II
LUTO
Dak’ir recorrió una fila de guerreros con Ba’ken a su espalda hasta que llegó a los de su propia escuadra. Varios de los demás sargentos de la 3.ª Compañía lo saludaron con un gesto de la cabeza o un gruñido de aprobación. Salamandras como Lok, Omkar y Ul’shan, líderes de la escuadra de devastadores, quienes habían vivido también la tragedia de la muerte de Kadai en Stratos. Cruzó una breve mirada con el hermano de batalla Emek, quien le dio una palmadita en el hombro con una mano tranquilizadora. Era estupendo volver a estar entre sus hermanos.
Otros eran menos simpáticos.
Tsu’gan tenía muchos partidarios. En todos los sentidos, él era la encarnación de la perfección prometeana: fuerte, valiente y con un gran espíritu de sacrificio. Era fácil sentir adoración por ese tipo de guerreros, pero Tsu’gan tenía una veta arrogante. Su número dos, Iagon, era igual de engreído, pero sus métodos eran muchísimo más insidiosos. Tu’Shan le lanzó una mirada fulminante desde el otro lado del templo. Las miradas de sus seguidores eran igual de mordaces. Dak’ir sintió todas y cada una de ellas como dagas al rojo vivo.
—El hermano Tsu’gan sigue protestando. —Ba’ken había seguido la dirección de la mirada del otro Salamandra y le susurró este comentario a su sargento.
La reacción de Dak’ir fue pragmática.
—Desde luego, valor no le falta para desafiar la voluntad del señor del capítulo.
Todos sabían que el nombramiento del sucesor del capitán Kadai no había recibido una aprobación unánime. Algunos sargentos protestaron abiertamente. Tsu’gan era el principal detractor. Pero Tu’Shan los había hecho callar a él y a otros como él. El decreto del señor del capítulo era ley. Pero no podía tener los ojos y los oídos en todas partes.
—Sin duda lo que esperaba era oír su propio nombre —continuó Dak’ir con un dejo de rencor.
—Es posible. Admiraba a Kadai tanto como tú, hermano sargento. Tal vez no considere digno a su sucesor —dijo Ba’ken—. Se dice que Iagon ya ha empezado a reunir apoyos para su superior entre los demás sargentos.
Dak’ir volvió la cabeza hacia Ba’ken súbitamente.
—¿Sería capaz de cuestionar el liderazgo de la compañía antes incluso de que el sustituto de Kadai jure su rango?
Dak’ir había alzado demasiado la voz y unas cuantas cabezas a su alrededor se volvieron hacia él. El sargento bajó el volumen.
—Si obtiene el apoyo de suficientes sargentos, podría exigir que Tu’Shan lo nombrase capitán a él.
—Es sólo un rumor. Puede que no tenga importancia.
—No se atrevería —dijo Dak’ir, irritado ante la idea de que Tsu’gan estuviese ejerciendo presión para obtener el poder.
No es que no valiese para el puesto. Dak’ir reconocía la habilidad, el valor y la visión táctica de Tsu’gan. Pero también era un hombre ávido de gloria que buscaba ascender de un modo agresivo. La ambición es algo positivo, obliga a superarse a uno mismo, pero cuando todo es a expensas de los demás… Además, Dak’ir estaba molesto porque hasta entonces no había oído nada al respecto A diferencia de Ba’ken, él no era tan apreciado. En muchos aspectos era el marginado que Tsu’gan describía. Podía inspirar a sus hombres, podía dirigirlos en combate, y ellos morirían por él del mismo modo que él lo haría por ellos, pero le faltaba la sintonía de Ba’ken, su gran empatía con los guerreros de la 3.ª Compañía. Esto en ocasiones lo dejaba al margen en lo que a cuestiones de politiqueo interno se refería.
Dak’ir sintió de nuevo una oleada de cólera hacia el sargento, y sus ojos, agresivos, reflejaban su beligerante estado de ánimo. Tsu’gan captó su mirada y se la devolvió, orgulloso e imperioso entre los dracos de fuego y el propio Tu’Shan.
Algo súbito e insistente golpeó los sentidos de Dak’ir, que apartó la atención de Tsu’gan para buscar la fuente de procedencia.
Agarrando la empuñadura de su espada psíquica, el bibliotecario Pyriel miraba a Dak’ir atentamente. Alumno del maestro Vel’cona, Pyriel era un consumado psíquico con nivel de epistolario. Su cuerpo estaba cubierto por una servoarmadura arcana destacada por una túnica verde y por símbolos esotéricos. El aro de una capucha psíquica formaba un arco alrededor de la parte trasera de su cráneo. De su peto de batalla, de un intenso color azul al estilo del Librarium, colgaban de cadenas varios tomos y pergaminos. También llevaba una larga capa de escamas de dragón. Una leve señal de resonancia psíquica crepitó en azul cerúleo en sus ojos y Pyriel entornó los ojos.
Fuese el que fuese el interés que éste pudiera tener en él, a Dak’ir aquel examen le produjo desasosiego. Tal vez Pyriel estaba sustituyendo a Fugis como vigilante dada la distracción del apotecario a causa del dolor. Decidido a no dejarse intimidar, Dak’ir le devolvió la mirada retorciéndose por dentro bajo la intensidad del escrutinio del bibliotecario. Finalmente fue Pyriel quien cedió primero, sonriendo fríamente antes de apartar la vista.
Dak’ir siguió su mirada hasta una larga y estrecha pasarela sobre el saliente de piedra donde se encontraban ahora él y sus hermanos. Una figura envuelta en una túnica, con los rasgos ensombrecidos por una pesada capucha, estaba de pie en el centro de la tarima que había al final del puente. Tan sólo se distinguía el fuego en sus ojos. Desde la oscuridad que había a sus espaldas, un par de sacerdotes marcadores emergieron en silencio. Los dos al mismo tiempo agarraron la vasta tela que lo cubría y la dejaron caer al suelo.
El hermano veterano N’keln permaneció ante ellos, con la cabeza enhiesta. Estaba completamente desnudo a excepción del taparrabos tribal que cubría su dignidad. Los sacerdotes le marcaron el pecho y el hombro derecho con un hierro dejándole nuevas cicatrices; eran las marcas de un capitán.
La tarima no era lo que parecía. Un disco se introdujo en la roca, y el sistema de circuitos que contenía se instaló tras el crudo y gris metal. Cuando los siervos se retiraron, una columna de lava hizo erupción desde la tarima envolviendo por completo al ascendido. El fuego duró varios segundos, y mientras las llamas se apagaban, N’keln permanecía agachado sobre una rodilla y con la cabeza agachada. El humo emanaba de su cuerpo negro como el carbón; pero no estaba quemado, más bien resplandecía con fuerza interior.
El Señor del Capítulo Tu’Shan se levantó de su trono.
—A través del fuego elemental se mide nuestra entereza y nuestra devoción —declaró.
Su voz era grave y resonante, como sí procediese de la mismísima alma de la tierra. Poseía un fundido núcleo de pasión inspiradora, y albergaba un poder y una autoridad tales que todos los que la oyeron se sintieron inferiores en el acto.
—La resistencia y la fortaleza son los principios de nuestra doctrina y nuestro credo. El sacrificio y el honor son las virtudes que defendemos los Nacidos del Fuego. Con la humildad combatimos el orgullo y nuestra propia vanagloria.
Tu’Shan centró toda su atención en N’keln, que todavía permanecía agachado.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho… —continuó el señor del capítulo al tiempo que golpeaba su plastrón con el guantelete cerrado en un puño y hacía un gesto para que le pasaran el martillo.
N’keln alzó la vista por primera vez desde su abrasador bautismo.
—Con él golpearé a los enemigos del Emperador —concluyó. Tu’Shan mostró una ancha sonrisa que se extendió hasta sus centelleantes ojos.
—Ya no eres hermano sargento… —entonó mientras blandía un inmenso martillo de trueno con un enorme puño—. Levántate, hermano capitán.
* * *
La Cámara de la Conmemoración estaba casi vacía. Los pasos de los Salamandras que se ocupaban de sus rituales o algunos siervos que realizaban sus tareas resonaban en las paredes. Desde las catacumbas inferiores, a través del rocoso núcleo del bastión del capítulo de Hesiod, llegaba el sonido de las forjas mientras los yunques resonaban y los metales se afilaban con un dulce martilleo.
Hesiod era una de las siete ciudades santuario de Nocturne. Estas grandes colonias cuyos cimientos se adentraban en las profundidades de la tierra y en el duro lecho de roca del planeta tenían su base en los siete asentamientos de los reyes tribales de Nocturne.
Cada uno de los siete bastiones del capítulo de los Salamandras residía en una de estas ciudades. Destinados a las siete compañías nobles, eran lugares austeros y vacíos.
Los gimnasios para desarrollar los rigores del régimen de entrenamiento diario de los astartes y un reclusium presidido por el capellán de la compañía abastecían sus necesidades espirituales. En los niveles inferiores se encontraban los solitoriums, que eran poco más que austeras y oscuras celdas utilizadas para meditar acerca de la batalla y para dejar que cicatrizasen las marcas de honor. Apenas había dormitorios, y éstos estaban ocupados principalmente por siervos. En las armerías se guardaban las armas y demás material bélico, aunque era sobre todo para los neófitos. Generalmente, los hermanos veteranos mantenían sus propios arsenales en domicilios privados entre la población de Nocturne, donde podían servir mejor de guardianes y protectores. En los refectorios se alimentaban, y en las grandes salas se celebraban las escasas reuniones. En el apotecarium se encargaban de los heridos. Los oratoriums y los librariums eran los templos del aprendizaje y de la enseñanza, aunque la cultura de Nocturne daba más importancia a la experiencia y al templador fuego del campo de batalla.
Las catacumbas se extendían por una amplia cripta en la que podía sentirse el sofocante calor que emanaba de las forjas y en la que el hollín de las fundiciones y el fuerte hedor a metal de los altos hornos se colaban por todos los poros. Las grandes forjas, templos de hierro y de acero en las que el yunque y no un altar era el pilar de adoración, estaban por todo Nocturne. Las horas de devoción invertidas en el pesado calor, empapados de sudor y envueltos en denso humo, eran tan esenciales para un Salamandra como cualquier otro ritual de batalla.
Era en las más altas estancias del bastión del capítulo donde dos guerreros vestidos con la armadura verde de combate habían decidido meditar y rogar, en la Cámara de la Conmemoración, en memoria de su capitán asesinado.
El templo era un lugar inmenso y resonante. La armonía del sonido acampanado de los fonolitos resonaba en sus ensombrecidas paredes. Tallados en anfibolita volcánica, se elevaban como intrusiones geodésicas y se estrechaban formando una abertura en forma de cráter que se ofrecía al cielo teñido de naranja de Nocturne. La negra e impenetrable obsidiana formaba una extensión hexagonal que era el suelo de la enorme cámara. Robustas columnas de felsita de un rojo intenso reforzaban el semitecho atravesado por venas de fluorescente adamita.
Los raros minerales y rocas volcánicas empleados para construir el magnífico templo se extrajeron después del Tiempo de la Prueba y del duro y frío invierno que le siguió. Estos materiales de belleza geológica se hallaban por todo Nocturne. Los más preciosos se protegían entre las fuertes murallas de las ciudades santuario y sus generadores de escudo de vacío.
Unos braseros de hierro colocados en las paredes de toda la cámara producían un resplandor naranja y su luz parpadeaba en las lustrosas superficies de roca pulida. El reflejo de la luz le proporcionaba un aspecto luminoso y abismal al mismo tiempo, como un templo diabólico erigido desde las tripas del mundo. En su nexo rugía una columna de fuego; zarcillos de llamas se extendían y azotaban desde el centro incandescente. Los dos guerreros estaban arrodillados allí, insignificantes ante la conflagración.
—Kadai perece y N’keln asciende —pronunció Dak’ir solemnemente, con su piel de ónice teñida de un oscuro ámbar por el monumento de fuego.
En su guantelete agarraba una ofrenda votiva que lanzó a las llamas. Ésta ardió de inmediato, y él sintió brevemente el calor de la inmolación contra su rostro inclinado.
—Será recordado en la historia —respondió Ba’ken con voz reverente al tiempo que lanzaba al fuego su propio tributo.
La ceremonia de Sepelio y Ascenso concluyó cuando N’keln aceptó la armadura de su capitán. Según la tradición, cuando un capitán moría y otro ocupaba su lugar, el ascendido debía vestir la armadura del anterior titular. Generalmente, el Salamandra muerto se incineraba en el pyreum, una inmensa forja de cremación bajo la montaña. Según la tradición prometeana, la esencia del desaparecido pasaba a la armadura cuando sus cenizas se ofrecían sobre el altar de piedra y él regresaba a la montaña. Ko’tan Kadai había hallado la muerte ante el cañón de fusión de un traidor. Había quedado poco que salvar de él, de modo que en su lugar se ofreció su armadura a la montaña. Parecía una ofrenda justa. Así que la servoarmadura de N’keln se había reforjado de nuevo, una armadura artesanal del hermano Argos, Señor de la Forja.
Tras el renacimiento de N’keln en el fuego como capitán y después de que se hubiese colocado su armadura, la congregación de Salamandras se disolvió. Tu’Shan y los pocos dracos de fuego que habían estado presentes en el ritual embarcaron en las cañoneras Thunderhawk que esperaban en la llanura Scorian, al otro lado de la montaña. Las naves se alejaron en el cielo rumbo a Prometeo y a la fortaleza monasterio estacionada en la luna hermana de Nocturne, donde los asuntos más importantes del capítulo y de la galaxia eran la preocupación principal de Tu’Shan.
Al resto les espetaba una lenta peregrinación de regreso a Hesiod y a sus deberes.
La 3.ª Compañía se había ganado un breve respiro de la campaña hasta su siguiente destino. Era necesario levantar los ánimos y renovar la determinación en los entrenamientos, en las capillas y en los yunques. Antes de reanudar sus ejercicios de entrenamiento, Dak’ir y Ba’ken habían acudido a la Cámara de la Conmemoración. Como muchos otros miembros de la 3.ª Compañía, lo hicieron para presentar sus respetos y para honrar a los muertos.
—Son tiempos difíciles.
Ba’ken parecía taciturno, lo cual era raro en él.
Un viento caliente soplaba desde el norte procedente del mar Acerbian, trayendo consigo el hedor a ceniza y el agrio olor a sulfuro. Unos pequeños remolinos de humo emanaban del ennegrecido pergamino que Ba’ken había colocado ante la llama mientras éste se hacía pedazos y se convertía en cenizas. Esto le recordó las profundas fisuras que se habían producido en su compañía tras la muerte de Kadai.
—Cuando una vida termina, otra comienza. Como sucede ante la llama de la forja, la metamorfosis es existencia en transformación —respondió una voz tranquila y amable—. ¿Dónde está tu pragmatismo nocturniano, Sol? Casi me haces pensar que eras de Themis.
Ba’ken sonrió y dejó a un lado su melancolía.
—Pragmatismo, tal vez, pero los hijos de Themis no son filósofos, hermano —replicó secamente mientras un chasquido del fuego iluminaba sus ojos al tiempo que estiraba el cuello para saludar a Emek—. Somos guerreros —añadió cerrando el puño a modo de parodia viril.
Themis era otra de las ciudades santuario, conocida por sus tribus guerreras y por el tamaño de los hombres que producía, un rasgo aumentado mediante el proceso genético de convertirse en marines espaciales.
Emek sonrió ampliamente mostrando unos dientes blancos que destacaban contra su piel de ónice y se arrodilló junto a sus hermanos.
—¿Preferirías un verso del Opus prometeano? —respondió.
El hermano Emek, al igual que su último capitán, procedía de Hesiod. Su porte era noble y diligente. Tenía el cabello rojo carmín afeitado en finos galones que recorrían toda su cabeza y señalaban hacia su frente. Más joven que Ba’ken, quien había servido en el capítulo durante casi un siglo pero sin ninguna ambición de ascender, e incluso que Dak’ir, Emek poseía una eterna mirada de curiosidad. Sin duda, tenía una impresionante capacidad de aprendizaje y un deseo aún mayor. Sus conocimientos sobre la tradición, la filosofía y la historia prometeana y la cultura de Nocturne eran alabados incluso por los capellanes del capítulo.
—Por muy valioso que sea el Opus, hermano —respondió Dak’ir—, creo que no es el momento para recitarlo.
Avergonzado, Emek agachó la cabeza.
—Mis disculpas, hermano sargento.
—No son necesarias, Emek.
Adoptando una actitud de penitencia, Emek asintió y lanzó su propia ofrenda al fuego. Durante unos pocos momentos, los tres se quedaron absortos y en silencio, y el chisporroteo de una llama votiva se convirtió en el coro de su soledad.
—Hermanos, yo… —empezó Emek, pero fuera lo que fuera lo que estaba a punto de decir se quedó en su garganta cuando miró más allá de la llama a la figura que estaba al otro lado.
—La muerte de Kadai nos ha afectado mucho a todos, hermano —le dijo Dak’ir tras seguir la mirada de Emek—. Incluso a él.
—Pensaba que su corazón era de piedra.
—Pues parece que no —sugirió Ba’ken, y pronunció una silenciosa letanía antes de levantarse.
—Esta enemistad con los renegados nos ha costado muy cara. ¿Crees que todo ha terminado?
Dak’ir fue interrumpido antes de poder responder.
—No para nosotros —rugió Tsu’gan con una agresividad inconfundible.
Dak’ir se puso de pie frente a su compañero sargento que se acercaba hacia ellos atravesando la plaza de obsidiana.
—Ni para ellos —añadió Dak’ir frunciendo el ceño al ver que Iagon lo seguía detrás; el eterno lacayo leal.
Iagon era delgado y menudo y su rostro presentaba una perpetua mueca despectiva. Él culpaba de este defecto a un encuentro durante la Revuelta de Gehemmat, en Kryon IV, donde, durante la limpieza de una infestación de genestealers, el bioácido de la cría de una criatura le dañó algunos de los músculos del rostro, lo que dejó su boca permanentemente curvada hacia abajo.
Dak’ir consideraba el gesto apropiado para alguien como Iagon. Mantuvo la mirada fija en los dos Salamandras que se aproximaban y apenas era consciente de la inmensa presencia de Ba’ken a su espalda.
—Ésta es una vieja rencilla, Emek —dijo Dak’ir al otro hermano de batalla—. Se remonta a Moribar, donde Ushorak perdió la vida. No creo que ni Nihilan ni los Guerreros Dragón olviden la muerte de su capitán fácilmente. Dudo que ni siquiera destruir a Kadai haya saciado su sed de venganza. No —decidió—, esto terminará cuando uno de nosotros muera.
—Aniquilado —añadió Tsu’gan innecesariamente para aportar detalles en beneficio de Emek—. El capítulo entero. O ellos o nosotros.
—¿Esperas entonces una larga guerra de desgaste, hermano Tsu’gan? —preguntó Dak’ir.
Tsu’gan hizo una mueca de disgusto con el labio.
—La guerra es eterna, igneano. Aunque no esperaría menos de alguien con tu cobarde ascendencia que desearas que finalmente llegue la paz.
—Hay muchos en este planeta y en otros por todo el Imperio que la recibirían con los brazos abiertos —respondió Dak’ir sintiendo cómo aumentaba su irritación.
Tsu’gan resopló su descontento.
—A diferencia de nosotros, hermano, ellos no son guerreros. Sin guerra ¿qué sentido tendríamos? La guerra es mi puño cerrado; arde en mi médula. Es gloria y reconocimiento. Nos proporciona una razón de ser. ¡Yo la apoyo! ¿Qué íbamos a hacer si todas las guerras terminasen? ¿De qué le servimos a la paz? —dijo escupiendo la última palabra como si se le hubiese quedado pegada en la boca, e hizo una pausa—. ¿Y bien?
Dak’ir sintió que se le tensaba la mandíbula.
—Te contestaré yo mismo —susurró Tsu’gan—. Nos volveríamos los unos contra los otros.
A esto último siguió un silencio cargado con la amenaza de algo violento y alarmante.
La sonrisa de Tsu’gan era amarga y provocadora.
La mano de Dak’ir se desplazó casi como por voluntad propia hacia la espada de combate envainada en su cadera.
La sonrisa se transformó en una mueca burlona y maliciosa.
—Vaya, parece que sí tienes sangre de guerrero después de todo, igneano…
—Vamos, hermanos. —La voz de Iagon disipó la roja neblina que se había apoderado de la mirada de Dak’ir. El guerrero extendió los brazos en un gesto amigable, siempre en su papel de aparente conciliador—. Aquí todos pertenecemos a la misma familia. La Cámara de la Conmemoración no es lugar para recusaciones ni rencores. El templo es un refugio, un lugar para absolvemos de cualquier culpa o autorrecriminación, ¿no es así, hermano sargento Dak’ir?
Iagon añadió esta última pulla con una sonrisa viperina.
Ba’ken se envaró y se dispuso a actuar cuando Dak’ir extendió la mano para apaciguarlo. Él ya había soltado su espada de combate al ver aquello como lo que era: una simple provocación.
Emek, sin saber muy bien qué hacer, se limitaba a observar con impotencia.
—Es más que eso, Iagon —respondió Dak’ir eludiendo la trampa que le había preparado el número dos de Tsu’gan y dejando claro que aquel perrito faldero no le preocupaba lo más mínimo.
Dak’ir se acercó, pero Tsu’gan le mantuvo la mirada sin inmutarse.
—Sé lo que pretendes —dijo—. N’keln es un digno capitán para esta compañía. Te lo advierto, no mancilles la memoria de Kadai oponiéndote a él.
—Haré lo mejor para la compañía y para el capítulo, por derecho y por deber —contestó Tsu’gan con vehemencia.
Después se acercó todavía más y gruñó entre dientes:
—Ya te dije que no olvidaría tu complicidad en la muerte de mi hermano capitán. Nada ha cambiado. Pero como vuelvas a cuestionar mi lealtad y devoción por Kadai te mataré en el acto.
Dak’ir sabía que había ido demasiado lejos con su último comentario, de modo que capituló de inmediato. No por miedo, sino por vergüenza. Desafiar a Tsu’gan era una cosa, pero poner en duda su lealtad y respeto por su antiguo capitán estaba fuera de lugar.
Satisfecho de haber dejado las cosas claras, Tsu’gan también se echó atrás y después se colocó a su lado.
—¿Cuánto tiempo lleva ahí así? —preguntó mirando más allá del monumento de fuego.
Había un dejo de tristeza en su voz.
La Cámara de la Conmemoración estaba expuesta a los elementos por la cara norte. Un arco de blanca dacita grabado con las efigies de los dracos fuego daba a un largo promontorio de basalto con vistas a la arena aclarada por el sol del desierto de Pira. Perfilado en el resplandor vespertino se hallaba el apotecario Fugis, tan quieto como un centinela.
—Desde que llegamos —respondió Dak’ir sintiendo cómo la agresividad entre ellos disminuía, aunque sólo fuera por unos instantes—. No lo he visto moverse ni una sola vez.
—El pesar lo consume. —Emek se volvió también a observar al apotecario.
Tsu’gan frunció el ceño con desdén y apartó la mirada.
—¿Y de qué sirve el pesar? No nos ofrece nada. ¿Puede el pesar golpear a nuestros enemigos o proteger las fronteras de nuestra galaxia? ¿Puede luchar contra las depredaciones de la disformidad? Me temo que no.
Sin apenas ocultar su desprecio, Tsu’gan tiró el rollo votivo que tenía en la mano al fuego conmemorativo. Resbaló y cayó medio quemado fuera de la caldera, junto al resto de las cenizas. Por un momento, Tsu’gan estuvo a punto de ir a recogerlo, pero se detuvo.
—A mí el pesar no me sirve para nada —masculló en voz baja. Después se dio la vuelta y abandonó la Cámara de la Conmemoración con Iagon a su espalda.
Cuando Tsu’gan se hubo dado la vuelta, Dak’ir lo recogió por él pronunció un silencioso juramento de rememoración mientras el pergamino se consumía.
* * *
Fugis tenía la mirada puesta en la inmensidad del desierto de Pira. Se encontraba sobre un saliente de roca oscura que las cañoneras de los Salamandras y otras naves ligeras solían utilizar como plataforma natural de aterrizaje. Aparte de la presencia del apotecario, la pista se hallaba vacía, y Fugis agradecía la soledad.
Al norte, más allá de la árida región desértica, se encontraba el mar Acerbian. Fugis lo veía como una débil línea negra en la que la alta aguja de Epimethus, la única ciudad santuario que daba al mar, sobresalía como una cuchilla roma. Estaba rodeada de otros satélites mucho más pequeños, las numerosas plataformas de perforación y de extracción de minerales que rastrillaban el suelo oceánico o explotaban sus fosos más profundos en busca de metales.
En las áridas arenas de Pira, fue testigo de cómo un sa’hrk, una de las bestias depredadoras del desierto, acechaba a una manada de saurochs. El ágil saurio se deslizaba pegado al suelo por la desolada llanura correteando entre los dispersos montones de rocas para acercarse a su presa lo suficiente para lanzar su ataque. Ajena al peligro, la manada de saurochs continuaba su marcha en fila india con el característico balanceo de sus gruesos y cartilaginosos cuerpos. El sa’hrk esperó hasta que pasó al último miembro del grupo y saltó. La bestia derribó a un sauroch del tamaño de un toro. La criatura bramaba lastimeramente mientras el depredador le arrancaba las placas de hueso que le cubrían el cuello para alcanzar su carne blanda. El sa’hrk devoró al animal rápidamente, arrancando trozos del cuerpo de su presa con sus poderosas mandíbulas y engulléndolos a través de su inflada garganta. El resto de la manada bramaba y resoplaba presa del pánico. Algunas de las reses salieron en estampida; otras simplemente se quedaron petrificadas. Al sa’hrk aquello le era indiferente. Sació su apetito y desapareció dejando los restos del animal pudriéndose al sol.
—Los débiles siempre serán cazados por los fuertes —dijo Fugis—. ¿No es así, hermano?
Dak’ir apareció ante los ojos del apotecario. Las criaturas carroñeras ya empezaban a amontonarse alrededor del sauroch muerto y le arrancaban el poco alimento que el sa’hrk les había dejado.
—A menos que aquellos con poder intercedan a favor de los débiles y los protejan —respondió al tiempo que se volvía para mirar al otro Salamandra directamente—. No pensaba que fueras consciente de mi presencia.
—Llegaste hace quince minutos, Dak’ir. Noté tu presencia. Simplemente decidí no saludarte.
A aquello siguió un incómodo silencio. Tan sólo se escuchaba el grave y persistente sonido de los generadores de escudo de vacío de Hesiod. Los de Epimethus, al norte, y los de Themis, al este, se sumaban a la sorda disonancia, audible incluso al otro lado del extenso desierto y al amparo de las montañas.
—En Stratos fuimos débiles. —Fugis no pudo ocultar el resentimiento en su voz cuando afirmó—: Y los fuertes nos castigaron por ello.
—Los renegados no fueron fuertes, hermano —insistió Dak’ir—. Fueron cobardes. Nos atacaron desde las sombras, por la espalda, y lo mataron…
—Sin honor —lo interrumpió Fugis bruscamente, emprendiéndola contra Dak’ir antes de que éste pudiera terminar, con una máscara de ira dibujada en su delgado semblante—. Lo asesinaron del mismo modo que el sa’hrk asesinó al sauroch, como a un cerdo, como si fuera una cabeza de ganado. —El apotecario asintió lentamente y su cólera se vio sustituida por la amargura y el fatalismo—. Fuimos débiles en Stratos…, pero todo empezó en Moribar —continuó—. Y maldigo a Kadai por ello. Lo maldigo por su debilidad y por no haber visto y haber puesto fin a la amenaza que suponía Ushorak, a la lealtad que éste había infundido a Nihilan, cuando tuyo ocasión.
La reacción de Fugis pilló a Dak’ir por sorpresa. Nunca antes lo había visto así. El apotecario se mostraba tranquilo, incluso frío. Aquello lo mantuvo alerta. Oírlo hablar así era inquietante. Algo había muerto en su interior, y había ardido junto con los restos de Kadai en la losa de piedra. Dak’ir pensó que tal vez fuese la esperanza.
Fugis se acercó a él. Era la segunda vez que uno de sus hermanos de batalla se aproximaba a él de ese modo aquel día, y no le gustaba.
—Tú lo viste, hermano. Soñaste con este peligro durante casi cuatro décadas. —Fugis agarró las hombreras de Dak’ir con vehemencia. El apotecario tenía los ojos tan abiertos que parecía enloquecido—. Ojalá hubiésemos sabido entonces lo que sabemos ahora… —La voz de Fugis fue perdiendo intensidad.
La fuerza de aquel pesar que lo había dominado unos momentos antes también se extinguió, y el apotecario dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se volvió hacia el sol poniente.
—Quizá deberías visitar al capellán Elysius. Hay… —Dak’ir se interrumpió.
De todos modos, Fugis no lo escuchaba. Tenía los vidriosos ojos como rubíes fijos en el desierto.
—Hermano sargento.
Dak’ir exhaló con alivio al oír la voz de Ba’ken. Se volvió y vio al fornido Salamandra a unos pocos metros de distancia, como si ya llevase allí un tiempo y no se hubiese acercado por respeto.
—El hermano capitán N’keln está aquí, en Hesiod —continuó Ba’ken—. Y desea hablar contigo.
—Quédate con él hasta nueva orden —dijo Dak’ir con voz ronca antes de dirigirse de nuevo a la Cámara de la Conmemoración y volviendo la mirada en dirección al apotecario.
—Claro, hermano —respondió Ba’ken, y se dispuso a esperar en la plataforma de las Thunderhawk a que regresara su sargento.
* * *
Rodeado de oscuridad, Tsu’gan inclinó la cabeza e hizo una señal al sacerdote marcador con la mano extendida.
—Ven —dijo, y su voz resonó en los estrechos confines del solitorium.
La reverberación desapareció absorbida por la estigia negrura y por el movimiento de los rescoldos envueltos en fuego bajo los pies desnudos de Tsu’gan.
Iagon ya le había retirado la servoarmadura y la había asegurado en una antecámara donde esperaba el regreso de su sargento.
Tsu’gan tenía el pecho desnudo. Sólo vestía unos pantalones de entrenamiento que había tomado prestados en el gimnasio del bastión del capítulo. Su cuerpo emanaba olas de vapor que difuminaban el brillo rojo sangre de sus ojos. Las frescas cicatrices palpitaban sobre su piel quemada en aquellas partes donde el sacerdote le había marcado con el hierro. Pero Tsu’gan hizo señas para que siguiera.
—¡Zo’kar! —gritó, haciéndole gestos apremiantes con la mano, y volvió a hablar con la voz transformada en un grave susurro—: Márcame otra vez.
—Mi señor, yo… —replicó el sacerdote marcador no muy convencido.
—¡Obedéceme, siervo! —silbó Tsu’gan entre dientes—. Márcame. Inmediatamente —lo urgió en un tono casi suplicante.
La mente del marine espacial era un torbellino. Se arrepentía de no haber vuelto después de haber lanzado su ofrenda de aquella manera tan descuidada al fuego conmemorativo. Kadai era totalmente digno de su respeto, no de su desprecio. Tsu’gan rememoró aquel momento en el templo de Stratos en el que se enfrentó a Nihilan.
«Tienes miedo a todo…»
Al recordarlas, aquellas palabras lo golpeaban como si fueran de frío acero, pues en el fondo de su corazón, en alguna cámara blindada y oculta que el guerrero dragón había descubierto y abierto despiadadamente, Tsu’gan sabía que eran ciertas. Y se odiaba por ello. Había fallado a su señor y se había dado cuenta de su mayor temor. La purga era la única respuesta a la debilidad. Kadai había muerto porque…
El dolor y el hedor de su propia piel torturada inundaban sus sentidos. Era una sensación limpia y pura. Tsu’gan se deleitó con ello y buscó alivio en el castigo del fuego.
—Límpialo, Zo’kar —dijo con voz ronca—. Límpialo todo…
El sacerdote marcador obedeció, temeroso de la ira de su señor, y volvió a marcar las líneas de las viejas victorias y los logros del pasado del Salamandra. Aquello ya no formaba parte de la ceremonia. Aquello a lo que se estaba sometiendo Tsu’gan de manera deliberada no tenía nada de honroso. No era más que masoquismo; un acto vergonzoso provocado por su sentimiento de culpabilidad.
Para cuando Zo’kar hubo terminado y el hierro casi se había enfriado, Tsu’gan respiraba de manera entrecortada. Todo su cuerpo estaba dolorido y el calor de las quemaduras emanaba de él como una especie de bruma. La cámara entera hedía a carne chamuscada.
Aquel masoquismo se estaba convirtiendo en una adicción.
Tsu’gan revivió el momento de la muerte de su capitán. Vio cómo su cuerpo sucumbía bajo el brillante rayo del cañón de fusión. Los ojos le dolieron al recordar aquella luz.
El Salamandra inhaló profundamente y dijo con un áspero suspiro:
—Otra vez…
Sumido en aquel estado de semidelirio no notó la presencia de la figura que lo observaba en secreto desde las sombras de la habitación.
* * *
Dak’ir encontró a su capitán en una de las cámaras secundarias del strategium del bastión del capítulo. Era una sala austera, carente de estandartes, placas conmemorativas o trofeos. Una estancia sobria, práctica y lóbrega, como el mismo N’keln.
Inclinado sobre una sencilla mesa de altar de metal, el capitán examinaba unos mapas galácticos y unos planos estelares con el hermano sargento Lok.
Lok dirigía una de las tres escuadras de devastadores de la 3.ª Compañía, los Incineradores. Veterano de la guerra de Badab, mostraba unas franjas negras y amarillas en la rodillera izquierda en conmemoración a la armadura que había vestido durante el conflicto. Su semblante era duro y adusto; dos siglos de guerra habían calcificado su determinación. Una larga cicatriz le atravesaba el rostro desde la frente hasta la barbilla bisecando los dos tachones de servicio de platino. Los había recibido durante el abordaje de la barcaza de batalla ejecutora Espada de la Perdición durante la guerra de Badab. El ojo biónico en el lado opuesto a su entrecano semblante se le había implantado mucho antes, tras la batida de Ymgarl, donde era sólo un hábil hermano de batalla. Ya entonces Lok pertenecía a la 3.ª Compañía y, como parte de un pequeño destacamento, se le encomendó la misión de apoyar a la 2.ª Compañía, que estaba congregada al completo para la campaña.
A Dak’ir, la piel corroída por los estragos del tiempo y tan dura como el cuero curtido de Lok le recordaba a un viejo dragón. Y a juzgar por la adusta expresión del sargento se podría pensar que así era como él se sentía. El brazo izquierdo del sargento veterano solía estar encerrado en un puño de combate. Lok había dejado la pesada arma de aspecto brutal sobre la mesa mientras atendía las tácticas militares con su capitán. Dak’ir no sabía qué campaña o misión estaban organizando. Muchos miembros del capítulo pensaban que Lok debería haber sido ascendido a la 1.ª Compañía a aquellas alturas, pero Tu’Shan era sabio y sabía que era más útil en la 3.ª Compañía como sargento experimentado. Desde el punto de vista de Dak’ir, aquella decisión había demostrado ser muy inteligente.
Lok alzó la vista al oír llegar a Dak’ir, y lo saludó de modo casi imperceptible con la cabeza.
—Señor, me ha mandado llamar —dijo el sargento a su capitán tras una reverencia.
Interrumpido en su planificación, N’keln parecía algo distraído. Al enderezarse, el capitán dejó ver todo su blindaje. De cerca, la armadura artesanal que vestía era muy extraña. Recubierta con los símbolos de los dracos y forjada con los ribetes de denso adamantium que unían sus placas de ceramita reforzada, era toda una obra maestra. Encima de la mesa yacía una gorguera que N’keln debía de haberse quitado para tener más libertad de movimiento del cuello. El casco de batalla descansaba a su lado. Era un modelo MK-VII tradicional en estilo, pero más elegante, y la rejilla de la boca se había sustituido por el morro acolmillado de un dragón. Un manto de piel de salamandra, el último elemento complementario de la armadura, colgaba reverentemente en un rincón sobre un anodino maniquí.
—Gracias, sargento Lok, hemos terminado por ahora —dijo N’keln por fin.
—Mi señor —respondió Lok—. Hermano sargento —añadió como cortesía hacia Dak’ir mientras salía.
N’keln esperó hasta que Lok se hubo marchado para hablar de nuevo.
—Vivimos tiempos adversos, Dak’ir. Asumir una carga tan pesada como ésta ha sido algo… inesperado.
Dak’ir se quedó sin palabras ante aquella repentina franqueza. N’keln volvió a sus planos por un momento en busca de alguna distracción.
La mirada de Dak’ir se desvió hacia la espada envainada que pendía al costado de su capitán. N’keln captó la expresión en los ojos del sargento.
—Es magnífica, ¿verdad? —dijo al tiempo que desenvainaba el arma.
Forjada con gran maestría, la espada de energía zumbó con una intensa luz azul eléctrico que le recorrió toda la resplandeciente cara.
Compuesta de dos hojas separadas unidas en algunos puntos a lo largo de cada uno de los filos internos, era una pieza única. La empuñadura estaba magistralmente elaborada, con la guarda en forma de garra y el pomo de cabeza de dragón bañados en oro. Por muy augusta que fuese la espada de energía, N’keln disfrutaba del derecho y el privilegio de usar el arma de su antiguo capitán. Dak’ir sabía que el martillo de trueno de Kadai podía repararse, y se preguntó por qué N’keln había rechazado esa opción.
—Debo confesar que prefiero esto.
Tras envainar la espada y volver a colocarla en su sitio, N’keln dio unos golpecitos en la culata de su ajado bólter, que descansaba en el lado opuesto. El duro y negro metal del arma estaba cubierto de una gran cantidad de insignias grabadas, y el cráneo con el águila pendía de su empuñadura mediante unas cadenas votivas.
—Soy consciente del descontento suscitado entre los sargentos —dijo de repente.
El capitán miraba a Dak’ir con ojos apagados.
—El legado de Kadai proyecta una larga sombra. Me es imposible no ser eclipsado por ella —admitió—. Sólo espero ser digno de su memoria. Que mi sucesión demuestre ser justificada.
Dak’ir quedó desconcertado. No había esperado que su capitán fuese tan franco.
—Eras el número dos del hermano capitán Kadai, señor. Era justo que lo sucedieras.
N’keln asintió lentamente, pero el hermano sargento no estaba seguro de si el gesto iba dirigido a él o a su propio fuero interno.
—Como sabes, el hermano Vek’shan murió asesinado en Stratos. Necesito un campeón de compañía. Tu historial, tu lealtad y tu determinación en el campo de batalla son incomparables, Dak’ir. Además, tengo plena confianza en tu integridad. —Los ojos del capitán transmitían su certeza—. Quiero ascenderte a la Guardia Inferno.
La propuesta pilló a Dak’ir desprevenido por segunda vez. Tras negar con la cabeza pudo ver la decepción dibujada en el rostro de N’keln.
—Señor, en Stratos fallé a la hora de proteger al hermano capitán Kadai, y ese error le costó la vida y perjudicó a la compañía. Te serviré con fe y lealtad, pero lamentándolo profundamente no puedo aceptar este honor.
N’keln le dio la espalda. Y tras exhalar un suspiro de descontento dijo:
—Podría ordenarte que lo hicieras.
—Te ruego que no lo hagas, señor. Pertenezco a mi escuadra.
N’keln lo observó de cerca durante unos momentos mientras tomaba su decisión.
—De acuerdo —dijo finalmente, disgustado pero dispuesto a ceder ante la petición de su sargento—. Hay algo más. Se lo comunicaré al resto de sargentos en breve, pero puesto que ya estás aquí… Deseo sanar las heridas de esta compañía, Dak’ir. De modo que vamos a regresar al Cinturón de Hadron. Una vez allí recorreremos las estrellas en busca de cualquier signo de los renegados. Quiero encontrarlos y destruirlos.
El Cinturón de Hadron era la última posición conocida de los Guerreros Dragón. Fue allí donde los Salamandras se enfrentaron a ellos en Stratos, o más bien donde cayeron en su emboscada y donde su antiguo capitán fue asesinado.
—Con todos mis respetos, señor, nuestro último encuentro con Nihilan fue hace meses. A estas alturas deben de estar muy lejos de allí. Probablemente hayan regresado al Ojo del Terror. —Dak’ir posó la mirada en los mapas que había sobre la mesa y observó la densa y extensa región del Cinturón de Hadron—. E incluso si, por algún inescrutable motivo, los Guerreros Dragón continuasen allí, el cinturón comprende una inmensa extensión de espacio. Nos llevaría años registrarlo.
N’keln aguardó un momento mientras decidía si debía continuar hablando.
—El bibliotecario Pyriel ha estado sondeando los grupos estelares del cinturón y ha detectado una resonancia, un eco psíquico de la presencia de Nihilan. Utilizaremos eso como indicador.
Dak’ir torció el gesto.
—Hay muy pocas posibilidades de encontrarlos a partir de esa señal. El rastro que el hermano Pyriel ha encontrado podría tener semanas. ¿Qué te hace pensar que seguirán en el sistema?
—Lo que fuese que comenzó en Moribar con la muerte de Ushorak, continuó con el asesinato de Kadai. Ambos planetas forman parte del Cinturón de Hadron, lo que indica que los Guerreros Dragón tienen alguna especie de guarida allí, desde donde lanzan sus incursiones. Sin el Imperio y sin las forjas de Marte para abastecerse de material bélico, los renegados necesitarán obtenerlo en alguna otra parte. El único modo es mediante la piratería y los asaltos. Las posibilidades son escasas, estoy de acuerdo —añadió N’keln—, pero una única llama puede convertirse en una furiosa conflagración.
Los ojos del capitán brillaban con un repentino celo.
—Esto no ha acabado, Dak’ir. Los Guerreros Dragón nos han causado graves bajas. Debemos golpear con todas nuestras fuerzas para que no vuelvan a encarnizarse con nosotros.
Las últimas palabras de N’keln antes de dejar que Dak’ir se marchara sonaron ligeramente desesperadas y no lograron disipar las crecientes dudas del hermano sargento.
—Necesitamos esta misión, Dak’ir. Para sanar las heridas de esta compañía y recuperar nuestra hermandad.
Dak’ir abandonó el strategium con una sensación de inquietud. El encuentro con N’keln lo había desconcertado. La franqueza del capitán, el reconocimiento de sus propios defectos y de sus profundas dudas, aunque enmascarado, resultaba inquietante, por el simple hecho de que ahora creía que, a pesar de su arrogancia y vanagloria, Tsu’gan podía estar en lo cierto. N’keln no estaba preparado para el honor que se le había conferido, y se había convertido en hermano capitán sólo de nombre.