PRÓLOGO
La serpiente mora en un helado y negro mar salpicado de diamantes. Está suspendida y duerme desafiando la fuerza de gravedad del rojo orbe que tiene debajo. Es un centinela, un guardián caído. Despacio, una minúscula nave se desliza sobre unos conos de fuego hacia ella. Silenciosa, sigilosamente, se va aproximando a una de las numerosas bocas. Los augures del espacio profundo no la detectan. Sin embargo, la serpiente reconoce su señal y empieza a despertar.
Es una nave pequeña, pero ha recorrido una larga distancia y ha visto gran parte de esta galaxia y de aquella que le hace sombra. Ningún icono la adorna; ninguna marca identifica su origen o a quién rinde lealtad. Al principio, la serpiente sólo la observa. Tiene los ojos abiertos y encendidos. Las demás cabezas no se mueven y permanecen dormidas. A unos pocos cientos de metros de distancia, la pequeña nave llega a la altura de esta inmensa bestia, que ahora estira el cuello hacia la insignificante máquina. Para esta poderosa creación con cuerpo de granito, cicatrices solares y carne llena de cráteres no es más que un pequeño resto flotante. Su lomo y su largo cuello están cubiertos de espinas, donde otras naves, algunas mucho más grandes, han quedado atravesadas. Lentamente, muy, muy lentamente, la serpiente abre sus fauces.
La artificiosidad resulta evidente en esas mandíbulas metálicas. Sus escamas son suaves. El metal es duro y apagado, casi tan negro como el ónice. Las ranuras de los ojos, que arden como ascuas de violento potencial, son ventanas. Minúsculos y oscuros insectos trajinan en su interior como iris enfebrecidos en miniatura. Las fauces, a pesar de poseer colmillos y de contener una lengua que descansa plana en el interior, no son en absoluto una boca. La pequeña nave, con los faros exteriores apagados, penetra en la abertura y avanza sobre los gases del motor. Unos puntales con garras como las patas de alguna bestia depredadora se extienden con cuidadosa inevitabilidad, y la nave aterriza en la lengua de la serpiente.
Pero no se trata de una lengua. Es una plataforma, rayada a causa de los aterrizajes de las cañoneras y de otras naves mucho más grandes. La cabeza de la serpiente está vacía, excepto por esta simple nave. Los marineros de cubierta se ponen a trabajar siguiendo protocolos automatizados y empiezan a limpiar de manera ritual la nave y a pulir la superficie con esmero. La presión atmosférica ya se ha restaurado en esta inmensa cámara de oscuro metal y de encendidos braseros de lumbre. El hedor a hollín inundo el aire. El ennegrecido ambiente aumenta la sensación de antigua combustión y fuego.
Concluidos los rituales, el lateral de la insignificante nave se abre tras liberar los sellos herméticos, y en él aparece una única figura. Sus pasos son pesados, pero no a causa de la fatiga. Siente la importancia de pisar el sagrado terreno de este lugar. La cabeza de la serpiente se lo ha tragado entero, permitiéndole así el acceso al corazón. Después de desbloquear el casco de combate, que emite un silbido a causa del escape de la presión, y quitárselo, la figura observa su nuevo alojamiento por primera vez en mucho tiempo. Inspira profundamente el aire repleto de hollín, sonríe, y un destello de fuego ilumina sus ojos rojos como la sangre.
Los autómatas que se apresuran a su alrededor no prestan atención a sus palabras. No van dirigidos a ellos. Sus palabras son sólo para sí mismo.
—Es bueno estar en casa.
Mientras atravesaba los oscuros pasillos de piedra y de bronce pulidos, la figura fue registrando todo lo que la rodeaba de un vistazo. Vio los braseros parpadeando dulcemente y el brillo de las lámparas de fuego en el techo. Sintió cómo el calor del aire le irritaba la piel. El olor a ceniza y rescoldos le abrasaba las fosas nasales. El sabor a metal y la agria acidez de la combustión le inundaba la boca. Para algunos, aquella oscura y pseudosubterránea guarida de monstruos sería un lugar diabólico e infernal. Él lo conocía por otro nombre:
Prometeo.
* * *
Iba pensando en ello en tanto recorría pasillos clandestinos, conductos que llevaban desde el serpentino hangar de aterrizaje hasta los sanctasanctórums, y una media sonrisa asomó a su rostro. Hacía muchos años que no se sentía de esa manera. Hacía muchos años que no pisaba aquel lugar, y aun así lo conocía tan bien como su propia carne plagada de cicatrices de honor.
Nadie se interpuso en su camino ya que, a excepción de los servidores de limpieza que no le prestaban la menor atención, no había ningún otro testigo.
Todo iba tal y como él lo había querido. El regente lo había organizado todo de aquel modo. Pronto se reuniría con él de nuevo. La cámara del trono ya no estaba lejos. Cuánta confianza para ordenar la retirada de sus Dracos de Fuego.
Al pasar junto a los fosos donde ardían ondulantemente hogueras en nichos de azabache, un escalofrío de emoción recorrió su cuerpo acorazado. El deseo de regresar a la fraternidad de sus hermanos era algo que había reprimido durante la búsqueda de los Nueve. Los augurios y las señales le habían obligado a cambiar su rumbo. Había sido enviado un mensaje astropático anunciando su regreso junto al regente, y sólo junto al regente, de modo que había bloqueado el deseo que sentía por los vínculos de hermandad en su más profundo interior; pero al llegar al gran arco que daba a la cámara del trono descubrió que los ansiaba de nuevo.
Deseaba detenerse ante la inmensa puerta para analizar y admirar el arte de los dragones enroscados y los sellos de fuego forjados a su alrededor. Le hubiese gustado poder tocar la maestría de las negras puertas lacadas para sentir las sutiles variaciones en los muchos estratos de roca volcánica de la superficie. Pero aquello no iba a suceder. Intentó ocultar todas esas emociones: su alegría ante el reencuentro, las oleadas de nostalgia que lo invadían en aquel entorno familiar No obstante, cuando la gran puerta se abrió y los ardientes ojos rojos de aquel que se sentaba en el trono se posaron en él, supo que podía verlas. El regente era sabio. Poseía la sagacidad del primarca. Sabía lo que ocultaban los corazones de los hombres, y también los de aquellos que eran algo más que meros hombres.
Tu’Shan estaba sentado ante él, sumido en sus pensamientos. Descansaba la amplia barbilla sobre un enorme puño encerrado en un guantelete de ceramita verde. El regente de Prometeo había recibido los dones de la fuerza y el porte, así como la sabiduría, de su primarca. Su armadura estaba finamente adornada con iconografía de dragones, dracos y otras criaturas saunas de la mitología nocturniana. El diseño de sus inmensas hombreras presentaba la imagen de dos lagartos rugientes, y un grueso manto de piel de salamandra caía desde sus amplios hombros.
—Bienvenido, hermano —saludó el regente al visitante cuando éste entró en la sala.
Su voz era profunda y grave, como si saliera de los abismales pozos de lava del interior del mismísimo monte del Fuego Letal.
El recién llegado se acercó hasta Tu’Shan y se postró ante él, con la cabeza inclinada y agarrando el casco bajo el brazo a modo de ofrenda.
—Debería ser yo quien se arrodillase ante ti.
El visitante penitente no se movió. La danzante luz del fuego jugaba con las complejidades de su finamente forjada armadura e intensificaba las sombras de las cicatrices que cubrían su rostro.
Tu’Shan se levantó lentamente del trono, con movimientos calculados y pasos medidos y poderosos, y apoyó una firme mano sobre el hombro del visitante.
—El fuego de Vulkan late en mi pecho —entonó, invitando al otro a completar la letanía.
El visitante alzó la mirada. Sus ojos ardían como calderas envueltas en llamas.
—Con él golpearé a los enemigos del Emperador.
Su voz era más suave, como el susurro de un montón de cenizas deslizándose por una solitaria llanura gris. Reflejaba el aislamiento que había adoptado como parte de su sagrada llamada al capítulo.
—No sigas arrodillado ante mí —le ordenó Tu’Shan—. ¡Levántate, Vulkan He’stan!