II: «Archimedes Rex»

II

«ARCHIMEDES REX»

Los amortiguadores del tren de aterrizaje de la Dragón de Fuego se extendieron mientras la cañonera se posaba en la oscuridad de la plataforma para cazas de la nave forja. Las parpadeantes luces de emergencia recorrían incesantemente el inmenso hangar de forma romboide tiñéndolo de rojo sangre. Bajo la esporádica luz se revelaban escuadrones de pequeñas naves.

Los Salamandras se desplegaron rápidamente. La rampa de desembarco trasera descendió en cuanto atracaron. Golpeó la cubierta de acero con un sonoro estruendo metálico al que siguió el retumbar de las fuertes pisadas de los marines espaciales que se dispersaban. Los seguros magnéticos de las suelas de sus botas les permitían cruzar el suelo blindado en ausencia de gravedad, aunque a un ritmo algo sincopado, y adoptar posiciones defensivas. La maniobra se realizaba por costumbre, aunque demostró ser innecesaria. Aparte del conjunto de cazas del Mechanicus inactivos, el hangar estaba vacío.

El retumbar del avance de los Salamandras, que resonaba por las duras y reforzadas paredes hasta el alto techo, era la única señal de vida en aquella inmensa extensión.

—Si dejaron la plataforma de los cazas abierta y sin asegurar, es que los ocupantes tuvieron que marcharse a toda prisa. —La voz de Emek llegó a través del canal de comunicación hasta el casco de batalla de Dak’ir.

Las dos escuadras y el bibliotecario estaban conectados en la misma frecuencia para mantener un contacto permanente.

—Lo dudo —gruñó Tsu’gan, que ya estaba inspeccionando las numerosas filas de pequeñas embarcaciones—. Aquí parece haber una dotación completa, toda en puerto. Nadie abandonó esta nave. Y si lo hicieron, no usaron ninguno de estos cazas para ello.

—Tal vez estuviesen en proceso de marcharse —sugirió Ba’ken de pie junto a uno de los cazas—. Esta placa de glacis está abierta.

Y no era la única. Varios cazas tenían la parte delantera del puente de mando sin asegurar; algunas incluso estaban completamente abiertas Era como si los pilotos hubiesen abandonado sus puestos mientras se preparaban para despegar y se hubiesen marchado donde sólo la disformidad sabía.

—No hay rastro de ningún piloto ni de ningún otro tipo de tripulación —añadió Dak’ir—. Incluso las consolas de control están vacías.

—Esto requiere una pregunta obvia… —Pero Ba’ken no llegó a expresar su interrogante, ya que fue interrumpido por el ruido de la rampa de desembarco delantera de la Dragón de Fuego, que descendió hasta golpear el suelo con un sonido metálico.

Las fuertes pisadas anunciaron la presencia de la acorazada figura del venerable hermano Arnadeus. El dreadnought era un ser imponente.

El mecanizado exoesqueleto que enmarcaba el sarcófago acorazado del hermano Amadeus estaba lleno de tubos estriados, cables y silbantes servos. Dos anchos y macizos hombros descansaban a ambos lados del ataúd del Salamandra. Con increíble valentía, Amadeus había caído durante el asedio de Cluth’nir contra los odiados eldars.

Tales habían sido sus hazañas, que los restos de su cuerpo herido de muerte fueron rescatados del campo de batalla y enterrados en una armadura dreadnought para que Amadeus pudiese continuar luchando en nombre del capítulo para siempre. Con cinco metros de altura y casi los mismos de anchura, no era sólo el tremendo volumen del cuerpo ciborgánico de Amadeus lo que lo hacía formidable. Sus dos brazos mecanizados portaban un potente sistema de armamento. El izquierdo era un inmenso puño de combate que crepitaba con descargas eléctricas; el derecho, un cañón de fusión con la boca ennegrecida a causa del fuego que había escupido.

Ba’ken se estremeció con incomodidad al ver al dreadnought, pero sólo el hermano Emek se percató de ello.

—¡En el nombre de Vulkan! —tronó Amadeus, que hacía poco que se había despertado, con su dicción automatizada.

Todos los Salamandras lo saludaron al unísono golpeando sus petos con el puño en señal de veneración y respeto.

—¿Cuál es tu voluntad, hermano Pyriel? —añadió Amadeus acercándose hacia el bibliotecario—. Vivo para servir al capítulo.

Pyriel lo saludó con una reverencia.

—Venerable Amadeus —dijo antes de volver a erguirse—. Tus órdenes son hacer guardia aquí y proteger la Dragón de Fuego. La Archimedes Rex presenta grandes daños. Dudo de que haya espacio para un guerrero de tu talla, hermano.

—Como ordenes, señor.

El dreadnought se dirigió de nuevo hacia el perímetro de la cañonera con fuertes y sonoros pasos metálicos y sus armas zumbaron mientras adoptaba su posición para hacer guardia.

—Sargentos, formad a vuestras escuadras —ordenó Pyriel a través del canal de comunicación mirando a sus hermanos de batalla— y seguidme.

El bibliotecario se dirigía hacia un par de inmensas puertas de metal que había al final del hangar cuando exclamó:

—¡En el nombre de Vulkan!

Veinte voces respondieron al unísono.

* * *

El hangar daba a una cubierta más pequeña pero con la misma forma. Emek, que había abierto el mamparo y después lo había vuelto a sellar una vez que hubieron entrado todos, trabajaba en la activación de los protocolos de entrada de la única terminal de acceso de la sala. El oxígeno inundó la cámara, y las balizas de alerta de luz ámbar rotaban mientras ésta se presurizaba. Los Salamandras permanecieron inmóviles y en silencio hasta que el proceso hubo finalizado y el icono en el mamparo del extremo opuesto cambió de rojo a verde.

Examinando los registros de mantenimiento de la Archimedes Rex y los esquemas de la nave, Emek pudo averiguar que gran parte de la integridad estructural de la nave del Mechanicus seguía intacta. Cubierta a cubierta, los escáneres revelaron que también había un abastecimiento limitado de oxígeno y que la débil atmósfera se mantenía gracias a los equipos de mantenimiento vital.

La mayor parte de los daños que los Salamandras habían visto en el exterior durante su aproximación habían afectado únicamente al blindaje de la nave. En el interior del casco tan sólo había unos puntos concretos afectados, y esas áreas se habían cerrado.

Con un movimiento lento y pesado, las puertas del inmenso mamparo se separaron y permitieron el paso al verdadero interior de la Archimedes Rex.

Una amplia y oscura pared se extendía ante los Salamandras. Los marines espaciales encendieron las luces incorporadas a sus cascos de batalla. Varias líneas de rayos blancos se dispararon hacia adelante como lanzas para paliar la oscuridad. Cúmulos de gases se aferraban a las placas de la cubierta formando remolinos de bruma artificial. Unas columnas empotradas recorrían la sala en toda su longitud. Se conectaban mediante unos arcos sepulcrales que enmarcaban las oscuras hornacinas y parecían continuar hasta el infinito, desapareciendo en las densas sombras que tenían por delante.

Pyriel dio la orden de avanzar invocando un leve resplandor en la hoja de su espada psíquica.

—No hay señales de vida —informó Iagon a través del canal de comunicación al cabo de un minuto.

Cada dos por tres miraba el auspex que agarraba con su guantelete en busca de señales biológicas.

—Está desierto —recalcó Tsu’gan apuntando con su combibólter mientras avanzaba por un lado de la sala por delante de su diligente hermano.

—Como una tumba… —susurró el hermano Ba’ken desde el otro lado mientras ajustaba su pesado cañón de fusión repitiendo sin saberlo las palabras que acababa de pronunciar Tsu’gan en la cubierta de vuelo.

—Esperemos que siga así —respondió Dak’ir mirando de frente a Tsu’gan.

Al cabo de varios minutos, el hermano Zo’tan confirmó lo que todos ellos estaban pensando.

—Parece que estamos descendiendo.

—Estamos en uno de los conductos de entrada de la nave —sugirió Emek con la boca del lanzallamas hacia abajo mientras barría toda la zona de un lado a otro.

Había sido ascendido a soldado de artillería especial tras la campaña en Stratos. Su antecesor, el hermano Ak’son, había muerto durante el combate. Él había sido uno de los varios Nacidos del Fuego perdidos en aquel mundo.

—Conduce a las entrañas de la Archimedes Rex —continuó Emek recurriendo a los datos que había obtenido de los esquemas de la nave y que había almacenado en su memoria eidética para determinar su posición exacta.

»A este paso deberíamos llegar al final en ocho minutos aproximadamente.

Después hubo un silencio sobrecogedor interrumpido únicamente por las sordas pisadas de los Salamandras.

Las cuencas vacías del cráneo de un Mechanicus los miraban desafiantes cuando alcanzaron el final del conducto. Otra inmensa puerta les impedía el paso.

—Hermano Emek —lo llamó Pyriel.

Un nuevo y breve destello recorrió la hoja de su espada psíquica mientras el bibliotecario preparaba su potencia.

Emek dejó que el lanzallamas se deslizara por la correa mientras se acercaba al panel de control del mamparo y se preparaba para manipular el mecanismo de acceso. A su espalda, los diecinueve hermanos de batalla adoptaron posiciones de combate.

—Desactivando cierres —informó, y retrocedió rápidamente para unirse a ellos.

Con un crujido la inmensa puerta sellada herméticamente desde fuera se dividió en dos. Los chirriantes mecanismos se vieron silenciados de inmediato por el intenso clamor que emergió de la cámara que había al otro lado y que inundó el conducto con un estentóreo ruido. Después del silencio previo, aquel barullo dolía como un golpe físico y todos los Salamandras retrocedieron al mismo tiempo. Sólo Pyriel se mantuvo imperturbable.

Los Salamandras se adaptaron rápidamente filtrando el estrepitoso muro de sonido, tal y como había hecho Dak’ir a bordo de la Dragón de Fuego. Manteniendo la vigilancia, esperaron el lento e inexorable proceso de apertura del mamparo.

Unos inmensos reactores-forja se alzaban en la cámara de al lado. Hileras e hileras de pistones, fundiciones, hornos y tanques llenaban una extensa planta de maquinaria. Las cintas, transportadoras giraban con un monótono movimiento, nubes de vapor emergían a intervalos esporádicos de tubos y conductos y unos engranajes ocultos giraban ruidosamente.

Era un hervidero de industria, un corazón de lento palpitar de máquinas y de metal, de aceite y de calor. No obstante, a pesar de todo su trabajo, las máquinas no producían nada. Los inmensos mecanismos tan sólo giraban una y otra vez y desarrollaban sus ciclos de producción sin aportar nuevos materiales. Unos tornillos usados yacían amontonados en el suelo bajo una serie de remachadoras industriales cuyo suministro se había acabado hacía tiempo. Los martillos golpeaban el caucho vulcanizado de una cinta transportadora y ejercían su fuerza en vano sin placas que batir. El aceite se derramaba por el suelo y se filtraba por las rejillas metálicas, ya que las agujas dispensadoras no tenían ninguna junta que lubricar.

Sin ningún servidor independiente a la vista ni ningún adepto que les diera instrucciones, los numerosos y variopintos aparatos continuaban con sus distintas labores sin descanso. Las únicas criaturas que había en la forja eran los servidores conectados físicamente a las máquinas, pero ellos también trabajaban meramente de manera automática ejecutando sus protocolos preestablecidos. No había ni rastro de la tripulación, ni de soldados skitarii, ni de pretorianos de Marte. Dondequiera que se encontrasen los habitantes de la nave Arca, desde luego no era allí.

—Tíberon —ordenó Tsu’gan por el comunicador—, desconéctala.

El Salamandra saludó y abandonó la formación con el bólter bajo y preparado. El soldado desapareció brevemente entre las máquinas. Unos momentos después, éstas se ralentizaron y empezaron a apagarse, y el ruido dio paso gradualmente al silencio.

El hermano Tiberon volvió a reunirse con su escuadra.

Dak’ir puso a prueba la reacción de uno de los servidores esclavizados con la parte delantera de su espada sierra y vio cómo se derrumbaba hacia atrás, como si los dientes del arma hubiesen cortado sus hilos invisibles.

—Debemos descubrir qué sucedió aquí.

El sargento miró a Pyriel en busca de consejo, pero el bibliotecario permanecía quieto y parecía estar sumido en sus pensamientos.

Entonces Dak’ir echó un vistazo por la sala y descubrió una consola independiente de las máquinas.

—Emek, prueba a acceder a los registros de mantenimiento de a bordo. Tal vez nos proporcionen alguna pista de qué es lo que ocurrió.

Emek se puso manos a la obra de nuevo, y aprovechó la energía sobrante disponible de las máquinas apagadas para activar la consola. Con Dak’ir a su espalda, el Salamandra recopiló más esquemas de la nave, esta vez acompañados de registros de mantenimiento. Los leyó rápidamente observando la pantalla de información y absorbiendo los datos como un erudito. La capacidad de Emek para la asimilación de información y sus aptitudes a la hora de aplicarla eran admirables, incluso para un marine espacial.

—Los informes están incompletos, posiblemente como resultado de los daños sufridos por la nave —dijo mientras leía.

Las pantallas táctiles permitían a Emek analizar cubiertas y áreas específicas en busca de respuestas mientras se centraba en la importante información que la nave poseía todavía.

—Hay una alerta por una ruptura sin importancia en el casco de popa, a estribor.

—Nosotros penetramos por babor —masculló Dak’ir—. ¿A qué distancia de nuestra posición actual se encuentra?

—A varias cubiertas. Más o menos a una hora atravesando la nave si hallamos una ruta despejada y avanzamos a paso ligero. Es demasiado pequeña como para que la produjese algún tipo de artillería.

—¿Una explosión interna?

—Es posible…

—Pero ¿no lo crees posible, hermano?

—Esta nave lleva a la deriva bastante tiempo, cualquier reacción explosiva desde el interior tendría que haber ocurrido antes —explicó Emek—. Hay un ligero rastro de calor asociado con esta brecha, lo que indica que es reciente.

—¿Qué quieres decir, Emek?

—Que la brecha se produjo mediante fuerzas externas y que no somos los únicos que estamos explorando esta nave.

Dak’ir se detuvo a considerar esta información y después dio unas palmaditas en el peto de Emek.

—Buen trabajo, hermano. Ahora búscanos una ruta que nos lleve hasta el puente de mando. Puede que necesitemos los registros de la Archimedes Rex para determinar qué le sucedió.

Emek asintió y empezó a examinar los planos de la nave en detalle en relación con la posición de los Salamandras en sus entrañas y la del puente de mando situado en las cubiertas superiores.

—Hermano bibliotecario —llamó Dak’ir solicitando la atención de riel tras dejar a Emek con su tarea.

Pyriel lo miró y sus ojos crepitaron brevemente con energía psíquica.

—Parece que no estamos solos, después de todo —dijo.

Dak’ir negó con la cabeza.

—No, mi señor. No lo estamos.

* * *

Los Salamandras procedieron con cautela siguiendo la ruta establecida por el hermano Emek y guiándose con el auspex del hermano Iagon. Atravesaron zonas de carga, las dependencias abandonadas de la tripulación e inmensas plantas de ensamblaje alimentadas por las máquinas de forja de los pisos inferiores. Cuanto más avanzaban por la nave, más frecuentes se volvían los encuentros con los servidores. A diferencia de los de la planta de fundición en el vientre de la Archimedes Rex, estos autómatas eran máquinas independientes u otro tipo de mecanismos. Algunos yacían desplomados contra los mamparos, otros descansaban mustios sobre mesas de trabajo o sobre cajas de cargamento como infelices muñecos cibernéticos. Muchos simplemente se habían quedado quietos mientras realizaban sus tareas cuando la nave fue atacada.

Lo que quiera que hubiese dañado el crucero tipo Arca había actuado rápidamente y con un efecto devastador.

A pesar de su estado, la majestuosidad férrea del Mechanicus seguía latente y se iba intensificando cuanto más se adentraban los Salamandras en la nave.

Las paredes estaban repletas de símbolos del Dios Máquina y el engranaje sagrado de la hermandad marciana prevalecía en los niveles más altos de la Archimedes Rex. Las hornacinas empotradas en las paredes interrumpían las líneas de mamparos y eran pequeñas capillas en honor al Ornnissiah.

Los incensarios pendidos de cadenas colgaban bajo los techos abovedados y emanaban extraños aromas que recordaban vagamente al aceite y al metal. Diseñados para apaciguar y aplacar a los espíritus máquina, estos braseros ligeramente humeantes estaban presentes por todas las numerosas salas, cámaras y galerías superiores de la Archimedes Rex. Los cráneos instalados en las paredes se interpretaron en un principio como una especie de relicarios, pero los sistemas de circuitos y las antenas que sobresalían de los blancos huesos indicaban que se trataban de cráneos cibernéticos, los cráneos santificados de los devotos sirvientes del Imperio. La nave al completo era un monolito de fusión religiosa y metalúrgica, lo espiritual aleado con lo mecánico.

Tsu’gan se encorvó sobre el desmoronado cuerpo de un servidor. No parecía haber sufrido ningún daño externo, pero permanecía inmóvil y sin vida. Sus ojos, lechosas esferas de cristal, carecían de espíritu.

—No presenta ningún tipo de putrefacción ni de deterioro —informó desde la cabeza del grupo.

El hermano Honorious observó la sombría ruta ante su sargento con lanzallamas preparado. Los pasillos de la nave se habían estrechado convirtiéndose casi en laberínticos, derivando en una miríada de túneles, conductos y pasajes como las innumerables vías neuronales de un inmenso cerebro artificial. Pero la ruta hacia el puente que había elaborado Emek los había mantenido bien encaminados. Los Salamandras tenían que avanzar de dos en dos, con una escuadra al frente y otra protegiendo la retaguardia. Tsu’gan no había tardado en establecer su dominio. Estaba sediento de acción y había tomado la delantera. El bibliotecario Pyriel estuvo de acuerdo en permitírselo y se situó entre las dos escuadras. Cuanto más tiempo pasaban en la nave, menos frecuentes se volvían sus intervenciones. Consultaba sus sentidos psíquicos constantemente intentando determinar algún rastro de los otros intrusos en la nave, pero la presencia de las máquinas a bordo, a pesar de hallarse inactivas o inertes, dificultaba sus esfuerzos.

—Estas criaturas no están muertas —dijo Tsu’gan volviendo a incorporarse.

Aunque la mayor parte de sus cuerpos estaba mecanizadas, incluso los servidores requerían sistemas biológicos para mantener la integridad de sus partes musculares orgánicas. Sin ellos no podrían funcionar.

—Parecen estar en una especie de hibernación profunda —añadió el hermano sargento.

—¿Alguna especie de mecanismo de defensa? —sugirió Emek, que se encontraba junto a Dak’ir, quien estaba a su vez justo detrás de Pyriel. Tsu’gan no tuvo tiempo de responder. Iagon se le adelantó.

—Detecto la señal de alguna forma de vida a doscientos metros al este.

Mirando hacia esa dirección, Tsu’gan gruñó:

—Preparad las armas.

Juntos, los Salamandras siguieron la silenciosa y parpadeante señal del auspex de Iagon.

* * *

A doscientos metros al este, los Salamandras llegaron a un gran templo del Mechanicus. De forma octogonal y con un arco de entrada en cada uno de sus lados, aquí la mezcla de máquina y religiosidad era todavía más patente. Había altares de hierro, braseros encendidos y estatuas de culto. Los cráneos cibernéticos rodeaban el templo como eternos centinelas. Una inescrutable secuencia de unos y ceros, sin duda algún tipo de ecuación esotérica relacionada con la ciencia del Mechanicus, llenaba el blindase del suelo. Inmensas unidades de energía coronadas por bombillas escupían arcos de electricidad por unas rebordeadas aletas conductoras fijadas a un fino torso de metal. Las efímeras chispas inundaban la cámara esporádicamente, iluminándola con un brillante y blanco resplandor.

En el centro de la sala, rodeada por el símbolo del engranaje, había una figura envuelta en una túnica arrodillada en posición de oración.

Tsu’gan fue el primero en entrar, con Honorious y Iagon a su espalda apuntando con sus armas.

La figura parecía estar quieta, aunque, tras observarla durante el tiempo suficiente, el hermano sargento detectó un ligero movimiento, como si se meciera hacia adelante y hacia atrás. Al estar de espaldas a ellos y cubierta con una pesada capucha, Tsu’gan no podía ver sus rasgos o su estado físico. Con el combibólter preparado cautelosamente, indicó a los miembros de las escuadras que se desplegaran a su alrededor. En unos pocos segundos, todos los Salamandras estaban en la gran sala, listos para un ataque inmediato.

—Parece un mago —apuntó Pyriel.

Sus ojos centellearon con un color azul cerúleo tras las lentes de su casco y después se apagaron de nuevo.

—No veo nada —añadió con voz ahogada—. Únicamente ruido mental. Es como si su mente estuviese cerrada de algún modo, o esperando a que algo la activase.

El bibliotecario miró hacia el hermano Iagon, que estaba ajustando el auspex intentando obtener una lectura más detallada.

—Sus biorritmos parecen normales. Todas las funciones circadianas se están perpetuando como es de esperar. El ritmo cardíaco y la respiración son los característicos de un sueño profundo.

El hermano Emek negó con la cabeza.

—No está dormido —observó transmitiendo su curiosidad a través del comunicador—. Sus movimientos son agudos, pero exactos y repetidos, es como si estuviese atrapado en alguna especie de patrón de bloqueo o de catatonia artificial. Es irregular.

—Explícate, hermano —lo instó Dak’ir.

—Los magos son conscientes. No son como los servidores, no dependen de discos doctrinales ni de protocolos de funcionamiento preprogramados. Son fríos e inhumanos, sí, pero no son autómatas serviles. Tiene que haber sufrido alguna especie de trauma para comportarse de este modo.

Tsu’gan ya había oído suficiente, de modo que levantó su combibólter y apuntó.

Dak’ir extendió la mano para detenerlo.

—¿Qué estás haciendo? —exclamó.

Aunque no podía ver los ojos de Tsu’gan tras su casco de batalla, Dak’ir podía sentir la excitación de la mirada de su homólogo.

—Escucha a tu hermano de batalla. Es una trampa —gruñó mirando la mano cubierta por el guantelete de Dak’ir sobre la culata de su bólter—. Apártate a menos que quieras perder la mano, igneano.

Dak’ir se crispó ante aquel desaire. No tenía ningún problema con sus orígenes de humilde cuna, pero no le gustaba que Tsu’gan lo utilizase para despreciarlo.

—No lo hagas —le advirtió él entre dientes—. No permitiré que dispares a un hombre a sangre fría. Deja que me acerque a él primero.

—No es un hombre. Es una cosa.

Pero Dak’ir no cedió.

Tsu’gan mantuvo el dedo cerca del gatillo durante unos segundos más hasta que perdió el pulso, bajó el arma y dio un paso atrás.

—Como desees —gruñó—. Pero en cuanto la criatura se dé la vuelta, y estoy convencido de que lo hará, dispararé. Y será mejor que te apartes de en medio cuando lo haga.

Dak’ir asintió, aunque Tsu’gan ni siquiera lo miró, de modo que el gesto fue innecesario. Después se volvió hacia Ba’ken, quien también asintió, aunque lo que él indicaba era que estaría cubriendo las espaldas de su sargento. Antes de volverse de nuevo, Dak’ir vio que Pyriel los estaba mirando. El bibliotecario los había estado observando y, sin duda, había oído el intercambio de palabras entre los enemistados sargentos, pero no había dicho nada. Dak’ir se preguntó entonces si la presencia de Pyriel en aquella misión se debería a algo más que al simple mando. ¿Le habría pedido al maestro Vel’cona, a petición de Tu’Shan, que evaluase hasta qué punto llegaba la hostilidad entre los hermanos sargentos y que actuase en consecuencia o incluso que le informase al respecto? ¿O era otro imperativo lo que guiaba al bibliotecario, uno relacionado con sus meticulosas observaciones durante la ceremonia de Nocturne? Aquél no era el momento de pensar en ello. Dak’ir levantó lentamente su espada sierra y se acercó al mago.

Sus pisadas sonaban como truenos a través de su casco de batalla mientras se aproximaba con cautela hacía el centró del templo. Dak’ir desviaba la mirada de un lado a otro examinando las sombras más profundas que acechaban en los huecos de la sala conforme avanzaba. Tras escudriñarlo todo con el espectro óptico de sus implantes ocuglobulares combinados con la tecnología de las lentes de su casco de combate, Dak’ir se convenció de que no había ningún peligro oculto.

Cuando se encontraba a menos de un metro del mago arrodillado se detuvo. Al escuchar con atención percibió una especie de susurros sin sentido que emanaban de la boca del suplicante. De cerca, los temblores del cuerpo del mago parecían más pronunciados, aunque Dak’ir no estaba seguro de si esto se debía a que estaba más cerca o a que de algún modo había detectado su presencia.

—Vuélvete —dijo en voz baja.

Era posible que el mago se encontrase en una especie de trance o de meditación profunda.

Tal vez hubiese perdido la cordura y se hallase en un estado catatónico como había sugerido Emek. En cualquier caso, Dak’ir no tenía intenciones de alarmarlo.

—No temas —añadió al no recibir respuesta alguna—. Somos los astartes del Emperador, hemos venido a rescatarte a ti y a tu tripulación. Vuélvete.

Siguió sin suceder nada.

Dak’ir agarró con firmeza su pistola de plasma, todavía enfundada, y se dispuso a tocar al arrodillado con la punta de su espada sierra inactiva.

La hoja apenas había tocado su túnica carmesí cuando el mago se volvió, o más bien su torso rotó como si formase parte de una especie de giroscopio, y se encaró al intruso que profanaba la santidad de su templo.

—Abandonad toda esperanza, aquellos que entráis… —rugió.

La frase que había estado murmurando repetidamente se volvió audible por fin vocalizada en un chirriante dialecto mecánico.

Las palabras de Kadai en el sueño regresaron a la mente de Dak’ir como un martillazo y estuvieron a punto de hacerle perder el equilibrio.

La frase continuó en un bucle ininterrumpido, acelerándose y aumentando de tono y de volumen hasta que se convirtió en un ininteligible aullido. Dak’ir levantó la espada sierra hasta una posición de protección y dio un paso atrás.

A continuación se oyó el sonido de una tela que se rasgaba. La túnica del mago se desgarró por la espalda y dos brazos mecánicos similares a las pinzas de un insecto salieron de ella. De pronto, la espada sierra instalada en el extremo de uno de los apéndices cobró vida; en el otro, una vibrosierra empezó a chirriar. La piel del mago, pálida y gélida, suturada con cables y metal, carecía de vida.

Sus ojos, ciegos, no reflejaban pena ni ira, sólo una simple función: eliminar a los intrusos. De su boca asomó una especie de tubo como una terrible lengua que se abría paso desde la fría y oscura grieta. Era la boca de un lanzallamas, y escupió una delgada columna de fuego.

Dak’ir utilizó el antebrazo que tenía libre para protegerse y el intenso calor lo envolvió. Las señales de radiación salpicaron la pantalla de su casco de batalla. En el mismo movimiento, el sargento paralizó a ciegas con su espada sierra la repentina embestida del arma del ser. Incapaz de detener el impulso del arma del mago, ésta empezó a batir contra su hombrera izquierda furiosamente.

Escupiendo chispas, la hoja dentada retrocedió y cargó de nuevo.

El fuego de bólter estalló tras él y Dak’ir casi esperó sentir los disparos atravesando el generador de su armadura y su espalda, pero la puntería de sus hermanos de batalla era infalible y salió ileso. De pronto sintió un crepitar eléctrico y detectó el hedor a ozono en sus fosas nasales. Un segundo fogonazo iluminó su casco de batalla y sus lentes lucharon por compensar la iluminación a medida que las cuchillas zumbaban hacia él de nuevo. Entonces Dak’ir se dio cuenta de que el mago estaba protegido por un escudo de energía.

—¡No disparéis! —espetó la voz de Tsu’gan a su espalda—. ¡Rodeadlo, encontrad el generador de su escudo y destruidlo!

Dak’ir captó el movimiento con su visión periférica mientras sus hermanos buscaban el modo de abrir un hueco. Asestando golpes con sus brazos mecanizados a la velocidad del rayo, el mago reaccionó a la amenaza. Con un aullido de sus servos, la figura cubierta con una túnica empezó a elevarse hasta que estuvo casi un metro por encima de Dak’ir. Su boca se abrió de par en par como la rápida y expansora apertura de un imagovisor y dos nuevos lanzallamas ocuparon su lugar junto al primero. Moviendo la cabeza a izquierda y a derecha fue escupiendo llamaradas de fuego en todas las direcciones, manteniendo a los Salamandras a distancia. Las placas de la cubierta y los altares de hierro se fundieron y se redujeron a escoria a su paso. Dak’ir sintió que la vibrosierra lo embestía de nuevo y la detuvo con un brutal golpe de su espada sierra.

La propia espada sierra del mago golpeó el generador de la espalda del Salamandra y se encontró con otro punto muerto. Dak’ir se volvió rápidamente deshaciéndose del arma con el impulso y despedazó el brazo mecánico con las dos manos. Con un chirrido metálico, el mago se retorció, con el brazo que portaba la espada sierra amputado y escupiendo aceite y chispas. Aprovechando la ventaja, Dak’ir desenfundó su pistola de plasma y atravesó de un disparo el torso del mago. Algo entre los voluminosos pliegues de su túnica destrozada llameó y se apagó. No obstante, la cascada de fuego que salía de su dilatada boca continuaba, manteniendo a los hermanos de batalla de Dak’ir a raya, y su única vía de ataque estaba bloqueada por el propio hermano sargento.

Una efímera imagen de metal se registró brevemente en la visión reducida de Dak’ir. El dolor atravesó su muñeca acorazada forzándolo a soltar la pistola de plasma. Al bajar la vista vio cómo un taladro intentaba atravesarle el brazo. Liberándose, agarró el tentáculo rotante que salía de la túnica del mago. Dak’ir estaba a punto de cortarlo cuando un segundo mecadendrito emergió del torso de la criatura portando una especie de garra mecánica. Dak’ir la bloqueó con el plano de su espada y la empujó hacia abajo. Bloqueado como estaba, y muy consciente de la presencia de sus hermanos de batalla a su espalda, intentó mover su cuerpo a un lado.

—¡Ba’ken! —gritó al distinguir la vaga forma del inmenso Salamandra en su visión periférica.

—¡Mantenlo quieto! —respondió una voz retumbante.

Dak’ir tuvo que emplear prácticamente toda su fuerza para agarrar al mago e inmovilizarlo tal y como Ba’ken quería.

El intenso calor y la luz cegadora inundaban todos sus sentidos. Sus oídos zumbaron con el chirrido de la energía liberada, y se derrumbó.

Durante un efímero instante, cuando la radiación del rayo de fusión impactó contra su casco de combate y su servoarmadura, Dak’ir se vio trasladado de vuelta a Stratos, al momento de la muerte de Kadai. El discordante impacto de las duras placas de la cubierta contra su cuerpo lo trajeron de vuelta a la realidad inmediatamente. Los sordos y continuos estallidos resonaban por toda la sala mientras el resto de Salamandras disparaban sus bólters. Esporádicos fogonazos iluminaban al mago como una especie de animación macabra, y su cuerpo daba sacudidas y se retorcía mientras era alcanzado por los impactos.

El fuego se extinguió, y con él también el mago, que cayó al suelo en una dispar mezcla de piezas de maquinaria destrozadas y de materia biológica. Los componentes de su anterior existencia se esparcieron por la cubierta como briznas de metal. El suelo se lleno de aceite, en el que se reflejaba la débil luz de los braseros como sangre iridiscente.

Sorprendentemente, la cabeza permanecía intacta, y rodó desde su cuerpo eviscerado hasta detenerse a un lado de Ba’ken. La boca de su cañón de fusión seguía exudando acelerante vaporoso generado durante la reacción química necesaria para disparar el arma pesada. Bajó la vista hacia la cabeza decapitada y su lenguaje corporal revelaba repulsión. Los lanzallamas se habían retraído en las fauces sin labios del abominable ser. Ba’ken se revolvió incómodo cuando un flujo de binario, el lenguaje mecánico que empleaba principalmente el Mechanicus para comunicarse, brotó de ellos como un torrente de incesante blasfemia.

Sin esperar órdenes, el Salamandra la aplastó con su bota hasta convertirla en una masa de carne y cables.

Dak’ir, de nuevo en pie, asintió a modo de agradecimiento hacia Ba’ken, que inmediatamente le devolvió el gesto.

Una vez que los ruidos cesaron, se volvió hacia Tsu’gan, que comprobaba que no hubiese ni rastro de vida entre los restos del mago.

—Estoy en deuda contigo, hermano.

Tsu’gan ni siquiera alzó la vista.

—Guárdate tus agradecimientos —respondió secamente—. Lo hice por el bien de la misión, no por ti.

El sargento estaba a punto de darse la vuelta cuando se detuvo y miró a Dak’ir a los ojos.

—Nos condenarás a todos con tu compasión, igneano.

Dak’ir sabía que Tsu’gan tenía razón hasta cierto punto. Su deseo de salvar al mago los había puesto en peligro, pero sabía que, si se viera en la misma situación, de nuevo volvería a actuar del mismo modo. Los Salamandras eran protectores, no simples asesinos. Que se deleitasen otros capítulos con tan dudoso honor. Dak’ir quería iluminar a su hermano al respecto, pero la firme voz de Pyriel impidió cualquier réplica.

—La batalla no ha terminado. —Los ojos del bibliotecario llameaban con un brillo azul cerúleo tras las lentes de su casco—: ¡Nacidos del Fuego, preparaos! —gritó al tiempo que el resto comprendían a qué se refería.

Un sordo sonido de movimiento resonó desde el pasillo que tenían delante cuando algo se activó de manera repentina.

—Múltiples señales térmicas —informó Tagon cuando su auspex se iluminó un momento después—. Y van en aumento —añadió mientras aseguraba el dispositivo en su cinturón y agarraba el bólter—. Por todas las entradas.

Los Salamandras se dispersaron cubriendo todos los accesos al templo.

—Algo se acerca… —gritó el hermano Zo’tan—. ¡Servidores! —añadió con el resplandor de su linterna alumbrando a una de las torpes criaturas de forma descarnada.

El cráneo afeitado del servidor tenía remachada una placa de lobotomía. Vestía un oscuro mono de trabajo chamuscado por el fuego y cubierto de aceite y de mugre. Su piel era gris, como si estuviese cubierta con una capa de polvo o como si la hubiesen desposeído de toda vida y la hubiesen dejado marchitarse. Uno de sus brazos acababa en un puño con la rigidez del rigor mortis y estaba fijado a un torso lleno de cables y de gruesos tubos; el otro brazo terminaba en una pinza mecanizada que expelía pequeños chorros de gas cuando la flexionaba.

Dak’ir hizo un recuento mental de los autómatas inactivos que habían descubierto de camino al templo. No sabía el número exacto, pero era evidente que eran cientos.

—¡Otro aquí, segundo a la derecha! —gritó el hermano Apion. Después, el hermano G’heb bramó:

—Objetivos en el tercer pasillo a la izquierda.

Los Salamandras habían formado dos semicírculos, uno por escuadra, y el bibliotecario Pyriel era el nexo de unión entre ambos. Todos miraban hacía el exterior, con uno o dos bólters apuntando hacia cada entrada. Los lanzallamas se encargaron cada uno de un portal. Eso dejaba al cañón de fusión de Ba’ken y al hermano M’lek, de la escuadra de Tsu’gan, que portaba un bólter pesado. Dak’ir esperaba que el arsenal combinado fuese suficiente.

El hermano Emek estaba a su izquierda en formación de combate.

—La muerte del mago debe de haber sido el catalizador de alguna clase de código de activación —observó a través del comunicador mientras probaba el sistema de ignición de su lanzallamas lanzando un corto chorro de fuego.

—¿Cuántos crees que hay? —ladró Tsu’gan, ansioso por destruir a este nuevo enemigo.

—En una nave de este tamaño…, miles —respondió Emek.

—No importa. —La voz grave de Ba’ken sonó como el retumbar de un trueno a la derecha de su hermano sargento—. Los enviaremos a todos a la muerte.

Dak’ir apenas lo oyó tras darse cuenta de por dónde iban los pensamientos de Tsu’gan.

—Esperad hasta que se hayan acercado a una distancia letal óptima. Disparos cortos y controlados —ordenó por el canal de comunicación—. Ahorrad munición.

La espada psíquica de Pyriel lanzó una llama cerúlea, lo que recordó al hermano sargento el poder del bibliotecario.

Su voz adoptó un timbre sobrenatural a medida que una aura de energía recorría su armadura en pequeñas tormentas de relámpagos en miniatura.

—¡A los fuegos de la batalla! —clamó.

—¡Hacia el yunque de la guerra! —respondieron sus Salamandras con furia.

Los servidores emergieron de las tinieblas con lenta y monótona determinación, como una horda de zombis mecánicos.

Sus pálidos rostros eran máscaras sin expresión, y su única compulsión era ejecutar a los intrusos de la nave. Estaban armados con las herramientas que utilizaban para sus tareas: espadas sierra, taladros neumáticos, pinzas elevadoras hidráulicas, e incluso con unas antorchas de acetileno encendidas que anunciaban su avance desde la oscuridad.

Los Salamandras esperaron hasta que la primera ola de servidores llegó hasta el templo para desatar su furia.

La sangre, el aceite, la carne y las piezas de maquinaria caían en cascada en un miasma visceral mientras los autómatas eran castigados con la ira de las armas de los Salamandras. Pero, al igual que sus verdugos, estas criaturas mitad de carne mitad de metal no temían a nada y carecían de emociones, de modo que avanzaban de manera implacable.

Cuando uno caía, otros dos servidores ocupaban su lugar emergiendo de las profundidades de la Archimedes Rex como una marea.

Acudían en masa como poseídos hacia el templo y hacia los intrusos que lo ocupaban. Cuantos más llegaban, más se acercaban a los Salamandras. A pesar de sus prodigiosas habilidades, los marines espaciales no podían sostener una ininterrumpida muralla de fuego para mantener a los servidores a cierta distancia. Con cada metro que ganaban, la furia de la respuesta de los Salamandras se iba intensificando, hasta que se vieron obligados a abandonar el conservadurismo previo de Dak’ir.

El desesperado avance no tardó en pasar factura.

—¡Éste es mi último cartucho! —exclamó el hermano Apion.

Sus palabras iniciaron una avalancha de comunicaciones a través del canal, ya que todos los miembros de las escuadras empezaban a quedarse sin municiones.

—Lanzallamas al diecisiete por ciento y bajando.

—Cambiando al arma de reserva.

—Apenas me queda munición, hermanos.

El círculo de fuego empezaba a fallar.

—Cargador vacío —anunció el hermano G’heb.

El sonido hueco de su bólter se oyó perfectamente al quedarse sin munición.

Dak’ir llegó hasta él y disparó a un servidor armado con un taladro con su pistola de plasma mientras su hermano de batalla extraía su arma de reserva. Con el bólter en la mano, G’heb asintió en agradecimiento.

—¡Aguantad, hermanos! —gritó Pyriel al tiempo que detenía la pinza mecánica de un servidor que intentaba arrancarle la cabeza con su espada psíquica.

El autómata era uno de los pocos que había sobrevivido a la granizada de fuego bólter. El bibliotecario abrió la palma. Con los dedos de su guantelete extendidos envolvió a la criatura en un chorro de fuego psíquico que emanaba de su mano quemándole los ojos, reduciendo su piel a pedazos carbonizados y chamuscando su maquinaria hasta dejarla negra.

Aplastando los restos humeantes del servidor con un golpe de su espada psíquica, el bibliotecario abandonó la formación. Un ardiente núcleo de crepitante fuego empezaba a formarse en el interior de su puño, ahora cerrado. Los hermanos de batalla S’tang y Zo’tan lo cubrieron mientras Pyriel se ponía de rodillas con la cabeza inclinada concentrando su energía.

Los servidores se reunieron alrededor del bibliotecario, pero S’tang y Zo’tan los mantuvieron a distancia con sus últimos cartuchos. Les quedaban suficientes como para permitir que Pyriel levantase la cabeza, ahora con todo el cuerpo envuelto en una aura de conflagración. Hasta salió despedida a toda velocidad de su cuerpo con la forma de una rugiente cabeza de dragón dejando atrás una parpadeante estela de fuego. El ente de energía rodeó a los Salamandras como una serpiente mordiéndose la ardiente cola.

—Hermanos… —La voz de Pyriel crepitó como la más profunda de las cavernas de magma del monte del Fuego Letal—: ¡Ahora! —rugió.

La muralla de energía explotó con fuerza atómica, y el fuego nuclear redujo a cenizas todo lo que se encontraba a su paso. Los servidores se transformaron en negras siluetas en la bruma y se desintegraron como sombras ante el sol. Dak’ir sintió las punzadas de la estela psíquica en los confines de su mente, y se resintió ante la desconocida sensación. Enfundó su pistola de plasma, a la que ya le quedaba una única célula de energía, y extrajo la espada de combate, blandiéndola junto a la espada sierra, una en cada mano. Varios de sus hermanos de batalla habían hecho lo mismo. Algunos prefirieron las pistolas bólter; otros no tenían más elección que desenvainar sus espadas cortas.

El holocausto desatado por Pyriel había consumido todas sus energías, y los hermanos S’tang y Zo’tan mantenían la guardia mientras el bibliotecario regresaba al cordón de armaduras verdes para recuperarse. Chamuscados, los chorreantes restos de las cadenas votivas y los cenicientos cadáveres de los servidores cubrían el suelo alrededor de los Salamandras, dándoles tiempo para establecer nuevas tácticas.

La conflagración había sido devastadora. Cientos de autómatas murieron. Aquello les proporcionó unos momentos de tregua.

—¡Ahí vienen de nuevo! —gritó Ba’ken, quien profirió a continuación una carcajada que resonó con fuerza por la inmensa cámara—. ¡Vienen a buscar la muerte!

El Salamandra había asegurado su cañón de fusión a la parte trasera del equipo de municionamiento de las armas pesadas mediante un cierre magnético. Era voluminoso y pesado, pero Ba’ken era lo bastante fuerte como para transportarlo sin que esto afectase demasiado a su habilidad a la hora de combatir cuerpo a cuerpo. En las manos blandía un martillo de pistón plateado con extremos reforzados, una arma que prometía destrucción y que él mismo había fabricado.

—Contén a tu toro, igneano —dijo Tsu’gan al tiempo que lanzaba un chorro de fuego con su bólter-lanzallamas.

Sólo le quedaba suficiente combustible químico para un disparo, de modo que el hermano sargento lo utilizó para ganar unos pocos metros adicionales con la intención de que sus hermanos de batalla pudieran verlo.

—Dirigíos al puente —ordenó mientras extraía la espada de combate y colgaba la combiarma de su hombro.

—Utilizaremos el pasillo más estrecho para que no puedan atacarnos en masa.

Pyriel seguía debilitado tras sus esfuerzos psíquicos y sólo podía asentir su aprobación. Avanzando en parejas, los Salamandras se dirigieron a la salida que, según Emek, los llevaría hasta el puente. Mientras se replegaban, unos tiros rápidos ejecutaron a los primeros autómatas que se acercaban desde los otros siete portales.

La salida estaba atestada de servidores, que emergían de invisibles escotillas de mantenimiento y de conductos de acceso ocultos.

Viendo peligrar el plan antes de haber llegado siquiera al pasillo de salida del templo, Dak’ir corrió hacia el sistema generador, que seguía lanzando chispas de electricidad.

—¡Esperad, hermanos! —bramó justo cuando el primer par de Salamandras, Apion y G’heb, estaban a punto de empezar a embestir con sus armas de filo.

Obedeciendo como por acto reflejo, los marines espaciales detuvieron su avance al tiempo que Dak’ir golpeaba una de las torres de alta tensión con la espada sierra. El primer grupo de servidores empezaba a emerger a través del portal cuando el destrozado sistema conductor lanzó un descontrolado arco eléctrico. Dak’ir salió despedido hacia atrás por la fuerza del impacto mientras el rayo de energía eléctrica recorría las figuras de los servidores haciendo explotar sus circuitos y quemando sus cables de conexión.

El arco se extendió y saltó de cuerpo en cuerpo, devorando ávidamente a los autómatas que temblaban espasmódicamente mientras el rayo artificial los sacudía.

La tormenta eléctrica dejó atrás cadáveres humeantes y hedor a carne quemada y a metal al rojo vivo.

Apion y G’heb corrieron hacia el vacío que ésta había originado aplastando los cuerpos con sus botas y despejando el camino para sus hermanos de batalla.

Ba’ken recogió a Dak’ir del suelo y después se volvió, sorprendentemente rápido dado el peso que cargaba a la espalda, y aplastó el cráneo de un servidor que se acercaba con su martillo de pistón. Cuando se volvió de nuevo, las ondas de carga eléctrica que cubrían la servoarmadura de Dak’ir se habían vuelto minúsculas y empezaban a dispersarse lentamente.

—¿Listo para avanzar, hermano sargento? —preguntó.

—Ve tú delante, hermano.

La mitad de los Salamandras ya habían atravesado el portal y estaban eliminando a las hordas de autómatas que se abalanzaban contra ellos desde las profundidades de la nave. Cuando Dak’ir penetró en la oscuridad del estrecho pasillo se preguntó por un instante si habría un inmenso factorum en el corazón de la Archimedes Rex produciendo batallones enteros de aquellas criaturas en un ciclo interminable.

—Emek, ¿en qué estado se encuentra tu lanzallamas? —preguntó el sargento por el canal de comunicación.

El hermano de batalla era uno de los últimos en salir del templo. Sólo Tsu’gan permanecía tras él en lo que parecía un intento de acabar con toda la horda él solo.

—Estoy por debajo del seis por ciento —respondió Emek entre cortos y rugientes estallidos.

—Protege la retaguardia de la columna todo el tiempo que puedas, hermano.

—A tus órdenes, sargento.

Tsu’gan se deleitaba con la matanza. Asesinaba de manera desenfrenada y buscaba objetivos antes incluso de haber acabado con el anterior. Todos los servidores que se pusieron a su alcance fueron exterminados con implacable eficiencia. A uno lo decapitó con su espada dejando una columna vertebral de cables rígidos sobresaliendo de su cuello destrozado. A otro lo destripó arrancándole un puñado de tubos llenos de lubricante como si fueran intestinos.

El sargento usaba su puño a modo de martilló y aplastaba brutalmente huesos y metal con cada golpe cargado de ira.

«Dejad al igneano que huya —pensó con el desdén dibujado en su rostro tras su casco de batalla mientras miraba en dirección a Dak’ir—. No me sorprende de alguien como él».

La carnicería aumentaba rápidamente a su alrededor. Su espada estaba tan empapada de aceite y de sangre que estaba casi negra. Estas desalmadas creaciones no tenían nada que hacer contra el temple de un nacido del fuego.

Pero a pesar de toda aquella matanza, los ataques no cesaban, y los servidores seguían llegando.

Un fuerte golpe en la hombrera lo obligó a retroceder. Tsu’gan derribó a su asaltante, pero recibió un nuevo impacto, esta vez en el torso, antes de poder protegerse, y perdió el equilibrio. De pronto, la sensación de obtener una victoria segura se desvaneció y fue sustituida por la posibilidad de sufrir una ignominiosa muerte. Tsu’gan deseaba la gloria; no deseaba perecer en una misión olvidada a bordo de una nave forja del Mechanicus.

De repente le vino otro pensamiento a la mente, esta vez de manera espontánea:

«He querido abarcar más de lo que podía, me he separado de mis hermanos…».

Tsu’gan intentó replegarse, pero estaba rodeado. Se mostraba reacio a aceptar que su arrogancia podría haberlo condenado.

Un chorro de fuego le pasó por la izquierda rozándole la hombrera y la pantalla de su casco se llenó de parpadeantes señales de advertencia. Tsu’gan estaba intentando protegerse el cuerpo cuando vio cómo los servidores eran engullidos por la llamarada y cómo caían de rodillas antes de convertirse en humeantes escombros. Había sido el hermano Emek, que había gastado la última reserva de promethium que le quedaba a su lanzallamas para ayudarlo. Tsu’gan vio que el pasillo estaba despejado.

—Vuelve a llamar a tu soldado, Dak’ir —espetó por el comunicador lamentando las quemaduras sufridas por su armadura—. A diferencia de ti, no me apetece acabar con la cara quemada.

Después gruñó un reacio «gracias» al hermano Emek mientras Dak’ir regresaba.

—Entonces retírate con el resto de tus Nacidos del Fuego. Has querido abarcar más de la cuenta, hermano.

Tsu’gan pagó su frustración con un servidor que se había adelantado separándose de su grupo y aplastó a la criatura de un puñetazo. En su interior, el hermano sargento suspiró aliviado. Sabía que de no haber sido por Dak’ir seguramente estaría muerto. El mero hecho de tener que admitir aquella idea lo ponía más enfermo que la idea de perecer sin honores en la Archimedes Rex. Tsu’gan estaba decidido a no dejar que aquella deuda durase demasiado.

* * *

Los Salamandras fueron abriéndose paso por los atestados pasillos de la nave del Mechanicus a la manera en que les habían enseñado a hacerlo: cuerpo a cuerpo. Aunque habían agotado la carga de los dos lanzallamas, su celo y su ira compensaban su falta. La sangre y el aceite inundaban el suelo a medida que avanzaban sus líneas y ganaban metro tras metro asesinando a cientos de servidores. Tenaces e implacables, representaban la personificación del ideal prometeano. Ellos eran los Nacidos del Fuego, los Salamandras. La guerra era su templo; la batalla, los sermones que rezaban con el bólter y la espada.

Sus violentos esfuerzos los llevaron a una amplia galería. Posiblemente se tratase de una área de inspección dadas las hileras de mesas de evaluación que había a cada lado. Robustas columnas de metal cubiertas de lenguaje binario y de símbolos del Omnissiah ocupaban todas las plataformas vacías en las que habitualmente se colocarían las armaduras, las armas y demás pertrechos para que las examinasen y las aprobasen los servidores de inspección. Cincuenta metros por encima de las plataformas vacías colgaban unas enormes grúas de acero. Los detalles se perdían entre las sombras, pero estaban sujetas por unos montantes que les permitían levantar una masa considerable.

Los servidores salían en tropel de unas puertas blindadas en tres puntos de la sala.

Tsu’gan, que se había abierto paso hasta el frente a tajos y porrazos, los recibió con un furioso grito de batalla. El sargento partió el brazo de uno de los autómatas y lo dejó derramando combustible y soltando chispas mientras Dak’ir abría a otro en canal desde el esternón hasta la ingle. De la brecha salieron unos cables que se desparramaron como intestinos mientras el hermano sargento dejaba atrás a la criatura para enfrentarse a otro enemigo antes de que Ba’ken lo siguiera y aplastase al desdichado herido con su martillo de pistón.

La organizada retirada se había convertido en otra refriega. Los Salamandras luchaban en grupos de dos y de tres vigilando los puntos ciegos de sus hermanos mientras descargaban su furia contra el implacable enemigo. Pyriel era el único que luchaba solo. Nadie se atrevía a acercarse al bibliotecario. Su espada psíquica abría tajos letales en cualquier cosa que tocara. El fuego psíquico salía de sus ojos como un láser óptico y atravesaba líneas enteras de servidores abriendo brechas en sus mecanizados torsos. Cerró el puño y el Dragón de Fuego tomó forma de nuevo y se abalanzó sobre los autómatas, abrasándolos en una ardiente ola de fuego.

—¡En el nombre de Vulkan, acabad con ellos! ¡Los Nacidos del Fuego no se rinden! —bramó Pyriel mientras los servidores se acercaban inexorablemente.

Con las municiones a punto de agotarse, muchos de los Salamandras habían recurrido a las armas de combate cuerpo a cuerpo. Algunos blandían la tradicional espada de combate, muy similar a la espada de los Ultramarines; otros empuñaban martillos en homenaje al herrero y padre adoptivo de Vulkan, N’Bel, o en tributo al primarca, que había sido el primero en usar el arma para vencer a los xenos que invadían Nocturne liberando al planeta.

El honor, a pesar de su noble intención, significaba bastante poco mientras los Salamandras se veían rodeados lentamente. A cierta distancia, los servidores no representaban ningún problema. Desprovistos de armas de largo alcance, los autómatas podían ser derrotados fácilmente. Pero en las distancias cortas la cosa cambiaba. Aunque eran lentos y pesados, sus pinzas, sus taladros y sus martillos eran mortíferos, capaces de atravesar las servoarmaduras. Y estaban atacando en números muy elevados y sin tregua. A menos que algo cambiase, los Salamandras no tenían ninguna posibilidad de imponerse…

La vena de fatalidad volvió a apoderarse de la mente de Dak’ir mientras aniquilaba a otro servidor. A pesar de su entrenamiento, de las horas de ejercicios, del constante perfeccionamiento de sus habilidades y del desarrollo de su entereza, el hermano sargento estaba empezando a cansarse. Muchos de ellos habían resultado heridos. El hermano Zo’tan estaba cojeando; S’tang presentaba una terrible abolladura en el casco de combate que probablemente le hubiese roto el cráneo; otros varios atendían las heridas de sus hombros o de sus brazos y luchaban con una sola mano.

Tsu’gan descargó su ira contra lo inevitable y mató el doble de servidores que cualquiera de sus hermanos de batalla. Incluso a Pyriel, a pesar de toda su potencia psíquica, le costaba llevar el ritmo desenfrenado del hermano sargento.

Para Tsu’gan la fatiga era un enemigo más, como los autómatas. Un enemigo contra el que se debía luchar y vencer. Un enemigo que había que evitar a toda costa. No era de extrañar que ejerciese tal dominio entre los demás sargentos de la 3.ª Compañía. Pero incluso la voluntad de Tsu’gan tenía sus límites.

Algo duro y pesado golpeó a Dak’ir en su desprotegido costado izquierdo. Un brillante fuego llameó tras sus ojos al sentir que la placa que le protegía las costillas se partía. La sangre empezó a derramarse por el lateral de su servoarmadura, negra y espesa como el aceite de sus adversarios.

La oscuridad se apoderó de su vista. Al caer hacia atrás vio el rostro de su asesino. Sus despiadados ojos le devolvieron la mirada por encima de una boca oscurecida por la rejilla de un altavoz enmarcada por una piel de una palidez cadavérica. Dak’ir recordó a la figura vestida con una túnica en el templo al caer al suelo y revivió el momento de su inevitable muerte a cámara lenta.

Con su final, las indescifrables palabras del mago los habían condenado a todos.

Un trueno sordo hizo que Dak’ir volviera en sí. Había estado inconsciente durante unos segundos antes de que la fisiología de su cuerpo cerrase la herida y coagulase la sangre, reparase sus huesos y enviase endorfinas al cerebro para bloquear el dolor. No estaba muerto, y una vez consciente de ello empezó a percatarse de lo que sucedía a su alrededor.

Unas llamaradas iluminaban la penumbra del techo abovedado, los sordos disparos del fuego bólter procedían de los puentes. Algo más pesado los acompañaba: el intenso y traqueteante ruido de un cañón de munición de cintas, el chirrido de unas orugas rodando sobre el acero y el crujido de los montantes de metal forzados hasta el límite. Dak’ir estuvo de pie de nuevo antes incluso de haberle ordenado a su cuerpo que se levantase, y tenía ganas de matar. Su espada sierra no había dejado de girar ni siquiera cuando cayó, y los dientes encontraron carne fresca que atravesar mientras el Salamandra luchaba.

Lanzando rápidas miradas hacia el combate, Dak’ir divisó el brillo de una armadura amarilla y negra, la mueca furiosa de una calavera pintada y los dientes de un depredador dibujados en los bordes de un casco de batalla con forma de cono. A medida que el fuego cruzado continuaba desde ambos flancos destrozando servidores, una nueva epifanía se materializó en la mente de Dak’ir: sus salvadores eran astartes.

Atrapados entre tales fuerzas, los servidores finalmente habían empezado a mermar y a retirarse. No lo hacían por miedo ni por un remoto instinto de supervivencia; lo hacían porque algún matiz de su programación los había obligado a hacerlo. Más tarde, Emek teorizaría que las bajas que los marines espaciales habían causado eran tan numerosas que habían puesto en peligro la capacidad mínima de producción de la nave forja, y este protocolo, afianzado en uno de los paradigmas fundamentales del Mechanicus, invalidaba cualquier otro y podía ocasionar la capitulación. Las máquinas simplemente bajaron sus herramientas, dieron media vuelta y se retiraron. Algunas fueron liquidadas mientras abandonaban el combate, saciando los últimos vestigios de la sed de lucha que seguía dominando a los Salamandras. Pero la mayoría se marcharon intactos y se desactivaron hasta que volvieran a ser reclamados por sus amos para iniciar sus tareas una vez más. Pero aquélla era una orden que jamás llegaría. Dak’ir estaba ahora convencido de que el mago del templo octogonal había sido la última persona viva a bordo de la Archimedes Rex.

Cuando el fuego bólter de los misteriosos astartes cesó, la luz de sus estallidos también lo hizo, y volvieron a quedar ocultos en las oscuras sombras. Dak’ir consideró emplear su espectro óptico para penetraren las tinieblas y verlos mejor, pero decidió esperar mientras avanzaban pesadamente por el puente. Un par de elevadores estacionados a ambos extremos trasladaron a los marines espaciales a nivel del suelo, donde los Salamandras pudieron ver a sus aliados por primera vez.

Dak’ir estaba en lo cierto: eran marines espaciales. Diez, para ser exactos, divididos en dos escuadras de combate que se unieron cuando los elevadores alcanzaron el suelo, acompañados de un tecnomarine que manipulaba una maltrecha plataforma móvil de artillería. La máquina de guerra retumbaba sobre unas orugas de acero y se apoyaba en una base de caucho vulcanizado. Era estrecha, ideal para los angostos corredores que habían impedido la participación del hermano Argos en la misión, una participación que, dados los acontecimientos, habría resultado muy útil. El PCE empleado para construir el arma: un par de cañones automáticos acoplados con una cinta de munición modificada, parecía posterior a la Herejía pero previo a la Era de la Apostasía. Similar en esencia al cañón Tormenta, la plataforma también presentaba las características de un sistema de artillería móvil similar a una Tarántula o a un cañón Rapier, armas que el Adeptus Astartes no había utilizado desde hacía milenios.

Aquella arma estaba basada sin duda en diseños arcaicos.

Los marines espaciales en sí tenían el mismo aspecto arcaico. La mayoría vestían servoarmaduras de tipo MK-VI Corvus teñidas de amarillo con la coraza y los generadores negros, y sus hombreras izquierdas estaban tachonadas con gruesos remaches. El peto de la armadura carecía del águila imperial y sólo mostraba un cierre octogonal a diferencia del modelo MK-VII Aquila. Todas las armaduras sin excepción habían sido recompuestas y tenían la pintura desconchada.

Los rigores de la batalla se exponían con orgullo como marcas de honor, como las cicatrices de quemaduras de los Salamandras. Eran unas armaduras que se habían confeccionado para durar; no en el sentido de una forja superior o de un trabajo excepcionalmente duradero; era chapa de batalla que había visto cientos, tal vez miles de victorias y que había sido reconstruida y reforjada con los medios necesarios para que pudiera ver otra más.

Y lo mismo sucedía con los bólters. Las culatas alargadas con el prolongado apoyo para el hombro eran una versión anticuada del modelo Godwyn MK-VII que llevaban los Salamandras, aunque éstas presentaban mejoras nocturnianas. Con alimentación a tambor y provistas de sarisas, una especie de bayoneta con dientes de sierra instalada en el extremo del arma, los bólters de los astartes de armadura amarilla parecían el tipo de modelo que sólo se encontraba en los museos.

Pero estos guerreros eran endurecidos veteranos, todos y cada uno de ellos. No poseían las forjas o la maestría tecnológica de los Salamandras. Pocas veces recibían nuevos abastecimientos o pertrechos. Sólo conocían la guerra, y luchaban de un modo tan implacable e ininterrumpido que su equipo estaba castigado casi hasta la destrucción. El líder de los astartes, cuyas marcas de honor indicaban que se trataba de un sargento, avanzó y les ofreció la mano. Entonces Dak’ir se dio cuenta de algo más. Aquellos eran los otros intrusos a bordo de la Archimedes Rex.

—Soy el sargento Lorkar —dijo el astartes de armadura amarilla con un chirriante susurro—, de los Marines Malevolentes.