Prólogo
Tsu’gan gritaba mientras se precipitaba desde el parapeto de piedra hacia el suelo del templo.
—¡No! —La palabra brotaba, desgarrada, de su garganta.
Mientras caía oyó una áspera risa.
Nihilan había planeado aquello. Los había engañado a todos. Era esto, la fría conciencia de su propio fracaso, lo que le helaba las tripas a Tsu’gan.
Recordó cómo la sombra acorazada se aproximaba desde donde él debería haber estado; desde donde él, como leal Salamandra, debería haber montado guardia. El orgullo y la arrogancia lo habían llevado a desobedecer. Había pensado que la gloria merecía el riesgo.
El mundo pasaba borroso ante sus ojos mientras Tsu’gan atravesaba la corta distancia hasta el suelo. En su enloquecida urgencia, perdió de vista al asaltante que se acercaba a Kadai. Su capitán estaba solo, de pie ante el charco de restos de la criatura de la disformidad que acababa de derrotar, y se encontraba débil…
Una luz cegadora atravesó la oscuridad como un cuchillo dentado, sin parecer importarle el daño que pudiese ocasionar. Tsu’gan mantuvo el equilibrio, y aquellos segundos se hicieron eternos mientras seguía un rayo abrasador a través de la penumbra. Vio cómo se dirigía a Dak’ir y cómo corroía su casco de combate, y oyó su dolor cuando la perniciosa caricia del rayo le hizo proferir un grito de angustia. La fuerza del impacto del cañón de fusión lo salvó de una muerte segura. Sin amilanarse, el rayo cogió velocidad y golpeó a Kadai. El cuerpo del capitán ardió como una bomba incendiaria. Una luz terrible lo envolvía. Kadai chillaba, y el desgarrador sonido se unió al propio grito de Tsu’gan, que aterrizaba en el suelo de cuclillas y hacía añicos el rococemento bajo su inmensa masa astartes.
Con el corazón atronándole en el pecho, Tsu’gan se levantó y empezó a correr haciendo caso omiso del peligro que representaban las sombras que se ocultaban en los rincones del templo. Su capitán estaba demasiado lejos, y las probabilidades de que Kadai sobreviviese eran muy remotas, pero conservaba la esperanza de que se pudiera hacer algo.
Pero al acercarse y ver cómo la armadura de Kadai se doblaba sobre sí misma se dio cuenta de que su amado capitán ya estaba muerto. Dio un patinazo y se detuvo, pues no quería tocar los corroídos restos. Entonces se dejó caer de rodillas. Tsu’gan agachó la cabeza a pesar de oír los gritos de N’keln y de sus hermanos de batalla, quienes regresaban para prestar refuerzo. Pero llegaban demasiado tarde.
—¡Salamandras! ¡Matadlos!
El ruido del fuego de bólter fue en aumento. Tsu’gan apenas era consciente de las sacudidas que daban los moribundos herejes, los seguidores del terrible culto que había hecho que los Salamandras acudieran a aquel fatídico lugar, mientras N’keln y los demás los aniquilaban. Se sentía vacío, como si le hubiesen clavado una daga en el vientre y le hubiesen sacado las tripas. El dolor físico, más doloroso e invasivo que cualquier tortura, se extendía por sus huesos hasta su interior. Era como si hubiese dejado de existir y se limitase a observar cómo el mundo giraba en torno a él.
Un fuerte golpe en la hombrera lo hizo volver en sí. El dolor y la negación se transformaron en ira. Sus manos temblorosas se convirtieron en puños que agarraban fuertemente su bólter. Tsu’gan estaba de nuevo en pie. Miró hacia la oscuridad, pero el asesino de Kadai ya había huido.
Con el rabillo del ojo vio que un hereje se le venía encima. La boca cosida de la desdichada criatura le impedía lanzar gritos de batalla. Entre sus huesudos dedos blandía un eviscerador. Sus andrajosos harapos se agitaban alrededor de su atrofiado y cadavérico cuerpo.
Tendría que conformarse con ella.
Tsu’gan esquivó el torpe golpe de la espada sierra y oyó cómo sus afilados dientes rastrillaban sobre su cabeza. Al mismo tiempo lanzó su puño contra el estómago de aquel ser infeliz y sintió el crujido de sus costillas al romperse y abrirse la blanda carne de su vientre. Con un rugido bestial, le arrancó un puñado de vísceras y acabó con el hereje de un fuerte golpe con la culata de su bólter.
El guerrero apenas esperó a ver cómo la calavera caía bajo su cólera. Al instante se volvió y acribilló a tres figuras envueltas también en harapientas túnicas que huían hacia la oscuridad. Los fogonazos del bólter iluminaban su fuga, y los seres bailaban como marionetas condenadas ante la descarga de munición. Después descubrió a otra criatura y le partió el cuello usando la mano como si fuera una cuchilla. Dos más cayeron bajo los ladridos de su arma; sus torsos explotaron a medida que las explosivas balas desempeñaban su truculenta función. Otra cayó bajo un golpe de codo que le destrozó el cuello y le dejó la cabeza colgando.
Unas formas de armadura verde se movían a su alrededor: sus hermanos de batalla. Tsu’gan apenas era consciente de su presencia mientras mataba. En ningún momento se apartó demasiado de su capitán. Mantenía un cordón de protección que nadie podría atravesar con vida. El número de herejes era muy elevado y él se deleitaba con su matanza. Cuando el bólter se quedó sin munición, Tsu’gan lo dejó a un lado y arrancó el eviscerador, que seguía rugiendo, de las garras del hereje muerto.
Una roja neblina lo envolvió. Cortó, hendió, desgarró, acuchilló, atravesó y partió hasta que se vio rodeado de una siniestra muralla de miembros cercenados. Cuando por fin el número de herejes se redujo y los últimos que quedaban eran perseguidos y ejecutados, Tsu’gan sintió que la fuerza de sus potentes piernas lo abandonaba y volvió a caer de rodillas en un charco de sangre enemiga. Con la punta de la hoja del eviscerador abrió un largo surco en el suelo de piedra para evitar que el sucio flujo vital de aquellas criaturas tocase a su capitán. Después cerró los ojos y perdió la esperanza.
—Hermano sargento —oyó decir a una voz a través de un velo de dolor—. Tsu’gan —insistió la voz.
Tsu’gan abrió los ojos y vio al sargento veterano N’keln de pie ante él.
—Todo ha terminado, hermano. El enemigo ha sido aniquilado —anunció, como si aquello sirviese de algún consuelo—. Tu hermano de batalla sobrevivirá.
Tsu’gan lo miró confundido.
—Dak’ir —aclaró N’keln—. Va a sobrevivir.
Tsu’gan ni siquiera se había dado cuenta de que Dak’ir estaba allí. Kadai era lo único que importaba. Las lágrimas corrían por su rostro.
—Kadai… —dijo el hermano sargento con un hilo de voz— Ha muerto. Nuestro capitán ha muerto.