II. Cargas

II

CARGAS

—Te lo advertí, Pyriel. —Vel’cona caminaba por la cámara, una estancia de cobalto negro que ocultaba todos sus misterios en sombras—. Te advertí del riesgo que suponía.

Aquel santuario era uno de los muchos que el bibliotecario jefe había instaurado por todo Prometeo. La mayoría contaban con protectores psíquicos. Nadie excepto Vel’cona sería capaz de localizarlos, y mucho menos acceder a ellos. Ya resultaba extraño que Pyriel hubiera recibido permiso para entrar en uno. Pero aquéllos eran tiempos insólitos.

Era poco lo que el epistolario podía distinguir a través de las sombras. Estaba rodeado por un anillo de llamas perpetuas que no emitían luz ni calor alguno. Se trataba de fuego psíquico, y aquel círculo ocupado por Pyriel era la única concesión que Vel’cona estaba dispuesto a hacer en sus aposentos.

—Nada es seguro, maestro —respondió Pyriel—. El destino de Nocturne es incierto.

Tras las revelaciones hechas en la cámara del trono, todo el Capítulo de los Salamandras se había puesto en estado de alerta. El capitán Dac’tyr, de la 4.ª Compañía, había preparado la flota inmediatamente, y ahora ésta aguardaba en la órbita baja del planeta. Aquellas compañías que estaban lo suficientemente cerca como para poder regresar habían recibido mediante astropatía la orden de hacerlo. El Ojo de Vulkan, el imponente láser defensivo que vigilaba Nocturne desde la luna de Prometeo, apuntaba ahora hacia las estrellas.

Nadie sabía cuándo se produciría el asalto de los Guerreros Dragón, ni cómo sería, pero al menos estarían preparados.

—¿Acaso no aprendiste nada durante la cremación? —preguntó Vel’cona.

—Con el debido respeto, maestro, usted no estuvo allí; en Moribar, en la Caldera —dijo Piryel, que extendió las manos en un acto de contrición—. Es cierto que el poder de Dak’ir es inconmensurable. Es algo que me aterra. Y es cierto que aunque hubiera querido vencerle, no habría podido. Me habría superado.

—Eres mi mejor aprendiz, Pyriel. Algún día asumirás mi cargo como bibliotecario jefe. ¿Cómo podré permitir eso si tu juicio está tan distorsionado?

—Trato de ser pragmático. Debemos preparar a Dak’ir; ayudarle a controlar su poder.

—No; eso deberías haberlo hecho antes. Tendrías que haber acabado con él durante las pruebas. Eso era todo lo que tenías que hacer.

—Entonces, ¿por qué no hacerlo ahora? Si es tan peligroso, ¿por qué no vamos a la celda de Dak’ir y le destruimos?

Vel’cona frunció el ceño. El fuego de sus ojos se avivó, dándole una expresión de desagrado.

—Porque sabemos que no podemos. Condenación o salvación —añadió Pyriel—. Salvación, maestro, pero ¿salvación de qué? Necesitamos a Dak’ir. Él está por encima de nosotros dos. Hay algo que se oculta en su interior, un potencial que debemos aprovechar para evitar que Nocturne se hunda.

—¿Y quién dice que al comprender su potencial no nos estamos condenando a nosotros mismos? —reflexionó Vel’cona. El bibliotecario jefe se inclinó ligeramente—. Tú y yo siempre hemos sido semejantes, Pyriel. Es por eso por lo que te animo a que abras tu alma y por lo que tolero tus faltas de respeto ocasionales, pero en esta ocasión estás equivocado.

—Yo creo en él.

—En ese caso, envidio tu fe. —Hizo una pausa teñida con un leve destello de lamento—. Dak’ir está a la espera de juicio ante el señor del capítulo y el Consejo del Panteón. Sea cual sea el veredicto, ambos tendremos que acatarlo.

—¿Piensas pedir su destrucción cuando el consejo se reúna?

Aquélla fue una pregunta impertinente. Pero Pyriel sentía que tenía derecho a hacerla.

—Así es.

—Entonces, espero que la votación se pronuncie en contra.

Vel’cona suspiró. Sabía que aquello no era fácil para Pyriel.

—Eso aún está por ver. Pero una cosa de la que podemos estar seguros, Pyriel, es que la guerra se acerca. Los Dragones Negros están decididos a destruir nuestro planeta.

—Es Nihilan quien está decidido a destruirlo —corrigió Pyriel. Vel’cona asintió.

—Debería haber acabado con él hace ya muchos años, cuando empecé a sospechar —murmuró—. No pienso cometer el mismo error con Dak’ir —añadió con firmeza.

Pyriel inclinó la cabeza a modo de súplica.

Ahora todo estaba en manos de Vulkan.

* * *

Elysius se tambaleó al salir de la cubierta médica.

—Te tengo, hermano —dijo Emek mientras sostenía al capellán, colocando el brazo bajo su pecho.

El apotecarión estaba iluminado por una luz tenue y olía a los ungüentos que Emek había aplicado sobre el maltrecho cuerpo de Elysius. Aquel masaje muscular había pretendido liberar la tensión y acelerar su recuperación. Pero las heridas del capellán eran graves; su cansancio se escondía tras una máscara de determinación. Ya le había resultado bastante difícil conseguir que se sometiera a algún tratamiento. Ahora, Emek lo sujetaba, y Elysius estaba ansioso por regresar al reclusium y presentar sus súplicas ante el primarca. Pero era evidente que aquel deseo aún no había sido transmitido a sus miembros entumecidos.

—El cuerpo nunca miente… —dijo Emek—. No importa lo fuerte que creas ser.

Desprovisto de servoarmadura, Elysius vestía únicamente unos zaragüelles de cota de malla, la última capa bajo la ceramita de la armadura, y estaba desnudo de cintura para arriba. Además de cuidar mente y espíritu, el capellán también trabajaba de forma incansable en el gimnasium. El brazo que le quedaba estaba envuelto en una masa musculosa e impenetrable.

Elysius se recompuso, y Emek dejó que se incorporara.

El apotecario asintió.

—Bien —dijo—, parece que comienzas a recuperarte. Pronto encontrarás el equilibrio.

—¿Y tú, hermano?

Emek se había dado la vuelta y dedicaba su atención a los instrumentos médicos que había dejado sobre la mesa, reconfigurando innecesariamente los ajustes de un bioescáner.

—Siento dolor, pero puedo controlarlo.

El apotecario llevaba un hábito de un tejido ligero y ropa médica. La servoarmadura no favorecía ninguna clase de regeneración muscular profunda. Aquellos ropajes dejaban a la luz las terribles heridas que había recibido en la Proteica. Un psíquico xenos que había infiltrado su mente en la nave fue quien se las infligió. A pesar de los muchos intentos por recuperarse, gran parte de aquel sacrificio aún permanecía visible. Había borrado algunas de sus marcas de honor y le obligaba a caminar con dificultad.

—No me refiero a tu cuerpo, Emek —dijo Elysius mientras se ponía la parte superior de la cota de malla. Uno de los brazos había sido arrancado para hacer que encajara mejor en el torso del capellán.

Emek miró a Elysius.

—Deberías tener un servidor que te ayudara con eso. Yo podría encontrarte uno…

—Contesta a mi pregunta —insistió Elysius—. Aparte del dolor físico, ¿cómo te encuentras?

Emek se humedeció los labios. Dejó el bioescáner y extendió ambas manos sobre la mesa.

—Tengo una sensación amarga —admitió—. Lo que ocurrió en la Proteica no fue culpa de nadie, pero a veces me pregunto si no hubiera sido mejor morir allí antes que terminar encadenado a esta condena.

—Tu papel en este capítulo resulta vital para nosotros, hermano.

Emek se volvió. La ira se había apoderado de sus ojos.

—Estoy prácticamente inválido. Mi cuerpo está tan destrozado que ni siquiera el maestro Argos puede recomponerlo. Yo solía marchar junto a mis hermanos, Elysius; entonces tenía tantas… esperanzas.

—Debes cumplir con tu deber, Emek. Aún resultas de gran importancia para el capítulo. ¿Qué honor hay mayor que ése?

—Estoy cansado, Elysius.

—Todos nosotros debemos enfrentarnos a momentos que nos ponen a prueba, hermano. Pronto habrán terminado.

El silencio de Emek denotó sus dudas.

—Cuando hayas terminado aquí, reúnete conmigo en el reclusium —dijo el capellán—. Todavía tenemos mucho de lo que hablar.

* * *

Elysius había abandonado el apotecarión hacía ya varias horas, y ahora estaba arrodillado en el reclusium mientras hacía girar el crozius con ambas manos. El maestro Argos había diseñado un repuesto biónico para el miembro que le faltaba.

El capellán aún llevaba el puño de combate a la batalla, pero el implante biónico le resultaba más útil para desempeñar sus tareas en Nocturne y en Prometeo.

Elysius ya había terminado de entonar sus letanías, pero aun así continuaba con el arma entre las manos. El crozius también había sido remodelado por la maestría de Argos. Era un arma magnífica, tanto como cualquier otra arma artesanal del arsenal de los Salamandras. Pero en Volgorrah parecía estar destrozada. Más tarde, tras inspeccionarla, los tecnomarines le habían dicho que no debería haber funcionado. El Señor de la Forja también lo había confirmado. La célula de energía del crozius se había quebrado. Estaba inutilizado.

Aquello no había sido casual. El hecho de que se hubiera activado cuando más lo necesitaba era una prueba de algo aún más profundo que la fe. Había decidido no investigarlo más. Cuando llegó a Arrecife, estaba inservible y ahora se había reparado; eso era lo único que importaba.

Era mucho lo que se había perdido. Sabía de las sospechas de traición que habían caído sobre Iagon, y le aterrorizaba pensar en ello. Elysius se sentía aliviado de que Tsu’gan no llegara a tener que enfrentarse a ello, pero temía la reacción de Ba’ken cuando despertara del coma inducido.

«Debería haberlo visto. Debería haber reparado en la úlcera que crecía en el interior de Iagon».

Había permitido que la duda le nublara la mente. Aquello no volvería a ocurrir.

Decidido, Elysius se puso en pie para ver una sombra que caía sobre él desde el umbral del reclusium.

En un principio pensó que se trataba de Emek, que habría terminado sus tareas en el apotecarión.

—Hermano capellán —dijo una voz fría y mecánica.

—Señor de la Forja —contestó Elysius, mirando directamente a los ojos de Argos.

El tecnomarine llevaba la armadura, pero estaba desprovista del servoarnés. El Sello del Engranaje y otras muestras de lealtad al Sacerdocio de Marte lucían junto a la iconografía propia de los Salamandras.

El ojo biónico de Argos refulgía débilmente en la penumbra.

—Me alegro de verte, hermano.

—Lo mismo digo.

Argos bajó entonces la mirada y la dirigió al cinturón de Elysius, donde el Sello de Vulkan estaba anclado magnéticamente.

—Parece que ha regresado al lugar que le corresponde.

—Me ha traído innumerables revelaciones e inquietudes.

—La Archimedes Rex va a regresar a manos del Mechanicus —dijo Argos sin ninguna intención concreta—. La 3.ª Compañía de Salamandras, encabezada por Pyriel, ha descubierto la nave forja abandonada y flotando a la deriva por el espacio.

—Supongo que estos tiempos aciagos en los que vivimos se originaron en sus corredores —respondió Elysius.

Después de luchar contra una facción de los Marines Malevolentes, la partida de asalto de los Salamandras descubrió el cofre con la marca de Vulkan que finalmente les llevaría hasta Scoria. Aquél fue el primer paso de la senda por la que ahora caminaba el capítulo. La. nave forja había regresado a Prometeo, donde Argos podría estudiarla y mantenerla hasta que sus verdaderos dueños la reclamaran. Aquel momento había llegado.

—Tu captura me trajo una gran turbación —dijo Argos tras un breve silencio. La falta de entonación en la candidez de aquellas palabras resultó un tanto incongruente—. Y veo que ya no escondes tu rostro tras esa máscara de muerte.

Desde Volgorrah, Elysius había decidido no llevar el casco de combate en todo momento. A partir de ahora iría a la batalla con el rostro descubierto. Los miembros de su rebaño podrían ver la vehemencia de su rostro reflejada en el fuego de sus espadas. Los enemigos contemplarían su odio y se doblegarían ante él. Aunque no eran ésas las únicas razones.

Elysius miró la placa de metal que cubría la mitad del rostro de Argos. Sabía que debajo de ella había una masa carnosa desfigurada por el ácido.

—He soportado una carga muy pesada, Argos…

—Lo sé.

—Mi culpa…

—No era necesaria —le interrumpió Argos—. Hace ya tiempo que te perdoné, Elysius. Aunque en lo que a mí respecta no había nada que perdonar.

La voz del capellán se convirtió en un susurro ahogado.

—Gracias, hermano.

* * *

Vulkan He’stan miraba al vacío desde una de las cúpulas de observación de Prometeo.

—Están ahí fuera, en algún lugar —dijo con suavidad, dirigiéndose hacia las sombras antes de que Tu’Shan saliera de la penumbra.

Las luces de aquella gigantesca cámara estaban apagadas. El brillo de las estrellas y de los cuerpos lunares era la única iluminación. He’stan había permanecido a solas hasta la llegada de Tu’Shan.

—¿Por qué te recluyes en este lugar, hermano? Pensaba que te sentías feliz por volver a estar entre nosotros.

—Y lo estoy, pero pronto tendré que partir de nuevo. Los Nueve me llaman con una sola voz y debo responder a la llamada. En breve volveré a estar solo, y debo prepararme para semejante carga.

—Cuánta incertidumbre —dijo Tu’Shan pasados unos instantes—. Es mucho lo que desconocemos.

—Dudas sobre tu decisión de encarcelar a Dak’ir. —Aquellas palabras fueron una afirmación, no una pregunta.

Tu’Shan era demasiado sabio como para sentirse sorprendido.

—Sí.

—Y quieres saber qué habría hecho yo en tu lugar.

—Sí.

He’stan miró directamente al rostro del regente.

—No lo sé. No he tenido que tomar esa decisión.

—Pero ¿y si hubiera sido así?

—Entonces, habría hecho lo que creyera correcto por el bien del capítulo.

Tu’Shan asintió ante la sabiduría del padre forjador. No había respuesta acertada o errónea. Todo lo que podían esperar era no doblegarse ante el peso del yunque.

—Nadie puede saberlo todo, hermano —dijo He’stan—. Pero se acerca una dura prueba, y la sangre correrá antes de que haya terminado.

Ambos levantaron entonces la vista hacia las estrellas.

Nihilan se aproximaba. Nadie conocía a ciencia cierta el plan que el traidor había tejido. Pero con la flota de Dac’tyr ya en órbita y con el Ojo de Vulkan mirando hacia el vacío, ¿serían los Guerreros Dragón tan dementes como para atacar Nocturne?

—Dejemos que venga. —La voz de Tu’Shan sonó decidida y llena de ira—. Quiero mirar a ese traidor a los ojos antes de acabar con él.