I
HACIA EL YUNQUE
—¿Está seguro Pyriel? —preguntó Ba’ken mientras esperaba a que las cápsulas criogénicas estuviesen aseguradas a bordo de la Lanza de Prometeo.
La Thunderhawk había estado esperándolos en la plataforma de cazas. Al igual que la Dragón de Fuego y su competente guardián, el hermano Amadeus. El dreadnought estaba ahora fijo en la estructura gravítica que lo sujetaba mientras los Salamandras se preparaban para abandonar la Archimedes Rex. No podían permanecer más tiempo en el sistema, especialmente tras el descubrimiento de Dak’ir. En la nave forja siniestrada se había instalado una baliza ajustada a las frecuencias del Mechanicus y habían enviado numerosos mensajes astropáticos con la esperanza de que algún transporte de Marte o algún equipo recuperador imperial los recibiese. Aparte de eso había poco más que se pudiese hacer. Era posible que nadie encontrase nunca aquella nave, o que vagase a la deriva durante siglos y colisionase con otras naves perdidas hasta formar un enorme montón de chatarra y ser ocupada por aquellas criaturas que hallan cobijo en el frío y la oscuridad.
A varios kilómetros de distancia merodeaba el Ira de Vulkan, que había echado el anda, efectuando pequeñas igniciones con los motores auxiliares de su casco para evitar perderse en el abismo del espacio. El cargamento de material bélico de la sala de almacenamiento junto a la cámara criogénica se encontraba ya a bordo y estaba siendo catalogado por los siervos. Aunque las cápsulas criogénicas y su inerte carga eran demasiado valiosas como para arriesgarse a perderlas, las armas y las armaduras no lo eran tanto, de modo que fueron teleportadas a la plataforma de almacenamiento del crucero de asalto en un momento.
—Sí, está seguro —respondió Dak’ir con la mitad de su atención puesta en la mínima tripulación de la Lanza de Prometeo. Los servidores formaban parte del séquito del hermano Argos y ayudaron a subir con suspensores las cápsulas criogénicas por la rampa de desembarco a la cañonera. El Señor de la Forja controlaba el procedimiento. Para garantizar que la Cámara Santuarina, donde se iban a alojar las cápsulas, dispusiese del máximo espacio posible, se había quitado el servoarnés y llevaba únicamente un equipo básico de tecnomarine.
Aun así seguía teniendo un aspecto formidable. Argos había perdido la parte izquierda de su rostro mientras luchaba junto a la 2.ª Compañía en Ymgarl. Entonces sólo era un tecnomarine, un mero principiante del Culto Mechanicus y acababa de regresar de un largo internamiento en Marte, donde había aprendido las liturgias de mantenimiento y de ingeniería, y donde había llegado a dominar la comunión con los espíritus máquina.
Luchando junto al ahora hermano sargento Lok de la 3.ª Compañía de devastadores, un encuentro con un líder de progenie le había robado el rostro, pero no la vida. Argos partió a la criatura por la mitad con su soplete de plasma y Lok le asestó un tiro mortal en el protuberante cráneo con su bólter. Ahora, una placa de acero ocultaba sus heridas con un ojo biónico que sustituía al que había perdido. La imagen del Dragón de Fuego rugiente estaba grabada en la placa y la cola se enroscaba alrededor del implante óptico como un emblema de honor. Las numerosas marcas a fuego que cubrían su piel en concéntricos vórtices de sacrificio llegaron mucho después, como orgullosas insignias de sus numerosas hazañas.
Como muchos devotos del Omnissiah, Argos poseía unos enchufes dobles que salían de su afeitada cabeza con un puñado de cables que se enroscaban en la parte trasera de su cuello y se le introducían en la nariz. Su armadura era vieja, de clase artesanal pero distinta a la que llevaba cualquier otro veterano del capítulo. Adornada con interfaces mecánicas, herramientas y dispositivos de energía, era totalmente distinta a cualquier otra servoarmadura, ya fuera una reliquia o no. Lucía el símbolo del engranaje para demostrar su lealtad al Mechanicus, pero éste estaba unido al icono de su capítulo, expuesto con orgullo en la hombrera derecha. Un dispositivo en su gorguera traducía su hueco y metálico discurso a lenguaje binario mientras daba órdenes a los servidores.
—El sello original era muy claro —dijo Dak’ir mientras la primera de las cápsulas criogénicas era subida a bordo de la Lanza de Prometeo—. Procedía de Isstvan.
Ba’ken exhaló intensamente, como si tratase de mitigar una pesada carga.
—Ése es un nombre viejo y por fortuna olvidado.
Dak’ir no respondió. La cruel leyenda de Isstvan no necesitaba ser recordada en voz alta. Todos los miembros de la XVIII Legión la conocían.
El sistema de Isstvan era bien conocido en los anales históricos de los astartes. No poseía mejor resonancia que aquella que sentía el capítulo de los Salamandras. Aunque ahora era objeto del mito y de antiguos recuerdos, fue durante la Gran Traición cuando el Señor de la Guerra Horus llevó a Vulkan y a sus hijos a una terrible trampa que estuvo a punto de destruirlos. En aquellos tiempos, los Salamandras eran una legión, una de las progenies originales del Emperador. Cuando aquellos a quienes consideraban sus hermanos les dieron la espalda, los Salamandras, junto con otras dos legiones leales, fueron arrasados en el planeta de Isstvan V. En lo que más tarde se recordó como la Masacre del Desembarco, miles fueron asesinados y los hijos de Vulkan estuvieron al borde de la extinción.
Diez mil años después, el milagro que había hecho que escaparan de aquella catástrofe seguía siendo un misterio, al igual que la suerte de su querido primarca, quien, según creían algunos, jamás regresó de la batalla. Los poemas todavía hablaban del heroico papel de Vulkan aquel día, pero aquello no eran más que conjeturas e idílicas suposiciones. La verdad de lo que había sucedido durante aquel desastre se había perdido para siempre. Aunque el dolor permanecía, como una vieja herida que jamás se iba a curar. Ni siquiera el fuego podía arrancarlo de los corazones de los Salamandras.
—Entonces ¿la misión en el Cinturón de Hadron ha concluido? —preguntó Ba’ken mientras la última cápsula era subida a bordo de la cañonera y los Salamandras empezaban a prepararse para abandonar finalmente la Archimedes Rex.
—Por ahora sí —respondió Dak’ir.
Los dos Salamandras estaban apartados del resto de sus hermanos de batalla, quienes permanecían en discretos grupos de dos y de tres dispersos por la plataforma de la cañonera observando los procedimientos, haciendo guardia y esperando la orden de embarcar.
—¿Y vamos a regresar?
—Sí, hermano. A Nocturne.
Dak’ir tenía sentimientos encontrados respecto a regresar a su mundo natal. Como para todos los Salamandras, su planeta formaba parte de él, y volver le causaba regocijo a pesar de su inestable naturaleza. Pero regresar tan pronto… Aquello olía a fracaso y sólo hacía que las dudas que tenía Dak’ir respecto a las dotes de liderazgo del capitán N’keln aumentasen.
—Pyriel quiere mostrarle el cofre a Tu’Shan para que consulte el Libro del Fuego.
—¿Qué opinas al respecto? —preguntó Ba’ken mientras los pensamientos de Dak’ir regresaban a aquel momento en la sala de almacenamiento en el que había encontrado el cofre con el símbolo de Vulkan.
—¿Del cofre? No lo sé. Pyriel parecía muy contrariado al determinar su procedencia.
—Resulta extraño que estuviese entre armas y armaduras —apuntó Ba’ken—. ¿Cómo lo encontraste en medio de todo aquello?
—No lo sé.
Dak’ir hizo una pausa, como si admitir lo que venía después fuese a confirmar una realidad que no estaba dispuesto a aceptar. El hecho de que los dos Salamandras estuviesen manteniendo una conversación privada y de que Ba’ken fuese la persona en la que más confiaba el sargento eran los únicos motivos por los que estaba hablando de aquello.
—Pensaba que el artefacto estaba a simple vista. Como si lo hubiera localizado. Como si una baliza estuviera sujeta al cofre y yo hubiese captado su señal.
Dak’ir miró a Ba’ken esperando su reacción, pero el corpulento Salamandra no mostró ninguna. Se limitó a mirar hacia adelante y a escuchar.
—Cuando Pyriel me encontró, ni siquiera era consciente de que lo había cogido. Tampoco recordaba haber estado revolviendo las cajas de municiones para encontrarlo —continuó Dak’ir.
Ba’ken permanecía pensativo, pero su lenguaje corporal sugería que quería decir algo.
—Dime lo que estás pensando, hermano. En esto no somos oficial y soldado, somos amigos.
Cuando Ba’ken se volvió para mirarlo en su rostro no había acusación, ni desconfianza, ni recelo, sólo una pregunta:
—¿Estás diciendo que el cofre quería ser encontrado y que tenías que encontrarlo tú?
Dak’ir asintió casi de manera imperceptible.
—¿Crees que estoy maldito de algún modo, hermano? —Su voz sonó como un graznido.
Ba’ken no respondió. Tan sólo dio unas suaves palmadas en la hombrera de su hermano de batalla.
* * *
Pasaron varios días antes de que Tu’Shan y su consejo saliesen del Panteón. La cámara era una de las pocas que había en la fortaleza monasterio de los Salamandras en Prometeo. Aunque, en realidad, el bastión no era más que un puerto espacial conectado a un muelle orbital en el que se preparaba y se reparaba la modesta armada de naves del capítulo. El apotecarium se encargaba de la disciplina de los nuevos reclutas y de sus mejoras genéticas al convertirse en hermanos de batalla. Las arenas de entrenamiento estaban hundidas en el nivel del sótano. Era en ellas donde tanto los iniciados como los veteranos realizaban pruebas de entereza y de independencia siguiendo los principios del culto prometeano. Caminar sobre rescoldos encendidos, levantar inmensas calderas hirvientes, soportar el abrasador dolor de la Barra de la Prueba o portar hierros al rojo vivo eran sólo algunos de los sufrimientos que los hijos de Vulkan debían ser capaces de superar para demostrar su fe y su voluntad. Había dormitorios y también salas de reliquias, aunque eran relativamente escasos. La más prestigiosa de todas era la Sala de los Dracos de Fuego, una inmensa y abovedada galería llena de las pieles de las grandes salamandras asesinadas por los guerreros como rito de iniciación y que daban nombre a la estancia.
Los dracos de fuego, bajo el mando y la regencia de Tu’Shan, se alojaban en Prometeo al igual que el propio señor del capítulo. Estos venerables guerreros eran casi una raza aparte; la transición a la que se habían sometido para ocupar las celebradas filas de la 1.ª Compañía los cambiaba de mil maneras diferentes, pues aceptaban la evolución completa de su código genético. A diferencia del resto de sus hermanos de batalla, los dracos de fuego rara vez se veían en la superficie de Nocturne, donde los otros Salamandras cohabitaban con la población humana, si bien es cierto que a menudo tenían un estilo de vida solitario. Sus rituales eran antiguos y clandestinos, dirigidos por el mismísimo señor del capítulo. Sólo aquellos que se hubiesen sometido a los más duros entrenamientos y que hubiesen soportado penurias inimaginables podían contemplar la posibilidad de aspirar a convertirse en dracos de fuego.
De manera similar a la de esa sagrada y reverenciada orden, el acceso al Panteón también estaba restringido. El mismo Dak’ir nunca lo había visto, aunque sabía que era una pequeña cámara de deliberación situada en el centro de Prometeo.
Allí sólo se discutían asuntos de gran relevancia o de profunda importancia espiritual Había dieciocho escaños, que representaban al número original de la legión. Esto se conservó durante la Segunda Fundación, un acto en el que, debido a su debilitada fuerza, los Salamandras no habían podido participar.
El escaño principal estaba reservado al señor del capítulo, un honor que había pertenecido a Tu’Shan durante los últimos cincuenta años aproximadamente. Trece eran para los otros señores: seis para los capitanes de las compañías que quedaban; uno para el apotecarium, otro para el librarium, otro para la capellanía y otro para la flota; y los tres restantes eran para la armería y los Señores de la Forja, un triunvirato poco corriente pero necesario dada la predilección de los Salamandras por el arte de las armas.
Tres de los asientos eran para los invitados de honor convocados por el señor del capítulo con la aprobación del resto del consejo. Praetor, el sargento de mayor edad de los dracos de fuego, ocupaba con frecuencia uno de estos asientos.
Dak’ir sabía que en aquellos momentos Pyriel ocupaba otro. El sargento se preguntó si el bibliotecario lograría permanecer impasible en presencia de la jerarquía del capítulo y particularmente bajo la mirada del maestro Vel’cona. La última posición había permanecido vacía durante muchos años, desde antes incluso de que Tu’Shan hubiese asumido el cargo de regente de Prometeo. Su titular era una figura de gran relevancia.
Aquí, los señores de los Salamandras se sentaban a consultar el Libro del Fuego. Artefacto que escribió el mismísimo primarca de su puño y letra mucho tiempo atrás. Aunque Dak’ir jamás lo había visto, y mucho menos había ojeado sus páginas, sabía que estaba lleno de misterios y profecías. Corrían rumores de que la tinta con la que se había escrito contenía en parte sangre de Vulkan y que brillaba como el fuego cuando se exponía a la luz. No se trataba de un simple libro como el nombre sugería, sino más bien de decenas de ellos dispuestos en estantes alrededor de las paredes circulares del Panteón. Descifrar la escritura del Libro del Fuego no era, fácil. Contenía secretos que el primarca había dejado para que sus hijos los desentrañasen. Pronosticaba grandes acontecimientos y cambios para aquellos lo bastante despiertos como para percibirlos. Pero quizá lo más importante es que contenía la historia, la forma y la ubicación de los nueve artefactos que Vulkan había ocultado por la galaxia para que los Salamandras los descubrieran. Cinco de estas sagradas reliquias se habían hallado durante el transcurso de los siglos gracias a las tribulaciones de los Padres Forjadores. El paradero de los cuatro que faltaban estaba escondido de manera críptica entre aquellas arcanas páginas.
De modo que el Señor del Capítulo Tu’Shan y aquellos señores que seguían en Prometeo se habían reunido para estudiar el Libro del Fuego con la esperanza de encontrar algo que hiciera referencia al descubrimiento del cofre. El sello de origen del artefacto ya había empezado a causar revuelo en el capítulo. Algunos decían que aquello significaba el regreso de Vulkan tras tantos milenios en desconocido aislamiento; otros lo negaban y afirmaban que el primarca no desapareció en Isstvan, sino que ya había regresado durante la división de las legiones y que fuera lo que fuese lo que contenía el cofre no tenía nada que ver con eso; la mayoría permanecían callados y simplemente observaban y esperaban, sin atreverse a sugerir qué clase de apocalipsis estaría a punto de acaecer a los Salamandras si su progenitor había predicho una reunión. La paciencia, la sabiduría y la perspicacia eran las únicas tres claves para descifrar el Libro del Fuego, y con él el misterio del cofre. Como a la hora de templar el hierro o de doblar el acero a los pies del yunque de la forja, cualquier intento de intentar revelar sus enigmas tenía que enfocarse de manera lenta y metódica. Aquélla era, al fin y al cabo, la costumbre de los Salamandras.
Dak’ir ejercitaba estos credos al calor de uno de los talleres en las profundidades del sótano del bastión del capítulo de Hesiod.
El Ira de Vulkan había regresado a Nocturne hacía varios días. De los siete adeptos del Mechanicus de las cápsulas criogénicas rescatadas de la Archimedes Rex ninguno había sobrevivido al viaje. Sus cuerpos se habían incinerado en el pyreum. Aquello no hizo más que hurgar en unas heridas ya bastante dolorosas, pues cada vez se ponía más en duda la viabilidad de la misión en el Cinturón de Hadron y la decisión del capitán N’keln de llevarla a cabo. Estas objeciones no se expresaban en voz alta, pero Dak’ir sabía que estaban ahí. Lo veía en las miradas de descontento, en las agitadas actitudes de los sargentos, y las oía entre rumores en reuniones clandestinas a las que no se le invitaba.
Desde que la 3.ª Compañía había aterrizado, Tsu’gan había iniciado una campaña de desprestigio contra N’keln. O al menos así lo veía Da’ir.
La tradición prometeana predicaba el autosacrificio y la lealtad sobre todas las cosas, pero parecía que la lealtad que sentían algunos sargentos hacia su capitán se estaba forzando hasta el límite.
Lo único que exculpaba a N’keln era el cofre descubierto en la sala de almacenamiento. El crucero de asalto de la 3.ª Compañía apenas había aterrizado en Prometeo cuando el bibliotecario Pyriel había bajado a toda prisa por la rampa de desembarco saltándose todos los protocolos de acoplamiento para ir en busca de su maestro, Vel’cona, que solicitaría una reunión inmediata con el señor del capítulo. El consejo en el Panteón se convocó rápidamente. Su veredicto y su anuncio público no tendrían lugar de manera tan precipitada. El resto de los Salamandras a bordo del Ira de Vulkan estaban de permiso esperando a que sus señores volvieran a llamarlos en el momento adecuado.
Dak’ir, como muchos otros, había regresado a la superficie de Nocturne.
Clasificado como un mundo letal por los taxónomos planetarios imperiales, Nocturne era un lugar inestable. Lleno de peñascos y de enormes montañas de basalto, su duro medio hacía que la vida de las tribus que lo habitaban fuera muy difícil. Los abrasadores vientos quemaban las desnudas llanuras convirtiéndolas en áridos desiertos. Los agitados océanos se revolvían y escupían géiseres de hirviente vapor cuando chocaban con la lava vertida.
Los asentamientos eran escasos y nómadas. Sólo las siete ciudades santuario estaban lo bastante preparadas como para actuar de refugio permanente para una dispersa población que apenas sobrevivía entre la roca y las cenizas.
Pero por muy ardua que fuera su existencia, aquello no era nada comparado con el Tiempo de la Prueba. Al ser la mitad de un sistema planetario binario, Nocturne compartía una órbita errática con su inmenso satélite Prometeo, y el mundo entraba en un gran conflicto cada quince años terranos cada vez que estos dos cuerpos celestes se aproximaban. La incandescente lava era arrojada de forma incansable y ciudades enteras desaparecían engullidas en profundos fosos de magma; los maremotos golpeaban los barcos pesqueros como gigantes de espuma y aplastaban las plataformas de perforación; las nubes de ceniza, expulsadas por las furiosas montañas, eclipsaban el pálido sol. Los intensos terremotos sacudían el lecho de roca del planeta, mientras que, en la superficie, los cielos se agrietaban atravesados por una lluvia de fuego. Sin embargo, en el período subsiguiente, entre las cenizas podían encontrarse raros metales y piedras preciosas. Y fue esto lo que fomentó la cultura de forja y herrería.
A las pocas horas de llegar al sistema, Dak’ir desembarcó de la Dragón de Fuego en la meseta Cindara. Varios de sus hermanos se dirigieron inmediatamente a iniciar su régimen de entrenamiento o convocaron a los sacerdotes marcadores para ser excoriados en los solitoriums; otros se dirigieron a sus respectivas ciudades o asentamientos. Dak’ir escogió los talleres y pasó su tiempo en la forja. Los acontecimientos a bordo de la Archimedes Rex, en particular su descubrimiento del cofre de Vulkan, lo habían llenado de inquietud. Únicamente en soledad y a través del purgante calor de la forja podía volver a encontrar el equilibrio.
El martillo golpeaba a un ritmo constante que se ajustaba a los latidos de Dak’ir. El Salamandra estaba en absoluta sincronía con su labor. Vestía unos pantalones de cuero de herrero y estaba desnudo de cintura para arriba, con el torso marcado cubierto de ceniza y hollín. El sudor empapaba su cuerpo de ébano, y las gotas se concentraban en las líneas de sus músculos. Transpiraba a causa del esfuerzo, no del calor.
Las forjas subterráneas estaban excavadas en el mismísimo centro de Nocturne, y los lagos de lava se concentraban en las cavernosas profundidades proporcionando fuego líquido para alimentar las fundiciones y crear vapor para mover los fuelles. Había un extraño anacronismo en aquellas sofocantes forjas, en cómo combinaban las antiguas tradiciones de los primeros herreros nocturnianos y las tecnologías del Imperio.
Unas puertas blindadas de adamantium reforzadas con ceramita cerraban la entrada a la cámara donde el sargento se encontraba trabajando. Unas gruesas columnas, los cimientos del bastión del capítulo, descendían desde un techo de estalactitas y se hundían en las profundidades del suelo de roca. Las herramientas de mecanización (las cuchillas giratorias, los sopletes de plasma montados en el banco, las amoladoras de banda y las taladradoras radiales) ocupaban su lugar junto a unos sólidos yunques, hornos y calderas hechos de hierro.
Unos intrincados servodispositivos y componentes balísticos estaban dispuestos junto a las troqueladoras, extrusionadoras y martillos de fragua.
El aire estaba cargado de un humo embriagador de color naranja intenso debido al débil resplandor de las piscinas de lava.
Dak’ir absorbía la fuliginosa atmósfera como si fuera una panacea e inundaba cada uno de sus poros con ella. Y al igual que el metal sobre el yunque que tenía delante, las impurezas de su atribulado espíritu iban desapareciendo con cada golpe de martillo.
Dak’ir acabó jadeando como reacción a la purga del trauma emocional más que a causa del cansancio físico.
Cuando el último golpe del yunque resonó en la oscuridad, el sargento dejó el martillo a un lado y lo sustituyó por un par de tenacillas de mango largo. No había forjado una espada ni una armadura, sino algo completamente distinto cuyo brillo se apagaba lentamente. Nubes de vapor emanaron del artefacto al sumergirse en la superficie de agua del profundo tanque que había junto al yunque. Cuando Dak’ir lo extrajo, agarrado con los dedos de hierro de las tenazas, resplandecía como la plata fundida. La luz de la lava se reflejaba sobre sus contornos como un mar de fuego.
Era una máscara; una imitación de un rostro humano. El suyo, o al menos la mitad de él. Dak’ir tomó el objeto recién forjado en sus manos.
El metal se había enfriado pero todavía le quemó los dedos. Aunque apenas sintió el dolor mientras se acercaba silenciosamente a una plancha de plata batida de alrededor de un metro de anchura y tres metros de altura que descansaba contra la pared de la fragua.
La imagen de Dak’ir se reflejaba en ella. Unos intensos ojos rojos enmarcados en un semblante de ébano le devolvían la mirada. Aunque sólo la mitad de aquel rostro era realmente negra. La otra mitad era casi blanca. Su pigmentación, normalmente negra, el defecto de melanina que caracterizaba a los Salamandras, había desaparecido. El apotecario Fugis le había dicho que la cicatriz no sanaría, que su desfiguración se había producido a nivel celular. Dak’ir se tocó la piel quemada y el recuerdo de la llamarada de fusión de Stratos revivió en su mente.
La muerte de Kadai le provocaba punzadas en el estómago. Mientras levantaba la máscara hacia su rostro, las imágenes de los recuerdos flotaron como esquirlas de hielo sobre las tranquilas aguas hasta la superficie de su mente: la recolección de piedras en las profundidades de Ignea, la caza de urochs en la llanura Scorian, la pesca en el mar Acerbian. Todas simples pasatiempos, pero conformaban los recuerdos de la preadolescencia de Dak’ir. Las imágenes se disiparon como el humo ante un fresco viento dejándole una sensación de arrepentimiento. Una parte de Dak’ir lamentaba la pérdida de su vida anterior, la muerte de su existencia previa a convertirse en un hermano de batalla, cuando era sólo Hazon y el hijo de su padre.
Conforme los años pasaban, llenos de guerra y de gloria en nombre del Emperador, con ciudades incendiadas y enemigos asesinados, los vestigios que conservaba Dak’ir de aquellos viejos recuerdos se iban desgastando sustituidos por los de las batallas.
La obsesión que sentía por su antigua vida, una vida que en realidad apenas había comenzado, lo confundía. ¿Era desleal, o incluso hereje, tener tales pensamientos? Dak’ir no podía evitar preguntarse por qué lo acosaban los recuerdos.
—Ya no soy humano —admitió ante su reflejo—. Soy más que eso. Soy una evolución. Soy un astartes.
La máscara cubrió su semblante de ébano dejando expuesta la parte quemada de su rostro: el tejido rojo carne. Durante un momento intentó imaginarse a sí mismo humano de nuevo. El intento fue un fracaso.
—Pero, si no soy humano, ¿conservo aún mi humanidad?
La grave respuesta de las puertas blindadas abriéndose interrumpió el estado de ensimismamiento de Dak’ir. El sargento lanzó la máscara rápidamente a un horno cercano y ésta ardió en el fuego. La plata goteaba como lágrimas por el semirrostro de la máscara, que conservó su forma brevemente antes de ceder ante el intenso calor y convertirse en poco más que metal fundido.
—¿Una espada en mal estado, sargento? —preguntó Emek tras él.
Dak’ir cerró la puerta del horno y se volvió hacia su hermano de batalla.
—No, sólo era chatarra.
Emek decidió dejarlo ahí. Vestía su armadura completa y el verde metálico cambió un intenso violeta con el reflejo de los lagos de lava. Sostenía su casco de combate en la parte interior del brazo y los ojos brillaban inesperadamente con celo y con vigor.
—Nos han convocado en Prometeo —dijo Emek al cabo de unos instantes—. Nuestros señores han consultado el Libro del Fuego y han hallado una respuesta respecto al cofre de Vulkan. Tu armadura te espera en la cámara de al lado, señor.
Dak’ir se pasó un trapo ya ennegrecido por el cuerpo cubierto de hollín y empezó a guardar las herramientas que había estado usando.
—¿Dónde debemos reunirnos? —preguntó.
—En la meseta Cindara. El hermano Ba’ken se unirá a nosotros allí.
Emek permaneció en silencio mientras Dak’ir terminaba de guardar el equipo de forja.
—¿Te preocupa algo más, hermano? —preguntó el sargento.
—Sí, pero no quiero parecer insubordinado.
El tono de Dak’ir reflejó su impaciencia.
—Habla, hermano.
Emek esperó mientras organizaba sus pensamientos, como si estuviese escogiendo sus siguientes palabras con mucho cuidado.
—Antes de partir hacia el Cinturón de Hadron, en la Cámara de la Conmemoración, oí al hermano sargento Tsu’gan decir algo sobre tu implicación en la muerte del capitán Kadai. —Emek hizo una pausa para examinar la reacción de Dak’ir, que no mostró ninguna, antes de continuar—: La mayoría de nosotros no estaba presente cuando Kadai murió. Hay algunas… preguntas sin respuesta.
Dak’ir consideró amonestar a su hermano de batalla. Cuestionar a cualquier oficial superior, por mucha delicadeza que se emplease al hacerlo, era motivo de castigo. Pero le había pedido a Emek que fuese sincero, y sinceridad era lo que había obtenido. No podía llamarle la atención por ello.
—La verdad es, hermano, que todos fuimos culpables en lo que se refiere a la tragedia de la muerte de Kadai. Yo, Tsu’gan y todos los que pisamos Aura Hieron, incluso el propio capitán. No hay ningún misterio ni ningún oscuro secreto. Nuestro astuto y letal enemigo fue más hábil que nosotros.
—Los Guerreros Dragón —afirmó Emek en el silencio que siguió a la intervención del sargento.
—Sí —respondió Dak’ir—. Los renegados estaban al tanto de nuestra llegada. Estaban esperándonos y nos tendieron una trampa. Ellos siguen un antiguo credo, Emek: ojo por ojo y capitán por capitán.
—Planear algo así… roza la obsesión.
—Obsesivos, paranoicos, vengativos. Nihilan es todo eso y peor.
—¿Lo conocías?
—No. Sólo lo vi en Moribar, durante mi primera misión como explorador de la 7.ª Compañía. Y tampoco conocí a su capitán, Ushorak, aunque instruyó bien a su protegido en las artes del engaño y la maldad.
—Y fue él quien murió en el mundo sepulcro.
—En la forja crematoria en el corazón de Moribar, sí. Kadai pensó que Nihilan también había muerto, pero a menos que fuese una sombra lo que se enfrentó a nosotros en Stratos, por lo visto sobrevivió bastante bien, movido por el odio y la sed de venganza.
—Y en su día había sido…
—Uno de nosotros, sí —terminó Dak’ir por él—. Ni siquiera los hijos de Vulkan están libres de mancha. La capacidad de traicionar reside en todos nosotros, Emek. Por eso debemos probarnos constantemente a nosotros mismos y a nuestra fe, para prepararnos contra la tentación y contra los ideales egoístas.
—¿Y Ushorak?
El rostro de Dak’ir se ensombreció y el sargento bajó la mirada como si estuviese recordando algo, aunque en realidad él sólo conocía los hechos que habían llevado a Ushorak a la sangrienta deserción. Aquello había sucedido hacía muchos años y él no lo había presenciado de primera mano.
—No. Él formaba parte de otro capítulo, aunque eso no hace que las cosas resulten menos mortificantes.
—Nihilan hizo todo eso para vengar a su señor… Debía de estar lleno de rencor. ¿No hay manera de rehabilitarlo a él y a los renegados bajo su mando? No sería la primera vez que se perdona a alguien y se le somete a penitencia. Ya se hizo con los Ejecutores.
Dak’ir negó con la cabeza con tristeza.
—Esto no es Badab, Emek. Nihilan y sus seguidores han penetrado en el Ojo del Terror, y no hay camino de vuelta. Su última oportunidad, la última oportunidad de Ushorak, fue en Moribar. La rechazaron, y ahora son nuestros enemigos, como los nefandos horrores de la disformidad. Pero no creo que fuese sólo la venganza lo que movía a Nihilan cuando nos tendió aquella emboscada en Stratos. Planeaba algo más.
—¿Qué te hace pensar eso?
Dak’ir miró a su hermano a los ojos.
—Es sólo una sensación.