II
«PURGATORIO»
Fue lo último que Dak’ir oyó antes de que la cámara criogénica desapareciera en un brillante estallido de magnesio. Entonces llegó el dolor, tan intenso e invasivo que sus órganos se retorcieron de dentro hacia fuera, como si su estructura molecular se hubiera descompuesto en un nanosegundo, átomo por átomo, reformándose y desintegrándose de nuevo un momento después. El sulfuro y la cordita inundaban sus fosas nasales con un hedor tan penetrante que no podía respirar. El agrio sabor a cobre llenaba su boca mientras toda noción del tiempo y de la existencia desaparecía y se transformaba en una especie de instinto primitivo, como el que se tiene nada más nacer. Lo tangible dio paso a lo etéreo al tiempo que todo significado abandonaba sus sentidos.
La luz fue transformándose en una imagen que se aclaraba lentamente alrededor de Dak’ir. El actínico hedor permaneció, al igual que la sangre que manchaba sus dientes y su boca. Vio el metal y lo sintió bajo sus botas. Después experimentó una especie de náusea seguida de un repentino vértigo que lo hizo tambalearse mientras el mundo corpóreo volvía a tomar forma.
Estaba en una nave. El dispositivo que Lorkar tenía en la mano era una baliza localizadora a través de la cual los había teleportado a bordo.
—Las náuseas pasarán —les aseguró una chirriante voz que Dak’ir reconoció como la del sargento Lorkar.
Dak’ir se encontraba en una amplia sala circular. Tenía un techo abovedado que se perdía en una insondable oscuridad y estaba débilmente iluminada por una especie de lámparas de sodio. En toda su vasta circunferencia, la estancia estaba forrada con estandartes de tela que describían numerosas victorias con rúbricas escritas en gótico clásico e imágenes de unos astartes con armaduras amarillas y negras que sujetaban en alto cráneos y otros espeluznantes talismanes de adoración. En la cámara se exhibía más de un centenar de campañas, todas referentes a la 2.ª Compañía del Capítulo de los Marines Malevolentes. Los Marines Malevolentes no eran un capítulo de la Primera Fundación. No habían luchado en la Gran Cruzada sometiendo a miles de mundos. Pero a juzgar por sus laureles cualquiera podría pensar lo contrario.
Además de sus estandartes, había otros trofeos: los macabros tótems representados en la tela. Dak’ir vio los desollados cráneos de varios orkos con sus inconfundibles mandíbulas prominentes y frentes inclinadas; la tiránida bioforma que reconocía de la Cámara de la Conmemoración de Prometeo en el ala dedicada a la 2.ª Compañía que narraba sus hazañas en Ymgarl, cuando salvaron la luna de una infestación de genestealers. El cráneo blanco de un odiado eldar también lo miraba desde lo alto con un semblante tan altivo y despectivo en la muerte como lo había sido en vida. Los cascos de batalla de las Legiones Traidoras también estaban presentes, vacíos y con mirada torva. De pronto, Dak’ir vio un casco que no poseía ningún sello del Caos que pudiera reconocer, aunque despertó una punzante sensación de recuerdo en él. Era difícil decirlo con seguridad en aquella penumbra, y todavía seguía luchando contra la desagradable sensación provocada por la reciente teleportación, pero parecía que era de color negro estigio y que una ósea protuberancia sobresalía de la parte superior como una cresta.
—Idiota: Podías habernos matado a todos con ese numerito.
La voz de Tsu’gan captó la atención de Dak’ir. Tenía los puños cerrados mientras descargaba su ira sobre Lorkar. El sargento Salamandra estaba temblando, aunque Dak’ir no sabía decir si era a causa de la ira o si también él se estaría adaptando a la repentina transición desde la Archimedes Rex.
Pero Tsu’gan tenía razón. La teleportación era una ciencia peligrosa e inexacta. Incluso con una baliza localizadora, las probabilidades de perderse en la disformidad o de regresar como una amorfa masa de carne blanda como si tu interior se hubiese vuelto tu exterior seguían siendo alarmantemente elevadas. Y llevar a cabo la teleportación cuando los que iban a ser trasladados no estaban preparados o no llevaban una armadura de exterminador que los protegiera de los rigores físicos del proceso era todavía más peligroso.
—Lo he hecho para demostraros algo.
La voz era dura como el hierro, llena de fuerza y de confianza. Resonó desde los confines de la sala, donde reinaba la oscuridad, y los Salamandras siguieron su procedencia. En el centro del círculo de gloria había una tarima de acero sobre la que descansaba un trono negro en el que se sentaba una figura con aspecto de un rey recostado. Tan sólo se veían las puntas de sus botas y una especie de greba amarilla iluminada por la corona de luz procedente de una de las lámparas cercanas. Su identidad permanecía oculta entre las sombras, por el momento. No había duda de que era un estudioso de historia bélica. Sobre el trono había numerosos mapas de antiguas conquistas y cruzadas. También había artillería: esotéricas armas de fuego, espadas de origen desconocido y otros extraños dispositivos. La sala del trono era presuntuosa, diseñada de acuerdo con el obvio sentido de vanagloria del capitán.
—Soy el capitán Vinyar y ésta es mi nave, la Purgatorio. Si pensáis que tenéis algún control aquí, os equivocáis. La nave del Mechanicus es mía, y reivindico todos sus contenidos.
—¿Que reivindicas sus contenidos? Tú no puedes reivindicar nada, y vas a liberar a la Archimedes Rex y a dejarla en nuestras manos en nombre del Emperador —dijo Tsu’gan.
—Controla tu ira, hermano sargento —le advirtió Pyriel, que había permanecido como espectador hasta ahora, en voz baja—. Estás hablando con un capitán de los astartes.
Dak’ir observó que a diferencia de él o de su homólogo, el bibliotecario no mostraba signos de malestar tras el forzoso viaje.
—Haces bien en frenar a tu sargento, bibliotecario —dijo Vinyar, y se inclinó hacia la luz para mostrar su rostro.
El semblante del capitán era tan adamantino como su voz. Unos insensibles ojos miraban desde una cabeza prácticamente cuadrada que descansaba sobre los anchos hombros del astartes. Calvo, excepto por unos aislados mechones de pelo afeitados que infestaban su cuero cabelludo como hirsutas lesiones, Vinyar lucía una barba de tres días en una mandíbula que parecía la cabeza de un martillo. Tres tachones de platino de servicio formaban una línea en su frente sobre el ojo izquierdo inyectado en sangre.
Vinyar vestía la misma armadura amarilla y negra que sus hermanos. Ambas hombreras mostraban galones, las señales de «peligro» de los veteranos de los Marines Malevolentes, y una andrajosa capa de armiño negro colgaba desde sus hombros como una vieja arpillera. Su brazo izquierdo terminaba en un puño de combate, aunque los dedos parecían haberse fundido entre ellos, lo que indicaba que ya no podía abrirlos. Dak’ir pensó que, de todos modos, Vinyar no tenía ninguna necesidad de agarrar nada con él, y que sólo lo necesitaba como martillo con el que aplastar a sus enemigos.
Su labio superior se curvó hacia arriba a modo de sonrisa en una mueca de diversión, pero no había ningún alborozo en ella. Si Lorkar destacaba por su aspecto desaliñado y entrecano, lo que caracterizaba a Vinyar era su imagen sombría. Dak’ir advirtió que el prepotente capitán no se molestó en preguntarle a Pyriel ni a ninguno de ellos sus nombres. Era evidente que aquello no le importaba lo más mínimo.
—Aunque tiene bastante razón, hermano capitán Vinyar —dijo Pyriel dando un paso hacia adelante mientras el ocupante del trono ordenaba a Lorkar que se retirase.
—¿En qué? —lo invitó a continuar Vinyar.
Dak’ir advirtió que unas figuras acorazadas ocupaban las inescrutables sombras de los extremos de la sala del trono, justo al otro lado de las paredes cubiertas con los estandartes de las victorias. Reconoció aquellas figuras como exterminadores, pero llevaban una imitación modificada de la moderna armadura táctica dreadnought. Era voluminosa y con hombreras levantadas que remataban un casco de batalla de forma cuadrada con una rudimentaria rejilla en la parte de la boca. La armadura era mucho menos refinada, aunque poseía una selección de armamento bastante estándar, que consistía en un puño de combate y un combibólter acoplado en lugar de los usuales bólters de asalto. A pesar de su arcaísmo, los astartes que vestían aquellos trajes seguían siendo mortíferos. Pyriel continuó impertérrito.
—En qué vais a abandonar la Archimedes Rex de inmediato y a entregarnos la nave forja a nosotros.
—Puedes quedártela, hermano —sonrió Vinyar.
Dak’ir pensó que aquélla sería la expresión que tendría un tiburón si alguna vez le hiciera gracia algo.
—Yo sólo deseo su contenido.
—Que también nos vas a entregar —respondió Pyriel sin alterarse ante el tono burlón de Vinyar.
El capitán se recostó y volvió a perderse entre las sombras, de nuevo claramente aburrido del juego que estaba jugando.
—Ponla en la pantalla —ordenó a través del comunicador de la nave situado en el brazo de su trono.
Una pequeña antena ascendió de manera insidiosa de entre las fisuras de las placas de cubierta a una corta distancia del asiento de Vinyar. Cuando alcanzó los dos metros de altura se detuvo y su extremo se expandió en tres apéndices de un metro cada uno entre los que apareció una imagen holográfica. En ella se mostraba la Archimedes Rex, o más bien un primer plano de una sección de sus generadores que no habían visto desde la Dragón de Fuego.
La imagen emitía una granulada luz azul que iluminaba de manera macabra a Vinyar en la semioscuridad.
—Los generadores que veis en el holograma suministran energía a los sistemas de soporte vital de la nave forja, entre otros.
La imagen cambió rápidamente y mostró el extremo de una maltrecha torreta de cañón.
—Una de las muchas del Purgatorio —reveló Vinyar—. Maestro Vorkan, ¿tienes ya un plan de ataque?
Una incorpórea voz respondió desde el comunicador:
—Sí, mi señor.
Vinyar volvió a centrar su atención en los Salamandras.
—Una sola salva dañaría gravemente esos generadores y destruiría los sistemas de mantenimiento vital, y con ellos las posibilidades de rescatar a cualquier superviviente a bordo.
Tsu’gan se erizó, incapaz de controlar su ira. Dak’ir oyó cómo crujían sus nudillos mientras apretaba los puños inconscientemente.
Aquello era desmesurado. Amenazar una vida humana con tal flagrante desprecio… El sargento sintió ganas de vomitar y replicó con voz áspera:
—No puedes estar hablando en serio. Una cosa es apropiarse de unas armas o robar en una nave siniestrada, pero… ¿asesinar?
—No soy un asesino, hermano sargento. —Los ojos de Vinyar eran dos oscuros huecos salpicados de minúsculos puntos de malicia mientras miraba a Dak’ir—. Asesinar es matar a alguien de un tiro o de una puñalada por la espalda. Yo soy un soldado, al igual que tú. Y en la batalla hay que hacer sacrificios. Actúo por necesidad, para que mi capítulo prevalezca. Es vuestra mano la que fuerza la mía, y no al revés.
—Hazlo y no tendré más remedio que ordenar a mis astartes que aborden la Archimedes Rex para detenerte, y el resultado no será favorable para ti —advirtió Pyriel volviendo a entrar en la discusión—. ¿Condenarías a tus guerreros a tal destino?
El holograma desapareció y se llevó con él la luz. La antena de emisión se retrajo. Vinyar se inclinó hacia adelante de nuevo y se burló:
—Por supuesto que no, estarían fuera antes incluso de que el ataque tuviese lugar.
—¿Cómo? —preguntó Tsu’gan con menosprecio—. Ni siquiera la Guardia del Cuervo podría realizar semejante maniobra.
Vinyar centró su atención en el hermano sargento.
—Del mismo modo en que os sacamos de allí. La teleportación es mucho más sencilla a la hora de salir que a la hora de entrar, de ahí que decidiera lanzar unos torpedos para abrir una brecha inicial.
El arrogante capitán hizo una pausa. Su actitud de vanagloria pareció desaparecer por un momento para dar paso a un simulacro de sinceridad.
—Los astartes somos hermanos. No deberíamos enfrentarnos por esto. No hay ningún acto de maldad; sólo es la guerra. He luchado en más de un centenar de campañas, en cientos de mundos y cientos de sistemas.
»Xenos, traidores, herejes, brujas y demonios de todo tipo han perecido bajo mi justa mano. La humanidad está en deuda de gratitud con mi capítulo, al igual que todos los capítulos de astartes. Siguen seguros gracias a nuestra voluntad y a la fuerza de nuestras armas, ajenos a los horrores de la Vieja Noche. —El capitán hizo un expansivo gesto con los brazos como insinuando que el universo entero estaba contenido en su sala del trono—. ¿Qué importancia tiene el destino de unos pocos en comparación con el de una galaxia de trillones?
—Las malas acciones son malas acciones —respondió Dak’ir—. No hay victoria que las justifique. Ninguna medida justifica actos monstruosos.
Vinyar levantó la mano y su voz se volvió más amenazante que nunca.
—No soy ningún monstruo. Hago lo que tengo que hacer para servir a la luz del Emperador. Pero no os equivoquéis… —Y como si una fuerte ráfaga de viento que se lleva las cenizas de un fuego apagado hubiese pasado, su tono condescendiente desapareció—: ¡Soy yo quien está al mando aquí! ¡Y soy yo quien dicta qué…!
El ruido del comunicador que había en el brazo de su trono lo interrumpió.
—¿Qué? —espetó Vinyar con impaciencia.
—Mi señor —dijo la incorpórea voz desde alguna otra parte de la nave—, una nave está intentando contactar con nosotros. —Hubo una breve pausa antes de que la voz continuara—: Es un crucero de asalto astartes.
Vinyar levantó una ceja y se volvió para observara los Salamandras. El intercambio de miradas entre ellos se mantuvo en silencio, y mientras el capitán sentía de repente cómo su supremacía se desmoronaba, envió una orden a regañadientes:
—Transmítelo a la sala del trono.
El comunicador se apagó y una nueva lluvia de estática dio comienzo mientras las comunicaciones de la nave conectaban con otra fuente.
—Imagino que es vuestra —masculló Vinyar con amargo desprecio.
Pyriel ni siquiera tuvo tiempo de asentir. La voz del capitán N’keln resonó con fuerza por la sala desde los altavoces ocultos en las paredes.
—Aquí el hermano capitán N’keln de la 3.ª Compañía de los Salamandras desde el crucero de asalto Ira de Vulkan. Liberad a mis hombres de inmediato o enfrentaos a las consecuencias.
Dak’ir sonrió tras su casco de batalla. Por lo visto el hermano Apion había conseguido establecer contacto con su nave.
—Aquí el capitán Vinyar de los Marines Malevolentes, y no respondemos a exigencias. —Vinyar era optimista, a pesar de la precaria situación en la que se hallaba.
—Pues responderéis a las mías —contestó N’keln secamente—. Escoltad a mis hombres de nuevo a la Archimedes Rex. No lo pediré una tercera vez.
—Tus hombres son libres de marcharse cuando quieran. Han sido ellos quienes han solicitado una audiencia.
—También nos entregaréis la nave forja —presionó N’keln haciendo caso omiso de las últimas palabras del otro capitán.
Vinyar frunció el ceño claramente disgustado.
—La nave es nuestra —masculló, y miró a los tres Salamandras que tenía delante con expresión sombría, descargando toda su ira sobre ellos en sustitución de su ausente capitán—. No renunciaré a ella.
Hubo otra pausa antes de que el comunicador se activase de nuevo, y la misma voz incorpórea de antes volvió a hablar:
—Mi señor, estamos detectando disposición de armas en el Ira de Vulkan.
Vinyar volvió a enfrentarse al comunicador como si se tratase de un enemigo al que pudiese amenazar o intimidar para que cambiase su información.
—¿Qué? —ladró fulminando a Pyriel con la mirada—. Confirma: ¿la nave de los Salamandras nos está apuntando con su artillería?
—Con toda una configuración de baterías láser, sí, mi señor.
Vinyar golpeó el brazo del trono con su puño de combate y lo aplastó. Con los circuitos hechos añicos y otros restos cayendo al suelo desde su puño, miró a los astartes que tenía ante él.
—¿Seríais capaces de disparar contra una nave astartes pero me recrimináis que ejecute a un puñado de siervos humanos?
Los Salamandras se mantuvieron impávidos en su silencio. El enfrentamiento casi había terminado. Ahora sólo tenían que esperar.
Vinyar se dejó caer pesadamente sobre su semiderruido trono. Toda la arrogancia y superioridad habían desaparecido de su expresión y de su lenguaje corporal, y en su lugar había una bullente irritación. El ambiente estaba cargado y por un momento pareció como si el capitán de los Marines Malevolentes se estuviese planteando enfrentarse al Ira de Vulkan y asesinar a los intrusos que había a bordo de su nave. Pero finalmente cedió.
—Llevaos la nave si queréis. Pero tened esto en cuenta, Salamandras: no olvidaremos esta fechoría. Nadie apunta con sus armas a los Marines Malevolentes sin sufrir las consecuencias.
Vinyar apartó la vista de ellos y permaneció pensativo entre las sombras. Cuando volvió a hablar unos segundos después, su voz era poco más que un susurro cargado de odio.
—Y ahora salid de mi nave.
No queriendo exponerse a la volubilidad del teleportarium del Purgatorio o al resentimiento de su capitán, Pyriel transportó a los errantes Salamandras de nuevo a bordo de la Archimedes Rex abriendo físicamente una puerta al infinito hacia el immaterium. Invocar tal fuerza tenía sus riesgos, pero Pyriel, como bibliotecario de nivel epistolar que era, lo logró con éxito. Los tres astartes se encontraron de nuevo en la cámara criogénica de la nave forja sin contratiempos.
Aunque seguía sintiéndose incómodo, Dak’ir encontró la experiencia mucho menos desconcertante cuando las paredes de metal de la estancia se hacían visibles a su alrededor. Una tormenta ancestral anunció su llegada mientras el velo que cubría el reino material desaparecía para permitir la entrada de los Salamandras. Al volver a la realidad se encontraron rodeados de sus hermanos de batalla, quienes tenían las armas preparadas por si algo sobrenatural llegaba con ellos buscando una vía de acceso en la brecha en la tela de la realidad que Pyriel había abierto para efectuar su paso.
De nuevo en la Archimedes Rex y una vez que sus vigilantes hermanos se dispersaron, Dak’ir se dio cuenta de que los Marines Malevolentes habían desaparecido.
Vinyar había cumplido su promesa de sacar a sus guerreros de la nave. Pero eso no era lo único que faltaba. El modesto cargamento de armas que los Marines Malevolentes habían preparado para teleportar también había desaparecido.
—¿Cuándo ha pasado esto? —inquirió Tsu’gan en cuanto se percató de que las armas y las armaduras habían desaparecido.
—Durante la extracción, no más de un minuto antes de vuestra llegada —respondió el hermano S’tang—. Los hombres y el material bélico desaparecieron al mismo tiempo.
S’tang era uno de los que habían estado haciendo guardia mientras esperaban el regreso de su sargento.
Tsu’gan sacudió la cabeza disgustado y se volvió hacia el hermano Apion, que estaba junto al comunicador de la nave. Había sido él quien había restablecido el contacto con el Ira de Vulkan.
—No podemos permitirlo. Contacta con el capitán N’keln de inmediato. Debemos seguir a esos perros y recuperar lo que han robado.
—Con todos mis respetos, hermano sargento, el capitán N’keln ya ha sido informado. —La ira de Tsu’gan se aplacó por un instante.
—¿Y qué quiere que hagamos?
—Nada, señor. El capitán se conforma con haber recuperado la nave y la mayor parte de sus armas. No desea forzar más las cosas con los Marines Malevolentes.
—¿Por qué motivo? —preguntó Tsu’gan volviendo a su enfado bruscamente—. Son piratas. Para mí son renegados. Vinyar y esos malnacidos deberían pagar por esto.
El hermano Apion, dicho sea en su honor, no se inmutó ante la ira del sargento.
—Ésas son las órdenes del capitán, señor.
—¿Sin explicaciones?
—Así es, señor —respondió Iagon interviniendo en el debate—. Estoy convencido de que el capitán tendrá sus razones, hermano sargento. Es probable que no quiera arriesgar las vidas de ningún posible sobreviviente del Mechanicus.
Iagon no había estado haciendo guardia y se encontraba justo debajo de la plataforma tras haber descendido recientemente cumpliendo con su obligación. Lanzó una mirada hacia las cápsulas criogénicas.
—Por pocos que haya. La compañía sigue afectada tras la última campaña. Todavía estamos lamiéndonos las heridas. No habrá querido enfrentarse a otro crucero de asalto sin la ventaja del factor sorpresa.
—Deberías controlar esa lengua bífida que tienes, Iagon —advirtió Ba’ken al otro Salamandra alzándose sobre él—. No eres nadie para discutir las órdenes del capitán.
Iagon intentó no mostrarse impresionado ante la presencia del inmenso guerrero. Hizo un gesto apesadumbrado y dio un paso atrás antes de fingir interesarse por las lecturas de las cápsulas criogénicas que aparecían en su auspex.
Dak’ir tomó el relevo de su soldado de artillería pesada.
—El capitán N’keln es lo bastante sabio como para saber que cualquier enfrentamiento con un hermano de batalla, aunque se trate de un capítulo tan arbitrario como los Marines Malevolentes, es algo insensato e inútil.
—Nadie te ha pedido tu opinión, igneano —respondió Tsu’gan con desprecio.
El ambiente entre los Salamandras reunidos empezaba a tensarse. Era como si los Marines Malevolentes no se hubiesen marchado.
—Déjalo, hermano sargento —intervino Pyriel con voz tan seria e inflexible como un yunque.
Una leve aura de energía se disipaba en las lentes de su casco, y Dak’ir dio por hecho que el bibliotecario había estado comunicándose por telepatía con sus distantes hermanos.
—El Ira de Vulkan ya está de camino. Debemos reunirnos en la plataforma de los cazas donde nos recogerá una Thunderhawk. Hay que preparar a los supervivientes y sus cápsulas criogénicas para ser transportados.
Tsu’gan estaba a punto de objetar, claramente indignado ante lo que él veía como capitulación en la cara de un enemigo. Pyriel lo reprendió.
—Ya tienes tus órdenes, hermano sargento.
El cuerpo de Tsu’gan se relajó mientras recuperaba la compostura.
—Como desees, mi señor —respondió, y se fue a organizar a su escuadra.
Dak’ir lo observó marchar, viendo cómo el enfado permanecía en él como una oscura mancha. A Tsu’gan no se le daba bien ocultar sus sentimientos, incluso bajo la máscara de ceramita de su casco de batalla. Pero Dak’ir sentía que su disgusto no estaba dirigido al bibliotecario, sino hacia N’keln. De repente había vuelto a reinar el alarmante espectro de disensión en la 3.ª Compañía.
Intentando apartar estos pensamientos de su mente se concentró en el resto de los Salamandras, que estaban ocupados asegurando las cápsulas criogénicas para su inmediata evacuación y transporte, desconectándolas de los sistemas de la nave y haciendo que la fuente de energía interna de cada una de ellas las mantuviese. Era un procedimiento arriesgado, y posiblemente hubiese bajas, pero era el único modo de que alguno de los adeptos todavía con vida saliese de la Archimedes Rex.
Al igual que la evaluación inicial del estado de los habitantes criogénicos, el proceso de extracción de la nave forja era lento. Pero gradualmente, Emek y Iagon, que habían regresado cada uno a sus tareas originales, dirigieron a sus equipos en la preparación de las cápsulas. El resultado final fue funesto: sólo siete supervivientes.
Parecía una recompensa demasiado pequeña para un viaje tan arduo. Dak’ir recordó de nuevo la duda creada sobre el juicio de N’keln al insistir en aquella misión. Los escasos resultados a bordo de la nave forja sólo servían para justificar esa duda. Se preguntó brevemente cuántas cápsulas criogénicas más habría por la nave y si sería posible llegar hasta ellas y rescatar a más supervivientes. Aquellos de los siete que siguieran con vida al llegar a bordo del Ira de Vulkan necesitarían ser trasladados a una instalación médica imperial cercana hasta que el Mechanicus fuese a recogerlos. Y eso dando por hecho que alguien en Marte tuviese algún interés en recuperarlos. De cualquier modo, tras ser resucitados volverían a servir al glorioso Imperio.
—Me alegro de ver que has regresado entero, con las tripas dentro de tu armadura y con todas las extremidades en su sitio —dijo Ba’ken en voz baja, interrumpiendo sin saberlo los pensamientos de Dak’ir.
—Más aliviado estoy yo, hermano. Vinyar, el capitán, no se parecía a ningún astartes que haya conocido antes. Era totalmente despiadado; la antítesis de un Salamandra. Me alegro de volver a estar entre los de mi capítulo. Aunque esto me ha hecho pensar en si de verdad somos o no demasiado compasivos y en si el hecho de valorar la vida humana, tal vez más que el resto de nuestros hermanos, interfiere en nuestra eficacia como guerreros.
Ba’ken rio suavemente sin regocijo de ningún tipo.
—El capellán Elysius nos decía que los astartes no experimentan la duda, que están seguros de todo, especialmente de la guerra. Pero yo creo que hay una diferencia entre el dogma y la realidad. Sólo haciéndonos preguntas y sabiendo que las respuestas son correctas podemos alcanzar la certeza. En cuanto a lo de que la compasión sea una debilidad… no lo creo, señor. La compasión es nuestra mayor ventaja. Es lo que nos convierte en hermanos y lo que nos une hacia un justo y noble propósito —respondió Ba’ken, tan seguro y tan firme como la mismísima roca del monte del Fuego Letal.
—Nuestros lazos parecen tensos últimamente.
La insinuación de la discordia que reinaba entre la 3.ª Compañía resultaba obvia por el tono de Dak’ir.
—Sí, y esta última misión no ha ayudado demasiado.
Mientras aquellos oscuros pensamientos se revolvían en la mente de Dak’ir, algo en su más profundo subconsciente lo obligó a volverse hacia las puertas blindadas que daban a la sala de almacenamiento. Los Marines Malevolentes habían escapado con sólo un escaso porcentaje de material, pero Dak’ir se sintió empujado a ver qué habían dejado atrás.
—¿Hermano sargento?
La voz de Ba’ken invadió de repente su introspección.
Dak’ir se volvió hacia él.
—¿Sucede algo? —preguntó su número dos.
Dak’ir ni siquiera se había dado cuenta de que había empezado a alejarse de él. Como atraído por el canto de una sirena, se había arrastrado hacia la sala de almacenamiento y estaba casi en el umbral cuando Ba’ken lo había llamado.
—No, hermano. —Aunque lo cierto era que Dak’ir no lo sabía—. Hay que inspeccionar el cargamento de armas que ha quedado antes de transportarlas, eso es todo.
—Deja que se encarguen los siervos a nuestro regreso al Ira de Vulkan. No es tarea para un astartes, y menos para un hermano sargento.
—Sólo voy a echar un vistazo rápido, Ba’ken.
Aquella explicación le sonó poco convincente incluso a Dak’ir. Se sentía extrañamente distante, como cuando el teleportarium los había arrancado del reino material y los había devuelto a bordo del Purgatorio. Sólo que esto era algo diferente, casi etéreo, como si una capa de niebla hubiese cubierto el mundo que lo rodeaba proporcionando claridad a algunas sensaciones al tiempo que apagaba otras y agudizando su consciencia.
—¿Necesitas asistencia? Puedo enviar a G’heb y a Zo’tan.
—No, Ba’ken, no será necesario. Puedo hacerlo solo. —Justo antes de darse la vuelta, Dak’ir añadió un último comentario—: Eres prudente, Ba’ken, serías un excelente sargento.
—Ya, pero algunos están hechos para dirigir y otros están hechos para luchar, hermano —respondió—. Y yo sé que pertenezco al último grupo.
De haber podido ver el rostro que se escondía tras el casco de combate, Dak’ir se habría dado cuenta de que el soldado de artillería pesada estaba sonriendo. Y entonces, incapaz de resistirse más a aquel impulso, Dak’ir entró en la sala de almacenamiento y Ba’ken y el resto de sus hermanos desaparecieron de su vista.
La inmensa cámara de material bélico parecía más grande una vez te hallabas en el interior. Un pequeño ejército podría haberse equipado perfectamente con las filas de armas, armaduras y municiones que contenía. Dak’ir recorría lentamente la estancia, de al menos cien metros de lado a lado, cuando advirtió unos estantes de armas pesadas entre los bólters: unos lanzamisiles yacían juntos en estuches rellenos de espuma, y sus proyectiles incendiarios reposaban junto a ellos en grupos de tres; unos gruesos bólters pesados dotados de una brutal potencia de fuego descansaban en otros estantes con las cintas de proyectiles enroscadas junto a ellos; hileras de lanzallamas con las boquillas sin usar dormían junto a unos cilindros de volátil promethium.
Dak’ir también advirtió las servoarmaduras, todas de metal oscuro esperando a ser bautizadas con los colores del capítulo que fuese a vestirlas y a que los artesanos y los tecnomarines les añadiesen insignias y marcas de honor.
Eran como sombras cuando Dak’ir pasó ante ellas. Parecían apagadas y monocromáticas como una habitación poco iluminada. Ahora el impulso que había sentido, el canto de sirena, zumbaba como un insistente latido en la base de su cráneo. Una vez cerca del final de la larga cámara, el latido se fue volviendo cada vez más rápido y el zumbido en sus oídos cada vez más agudo. Justo cuando Dak’ir pensó que iba a gritar, el ruido cesó. Al fondo de la habitación había un sencillo cofre de metal que destacaba ente toda la munición. Era pequeño. Dak’ir podía haberlo sujetado en una sola mano. Tenía forma rectangular y unos bordes pronunciados que le recordaron la cabeza de un yunque, y tenía algo inscrito en la parte superior.
Era sólo un cofre, un inofensivo recipiente que contenía algún objeto desconocido, pero Dak’ir no estaba seguro de si debía cogerlo o no.
El miedo no era lo que detenía su mano, un astartes estaba por encima de tales cosas; más bien sentía respeto.
—Da’ir…
Éste reaccionó ante la voz que procedía de detrás de él y se volvió rápidamente. Al ver que se trataba de Pyriel se relajó, pero sólo un poco. El bibliotecario estaba observando algo a la altura de la cintura del hermano sargento.
Dak’ir siguió su mirada y vio el cofre acunado entre sus guanteletes. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había cogido.
—He encontrado algo hermano bibliotecario —se limitó a decir.
—Ya lo veo, hermano. Aunque me sorprende que hayas llegado a descubrirlo. —Pyriel señaló por encima de uno de los hombros del Salamandra.
Dak’ir se dio la vuelta y vio varias cajas boca abajo, montones de municiones tiradas por el suelo y estantes de armas apartados en su inconsciente fervor por localizar el cofre.
—No has sido muy silencioso en tu búsqueda —le dijo Pyriel.
Dak’ir se volvió para mirarlo de nuevo con un gesto de incredulidad en el semblante.
—El jaleo que has armado me alertó de tu presencia, hermano —continuó el bibliotecario, y Dak’ir sintió aquella ferviente mirada examinadora, juzgadora y reflexiva.
—Yo… —fue todo lo que el sargento de los Salamandras pudo responder.
—Deja que lo vea.
Pyriel alargó el brazo con la mano abierta y tomó el cofre con veneración cuando Dak’ir se lo entregó.
Ahora enfocaba aquel omnisciente escrutinio sobre el artefacto que sujetaba en la mano.
—Es la marca de Vulkan —dijo al cabo de unos instantes—. Es su icono, un sello único que sólo han portado el primarca y los padres forjadores.
Los dedos de Pyriel recorrían las sutiles hendiduras y grabados que de repente se habían vuelto visibles sobre la superficie del cofre, y lo hacían con delicadeza, como si fuera de frágil porcelana, a pesar de su dura estructura de metal.
—Está sellado —continuó, aunque ahora parecía estar hablando consigo mismo—. Ninguna de mis habilidades lograría abrirlo.
El bibliotecario hizo una pausa, como si estuviese desentrañando alguna faceta clandestina del cofre.
—Tiene un sello de origen…
Pyriel alzó la vista como si se hubiese quedado sin habla.
—¿Qué pasa, hermano? ¿De dónde procede?
Pyriel pronunció una sola palabra, como si fuese el único sonido capaz de traspasar sus labios en aquel momento. Era una palabra que Dak’ir conocía muy bien y que llevaba el enorme peso de la profecía:
—Isstvan.