I
LAS VIEJAS COSTUMBRES…
Dak’ir permanecía sobre el lago de fuego, esperando que su capitán ardiese.
Lo que quedaba de la corroída servoarmadura de Ko’tan Kadai estaba encadenado a un altar de piedra junto con su cuerpo medio destruido. La lava escupía y burbujeaba por debajo, y las bocanadas de fuego la inflamaban antes de que se consumiese, sólo para volver a relumbrar en algún otro punto de la corriente líquida. El negro mármol del altar reflejaba el abrasador resplandor de la lava. Sus vetas brillaban en tonos rojo y naranja. Dos gruesas cadenas estabas sujetas a uno de los extremos cortos, y la losa rectangular colgaba de ellas hacia abajo. Su superficie estaba cubierta de ceramita, de modo que la losa era resistente al calor del magma. Este altar acompañaría a Kadai en su viaje final hacia el corazón del monte del Fuego Letal.
En la vasta caverna de roca, Dak’ir llamó a la lenta y solemne procesión hasta aquel gran pico volcánico. Más de un centenar de guerreros, que habían marchado todo el camino desde la ciudad santuario de Hesiod formaban parte de la peregrinación. La montaña era inmensa y atravesaba el cielo teñido de naranja de Nocturne como la punta de una lanza rota. Montones de ceniza flotaban desde el interior del cráter hasta la cima y descendían en lentas y grises franjas.
El Fuego Letal era hermoso y a la vez terrible de contemplar.
Pero aquel día no mostraba ninguna furia piroclástica ni erupciones de roca y llamas, sólo el lamento porque la montaña se llevaba a uno de sus hijos: un Salamandra, un Nacido del Fuego.
—Del fuego nacemos y al fuego regresamos… —entonó Dak’ir repitiendo las sombrías palabras del hermano capellán Elysius. Pronunciaba oraciones de sepelio, concretamente los Cánticos de Inmolación. A pesar de la fría dicción del capellán, Dak’ir sintió la emotiva resonancia de sus palabras mientras retumbaban fuertemente por la caverna subterránea.
Aunque tenía un aspecto de roca áspera, la gruta era en realidad un lugar sagrado construido por el Señor de la Forja T’kell. A pesar de sus milenios de antigüedad, su artificio y funcionalidad seguían siendo alabados en la actual época de decadencia. T’kell había esculpido aquel espacio bajo los meticulosos designios del progenitor, Vulkan, y había sido uno de sus primeros alumnos durante su ascensión a primarca. Después, T’kell transmitiría estas técnicas a las siguientes generaciones de Salamandras, junto a los arcanos secretos que había aprendido de los tecnoadeptos de Marte. El señor de la forja había muerto hacía mucho tiempo, y otros habían ocupado su lugar, pero su legado de hazañas permanecía. Y la caverna no era más que una de ellas.
Una inmensa reserva de lava se almacenaba en las profundidades de la gruta. El caliente y espeso magma procedía de debajo de la tierra y daba vida al monte del Fuego Letal. Se mantenía en una profunda cuenca de roca volcánica protegida por varias capas de ceramita reforzada resistente al calor antes de continuar fluyendo por uno de los muchos canales de salida naturales de la roca. No había faroles en la caverna, ya que no eran necesarios. La lava emitía un cálido y espectral resplandor. Las sombras parpadeaban y el fuego chasqueaba y chisporroteaba.
El capellán Elysius permanecía en la oscuridad a pesar de su posición privilegiada en un saliente de roca justo en el lado opuesto a Dak’ir. Una salpicadura de lava iluminó de naranja chillón el saliente. Duró lo suficiente como para que Dak’ir pudiese ver la servoarmadura de color ébano de Elysius y el cráneo marfileño de su casco de combate. Se le veía claramente, y la luz describía los contornos de sus prominentes rasgos. Sus ojos brillaban tras las lentes, rojos y diabólicos.
El aislacionismo era un principio fundamental en el credo prometeano. Se creía que ése era el único modo en el que un Salamandra podía encontrar la confianza y la fortaleza interior que necesitaba para cumplir sus deberes para con el Emperador. Flysius abrazaba este ideal por completo. Era cerrado y frío. Algunos miembros del capítulo consideraban que el capellán tenía una piedra en lugar de su corazón principal. Dak’ir pensó que aquello bien podía ser cierto.
Pero aunque Elysius solía ser distante, en combate era completamente diferente. Su mordaz fervor, tan tangible y afilado como una cuchilla y tan intenso como el estampido de un bólter, unía a sus hermanos de batalla. El capellán les contagiaba su furia y su fuerte adhesión al culto prometeano. Infinidad de veces, en la guerra, su fe había logrado una victoria muy reñida a partir de una amarga derrota.
Un símbolo de devoción pendía de su cinturón de armas: la reproducción de un martillo. Era el Sello de Vulkan, y en su día lo había portado el afamado capellán Xavier. Fallecido hacía años, como muchos otros héroes, el legado de Xavier como guardián de aquel símbolo de oficio había pasado a Elysius.
El capellán no estaba solo en los altos escalones de la caverna.
Salamandras de la 3.ª y la 1.ª Compañía observaban la escena también desde un resalte en un extremo de la gruta, donde permanecían en posición de firmes semiocultos por las sombras con los rojos ojos encendidos. Esta mutación ocular afectaba a todos los Salamandras. Era un defecto genético provocado por una reacción a la radiación de su inestable mundo natal. Eso, unido a su piel de color negro ónice, les daba una apariencia casi demoníaca, aunque no había astartes del Emperador más nobles y más comprometidos con la defensa de la humanidad como los Nacidos del Fuego.
El Señor del Capítulo Tu’Shan observaba la ceremonia desde un inmenso asiento de piedra. A su alrededor se encontraba su escolta, los dracos de fuego, guerreros de la 1.ª Compañía, su compañía. Unas marcas de honor cubrían el noble semblante de Tu’Shan, un legado físico de sus hazañas inscrito en su carne de color ébano. Eran las cicatrices marcadas a fuego que todo Salamandra poseía siguiendo el ritual prometeano. Sólo unos pocos en el capítulo, los más distinguidos veteranos, habían vivido lo suficiente como para llegar a marcarse la cara. Como regente de Prometeo, Tu’Shan vestía una antigua servoarmadura. Dos hombreras descansaban sobre sus descomunales hombros mostrando la imagen de los rugientes lagartos de fuego de los que el capítulo había tomado el nombre.
Una capa de piel de salamandra, una versión más venerable y honrosa de la que llevaban los dracos de fuego, envolvía la amplia espalda del señor del capítulo. La calva de Tu’Shan relucía con el brillo de la lava. Las sombras ascendían lentamente por las paredes como dedos de penumbra. Sus ojos eran como soles apresados. El señor del capítulo meditaba con la barbilla apoyada sobre el puño y con una expresión tan inescrutable como la propia roca de la montaña.
Tras reconocer a su señor del capítulo, la mirada de Dak’ir se dirigió hacía Fugis. El apotecario pertenecía a la Guardia Inferno, el antiguo séquito de Kadai, del que tan sólo quedaban tres miembros. Se había quitado el casco de batalla y lo sujetaba en la parte interna del codo. Era completamente blanco, como la hombrera derecha de su armadura. Su anguloso rostro estaba cubierto por las sombras de la lava. A Dak’ir le pareció ver el brillo de los ojos de Fugis incluso a través del resplandor del calor que emanaba desde abajo.
Desde que Dak’ir se había ganado su caparazón negro y se había convertido en un hermano de batalla, hacía ya cuarenta años, siempre había sentido la mirada vigilante de Fugis. Antes de convertirse en un astartes, Dak’ir había sido un igneano, un cavernícola nómada de Nocturne. Aquello ya era inaudito de por sí, pues nadie de fuera de las siete ciudades santuario había sido reclutado jamás para servir en las tan loadas filas de los marines espaciales. Para algunos eso hacía que Dak’ir fuese especial; otros lo consideraban una aberración. Sin duda, su conexión con el lado humano de su génesis era más fuerte que ninguna que hubiese visto nunca el apotecario. Durante la meditación de batalla, Dak’ir soñaba. Recordaba con perfecta claridad los días anteriores a convertirse en un superhumano, antes de que reforzasen su sangre, sus órganos y sus huesos según el molde de acero del guerrero alfa. Biológicamente era un marine espacial como otro cualquiera; pero psicológicamente era difícil decir qué aptitudes predominaban en su interior.
El capellán Elysius no había encontrado ninguna mancha en su espíritu. En todo caso, la fuerza mental y la determinación del igneano eran extraordinariamente puras, hasta el punto de que había alcanzado el rango de sargento bastante rápido dada la lenta y metódica naturaleza del capítulo.
No obstante, Fugis era curioso por naturaleza y carecía de la visión extrema que poseía el capellán Dak’ir era un enigma para él; un misterio que deseaba comprender. Pero aquel día los ojos vigilantes del apotecario no lo examinaban. Su mirada estaba dirigida hacia su propio interior, envuelta en una introspección cargada de dolor. Además de su capitán, Kadai había sido un amigo para Fugis.
A diferencia de sus hermanos, Dak’ir vestía el atuendo de los moldeadores del metal, los herreros nómadas que trabajaban el hierro que se hallaba en las profundidades de la montaña y sudaban sobre pesados yunques. Sus vestiduras eran arcaicas, pero en Nocturne todavía creían en las viejas costumbres.
En los primeros milenios de la civilización, cuando las tribus nativas del planeta todavía vivían en cavernas y adoraban a la montaña de fuego como a una diosa y a sus escamosos moradores como objetos de trascendencia espiritual, el moldeado del metal era considerado una noble profesión, y sus maestros eran líderes tribales. La tradición se mantuvo miles de años después, más allá del desarrollo de las tecnologías primitivas y de que el incipiente arte del metal se convirtiese en la forja, después de la llegada de Vulkan, y cuando el Extranjero se lo llevó de nuevo hacia las estrellas.
La espalda de Dak’ir estaba cubierta por una piel de salamandra, y unas gruesas sandalias calzaban sus pies. El torso desnudo del astartes brillaba como el ébano lacado, negro como el ónice y más duro que el azabache. En sus manos agarraba una de las gruesas cadenas que mantenían sujeto el cuerpo de Kadai sobre el lago de fuego.
La tradición prometeana exigía que dos moldeadores del metal guiasen la desaparición de los muertos. Enfrente de él, de pie sobre un pedestal de piedra que sobresalía por encima de la lava de un modo parecido al de Dak’ir, se encontraba Tsu’gan. Él también vestía un atuendo similar, pero a diferencia de Dak’ir, cuyos rasgos igneanos resultaban evidentes en su rostro de duras y terrosas facciones, el noble linaje de Tsu’gan, herencia de los reyes tribales de Hesiod, le aportaba un semblante altivo y cruel. Su glabrocráneo estaba meticulosamente afeitado, y lucía una delgada barba roja acabada en punta. Esto era tanto por mostrar su arrogancia y vanagloria como por simple ostentación. El pelo de Dak’ir era oscuro, característico de los subterráneos como los nómadas de Ignea, y estaba cortado de manera sencilla, casi a ras del cuero cabelludo.
La acusación y un desprecio apenas disimulado ardían fríamente en los ojos de Tsu’gan cuando cruzaron las miradas por un instante. El ardiente río de lava que los separaba chisporroteaba y burbujeaba con la misma enemistad.
Sintiendo que la ira aumentaba, Dak’ir apartó la vista.
Tsu’gan era uno de los pocos en el capítulo que consideraban la singularidad de Dak’ir como una aberración. Nacido en el seno de tanta riqueza y abundancia como era posible en un letal mundo volcánico, Tsu’gan no dudó en estar en desacuerdo con la idea de que Dak’ir fuese un digno candidato a astartes. Su humilde cuna, sus plebeyos orígenes y el hecho de que ambos estuviesen al mismo nivel como marines espaciales lo irritaban inmensamente.
Pero el origen no era más que el trasfondo de la acritud que existía entre ellos ahora. El resentimiento que tanto dividía a los dos sargentos se remontaba a una época tan lejana como la de Moribar, su primera misión como neófitos, pero su mordacidad había cambiado para siempre en la última misión en Stratos.
«Moribar…»
Aquel mundo sepulcro que había visitado hacía más de cuatro décadas despertaba amargos recuerdos en Dak’ir. Fue allí donde Ushorak había perdido la vida y donde se había iniciado la vendetta de Nihilan.
«Nihilan, que había…»
Viejos recuerdos emergían desde el subconsciente de Dak’ir como trozos de afilado sílex. Vio una vez más al imponente dragón con sus escamas rojas brillando como la sangre bajo la luz del templo de los falsos dioses. La descarga de fusión inundó su vista como una estrella furiosa, incandescente e imparable. Los gritos de Kadai anulaban el resto de sus sentidos y por un instante sólo hubo oscuridad y los sonidos de su angustia acusadora…
Dak’ir volvió a la realidad. El sudor empapaba los surcos de su musculatura aumentada; no por el calor que emanaba la lava, ya que los Salamandras eran resistentes a esas cosas, sino por el de su propio sufrimiento interno. Su corazón secundario se contrajo espasmódicamente con el repentino aumento de la respiración, y se confundió pensando que su cuerpo estaba entrando en un estado de preparación para la batalla.
Dak’ir luchó por controlarlo, y dominó su caprichosa biología con las prácticas físicas y mentales que había aprendido como parte de su riguroso entrenamiento astartes. No había experimentado una visión como aquélla desde Stratos. Gracias a Vulkan sólo había durado unos segundos. Ninguno de sus hermanos había notado su flaqueza. Dak’ir sintió el impulso de gritar y de maldecir al destino que los había llevado por aquel oscuro camino hasta aquel terrible momento de luto, aflicción y profunda pena por un capitán querido por sus hombres.
La muerte de Kadai los había afectado a ambos. Dak’ir lo mostraba abiertamente mediante una marca blanca de escarificación de una descarga de fusión que cubría la mitad de su rostro. Había vuelto a verla en su visión, la misma explosión que había acabado con la vida de Kadai. Tsu’gan, sin embargo, llevaba sus heridas por dentro, y éstas lo devoraban como un cáncer. Por ahora mantenían su enemistad en secreto para no levantar las sospechas o el malestar del capellán, y mucho menos las del señor del capítulo.
El hermano capellán Elysius casi había completado el ritual, y Dak’ir volvió a concentrarse en su tarea. Era un gran honor ser elegido, y no quería mostrarse descuidado ante la atenta mirada del Señor del Capítulo Tu’Shan.
Por fin llegó el momento. Dak’ir había cargado el peso de la losa durante varias horas. Sus hombros ni siquiera sentían el esfuerzo mientras iba bajando la cadena lentamente, palmo a palmo. Cada uno de los inmensos eslabones, el doble de grandes que el puño de un astartes, estaba grabado con los símbolos prometeanos: el martillo, el yunque y la llama. Aunque los eslabones no se fundían al tocar la lava, el calor los ponía al rojo vivo. Mientras iban pasando por su mano, Dak’ir los agarraba y sentía cómo los iconos se iban grabando en su carne.
Cada vez que una de sus manos aferraba de nuevo el metal se veía surgir humo, pero él ni siquiera se inmutaba. Estaba concentrado en su tarea y sabía que todos los eslabones de la cadena debían agarrarse exactamente de la misma manera para que los tres símbolos se le grabasen en el mismo lugar en la palma. Cualquier error, por mínimo que fuera, se haría evidente después. Las marcas imperfectas eran eliminadas por los sacerdotes marcadores, que dejarían la vergüenza y la deshonra en su lugar.
Aunque ya no volvieron a cruzar la mirada, Dak’ir y Tsu’gan trabajaban conjuntamente, bajando los eslabones al unísono. La cadena de metal chirrió en su aparejo en la oscura penumbra del techo abovedado de la caverna y Kadai descendió gradualmente hacia la lava. El altar de roca no tardó en sumergirse. La armadura del capitán y los restos de su cuerpo fueron devorados rápidamente. El intenso calor reduciría a cenizas sus últimos vestigios. Después se hundiría y regresaría a la tierra y a Nocturne. La erosionada losa de roca apareció de nuevo a medida que la cadena volvía a elevarse. Su carga de muerte había desaparecido y la superficie pétrea humeaba. Cuando la losa por fin alcanzó su punto más elevado, el aparejo se bloqueó, y Dak’ir soltó la cadena. Su tarea había concluido.
Un servidor votivo se arrastró hacia adelante. La criatura, mitad orgánica mitad mecánica, estaba encorvada por el peso del inmenso brasero que transportaba. El cuenco de oscuro metal estaba fundido a la columna del servidor y contenía las cenizas de las ofrendas. Cuando se acercó, Dak’ir hundió la mano en ellas y con el pulgar se dibujó un símbolo parecido a una calavera sobre el brazo derecho.
Después le dio la espalda a la criatura y se frotó las manos dejando que los restos de piel quemada de sus palmas cayesen a la lava. Cuando se volvió de nuevo, un par de sacerdotes marcadores ocupaban el lugar del portador del brasero.
Incluso sin su armadura, el astartes era mucho más alto que aquellos siervos. Con la cabeza agachada, portaban unos bastones en llamas que utilizaron para marcar las frescas cicatrices de honor en la piel de Dak’ir. El Salamandra resistió el calor sin apenas mostrar el dolor que le causaba y aceptando la pureza de aquel acto.
El silencioso enfrentamiento con Tsu’gan lo estaba distrayendo. Dak’ir ni siquiera se dio cuenta de que los sacerdotes se retiraban. Tampoco vio a los tres siervos que llegaron después portando una servoarmadura.
Tras recordar dónde se encontraba, el sargento inclinó la cabeza cuando los siervos le entregaron su armadura de batalla MK-VII. La tomó y empezó a colocársela lentamente. Se quitó el manto de moldeador del metal y volvió a transformarse en astartes.
Una profunda voz se escuchó en la oscuridad cuando Dak’ir casi había terminado.
—Hermano sargento.
Dak’ir saludó con la cabeza al Salamandra acorazado que surgía de las tinieblas. Los siervos pasaron corriendo por su lado y volvieron a retirarse entre las sombras. El poderoso guerrero, que le sacaba casi dos cabezas, vestía la armadura verde del capítulo con el icono de una brillante salamandra naranja sobre fondo negro en su hombrera izquierda, lo que indicaba que se trataba de un hermano de batalla de la 3.ª Compañía.
—Ba’ken.
Con el grueso cuello y los anchos hombros, Ba’ken tenía un aspecto amenazador. Además, ostentaba el rango de soldado de apoyo pesado de Dak’ir y era su camarada más leal.
El soldado tenía los brazos extendidos. Con los guanteletes sujetaba una elaborada espada sierra y una pistola de plasma.
—Tus armas, hermano sargento —dijo solemnemente.
Dak’ir articuló una silenciosa oración mientras cogía sus armas y se deleitaba con la familiaridad de su tacto.
—¿Está lista la escuadra? —preguntó Dak’ir.
Después miró de reojo a Tsu’gan, al otro lado del lago de fuego, mientras él también se recolocaba su armadura. Dak’ir advirtió que Iagon, el número dos de Tsu’gan, había vestido a su sargento.
—Está por debajo de ti, ¿verdad? —musitó con palabras cargadas de veneno.
—La 3.ª Compañía os espera a ti y al hermano Tsu’gan.
Ba’ken conservaba una expresión y un tono neutrales. Había oído el comentario de su hermano sargento, pero decidió obviarlo. Conocía perfectamente la desavenencia entre Dak’ir y Tsu’gan. También estaba al tanto de los intentos que había hecho Dak’ir de congraciarse con él y de cómo sus propuestas habían caído en oídos sordos y chocado con una mente cerrada.
—Cuando era joven y no era más que un simple neófito —empezó Ba’ken mientras Dak’ir envainaba la espada sierra y enfundaba la pistola de plasma—, forjé mi primera espada. Era un objeto reluciente, fuerte y afilado. El arma más magnífica que jamás había visto, porque era mía y yo la había hecho. Entrenaba con ella constantemente, con tanta fuerza que se rompió. A pesar de mis mejores esfuerzos y de las horas que pasé en las forjas, no logré repararla.
—La primera espada es siempre la más preciada y la menos efectiva, Ba’ken —respondió Dak’ir concentrado en asegurar magnéticamente su casco de batalla en el cinturón de la servoarmadura.
—No, hermano sargento —respondió el inmenso salamandra—, no me refería a eso.
Dak’ir dejó lo que estaba haciendo y alzó la mirada.
—Algunos vínculos no se pueden crear por más que lo deseemos —se explicó Ba’ken—. Era por el metal. Tenía imperfecciones. Por mucho tiempo que pasara sobre el yunque jamás habría podido volver a forjarla. Ni yo ni nadie.
La expresión de Dak’ir se ensombreció y sus rojos ojos se oscurecieron con lo que parecía un pesar.
—No hagamos esperar más a nuestros hermanos, Ba’ken.
—A tus órdenes —respondió Ba’ken, incapaz de ocultar el dejo de melancolía de su voz. Había omitido mencionar que había guardado la espada con la esperanza de poder repararla algún día.
—O a las de nuestro nuevo capitán —concluyó Dak’ir, bajando del pedestal y sumergiéndose en la oscuridad.