I. Ferro Ignis

I

FERRO IGNIS

Las puertas de la cámara se alzaban ante ellos.

Con la cabeza inclinada, He’stan le entregó a su señor el Sello de Vulkan.

—Sea lo que sea lo que aguarda tras estas puertas —dijo Tu’Shan—, debemos estar preparados.

Tomó el sello de manos del padre forjador y lo colocó sobre la talla horadada en el metal.

Casi inmediatamente, el sonido de la maquinaria se extendió por toda la caverna, cuando un mecanismo ancestral se puso en funcionamiento. Aquél era un artefacto atávico, anterior a la Gran Traición y a la Larga Guerra que se produjo después. Nadie en todo el capítulo sabía si habían sido las manos de Vulkan las que lo habían tallado. Aquél era un lugar sagrado, pero ahora todos sus secretos, perdidos hasta entonces en la noche del tiempo, iban a ser revelados.

Tu’Shan dio un paso atrás, colocándose junto a He’stan y levantando la vista mientras un ruido estremecedor se extendía por la caverna.

He’stan dibujó con los dedos el símbolo de Vulkan sobre su corazón para marcar lo trascendental del momento. Tu’Shan permanecía inmóvil; no quería perturbar al guerrero. Ambos eran los héroes más grandes del capítulo, señores de leyenda que se alzaban respetuosos ante aquellas puertas y ante el legado que representaban.

—Puedo sentir la mano de nuestro primarca en todo esto —dijo el regente, cuya voz era poco más que un débil susurro.

—Sus designios son inescrutables. Ahora comprendo por qué me hizo regresar.

Lentamente, apareció una grieta en el centro de la puerta. Se generó en el techo de la caverna, a varios cientos de metros de altura, y descendió rodeando el sello hasta tocar el suelo. Polvo y luz, cálidos y brillantes por el efecto de las corrientes de magma, se vertieron sobre los héroes.

El regente y el padre forjador dejaron que la nube les envolviera con su fragancia de ceniza y brasas.

Poco después, la nebulosa se esfumó y la puerta quedó abierta. Una corona de luz escarlata iluminó el umbral.

Varios braseros de los que emanaba una luz tenue ocupaban los muros de una pequeña estancia circular. La roca era suave, con vetas y fisuras negras y escarlata. Toda la luz emanaba de un único objeto situado en el centro de la cámara. Era un libro; descansaba sobre un pedestal de obsidiana.

He’stan dio un paso al frente.

—El Libro del Fuego —dijo, conteniendo la respiración.

—¿Acaso te sorprende? —le preguntó Tu’Shan, que se había colocado ante él.

Con la mirada fija en el pedestal, He’stan respondió:

—Pensaba que sería uno de los Nueve. Creía que ésa era la razón por la que mi camino como peregrino me había llevado de vuelta a casa. Estaba equivocado.

Tu’Shan desconocía lo que aquello podía presagiar, pero decidió guardarse su desasosiego para sí mismo.

—Señor Vel’cona —dijo, hablando hacia las sombras.

El bibliotecario jefe salió de entre las sombras. Sus ojos centelleaban con un color azul cerúleo.

—Tiene poder —dijo con la voz sobrecogida.

—Se trata de un capítulo perdido —concluyó He’stan, dando un paso más al frente.

Era un objeto con un aspecto bastante simple. Encuadernado en cuero de piel de draco. Carecía totalmente de ornamentos excepto por el símbolo de Vulkan que había grabado sobre la tapa y por el broche de oro ennegrecido que servía para mantenerlo cerrado.

—Como portador del nombre de nuestro primarca, el honor debe ser tuyo —dijo Tu’Shan, dirigiéndose al padre forjador.

Tras mirar al regente durante un instante, He’stan asintió y accedió a la cámara.

El crepitar de las llamas de los braseros envolvía un silencio reverencial. Una atmósfera cálida dominaba el lugar, pero el aire era pesado debido a la importancia del momento.

—No debo abandonar este lugar —dijo He’stan, dándole voz a algo que ya sabía en lo más profundo de su corazón.

El padre forjador continuaba aproximándose al pedestal sobre el que descansaba el libro.

Aquél era un templo erigido en honor a Vulkan, una cámara secreta dedicada al primarca. Era su voluntad lo que les había guiado hasta allí a través de los milenios. Todo aquello parecía imposible; los braseros aún se mantenían encendidos. Ese santuario había permanecido intacto durante mucho tiempo. He’stan no era capaz de explicar qué era lo que le había llevado hasta allí cuando él y Tsu’gan descubrieron la cámara. Tampoco podía saber por qué el primarca había decidido que sus hijos la encontraran justo entonces. Lo único que sabía era que en aquel momento estaban allí, y que aquello, una porción intacta de la infinita sabiduría de Vulkan, era exactamente lo que él deseaba que encontraran.

* * *

Tu’Shan esperaba sentado en el trono. He’stan estaba junto a él; permanecía separado del regente a una distancia respetuosa, al igual que sus Dracos de Fuego. Praetor estaba entre ellos, junto a los veinte guerreros de la 1.ª Compañía que formaban la Guardia de Honor del Maestro del Capítulo.

El maestro Vel’cona y el capellán Elysius, ya recuperado y con un puño de combate nuevo y reluciente, también estaban presentes. Todos esperaban en silencio la llegada de la Caldera. La cañonera Thunderhawk había atracado en Prometeo hacía menos de una hora. Dos de sus ocupantes tenían orden de presentarse ante el regente en cuanto llegaran.

La gran puerta que daba acceso a la cámara del trono se abrió para dar paso a dos salamandras que atravesaron el umbral apresuradamente. Los dos dracos de fuego que flanqueaban la puerta los miraron con recelo.

—Mi señor —dijo Pyriel mientras se arrodillaba e intentaba ocultar la conmoción de hallarse ante Vulkan He’stan—, traemos malas noticias.

Dak’ir también se arrodilló junto a su maestro e inclinó la cabeza. Sentía una extraña sensación de aprensión, pero ésta no se debía a las revelaciones que estaban a punto de transmitir. Provenía de sus hermanos, reunidos en torno al trono, y no necesitaba ninguna clase de agudeza psíquica para comprenderla.

Habían hecho el viaje de regreso desde Moribar a máxima velocidad, y aunque aquel planeta no se encontraba muy lejos de Nocturne, un capricho del destino disforme había hecho que llegaran más tarde que He’stan y los Dracos de Fuego. Pyriel se había recuperado durante el viaje, mientras él y Dak’ir discutían lo que habían contemplado en la visión.

El epistolario relató la ilusión ante la asamblea. Describió el encuentro con Caleb Kelock, y cómo el tecnócrata, incluso en la muerte, les había revelado todos los secretos. Pyriel reprodujo el relato de Kelock; contó cómo había descubierto los planes para construir el arma años antes de morir. Explicó que se trataba de una reliquia anterior a la Era de los Conflictos, y que fue algo que el tecnócrata codició hasta que se convirtió en su condena.

Durante el relato de Pyriel, el rostro de Tu’Shan permaneció frío e inmóvil como una roca.

—Se trata de una arma apocalíptica —concluyó el bibliotecario—, similar a la que usamos sobre Scoria, o al menos una versión parecida.

—¿Debo entender, pues, que no estabas presente cuando ocurrió? —dijo Vel’cona, cuya penetrante mirada estaba fija en su pupilo.

—Yo la he visto, mi señor —dijo Pyriel, intentando no eludir el fuego en los ojos de su maestro—. En una visión psíquica sobre Moribar. Vi como los cielos se abrían y hacía desaparecer nuestro mundo.

Tu’Shan entornó los ojos. Su ira era visible. Una amenaza sobre su mundo era toda una afrenta contra él y contra todo el capítulo.

—Todo se remonta a Stratos, mis señores —continuó Pyriel. La parte que iba a continuación sería la que más le costaría expresar—. La muerte de Ko’tan Kadai fue toda una decepción.

—Explícate —le instó el regente—, y de prisa.

—Durante su… resurrección, la mente de Kelock se abrió ante nosotros. Pudimos ver Sus acciones pasadas y las medidas que adoptó cuando comprendió el potencial destructivo del arma. De alguna manera, Nihilan llegó a la misma conclusión. En el mundo sepulcro caímos en una trampa ante la que casi sucumbimos. —Pyriel decidió omitir la parte en la que Da’kir perdió el control de sí mismo, aunque por la expresión del bibliotecario jefe, parecía como si Vel’cona no ignorara aquel hecho.

—Se necesitaba un objeto, un modo de desentrañar el código con el que Kelock había protegido la plantilla para construir el arma. Y éste fue escondido en una cripta en Stratos.

—Era lo que buscaban los Dragones Negros —dijo Vel’cona. Pyriel se volvió hacia él.

—Así es, maestro. Y finalmente, lo encontraron. Su intención nunca fue matar a Kadai. Su muerte fue… accidental.

En aquel instante, Tu’Shan cerró los puños con fuerza. Escuchar que uno de sus capitanes más valiosos, uno de sus hermanos, había sido asesinado para crear una simple cortina de humo resultaba insultante. Entonces, dirigió la mirada hacia el compañero de Pyriel.

—¿Y qué tienes tú que decir, Hazon Dak’ir? ¿Acaso tu antiguo capitán fue asesinado simplemente porque resultaba conveniente? Tú estuviste allí cuando la muerte le sobrevino.

Dak’ir levantó la vista; era la primera vez que miraba aquellos rostros desde que había entrado en la cámara.

—Nihilan odiaba a Kadai, mi señor. Y nos odia a todos nosotros. Pero el plan del que estamos hablando es algo mucho más grande. Debemos ser cautelosos. Nocturne está en peligro, y hemos de estar preparados.

La mirada de Tu’Shan cayó sobre él como si deseara encontrar la verdad en sus palabras.

«¿Por qué recelan tanto de nosotros? —pensó el semántico. Los rostros de todos ellos se mostraban adustos y cautelosos—. ¿Por qué recelan tanto de mí?»

La respuesta estaba cerca.

—Lo estaremos. —Sentado en el trono, Tu’Shan se inclinó ligeramente—. Pero también es mucho lo que hemos aprendido.

Dak’ir se percató de que el regente aún tenía los puños cerrados. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba era algo que a Tu’Shan le había costado terriblemente decidir.

—Padre forjador… —dijo Tu’Shan.

Tras dirigirle una reverencia a su señor, He’stan se acercó a Dak’ir.

—«Alguien de humilde cuna, alguien de la tierra, atravesará la puerta de fuego —comenzó. Dak’ir conocía muy bien aquellas palabras. Era la profecía; hablaba de él—. Será para nosotros la condena o la salvación».

—Tempus Infernus —acertó a decir Dak’ir sin pensar siquiera.

La mirada de He’stan caía sobre él. Infinidad de esquirlas ardientes se clavaron en su alma. A diferencia de la benevolencia que habían mostrado para con Tsu’gan, Dak’ir sólo encontró acusación en aquellos ojos en llamas.

—«¡Y así comenzará el Tempus Infernus! —continuó con la otra parte de la profecía, la que le había sido revelada a través del libro—. El Tiempo del Fuego se cierne sobre Nocturne, y todas las pruebas anteriores no serán nada en comparación con ésta. Una que se convertirá en muchas. El Ferro Ignis emergerá de las gélidas cenizas y abrasará nuestro mundo. Él es la Espada de Fuego. ¡El es nuestra condena!»

—Se trata de ti, Dak’ir —dijo Tu’Shan—. Tú eres el Ferro Ignis, o lo serás. Eres tú el destructor que traerá el Tiempo del Fuego.

El semántico se puso en pie. Todas las miradas cayeron sobre él.

Pyriel trató de articular una réplica a las acusaciones del señor del capítulo, pero la expresión severa de Vel’cona le detuvo. El epistoloario sabía lo que Dak’ir era capaz de hacer. Había sido testigo de su fuerza incipiente durante la cremación, y también en los túneles de Moribar. La Caldera no habría salido de la atmósfera rubicunda de aquel planeta de no haber sido por él.

Finalmente, Pyriel se mantuvo en silencio.

—¿Y bien? —preguntó Dak’ir, desafiante.

«¿Acaso Tsu’gan tenía razón? ¿Acaso no era más que una aberración? O peor aún, ¿acaso no era un incomprendido dentro de su propio capítulo?»

—Hasta que estemos seguros —dijo finalmente Tu’Shan—, no podrás abandonar este lugar, y tus poderes psíquicos serán inutilizados. Su uso queda terminantemente prohibido para ti.

—Esas medidas ya han sido tomadas con anterioridad, mi señor.

—Nikaea es un mito muy antiguo, más de diez mil años pesan sobre él —respondió el regente—. Te adscribirás a este decreto hasta que crea conveniente revocarlo o imponerte sanciones definitivas. No estoy dispuesto a comprometer la seguridad de este capítulo ni la de las gentes de mi mundo natal.

Dak’ir entornó la cabeza.

—Soy un salamandra, señor Tu’Shan. Formo parte de esto. Permíteme que desempeñe mi papel. ¿Qué pasaría si fuera la salvación de Nocturne?

—Tu mirada demuestra que no estás convencido de tus palabras.

Dak’ir estaba a punto de responder cuando de pronto se detuvo. El señor del capítulo estaba en lo cierto. Cuando contempló aquella visión apocalíptica hubo una parte de él que pensó que no era un simple testigo, que creyó que era la causa de todo.

—No sé en qué creo —murmuró.

Pyriel miraba fijamente a la élite del capítulo reunida ante ellos. Buscaba un atisbo de sensatez en medio de tanta demencia.

—Él me salvó la vida —dijo, exasperado—. Esto es un error, es…

«¡Silencio!»

La oleada psíquica cayó sobre Pyriel con fuerza. Los ojos de Vel’cona le miraban ardientes.

Había poco más que decir. Tu’Shan le hizo un gesto a su segundo al mando.

—Lleváoslo —dijo Praetor.

Cuatro de los Dracos de Fuego que integraban la guardia de honor emergieron de las sombras para rodear a Dak’ir.

—Hasta que sepamos lo que esto significa para Nocturne, quedarás retenido en las celdas de Prometeo —dijo Tu’Shan—. Lo siento, hermano. Es el único modo.

Dak’ir desenfundó a Draugen y le entregó la espada a Pyriel.

—Guárdala.

Pyriel asintió, incapaz de encontrar las palabras.

Acto seguido, Dak’ir extendió las manos. Los grilletes cayeron sobre sus muñecas y su cuello. Habían sido forjados por el propio Vel’cona y tenían propiedades que anulaban los poderes psíquicos.

Cuando el último de los cerrojos se hubo sellado, los ojos de Dak’ir se cerraron.

«Ferro Ignis». El horror se apoderó de su mente mientras lo sacaban de la cámara del trono y lo arrastraban a las celdas.

Espada de Fuego.

Destructor de Nocturne.