I
MALEVOLENCIA
—Hermano sargento Dak’ir, de la 3.ª Compañía de los Salamandras —respondió Dak’ir, que se encontraba delante del sargento Lorkar.
Tras un momento de vacilación, agarró el antebrazo del otro marine espacial como solían saludarse los guerreros y asintió en señal de respeto.
—¿Salamandras? —preguntó Lorkar como si los viera por primera vez—. ¿De la Primera Fundación? Nos sentimos profundamente honrados.
El Marine Malevolente inclinó la cabeza y retrocedió para quitarse su casco de batalla mientras sus hermanos lo observaban.
Dak’ir pensó que había algo extraño en ellos. Parecían tensos. Toda la pretendida cordialidad de Lorkar, su deferencia, parecía forzada, como si no hubiesen esperado compañía y, ahora que la tenían, les molestase su presencia.
Tras liberar los cierres de su gorguera, Lorkar levantó su casco de combate y lo sostuvo bajo uno de sus brazos. Como el resto de su armadura, estaba descascarillado y rayado. Gran parte de la pintura amarilla había desaparecido poniendo al descubierto la ceramita. Unas listas negras de marcas cubrían el metal, y Dak’ir asumió que indicaban el estado de veteranía. El semblante entrecano de Lorkar reforzaba esa sospecha.
En el cráneo del sargento de los Marines Malevolentes podían verse dos tachones de servicio de platino. Su piel era oscura y dura, como si los siglos de polvo del campo de batalla y de sangre enemiga se hubiesen incrustado en ella. Las cicatrices cruzaban su mentón, su mandíbula y sus pómulos como un auténtico mapa de antiguo dolor y de guerras ya luchadas. Tenía el pelo cortado de manera tan rudimentaria que parecía que lo hubiesen hecho con una trasquiladora sin ningún cuidado o sin la asistencia de ningún siervo. Pero eran sus ojos lo que más llamaba la atención. Eran fríos y estaban vacíos, como si estuvieran habituados a matar y carecieran de compasión o de consideración. Dak’ir había visto pedernales que reflejaban más calidez. Pero no deseaba ofenderlo, de modo que se quitó también el casco de batalla y lo colocó en el seguro magnético de su cinturón. Un temblor de sorpresa recorrió el rostro del sargento Lorkar, y éste se extendió a sus cohortes cuando vieron el semblante del Salamandra por primera vez.
—Tus ojos y tu piel… —empezó.
Por un instante, Dak’ir creyó ver cómo la mano de Lorkar se desplazaba hacia su bólter, que pendía de una correa a su costado. Fue un gesto instintivo. Al parecer, los Marines Malevolentes jamás habían visto a un astartes con un defecto melanocromático.
—Como nos creó nuestro primarca —respondió Dak’ir sin alterarse, consciente del nerviosismo de sus propios hermanos a su alrededor y mirando a Lorkar descaradamente a la cara con sus intensos ojos rojos.
—Por supuesto…
La mirada de sospecha apenas disimulada en el rostro de Lorkar reflejaba de todo menos convencimiento.
La voz de Tsu’gan interrumpió el incómodo silencio.
—Marines Malevolentes, ¿eh? ¿Crees que las malas intenciones son una herramienta útil en una campaña, hermano?
Lorkar se volvió hacia el sargento Salamandra que sin duda lo estaba provocando.
Tsu’gan decidió que no le gustaba el modo en que sus nuevos «aliados» miraban a Dak’ir. Sus gestos reflejaban asco y repugnancia. Pero no intervino en favor del igneano. El odio que Tsu’gan sentía por él era demasiado profundo. Pero el desprecio del Marine Malevolente se extendía a todos los hijos de Vulkan, y eso era algo que no podía soportar.
—El odio es el arma más segura —respondió Lorkar con total seriedad.
Pronunció la palabra «odio» con tal intensa vehemencia que, de haber tenido el sargento la capacidad de matar con ella, Tsu’gan habría caído de rodillas de inmediato, con servoarmadura o sin ella.
—¿Eres el oficial al mando aquí, Salamandra?
—No —respondió Tsu’gan con desgana.
Su provocación se había transformado ahora en descarada agresividad.
—Ese honor es mío —intervino Pyriel separándose del grupo de Salamandras.
Su voz y su actitud reflejaban más autoridad y más seguridad que nunca.
—¡Un diletante de la disformidad! —silbó uno de los Marines Malevolentes.
El guerrero portaba un combibólter acoplado y llevaba un casco de batalla con forma de boca de tiburón con colmillos pintados a ambos lados.
Lorkar intercedió antes de que Tsu’gan desatase la violencia que reflejaba.
—Disculpad al hermano Nemiok —dijo dirigiéndose a Pyriel, que no exteriorizó reacción alguna—. No estamos acostumbrados a que los bibliotecarios ocupen posiciones de mando —explicó con un tono algo frío—. Los Marines Malevolentes todavía se adhieren a algunos de los principios establecidos en Nikea.
—¡Esos anticuados edictos los instauró hace unos diez mil años un consejo formado antes de que naciese vuestro capítulo! —respondió Tsu’gan, todavía con espíritu belicoso.
—La comunión con la disformidad es peligrosa —intervino Pyriel—. Entiendo la cautela de tu capítulo, sargento Lorkar, pero puedo aseguraros que dómino mis habilidades —declaró para calmar la situación y detener el intercambio de insultos antes de que desembocasen en amenazas y en violencia—. ¿No crees que deberíamos marcharnos de aquí?
—Estoy de acuerdo —contestó Lorkar lanzando una oscura mirada a Tsu’gan antes de volver a colocarse el casco.
Después hizo una breve pausa e inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviese escuchando alguna instrucción transmitida por su comunicador.
—Deberíamos continuar juntos —dijo por fin, abandonando cualquier discreta confabulación en la que hubiese tomado parte—. Los servidores en esta sección de la nave están desactivados ahora, pero no sabemos cuánto tiempo permanecerán así o qué otras defensas podríamos encontrar.
Entonces Lorkar dio media vuelta y sus guerreros se apartaron como un mar amarillo para permitirle el paso.
—Son peor que los Templarios —farfulló Ba’ken a Emek, que agradeció que su casco de combate ocultase su sonrisa.
Dak’ir no le veía la gracia. El encuentro con los Marines Malevolentes lo había puesto nervioso. Emanaban un aire de frustrada superioridad que indicaba que se consideraban los únicos dignos de ser llamados «Marines Espaciales». Pero se trataba sin duda de un capítulo progenitor. Tal evidencia era difícil de negar, incluso para los más recelosos. Tenían una misión, Dak’ir no tenía ninguna duda. Y si ésta estaba en conflicto con la de los Salamandras, estaba claro que utilizarían la violencia.
La mayor parte del camino hacia el interior de la Archimedes Rex se realizó en silencio. Antes de seguir a los Marines Malevolentes, el hermano Emek había examinado a los Salamandras heridos con los rudimentarios medios médicos que poseía, y declaró que las lesiones eran leves y que se encontraban todos en condiciones de combatir. Afortunadamente, no hubo más encuentros con los guardianes de la nave forja.
Por el momento, parecía que Lorkar estaba en lo cierto: los servidores habían vuelto a su profundo sueño.
* * *
Dak’ir se encontraba junto a un mamparo de hierro en una especie de extensa sala de almacenamiento. La estancia contenía numerosos contenedores de metal, cofres y cilindros de munición, y todo había sido saqueado ya. El sargento estaba sentado sobre uno de los contenedores vacíos metódicamente concentrado en los rituales de mantenimiento de la artillería. Esporádicamente alzaba la vista hacia el tecnomarine de los Marines Malevolentes, que estaba utilizando unas herramientas cortantes y una antorcha de promethium de su servoarnés para abrir una puerta blindada cerrada herméticamente que impedía el avance al interior de la nave forja.
Era la primera barrera de ese tipo con la que se habían topado que no se abría mediante una consola o un tablero operativo, lo que sugería que el corazón de la nave se encontraba al otro lado.
El resto de los Salamandras estaban concentrados en las mismas tareas que el sargento. Una vez hubieron comprobado que la sala era segura, muchos se quitaron los cascos aprovechando la oportunidad de librarse de su agobiante aprisionamiento, aunque sólo fuera por unos minutos. En cuanto a los Marines Malevolentes, cualquier reacción ante el aspecto facial de los Salamandras se mantuvo oculta. Pyriel meditaba en silencio con los ojos cerrados mientras canalizaba las reservas de su energía psíquica y reforzaba sus baluartes mentales para protegerse de cualquier posesión demoníaca. Tsu’gan caminaba impacientemente de arriba abajo esperando a que el tecnomarine completase su tarea. Dak’ir averiguó que el nombre del astartes era Harkane, aunque aquello fue todo lo que el taciturno tecnomarine había revelado.
Ya se habían desviado de la ruta de Emek. El sargento Lorkar insistió en que él y su escuadra de combate ya habían intentado llegar por esa vía y estaba bloqueada. Harkane había trazado otro camino, y ése era el que estaban siguiendo ahora. Tsu’gan fue el que se mostró más reacio a acceder, pero las órdenes de Pyriel lo obligaron a hacerlo.
—Nos estamos alejando del puente de mando —susurró Emek a Dak’ir sin dejar de observar a sus hermanos de batalla vestidos de amarillo.
El hermano Emek era el único que no estaba ocupado con el mantenimiento de las armas y empleaba su tiempo en examinar brevemente a sus hermanos heridos. Se había quedado un momento cerca de Dak’ir para conversar sin levantar demasiadas sospechas.
—No sé a qué se deberá su presencia aquí, pero desde luego no han venido a averiguar qué le sucedió a la nave ni a buscar supervivientes. Creo que deberías saberlo, hermano sargento —añadió antes de continuar con los heridos.
La medicina en el campo de batalla era una de las muchas habilidades del Salamandra, lo que resultaba de gran utilidad en ausencia de Fugis. Viendo trabajar a Emek, Dak’ir recordó al apotecario y la última conversación que habían mantenido antes de partir hacia el Cinturón de Hadron y de aquella misión de reconocimiento a bordo de la Dragón de Fuego. Fugis había permanecido con el resto de la 3.ª Compañía en la Ira de Vulkan. Aunque su lugar estaba junto a N’keln, era extraño en él que no participase en primera línea. Dak’ir se preguntaba si Fugis había perdido sigo más que un capitán con la muerte de Kadai; se preguntaba si el apotecario había perdido también una parte de sí mismo.
El caliente resplandor del soplete de plasma del hermano Harkane destelló repentinamente y puso fin al estado de abstracción de Dak’ir. El tecnomarine realizó un ligero ajuste y el intenso rayo volvió a la normalidad, con la luz parpadeando sobre el sargento mientras éste examinaba y recargaba la última célula de energía de su pistola. A pesar de la obvia escasez de municiones de los Salamandras, los Marines Malevolentes no habían hecho ningún ofrecimiento de reabastecerlos. El hecho de que sus armas fueran tan anticuadas que ninguno de los cargadores ni los proyectiles les habrían servido a sus bólters propició que se discutiese la cuestión.
—Sus armas son prácticamente reliquias —susurró Ba’ken.
Dak’ir ocultó su sobresalto. Ni siquiera había oído aproximarse al corpulento marine espacial. Ba’ken observaba a los Marines Malevolentes con desconfianza mientras apoyaba su cañón de fusión en el suelo para sentarse junto a su hermano sargento.
Los recién llegados mostraban la misma desconfianza. Miraban con disimulo y observaban a los Salamandras con el rabillo de las lentes de sus cascos.
—Los viejos alimentadores de tambor tienden a encasquillarse —continuó Ba’ken—. Me sorprende que nadie se haya volado la cara todavía.
—Desde luego no desperdician nada —asintió Dak’ir—. Pero ¿acaso no son todas nuestras armas reliquias de un modo u otro?
Ba’ken era uno de los que se había quitado el casco durante el breve descanso, y su labio se frunció con desagrado.
—Claro, pero hay reliquias y reliquias —dijo mirando de refilón—. Estas armas deberían haber sido desmontadas hace años para aprovechar sus piezas y renovarlas. Un guerrero depende de su arma, y estos perros con sus armaduras llenas de parches y sus ideas arcaicas son una calamidad.
El guerrero se detuvo y volvió la cabeza para mirar al hermano sargento a los ojos.
—No me fío de ellos, Dak’ir.
Dak’ir asintió y recordó las sospechas de Emek, pero no tenía intenciones de expresarlas en voz alta. Tanto si les gustaba como si no, por ahora los Marines Malevolentes eran sus aliados, endebles, pero aliados al fin y al cabo. Cualquier comentario que reafirmase la opinión de Ba’ken no haría más que aumentar la disensión entre ambos grupos.
—Me pregunto qué harán en esta nave —concluyó Ba’ken mientras su hermano sargento seguía sin hablar. Una vez más, recordó los pensamientos de Emek.
—Supongo que ellos podrían preguntarnos lo mismo —contestó Dak’ir.
Ba’ken estaba a punto de replicar cuando advirtió que el sargento Lorkar se aproximaba y guardó silencio. Lorkar esperó, con el casco de combate bajo uno de sus brazos, hasta que Dak’ir lo invitó a sentarse con ellos. Él asintió agradecido antes de colocar el casco sobre una caja cercana.
—La hostilidad anterior —empezó— ha sido algo lamentable. Actuamos con recelo y sin honor. Tal comportamiento es indigno de un astartes. Permíteme que me disculpe.
Aquél fue un paso inesperado. Al menos Dak’ir no lo había previsto.
—No es necesario, hermano. Sólo ha sido un malentendido.
—Aun así. Estábamos alterados y dijimos cosas que no deben decirse unos astartes a otros.
—Disculpas aceptadas, entonces —asintió Dak’ir—. Pero nosotros somos tan culpables como vosotros.
—Aprecio tu magnanimidad, hermano… —Lorkar se inclinó hacia adelante y ladeó la cabeza ligeramente intentando recordar el nombre—. ¿Dak’ir?
El Salamandra asintió de nuevo, esta vez para indicar que Lorkar estaba en lo cierto. El sargento de los Marines Malevolentes se relajó intentando crear un ambiente de camaradería, pero era forzado y falso.
—Dime, hermano —dijo con tono de circunstancias, lo que hizo pensar a Dak’ir que ahora descubriría cuál era la motivación del repentino arrepentimiento de Lorkar—, no hay ninguna campaña en el Cinturón de Hadron. ¿Qué es lo que os trae por aquí?
Lorkar era astuto. Dak’ir no estaba seguro de si el sargento había formulado la pregunta simplemente para matar el tiempo y fomentar la confianza o si en sus palabras se escondía algo más. Quiso decirle que su pregunta era de lo más oportuna, pero se lo guardó para sí.
—Represalias —respondió Tsu’gan con voz cortante como una espada mientras se acercaba a ellos.
Visiblemente cansado de ir de un lado a otro, el sargento de los Salamandras había estado prestando atención a la conversación entre Lorkar y Dak’ir.
—Buscamos a unos asesinos, a aquellos que mataron a nuestro capitán a sangre fría. Renegados que se hacen llamar Guerreros Dragón.
—Entiendo. —Lorkar golpeó su peto—. Este trozo de metal formaba parte de la armadura de mi sargento fallecido. Lo llevo en honor a su Sacrificio. Dos de mis hermanos asesinados vistieron en su día este avambrazo y esta hombrera —dijo mostrando las piezas correspondientes—, antes de que las mías acabasen tan destrozadas que ya no podían repararse.
Tsu’gan se puso tenso ante un oculto desprecio, pero permitió que Lorkar continuase.
—¿Seguís llevando la armadura de vuestro capitán muerto? —preguntó. Dak’ir intervino por su homólogo.
—No. La incineramos. Se redujo a cenizas como es preceptivo en nuestras costumbres nativas.
Lorkar parecía perplejo.
—¿La destruisteis? —Su tono denotaba consternación—. ¿Es que no podía repararse ninguna pieza?
—Algunas podrían haberse salvado —admitió Dak’ir—. Pero se ofreció entera a la montaña de fuego de Nocturne, nuestro mundo natal, para que Kadai pudiera regresar a la tierra.
Lorkar negó con la cabeza.
—Mis disculpas, hermano, pero nosotros, los Marines Malevolentes, no estamos acostumbrados a tales despilfarros.
Tsu’gan no pudo contenerse más.
—¿Habría sido mejor que hubiésemos profanado la armadura de nuestro capitán como hacéis vosotros?
El Marine Malevolente lo miró severamente.
—Sólo pretendemos honrar a nuestros hermanos caídos.
Tsu’gan se enderezó como si aquellas palabras lo hubiesen aguijoneado.
—¿Y nosotros no? Nosotros rendimos homenaje a nuestros héroes asesinados, a los muertos que estimamos.
El sonido de la puerta blindada abriéndose por fin evitó cualquier cáustica respuesta por parte de Lorkar. En su lugar, el sargento simplemente se levantó y se acercó hasta su tecnomarine.
—¿Y qué hacéis vosotros aquí, sargento Lorkar? No nos lo habéis dicho —le preguntó Dak’ir mientras el Marine Malevolente se marchaba.
—Son órdenes secretas del capítulo —respondió lacónicamente colocándose de nuevo el casco de batalla y reuniéndose con sus hermanos.
—No calla por una cuestión de protocolo. Está ocultando algo —farfulló Tsu’gan antes de alejarse también mientras dirigía una oscura mirada primero a Lorkar y después a Dak’ir.
Cuando el sargento se hubo alejado, Dak’ir susurró:
—Mantén los ojos abiertos.
Ba’ken fijó la mirada en el sargento de amarillo que se alejaba y asintió aflojando la mano con la que agarraba el martillo de pistón.
* * *
Una débil neblina atravesó la cubierta de la cámara criogénica como el lento paso de una cansada aparición. Se trataba de una amalgama gaseosa de nitrógeno y helio combinados para producir un compuesto químico que catalizaría el proceso criogénico, y emanaba lánguidamente de una serie de tanques semitransparentes situados en un extremo de una larga estancia de metal.
Aquel techo alto también sostenía los omnipresentes incensarios, y había pequeños altares del Mechanicus instalados en las hornacinas de las paredes. Tubos, cables y todo tipo de maquinaria se veía por todas partes. Era como si fuesen las tripas extirpadas de algún mastodonte y aquella sala formase parte de su anatomía mecánica. La densa aglomeración de tubos y cables salía del perímetro de la estancia y alimentaba una serie de cápsulas criogénicas que dominaban un par de plataformas levantadas en forma de arco que había en el centro. Ambas se encontraban aproximadamente a dos metros del nivel del suelo y se accedía a ellas mediante unas escaleras de rejilla de metal que había a los lados. También vieron un elevador desactivado indicado por unas señales de advertencia.
El pasillo natural entre las dos plataformas conducía a la única salida de la cámara: una inmensa puerta blindada precintada con tres barras de adamantium.
El hermano Emek pasó su guantelete por el grueso plexiglás de una de las cápsulas criogénicas y apartó una capa de escarcha.
—No hay señales de vida aparentes —dijo al cabo de unos momentos—. Éste también está muerto.
El nitrógeno líquido se concentraba alrededor de las botas acorazadas de los astartes y se enroscaba alrededor de sus grebas. Cubría desde el extremo de la plataforma en la que se encontraba Emek y permanecía a unos escasos centímetros del suelo, como un fantasmal velo. En el extremo de popa de la sala, Harkane intentaba abrir la puerta. El suave silbido de su soplete de plasma hacía coro al zumbido mecánico de los tanques de estasis. La mitad de los Marines Malevolentes, la escuadra de combate de Lorkar, estaban reunidos a su alrededor, atentos a los esfuerzos del tecnomarine como si lo que quiera que hubiese al otro lado de la puerta fuese de un profundo interés para ellos. Fuera quien friese quien le estaba dando las órdenes, enviaba instrucciones con regularidad y exigía informes de progreso. El resto de los soldados de Lorkar vigilaban en silencio el forzado punto de acceso y, a menos que los instintos de Dak’ir lo engañasen, a él y a sus hermanos de batalla.
La principal preocupación de los Salamandras era la posibilidad de que hubiese supervivientes. La indiferencia de los Marines Malevolentes al respecto no había pasado desapercibida, pero nadie había dicho nada. Los Salamandras desconocían cuál era la misión de aquellos astartes, y aquél no era el lugar para que un capítulo cuestionase a otro por motivos tan poco sólidos cuando no se sabía exactamente cuál era la situación. No obstante, Pyriel no iba a permitir que aquello afectase a su propia campaña de rescate.
Dos grupos de cinco Salamandras escogidos de entre las dos escuadras por sus respectivos sargentos se destinaron a investigar las cuarenta cámaras criogénicas. Emek dirigía uno de los grupos; Iagon el otro. Dos filas de veinte dominaban desde cada una de las paredes el elevado suelo frente a las puertas blindadas. En el interior había adeptos humanos. Algunos presentaban extremidades amputadas, muñones unidos a cables y a enchufes; otros tenían las cuencas de los ojos vacías y rodeadas de rosadas cicatrices y minúsculas marcas de pinchazos donde se habían insertado y retirado las agujas de instalación. Los componentes mecánicos de la tripulación (ojos biónicos, brazos, grupos de mecadendritos e incluso una semioruga para un amputado de las dos piernas) estaban guardados en unos recipientes transparentes de plastiarmadura con el sello del engranaje del Mechanicus que habían sido fijados a cada cápsula criogénica individual. Por el momento, dieciocho de los cuarenta estaban muertos.
En uno de los casos, el proceso de congelación había fallado y su cuerpo se había atrofiado. Los cristales de hielo infestaban su piel apagada como una plaga. Otro se había ahogado sin más en la solución que no había logrado catalizar cuando la cápsula se activó. Los ojos del adepto estaban completamente abiertos y congelados de pánico, y el puño con el que había intentado en vano golpear el cristal permanecería levantado y pegado a él para toda la eternidad.
Los demás habían sucumbido a infartos cardíacos (posiblemente a causa de un shock durante el proceso de criogenización o durante la separación de sus extremidades mecanizadas y sus augméticos), a la hipotermia o a otras causas indeterminadas de muerte.
Una cosa estaba clara: las medidas tomadas para conservar a la tripulación, o a los pocos que habían sobrevivido, se habían llevado a cabo de manera apresurada.
—Hermano sargento Dak’ir —dijo Emek a través del comunicador de su casco de batalla.
—Te escucho, hermano —respondió Dak’ir.
El sargento estaba de pie en la plataforma más baja junto al hermano Apion, que intentaba contactar con la Ira de Vulkan a través de un dispositivo de comunicación de nave a nave instalado en la sala. Hasta entonces no lo había conseguido. El crucero de asalto debía de seguir todavía fuera de su alcance.
—Tienes que ver esto, hermano sargento —dijo Emek.
Dak’ir dio instrucciones a Apion de que continuase. Lanzó una disimulada mirada hacia Tsu’gan y vio que el hermano sargento estaba concentrado en Lorkar y en sus guerreros junto a la puerta blindada. Después examinó rápidamente a las otras fuerzas de los Salamandras y observó que Pyriel estaba igualmente absorto, aunque Dak’ir sospechaba que la conciencia del bibliotecario estaba mucho más lejos que la de su homólogo. Los hermanos de batalla que no estaban ocupados comprobando las cápsulas criogénicas estaban haciendo guardia. Los Salamandras se habían mezclado con los Marines Malevolentes y la tensión entre ellos era casi palpable. A Dak’ir le llamó especialmente la atención ver a Ba’ken junto a uno de aquellos marines espaciales que era prácticamente igual de grande que él. El Marine Malevolente llevaba un casco con rostro de calavera, con la parte de la nariz pronunciada por una especie de pico recortado y sellado. A diferencia de los de los capellanes, que se forjaban magistralmente para que parecieran de hueso, la decoración de su casco era pintada. También llevaba un rifle de plasma y lo sostenía con la seguridad de alguien que había nacido para la guerra. Los dos inmensos marines espaciales eran muy parecidos, pero se negaban a reconocerlo. Dak’ir deseó que las cosas siguieran de ese modo mientras llegaba hasta las cápsulas criogénicas, en el extremo superior de la escalera. Emek se encontraba a un tercio del camino del subgrupo de cuatro que estaba examinando cuando vio que se acercaba su sargento. Evidentemente era un proceso lento.
La mayoría de los instrumentos asociados a las cápsulas criogénicas estaban averiados, de modo que no había manera de decir cuánto tiempo había durado la estasis. Esto también retrasaba la comprobación de los signos vitales, pero los Salamandras encargados de esa tarea trabajaban de manera exhaustiva y metódica. La mayoría de los monitores biológicos situados bajo las cápsulas también habían dejado de funcionar o simplemente estaban demasiado cubiertos de hielo como para poder leerlos. Mirando de reojo a través de la lente de su casco, Dak’ir vio que Iagon utilizaba el auspex para detectar signos vitales en algunos casos.
El hermano de batalla lo saludó desde el pequeño espacio entre las plataformas, y Dak’ir sintió que se ponía en guardia de manera instintiva.
—Señor —dijo Emek haciendo una pequeña reverencia con la cabeza una vez que el sargento llegó hasta él.
—¿Qué pasa, hermano?
Emek se apartó para dejar que Dak’ir avanzara y pudiera ver mejor.
—Míralo por ti mismo, sargento.
Emek había apartado una capa de cristales de hielo que cubrían el frontal de plexiglás de la cápsula.
Dak’ir miró por el hueco libre de escarcha y vio los restos del adepto que había en el interior. Era difícil distinguirlo a primera vista: la solución de nitrohelio estaba teñida de sangre, mucha sangre. Había más cosas flotando en el líquido estancado.
—Carne —dijo Emek desde detrás—. Y trozos de hueso, si no me equivoco.
—¡Por Vulkan…! —exclamó Dak’ir, y su voz sonó todavía más ahogada a través del casco de batalla.
—Automutilación, señor.
Aquella explicación no era necesaria. Las laceraciones recorrían el torso del adepto, los brazos y las piernas. Estaban roídos como si se los hubiese arrancado con las uñas. Y las manos apoyaban esa teoría: estaban cubiertas de sangre. Tenía tres uñas desgarradas y se veía la tierna y rosada membrana de debajo; las otras estaban cubiertas de tiras de piel.
—¿Éste tenía implantes oculares? —preguntó Dak’ir.
—No, señor.
Eso quería decir que los ojos habían sido arrancados.
La sangre manchaba toda la zona alrededor de las cuencas destrozadas, que eran profundas y rojas.
Dak’ir observó aquella abominación con semblante severo.
—¿Evaluación?
Emek hizo una pausa midiendo sus palabras hasta que su sargento lo miró exigiendo una respuesta.
—Creo que la nave se volvió contra sí misma, aunque no sé cómo ni por qué —dijo.
Dak’ir recordó la imagen de la Archimedes Rex a través del puerto ocular de la Dragón de Fuego; en retrospectiva, los daños ocasionados en la artillería eran extraños. Era posible que la nave se los hubiese causado a sí misma: Eso podía explicar también por qué sólo habían hallado un solo mago: era el único que seguía con vida después de haber asesinado al resto. La cámara criogénica no se había sellado contra invasores desconocidos, sino para evitar la entrada del resto de la tripulación.
—¿Y qué hay de los servidores? —preguntó Dak’ir continuando su línea de razonamiento en voz alta.
—No son sensibles como el mago y los demás adeptos. Tal vez no se vieron afectados de la misma manera.
Dak’ir miró por última vez al adepto mutilado en el tanque. Su salvación había llegado demasiado tarde. Encerrado en la cápsula criogénica, y sin nada a lo que atacar, se había vuelto contra sí mismo.
—Sigue buscando supervivientes —dijo mientras se daba la vuelta, aliviado de apartar la mirada de aquel sobrecogedor espectáculo.
Mientras volvía a descender la escalera, el comunicador de Dak’ir cobro vida. Estaba en un canal cerrado con Tsu’gan.
—Hermanos sargentos.
Dak’ir alzó la vista al oír la voz de Pyriel. El bibliotecario velaba sobre sus dudosos aliados. El motivo de su llamada era obvio: los Marines Malevolentes habían abierto las puertas blindadas. Cuando llegó junto a él, el sargento vio el interior de la cámara que tanto obsesionaba a los otros astartes. Era un inmenso almacén parecido al que habían descubierto antes, pero mucho más grande. Y a diferencia de la pequeña sala de municiones, ésta guardaba un extenso abanico de armas y de armaduras: armaduras modelo MK-VII colgaban de unos elevados armazones; los bólters descansaban en hileras como un desfile de soldados, impecables y sin estrenar; los cajones de munición, llenos hasta los bordes de cargadores curvos para las armas, estaban apilados en palés con cientos o miles de cartuchos por cajón. El material bélico se extendía por aquella especie de hangar en interminables montones grises y negros.
Los Marines Malevolentes ya estaban vaciándolo y colocando la artillería, la munición y las servoarmaduras directamente fuera de la cámara, en una área invisiblemente delineada.
Entonces Dak’ir se percató de lo que hacían Lorkar y sus hermanos de batalla en la Archimedes Rex. Aquellas armas nuevas eran la sustitución perfecta de su arcano material militar. Los Marines Malevolentes se estaban reabasteciendo, apropiándose del arsenal de la nave forja para su propio interés.
Uno de los guerreros de armadura amarilla, el hermano Nemiok, cuyo casco parecía un tiburón, se había reunido brevemente con su sargento y después había extraído algo de un gran compartimento del cinturón. Era un dispositivo voluminoso que fijó sobre el centro de un pequeño grupo de armas y que estaba compuesto por un estrecho tubo acabado en una punta romboide que contenía un indicador, en cuya base había pequeños émbolos que alimentaban un cilindro de compresión estriado.
Aunque era rudimentario y anticuado, Dak’ir reconoció el objeto de inmediato. Era una baliza de teleportación. De camino a la Archimedes Rex, los Salamandras no habían visto ni detectado la presencia de otra nave. Dak’ir dio por hecho que las matrices sensoras de la Dragón de Fuego se encontraban demasiado lejos como para detectarla, pero ahora estaba seguro de que los Marines Malevolentes tenían un crucero cerca, y que su teleportarium estaba preparado para transportar el botín robado del Mechanicus.
Tsu’gan corrió hacia el círculo de astartes de armadura amarilla que se había formado justo delante de la zona de teleportación.
—¿Qué crees que estás haciendo, hermano? —rugió dirigiéndose directamente a Lorkar, como si los demás no estuviesen presentes.
El sargento estaba dando órdenes a dos de sus hermanos de batalla que estaban extrayendo parte del equipo del almacén, y ni siquiera miró a Tsu’gan cuando respondió.
—Lo que parece, Salamandra. Estoy reabasteciendo a mi capítulo.
—Robáis lo que no os pertenece —respondió Tsu’gan apretando los puños con fuerza—. No sabía que los Marines Malevolentes fuesen piratas sin honor.
Ahora Lorkar se volvió, y su despreocupación había desaparecido.
—Somos auténticos siervos del Emperador. Nuestra integridad es intachable. Sólo buscamos los medios para llevar a cabo sus guerras.
—Entonces honrad el pacto establecido entre él y el Mechanicus. Nosotros los astartes no tenemos por qué saquear las naves siniestradas de Marte. No sois mejores que carroñeros que se alimentan de la carne de un cadáver.
—¿Y a ti qué más te da? —respondió Lorkar ladeando ligeramente la cabeza mientras miraba algo que estaba detrás del Salamandra—. No te metas en esto.
Tsu’gan, tras sentir una ligera presión en la hombrera, se volvió rápidamente y agarró la muñeca del marine espacial que intentaba sorprenderlo retorciéndosela hasta que los huesos se partieron y obligándolo a postrarse de rodillas.
—Como intentes levantarte te romperé la rótula —advirtió Tsu’gan al Marine Malevolente que llevaba el casco con el rostro de calavera y el rifle de plasma.
A pesar del evidente dolor que sentía, el astartes de armadura amarilla miró a su sargento antes de ceder.
Ba’ken se dispuso a abandonar su posición, como habían hecho los Salamandras de guardia y los que se encargaban de las cápsulas criogénicas.
—Quedaos donde estáis —ordenó Pyriel.
Ba’ken parecía dispuesto a seguir de todos modos, pero la mirada de Dak’ir le advirtió que no lo hiciera y se limitó a observar. De los Marines Malevolentes, sólo el hermano Rennard había roto filas, sin duda en respuesta a una previa instrucción de su sargento. Lorkar tenía los puños cerrados mientras pensaba qué hacer a continuación. Era como si el tiempo se hubiese congelado. La tensión inundaba la sala. Un poco más de presión y estallaría en una sangrienta violencia. Dak’ir advirtió que Harkane había activado la plataforma de artillería: la roja matriz de selección de objetivo se marcaba sobre la niebla del gas criogénico. Consideró la idea de reducir al tecnomarine. Todavía tenía suficiente carga en su pistola de Plasma como para lanzar un disparo. Pero el sargento tardó menos de un segundo en desecharla. Con lo caldeada que estaba la situación, cualquier movimiento inesperado podía resultar desastroso.
De momento Tsu’gan tenía ventaja y tendría que contentarse con eso. Aunque sería prudente contar con algo de seguridad. Con todo esto en mente, Dak’ir envió una orden subvocal por un canal cerrado del comunicador.
—¿De verdad piensas hacerlo? —Tsu’gan seguía de espaldas a Lorkar con la mirada fija en el Marine Malevolente que tenía bajo control. Lorkar exhaló lentamente y relajó los puños.
—Hermano Rennard, déjalo —ordenó de mala gana, y el astartes con rostro de calavera cedió.
Tsu’gan lo soltó y se volvió de nuevo hacia Lorkar con un desafío en la mirada.
—Estas armas pueden quedarse acumulando polvo en estas ruinas o emplearse para destruir a los enemigos de la humanidad. No vamos a abandonarlas.
La voz de Pyriel interrumpió aquel pulso.
—Te equivocas. Regresarán al Mechanicus para ser de nuevo asignadas —dijo—. Os superamos en número y en fuerza. Ninguno de nosotros quiere iniciar un conflicto aquí. Rendíos de inmediato o enfrentaos a las consecuencias.
Harkane se movió con la intención de hacer algo que después lamentaría, pero de repente se paró en seco como aturdido.
¡Te abrasaré la mente antes de que tu dedo apriete el gatillo!
Dak’ir oyó la voz psíquica que iba dirigida sólo a Harkane y se le heló la sangre. Lorkar, ajeno a la amenaza mental, continuó sin amilanarse, afirmando con convicción:
—Las armas y las armaduras abandonarán esta nave…
De repente se quedó callado e inclinó la cabeza de nuevo mientras recibía instrucciones a través de su comunicador.
—¡Deja que todos oigamos tus órdenes, malevolente! —rugió Tsu’gan con desprecio—. ¿O es acaso la voz al otro lado del comunicador demasiado cobarde?
Rennard se había levantado sujetándose la muñeca rota cuando espetó:
—¡Estás faltando al respeto a un capitán de los astartes!
Tsu’gan se volvió hacia él.
—Muéstrame a ese capitán —exigió—. Sólo oigo a un cobarde susurrando y escondiéndose tras las hombreras de su sargento.
Ba’ken se irguió imponente tras el beligerante Rennard, que estaba Iigeramente agachado a causa de su herida y que era lo bastante inteligente como para no intentar ningún movimiento pese a estar hirviendo de rabia tras su macabro casco de batalla.
Dak’ir hizo un gesto de asentimiento al corpulento Salamandra, que le devolvió el gesto.
—¿Y bien? —insistió Tsu’gan, dirigiéndose al sargento de los Marines Malevolentes—. ¿Dónde se encuentra?
Lorkar comenzó a avanzar, y el círculo de guerreros se apartó para dejarlo pasar mientras él desenganchaba un objeto de su cinturón y se colocaba frente a frente con Tsu’gan. Mientras corría hacia a su homólogo de inmediato, Dak’ir advirtió que Pyriel hacía un movimiento similar cuando Lorkar susurró:
—Como deseéis…
¡Preparaos!