integridad estructural de las cañoneras.
Un extraña atmósfera invadía la plataforma de acoplamiento, en parte convertida en ceremoniosa plaza de armas y en parte sumida en una exhaustiva preparación de campaña. Debido a su dispersión por Nocturne ayudando a las aldeas y a los municipios a prepararse para el Tiempo de la Prueba, no todos los Salamandras llegaron al mismo tiempo. Iban apareciendo de manera esporádica tras haberse dirigido al sagrado emplazamiento de teleportación más cercano. Aunque las escuadras se estaban completando rápidamente, llenando la plataforma con sus inmensas armaduras y preparándose para recibir a su señor del capítulo.
Tsu’gan ya estaba presente con la mayor parte de su escuadra. Otros también habían empezado a formar filas.
Mientras paseaba la vista por la sala, Dak’ir vio a la Guardia Inferno de N’keln, la antigua escuadra de mando de Kadai, que esperaba a su capitán. Fugis estaba entre ellos con la cabeza agachada en su memoria. Los demás tenían la vista fija hacia adelante. N’keln todavía tenía que nombrar al campeón de la compañía, el papel que Dak’ir había rechazado. Tampoco había cubierto todavía su antiguo puesto vacante de sargento veterano, el honrado hermano Shen’kar actuaba como el número dos del capitán por ahora, de modo que la Guardia Inferno sólo contaba con tres hombres, y la última posición la ocupaba el portador del estandarte Malicant. Las escuadras de asalto de Vargo y Naveem se reunieron en los flancos con sus enormes retrorreactores abrochados. Tal vez fuesen cosas de Dak’ir, pero le pareció detectar una especie de tensión entre ellos. Probablemente sólo era nerviosismo por lo que estaba a punto de transmitirles el consejo del Panteón. Los hermanos sargentos Agatone y Clovius también estaban presentes, junto con los devastadores de Lok y Omkar.
Al observar a sus homólogos, Dak’ir recordó algo que le había pedido a Ba’ken que hiciera antes de regresar a Nocturne.
—¿Has hablado con Agatone y con Lok?
Ba’ken asintió con expresión adusta, como si le hubiesen recordado algo nada grato.
—Tsu’gan habló con los sargentos. Al menos con los de las escuadras tácticas y de asalto.
Dak’ir negó con la cabeza, incrédulo.
—Su arrogancia no tiene límites. No puedo creer que todavía esté empeñado en ello.
—Agatone dice que varios de los otros sargentos lo apoyarán.
—De modo que maniobra contra N’keln descaradamente.
—Sus movimientos distan mucho de ser descarados. Iagon actúa de manera muy sutil. No hay ninguna prueba de que Tsu’gan ansíe la capitanía.
—No, pero está ejerciendo presión para que destituyan a N’keln. En el mejor de los casos está cometiendo un acto de mala conducta; en el peor, es pura traición. —Dak’ir intentó controlar su ira—. Se mire como se mire, esto no debe permitirse. Tenemos que hacer algo.
—Pero ¿qué? —preguntó Ba’ken—. A estas alturas hablar con el capellán no es una opción. Agatone ha jurado guardar silencio.
Dak’ir miró directamente a su soldado de artillería pesada. Su expresión era severa.
—Yo no soy Agatone, Ba’ken. Y a mí no me ata su juramento —replicó con dureza—. Esta disensión debe terminar.
—No hay elección —intervino Emek, participando por primera vez en la conversación—. Debemos hablar con el hermano Elysius.
Dak’ir negó con la cabeza.
—Ya hay bastante discordia y división entre nosotros. Una investigación por parte del capellán y de sus interrogadores sólo empeorará las cosas. N’keln quiere sanar las heridas de su compañía. Necesitará nuestro apoyo y el de los demás para hacerlo. Forzar a los sargentos a obedecer castigando a los desafectos sólo avivará el resentimiento existente. N’keln sólo se ganará la confianza de sus sargentos y establecerá su autoridad ganándose su respeto —razonó Dak’ir, que sintió cómo su deseo de actuar disminuía—. Aunque me duela admitirlo, Tsu’gan no está descontento sin razón. Ni siquiera yo estoy seguro de que su intención sea sustituir a Kadai. Quiere a alguien que merezca el cargo de Ko’tan. Cuando esté convencido de que N’keln es esa persona, capitulará.
—¿Estás seguro, hermano? —preguntó Ba’ken.
La respuesta de Dak’ir fue franca.
—No. El fuego de la batalla templará al capitán. Arderá o renacerá, ésa es la costumbre prometeana.
—Hablas como un auténtico filósofo, hermano —dijo Emek con sarcasmo.
Dak’ir se volvió hacia él. Una inmensa puerta instalada en el extremo opuesto de la plataforma de acoplamiento se estaba abriendo. Ésta daba al centro de la fortaleza monasterio y al Panteón. Tu’Shan y el consejo se estaban acercando, de modo que Dak’ir fue breve:
—Hablo como vuestro sargento —lo corrigió, y lo que siguió incluía también a Ba’ken—. Y cumpliréis mis órdenes.
Ambos Salamandras asintieron. El resto de la escuadra de Dak’ir se había unido a ellos. La hora de la charla había terminado. La puerta se abrió del todo y el señor del capítulo hizo su aparición.
Tu’Shan iba a la cabeza del consejo del Panteón, engalanado con toda su parafernalia de guerra. Su amplia capa de escamas de draco se retorcía como un ser vivo mientras caminaba, y sus profundos ojos ardían con toda la fuerza interior del núcleo de Fuego Letal. La 3.ª Compañía estaba reunida al completo. Incluso los hermanos veteranos Amadeus y Ashamon estaban presentes entre sus camaradas. Los dos dreadnoughts permanecían inmóviles junto a la destacada escuadra táctica dirigida por Agatone. El hermano Ashamon era un dreadnought del modelo Hierro. Su martillo sísmico se tensaba con descargas eléctricas, en el mango tenía instalado un rifle de fusión, y la llama de ignición del lanzallamas fijado a su puño de combate parpadeaba inactiva.
Flanqueado por una escuadra de dracos de fuego y resonando fuertemente en su armadura de exterminador, Tu’Shan encabezó al consejo por un amplio pasillo. Éste dividía a las escuadras de la compañía en dos hemisferios iguales, y estaba destinado a los diez veteranos de la 1.ª Compañía, que iban acompañados del mismísimo Praetor. Tras el señor del capítulo estaba Vel’cona, bibliotecario jefe y superior directo de Pyriel. El epistolario caminaba junto a Elysius y N’keln en una marcha cerrada con los dracos de fuego a ambos lados de ellos. Los demás señores estaban ocupados en la superficie de Nocturne o llevando a cabo misiones en lejanos sistemas.
Dak’ir centró su atención en Elysius mientras la comitiva de guerreros pasaba por delante de él para detenerse delante de la 3.ª Compañía. El capellán llevaba el cofre de Vulkan en las manos.