I
CAZA DE DRAGONES
El sueño había cambiado.
La sangre empapaba las paredes del templo del Aura Hieron y despedía hedor a matadero. El aire sabía a cobre y a hierro viejo, ya algo más, algo que estaba fuera del alcance de Dak’ir…
El silencio, tan ensordecedor como una tormenta atómica, inundaba el vacío panteón consagrado a los falsos ídolos. Dak’ir pensaba que estaba solo. Entonces, a una distancia que parecía increíblemente larga para aquel templo tan pequeño, lo vio.
Kadai estaba luchando contra la criatura demoníaca.
Y estaba perdiendo.
Un rayo envolvió su martillo de trueno; emergió de la cabeza y se enroscó por el mango. Después recorrió la armadura de Kadai como una ola, pero estaba curiosamente quiescente. La figura del demonio estaba poco definida; los contornos de su realidad estaban borrosos y formaban un tenebroso vacío de tentáculos con garras y pura maldad.
Dak’ir corría sin hacer ruido intentando atravesar lo que parecían kilómetros, y entonces llegó el trueno. Al principio era débil, un mero temblor que fue creciendo hasta sacudir los cielos, y su sonido fíe aumentando en un cacofónico crescendo.
Dak’ir logró cruzar el enorme espacio de aquella alucinación y llegó hasta Kadai justo a tiempo para ver cómo golpeaba a aquella criatura del infierno.
Los arcos de energía hicieron estallar su repugnante forma hasta que dejó de aferrarse al reino material y la disformidad volvió a reclamarlo.
La hazaña se había cobrado un precio. Kadai estaba herido. El aire entraba y salía de sus pulmones con un resuello; la potenciación genética de su cuerpo no lograba reparar los daños. Su armadura, rota y desgarrada por todas partes, estaba suelta como una piel de muda apunto de quebrarse caer.
—Quédate conmigo, hermano…
La voz de Kadai era como gravilla chirriando contra la roca. En el fondo de su garganta se percibía el leve gorgoteo de la sangre.
El capitán levantó una mano temblorosa.
—Quédate conmigo…
Dak’ir fue a agarrársela cuando una repentina brisa trajo el hedor de algo que le quemó las fosas nasales. Era sulfuro.
Una sensación extraña e incipiente empezó a roer la mente de Dak’ir. ¿Podía ser miedo?
Era un astartes. No sentía miedo. Dak’ir aplastó aquella emoción con una determinación de acero.
Algo se movía en la periferia de su visión. Un sonido como de pergamino cuarteado y de cuero desgastado inundaba los sentidos de Dak’ir. Giró el torso y vio una sombra que se deslizaba a gran velocidad a ras de suelo por las oscuras hornacinas que rodeaban el templo. Una insistente impresión no dejaba de venirle a la mente…: escamas encarnadas, un largo cuerpo serpentino.
Dak’ir se volvió para intentar seguir el camino del espectro, y vio cómo desaparecía una enorme cola con púas, como la de algún lagarto primigenio.
El crepitar de unos rescoldos y el hedor a quemado a su espalda lo obligaron a volverse. Una llama se apagó y la silueta de algo grande y monstruoso que acechaba oculta entre las hornacinas se desvaneció con ella.
—Quédate conmigo…
Kadai necesitaba inundarse los pulmones de aire para hablar. Estaba postrado sobre una de sus rodillas, apoyado en su martillo de trueno. La sangre brotaba por los cortes de su armadura manchándola de un horrible color rojo oscuro. A pesar de todo alargaba la mano para agarrar a su hermano de batalla.
La vista de Dak’ir volvió hacia la criatura. Podía sentir su maldad como algo tangible que indicaba su posición entre las sombras, y el olor de su nauseabundo aliento, a sangre seca y a podredumbre.
Gritó: «¡No te lo llevarás!», y corrió a enfrentarse a ella.
Con la espada sierra rugiendo, Dak’ir se abalanzó hacia la oscuridad siguiendo la intimidante sombra del monstruo. Ésta cambió ligeramente a medida que se acercaba a ella. De pronto se insinuaron unas fauces de largos y afilados colmillos y unas alas plegadas.
Entonces desapareció.
Una llamarada incandescente estalló en su mente, y Dak’ir se volvió sabiendo que ya era demasiado tarde.
El monstruo estaba a su espalda, irguiéndose sobre Kadai, que seguía con el brazo extendido, aparentemente ajeno al peligro.
Sus rojas escamas brillaban como la sangre y sus inmensas y membranosas alas de oscuro y gastado cuero se desplegaron. El demonio agachó el musculado cuerpo de manera descuidada. Su inmenso pecho de barril se expandió con un silbido a medida que absorbía el aire con una profunda inhalación. Densas columnas de humo ascendían desde un alargado hocico con las fauces llenas de afilados y amarillentos colmillos.
Un chorro de caliente saliva se escurrió de la boca de la bestia cuando separó lentamente las mandíbulas y salpicó contra el suelo produciendo el susurro de la efervescencia del ácido. Dak’ir corrió desesperado para interponerse entre el monstruo y su capitán herido. El dragón separó las mandíbulas por completo y Kadai fue engullido por una llamarada, una abrasadora columna de fuego lanzada en dirección a Dak’ir.
A través del halo de calor, Kadai y la bestia se transformaron en ondulantes e indefinidas sombras marrón oscuro. Poco apoco, la silueta del dragón fue cambiando hasta convertirse en humanoide. Ahora era un inmenso guerrero acorazado, un ángel de la muerte caído, un renegado, y la furiosa llama era el rayo incandescente de un cañón de fusión. Kadai rugió de dolor, y el grito desesperado de Dak’ir se unió a su agonía fundiéndose ambos en un único bramido de angustia.
«¡NoOOOOOOO!»
Dak’ir siguió corriendo. Pensó que al menos se vengaría. Pero de repente se sintió tan pesado y tan lento en su armadura que el suelo cedió bajo sus pies y cayó…
El templo desapareció y dio paso a la oscuridad y a la sensación de un agobiante calor contra su rostro. Su piel se quemaba con el ardor del fuego. El dolor era intenso y abrasaba el lado izquierdo de la cara de Dak’ir. Intentó gritar, pero su lengua se había transformado en cenizas. Intentó moverse, pero sus brazos y sus piernas se habían convertido en huesos ennegrecidos. Mientras los últimos vestigios de su mente cedían ante el dolor se dio cuenta de que se encontraba sobre el altar de roca de Kadai y que el fuego ardía furiosamente a su alrededor. Se estaba hundiendo en el río de lava. El dolor se volvió casi insoportable cuando Dak’ir quedó completamente sumergido bajo la superficie. La oscuridad absoluta le engulló.
Y después no hubo nada. Ni calor, ni fuego, ni dolor. Sólo el silencio y la ausencia del ser.
Un latigazo rojo, el rancio olor a descomposición en sus orificios nasales. El rostro de Kadai apareció instantáneamente ante él, ensangrentado y descarnado, medio derretido por el rayo del cañón de fusión.
Tenía los ojos muertos cerrados, y la destrozada boca apretada como si se la hubieran grapado.
Su voz emanaba desde la oscuridad y asediaba a Dak’ir desde todas partes al mismo tiempo, aunque sus lacerados labios no se habían separado. «Abandonad toda esperanza, aquellos que entráis…»
Entonces los ojos del difunto capitán se abrieron de par en par revelando unas cuencas vacías Su mandíbula también se separó, como si de repente alguien hubiese cortado los músculos que la mantenían cerrada.
«¿Por qué me dejaste morir?»
Dak’ir se despertó sobresaltado. Un frío sudor cubría su rostro bajo el duro metal de su casco de batalla. Parpadeando captó fragmentos del espacio que le rodeaba a través de sus lentes ópticas.
Los datos biológicos, transmitidos desde los sistemas internos de su servoarmadura y conectados a su fisiología de marine espacial, se materializaron en la pantalla de su casco. Una granulada resolución carmesí reveló una alta presión sanguínea y una respiración y un ritmo cardíaco acelerados. Una miríada de pantallas de información sobre su estado físico parpadeaban junto a su latido, cuya velocidad ya iba disminuyendo, y su implante ocular las leía todas y las almacenaba en su subconsciente. Iniciando una serie de ejercicios de relajación condicionados por hipnosis para activarse de manera automática e instintiva, Dak’ir obligó a su cuerpo a recuperar el equilibrio. Fue entonces cuando se dio cuenta de dónde se encontraba.
La fría oscuridad de la Cámara Santuarina lo envolvía. Volviendo a escanear los datos de su casco de batalla, accedió a los esquemas de la misión y a las instrucciones codificadas a través de una serie de órdenes subvocales.
Dak’ir se encontraba a bordo de la Dragón de Fuego para un largo reconocimiento en el Cinturón de Hadron. El crucero de asalto Ira de Vulkan los seguía a varias horas de distancia en el abismo del espacio real.
Los motores de la cañonera volvieron a activarse con su característico ruido. Impelidos por el reactor de fusión de a bordo, el estentóreo estruendo de los turboventiladores inundó los canales auditivos del Salamandra. Dak’ir filtró la peor parte gracias a su implante de oído Lyman hasta que se readaptó unos segundos después. Ahora estaba completamente consciente. La imagen del sueño se fue desvaneciendo como el humo, aunque algunos fragmentos se le quedaron grabados: el dragón y el destrozado rostro de Kadai se le habían incrustado en el subconsciente como atormentadoras esquirlas. Con el arnés gravitatorio abrochado, Dak’ir vio que estaba rodeado de sus hermanos de batalla. Sus ojos brillaban débilmente en la penumbra como encendidos rescoldos. Completamente armadas y acorazadas, las verdes armaduras de los Salamandras relucían débilmente. Sus bólters y sus espadas estaban aseguradas a un lado en estantes de acero reforzado. La artillería, los cañones de fusión, los lanzallamas y los bólters pesados estaban en la armería de la Thunderhawk. Nocturne se encontraba a meses de distancia. El hermano capitán N’keln había reunido a sus sargentos, tal como le había anticipado a Dak’ir, y les había expuesto su plan de regresar al Cinturón de Hadron. El bibliotecario Pyriel estuvo presente y explicó a los oficiales de la 3.ª Compañía que había detectado un débil pero claro eco psíquico entre los escombros y los grupos estelares del sistema. El hermano capitán N’keln les transmitió su fe en que esto los conduciría a Nihilan, a los Guerreros Dragón y a una victoria que todos necesitaban.
Dak’ir recordó la mirada de desaprobación de Tsu’gan mientras el capitán describía la misión. Aunque ocultó perfectamente sus sentimientos ante N’keln, Dak’ir sabía que su homólogo opinaba que la táctica era desesperada y una pérdida de tiempo.
Tsu’gan no lo había censurado abiertamente esta vez; ya había expresado sus objeciones hacia la capitanía de N’keln dos veces y el señor del capítulo lo había reprendido por ello en ambas ocasiones. No: a pesar de sus recelos, Tsu’gan era leal al capítulo y respetaba el mando. De modo que se guardaría cualquier reserva que tuviera para sí mismo, por el momento.
A juzgar por la expresión general de algunos de los demás sargentos, especialmente la de los de las escuadras tácticas, salvo la de Dak’ir, estaba claro que Tsu’gan no era el único que había recibido la noticia con desagrado. Dak’ir recordó de nuevo los rumores para desacreditar a su nuevo capitán, para incapacitarlo a ojos de Tu’Shan y que éste nombrase a otro en su lugar. La ambición de Tsu’gan era voraz. Dak’ir estaba convencido de que ansiaba el mando de la 3.ª Compañía.
—¿Te inquieta algo, hermano sargento? —inquirió Ba’ken, como si hubiese penetrado en sus pensamientos, girándose ligeramente bajo el arnés gravitatorio en dirección a Dak’ir.
Dos brillantes óvalos de un rojo intenso se posaron sobre él.
Los viajes por las profundidades del espacio requerían que llevasen los cascos de batalla puestos a todas horas como medida de prevención por si se abría alguna brecha en el casco de la nave. El hermetismo de sus servoarmaduras combinado con sus glándulas mucranoides les permitirían sobrevivir en el vacío espacial hasta que alguien acudiese a rescatarlos.
—Sí, hermano —respondió con sinceridad.
Dak’ir no dio más detalles. El sargento había llamado también la atención de Emek, que lo observaba con ojos candentes tras sus lentes oculares.
—Estoy impaciente por entrar en combate —les dijo a ambos—. No hay motivos para preocuparse.
Esto último no era tan cierto.
Al principio sus oníricas visiones aparecían durante la meditación de batalla y eran poco frecuentes. Sólo experimentaba una o dos cada varios meses. Generalmente soñaba con su infancia, con su vida en Nocturne antes de convertirse en un astartes del Emperador y de aventurarse a las estrellas para castigar a los enemigos de la humanidad.
Muchos marines espaciales no recordaban su existencia previa a vestir el caparazón negro. Algunos conservaban imágenes mentales incompletas y confusas. Eran más una serie de impresiones que un claro u ordenado catálogo de historia. Sin embargo, los recuerdos de Dak’ir de su época humana eran lúcidos y claros. Tanto era así que despertaban el anhelo en él, la tristeza por lo que había perdido y el deseo de reconectar con ello a algún nivel fundamental.
Ocasionalmente recordaba Moribar y su primera misión. Con el paso de los años, estos recuerdos se fueron volviendo cada vez más frecuentes, violentos y sangrientos. Se centraban en la muerte, cosa normal, ya que Moribar evocaba la certeza de la muerte. La mortalidad y la veneración de los caídos eran sus principales características. En aquella época Dak’ir era un simple explorador, un miembro de la 7.ª Compañía. Aquel mundo sepulcro gris había marcado al Salamandra de algún modo. Una pátina de lúgubre polvo lo cubría como un velo; se había abierto camino bajo su piel como los parásitos que se alimentaban de la carne podrida de aquellos hombres enterrados bajo la oscura y tenebrosa tierra de Moribar. Lo sucedido en aquel terrible lugar lo había marcado de un modo todavía más profundo, y al igual que los muertos atormentados nunca hallaban el descanso, Nihilan no descansaría.
Al pensar en Moribar de nuevo, Dak’ir miró directamente delante de él hacia donde se encontraba Tsu’gan, también sujeto por el arnés.
Iagon estaba a su lado, observando atentamente con inescrutables pensamientos. Por primera vez, su hermano sargento parecía estar en otra parte, ajeno al breve intercambio de palabras que se estaba dando en el compartimento de soldados de la Thunderhawk. Había veinte hermanos de batalla, dos escuadras de diez individuos. Aunque la Dragón de Fuego tenía capacidad para cinco más, los asientos quedaron vacíos. El venerable hermano Amadeus ocupaba las posiciones delanteras de la bodega de proa de la cañonera. El inmenso dreadnought se mecía silenciosamente en la estructura que lo sujetaba mientras su subconsciente revivía antiguas victorias.
Un crepitante ruido de estática luchó por imponerse al rugido de los motores de la Thunderhawk cuando el comunicador instalado en uno de los mamparos de la cañonera cobró vida.
—Hermanos sargentos, presentaos en la cubierta de vuelo inmediatamente. —La suave voz del bibliotecario Pyriel se oía entrecortada pero inconfundible por encima de la barahúnda de los cohetes propulsores—. Hemos encontrado algo.
Tsu’gan respondió inmediatamente. Tras desabrochar su arnés gravitatorio golpeando el cierre con el puño, levantó la barra de seguridad que tenía sobre la cabeza y atravesó la cámara llena de gente en dirección a las escaleras de acceso que daban a la cubierta de vuelo. No dijo nada al pasar junto a Dak’ir, quien acababa de desabrochar su propio arnés con un silbido de presión liberada.
Dak’ir no tenía la más mínima intención de cuestionar la taciturnidad de su hermano. Se alegraba de aquel descanso de la cólera de Tsu’gan.
Siguió rápidamente los pasos del hermano sargento y se reunió con él y con Pyriel en la sección superior delantera de la cañonera.
El bibliotecario estaba de espaldas a ellos con los extremos en forma de garra de su largo manto de salamandra tocando el suelo. La curva de su capucha psíquica se distinguía claramente por encima del generador de la servoarmadura que dominaba la parte superior de su espalda. Madejas de cables sobresalían del arcano dispositivo y se introducían en los huecos ocultos de su gorguera.
Aquello le recordó a Dak’ir los excepcionales talentos del Salamandra y la precaria cuerda por la que los psíquicos, incluidos aquellos tan hábiles como Pyriel, caminaban al estar en comunión con las incognoscibles fuerzas de la disformidad. A Dak’ir le vino a la mente el escrutinio al que el epistolario lo había sometido durante la ceremonia de Sepelio y Ascenso. ¿Conectó entonces con la disformidad empleando sus prodigiosas habilidades para conocer sus pensamientos? Los ojos de Pyriel reflejaron reconocimiento cuando sus miradas se cruzaron. Sin embargo, la sensación de desasosiego que experimentaba el sargento cada vez que se hallaba en presencia del bibliotecario no había disminuido en absoluto desde ese momento.
—Es extraño —dijo Pyriel mirando a algo visible a través del puesto de observación de la Dragón de Fuego.
El puente de mando era en sí un espacio reducido, y parecía todavía más pequeño con la presencia del bibliotecario y de dos sargentos.
Cuatro marines espaciales trabajaban en los controles de la nave: un piloto, sentado en un asiento gravitatorio situado en el achatado morro de la nave; un navegante, que controlaba las matrices sensoras y la compleja aviónica; y un copiloto y un artillero ocupaban las otras dos posiciones. Todos vestían servoarmadura, pero sin los generadores instalados. Todos los sistemas internos de sus trajes se mantenían mediante el reactor de la Thunderhawk.
Tsu’gan y Dak’ir avanzaron juntos y se colocaron uno a cada lado de Pyriel para ver qué era aquello que había captado la atención del bibliotecario. Aunque todavía distante, pero acercándose a cada instante, el inmenso tamaño del descubrimiento de Pyriel casi llenó su vista. Era una nave, no un pequeño caza como la Dragón de Fuego, sino un enorme crucero que parecía una ciudad flotante de oscuro metal.
La nave era evidentemente de diseño imperial: larga, pero voluminosa como una maza pesada, y con una proa achatada como un puño. El casco estaba dañado, quemado y ennegrecido por el fuego láser. Varias de sus numerosas cubiertas presentaban importantes brechas. Los irregulares desperfectos en el metal parecían las mordeduras de algún insecto que le hubiese contagiado alguna infección afectando a toda su carne. Sin embargo, los inactivos sistemas de artillería seguían suponiendo una amenaza. Inmensas filas de baterías láser yacían inclinadas hacia abajo con aspecto alicaído a lo largo de sus arruinados flancos. El resto de artillería de la nave lo conformaban las torretas automáticas, las lanzas de arco avanzado y otras armas mucho más grandes. Era un despliegue aterrador, pero algún enemigo desconocido lo había dejado fuera de combate. Grupos de factorum y de munitoria componían el destacado centro de la nave, y unas titánicas máquinas de fundición llenaban su vientre. De color negro y carmesí y con el símbolo del engranaje, no había duda de que el crucero procedía de Marte.
Era una nave forja de tipo Arca, una nave del Adeptus Mechanicus.
—Ni los escudos ni los motores emiten ningún tipo de energía. No se percibe ninguna radiación de su reactor.
La voz de Pyriel resonó con un sonido metálico bajo su casco de batalla. Después exhaló un largo suspiro, como si estuviese cavilando qué era lo que le había sucedido a aquella nave siniestrada.
—La nave está muerta. —El tono de Tsu’gan delató su impaciencia.
—Y lleva así bastante tiempo a juzgar por los daños sufridos en la proa y en la popa —añadió Dak’ir.
—Así es —respondió Pyriel—. Pero no hay ningún enemigo a la vista. No hay ningún rastro de plasma ni ningún signo de disformidad. Vagaba a la deriva en el espacio real para que la encontrásemos.
—¿Hemos intentado contactar con ella? —preguntó Tsu’gan, desconfiando claramente.
—No hemos recibido respuesta —respondió Pyriel con voz cansina.
—¿Y es ésta la fuente de la resonancia psíquica?
—No —confesó Pyriel—. Hace ya tiempo que no la percibo. Esto es algo totalmente distinto.
La respuesta de Tu’Shan fue pragmática.
—Sea cual sea la causa, las naves de ese tamaño no aparecen de repente en el espacio real inutilizadas y sin ningún tipo de energía. Es posible que el causante de esto siga merodeando en el sistema. ¿Piratas, tal vez?
Dak’ir apenas escuchaba. De pronto dio un paso adelante como para verla más de cerca.
—Hay algo en esa nave —masculló.
La ligera inclinación de la cabeza de Pyriel en dirección a Dak’ir delató su interés.
—¿Qué te hace decir eso, hermano?
La pregunta cogió a Dak’ir por sorpresa, aunque logró que su reacción no afectase a su lenguaje corporal. No se había dado cuenta de que había hablado en voz alta.
—Un instinto, sólo eso —confesó.
—Por favor, explícate.
Esta vez el bibliotecario fijó su escudriñadora mirada en él sin reservas. Dak’ir la sintió como sondas que rebuscaban en las capas de su subconsciente e intentaban llegar a los secretos de su mente.
—Es sólo una sensación.
Pyriel mantuvo un rato la mirada, pero finalmente decidió dejarlo estar y volvió a mirar a través del oculopuerto.
El tono de Tsu’gan sugirió enfado.
—Pues yo tengo la sensación de que no debemos malgastar nuestras fuerzas con esto. Los Guerreros Dragón no están en esta chatarra a la deriva. Deberíamos continuar y dejar que el Ira de Vulkan decida qué hacer con ella.
—Deberíamos al menos comprobar si hay supervivientes —respondió Dak’ir categóricamente.
—¿Para qué, igneano? La nave no es más que una tumba flotante. No hay tiempo para esto.
—¿Cuánto tiempo crees que necesitamos, hermano Tsu’gan? —inquirió Pyriel ladeando ligeramente la cabeza en dirección al sargento—. Llevamos semanas en el sistema. Unas pocas horas explorando esta nave no van a…
—Archimedes Rex…
Pyriel se volvió lentamente ante la interrupción.
—¿Qué has dicho? —preguntó bruscamente Tsu’gan.
Dak’ir estaba señalando a través del oculopuerto.
—Ahí —dijo, como si no hubiese oído las palabras de su hermano.
Estaba señalando a babor de la nave mientras ellos se colocaban lentamente de través. El nombre de la embarcación aparecía allí en letras enormes.
—Es el nombre de la nave.
Tsu’gan, desconcertado, se volvió hacia su hermano de batalla.
—¿Y qué?
—Me resulta… familiar.
—¿Qué quieres decir exactamente? ¿Que ya la has visto antes? ¿Cómo es posible?
Pyriel cortó la repentina tensión tras haber tomado una decisión.
—Regresad a la Cámara Santuarina y preparad a vuestras escuadras para el abordaje.
—Pero mi señor… —Tsu’gan no le veía la lógica.
Su pragmatismo le permitió dejar sus diferencias con Dak’ir a un lado mientras lidiaba con aquel último asunto.
Pyriel no tenía intenciones de explicarle nada.
—Es una orden, hermano sargento.
Tsu’gan se calló, escarmentado.
—¿No deberíamos al menos esperar al Ira de Vulkan y utilizar sus torpedos de abordaje?
—No, hermano sargento. Quiero penetrar en la nave del Mechanicus con discreción. Las matrices sensoras han descubierto un puerto de anclaje para cazas abierto. Podemos atracar allí.
—No veo la necesidad de tomar tantas precauciones, hermano bibliotecario —insistió—. Como ya he dicho, la nave está muerta. Pyriel dirigió su penetrante mirada hacia Tsu’gan.
—¿Estás seguro, hermano?