II
GEVIOX RECUPERADO
Las fuerzas de Agatone avanzaban sobre los Estrechos de Ferron como una marea. Las hordas de eldars oscuros se retiraban a lo largo y ancho de las llanuras polvorientas. Fuera lo que fuese lo que les había mantenido allí en contra de sus instintos naturales había desaparecido.
El hermano capitán de la 3.ª Compañía y comandante de operaciones de la guerra de la Constelación de Gevion se alzaba orgulloso sobre la escotilla superior del Land Raider mientras daba orden de avanzar.
—¡Salamandras! ¡Seguidnos como uno solo, con paso firme y decidido!
El coro de respuestas afirmativas provenientes de todos los comandantes se apoderó del comunicador.
En la retaguardia, los tecnomarines que operaban una batería de cañones Thunderfire lanzaron una salva sobre las tropas eldars, que se retiraban aterrorizadas. Eran poco más que soldados rasos; la mayor parte de la élite de combatientes alienígenas estaban muertos o ya se habían retirado a la Telaraña. Uno por uno, los disparos fueron desintegrando a los xenos, dejando tras de sí una nube mugrienta que iba desapareciendo progresivamente.
En la vanguardia de los Salamandras había más tanques de combate. La punta de lanza estaba liderada por Agatone, que avanzaba en su Land Raider, el Yunque de Fuego. Aquel transporte había pertenecido a N’keln, y a Kadai antes que él. Por primera vez desde que había sido ascendido a capitán, Agatone se sentía digno de su legado. El capitán desapareció bajo la escotilla, que se cerró con un sonido metálico, justo cuando los motores empezaban a rugir y las cadenas del Yunque de Fuego comenzaban a moverse.
En el flanco izquierdo, desde un punto elevado formado por unas colinas de hierro, Lok dirigía a los Devastadores. Las salvas de misiles y las explosiones de plasma hostigaban la retaguardia de los grotescos seres que habían emergido de la Telaraña para obstaculizar el asalto de los Salamandras. Los disparos de los cañones láser llenaban el cielo y destrozaban incursores y otros vehículos gravíticos con un blindaje más grueso antes de que las tropas xenos pudieran subir a ellos y huir.
Aquel planeta, aquella amalgama de mundos, debía ser purificado. Agatone lo había jurado.
Los transportes Rhino seguían muy de cerca al Yunque de Fuego. En ellos iba lo poco que quedaba de las Escuadras Tácticas de la 3.ª Compañía, todos armados y preparados para el combate cuerpo a cuerpo, a la manera de Vulkan.
«Mira directamente a los ojos de tu enemigo —eso era lo que supuestamente había dicho—, y deja que él vea el fuego que arde en los tuyos».
Los Predator se movían entre los transportes blindados. Los tanques de batalla hostigaban al enemigo con los cañones automáticos y los cañones láser que llevaban montados en las torretas.
Sobre ellos, las escuadras de asalto inundaban el cielo con el fuego procedente de los retrorreactores. Se mantenían cerca de los tanques para proteger los flancos e inutilizar objetivos aislados.
No seguían una estrategia muy compleja. No la necesitaban. Agatone había luchado contra los últimos enemigos y había transformado aquel lugar en un campo de muerte, haciendo que sus tropas se convirtieran en un martillo. Ahora pretendía hacer que éste cayera sobre los eldars oscuros, o sobre lo poco que quedaba de ellos, y los aplastara con un golpe decisivo.
El apoyo táctico de los astartes eran los Diablos Nocturnos. El general Slayte había conseguido sobrevivir y avanzaba al frente de sus hombres. ¿Quién era Agatone para impedírselo?
—¡Por aquellos que murieron para mayor gloria de la 156.ª! —gritaba el diablo nocturno a sus hombres.
Desde los confines del habitáculo del Yunque de Fuego, el capitán Agatone sonrió ante semejante coraje.
Pronto, los Salamandras consiguieron llegar a todos los portales de la Telaraña, empujados por una fuerza estoica y por su enemistad histórica con los eldars oscuros. Los últimos incursores se adentraron en la oscuridad de los portales, los últimos en traspasar la frontera de Volgorrah antes de que los hijos de Vulkan prendieran fuego al horizonte.
Unas densas explosiones hicieron que el cielo se estremeciera, y las deflagraciones detonadas por los Salamandras en el suelo se alzaron hasta casi tocar con ellas. El Ira de Vulkan, el crucero de asalto de la 3.ª Compañía, estaba destrozando las naves enemigas. Los transportes ardían envueltos en llamas mientras se precipitaban hacia la órbita baja, y los guerreros que luchaban en el suelo los vieron como explosiones estelares.
En la superficie, en medio de la masacre, un destello brillante dio paso a los últimos en llegar a la batalla en busca de venganza y justicia. Los Dracos de Fuego se habían teleportado hasta el corazón de los hostigados xenos desde la fragata Señor del Fuego. Luchaban envueltos en un silencio sepulcral. Praetor, sin capucha, parecía más sombrío que el resto.
Momentos antes, los Dracos de Fuego se habían materializado en el teleportarium de la Señor del Fuego.
Praetor sentía su corazón alegre y lleno de júbilo. Habían recuperado el sello y el capellán Elysius seguía con vida. En ocasiones, mientras había estado luchando en las profundidades infestadas de monstruos de Arrecife de Volgorrah, el sargento veterano había dudado de que aquello pudiera llegar a ocurrir. En aquel momento se percató de que Tsu’gan no estaba. Su corazón se hundió de nuevo.
He’stan no conseguía ocultar su pesar. El guerrero se quitó el casco como si éste le estuviera asfixiando y movió la cabeza despacio.
—Los peligros de la disformidad no son ajenos a ninguno de nosotros, hermanos —dijo Halknarr con un tono suave y respetuoso.
La teleportación era un método de transporte extremadamente peligroso. Un método que implicaba adentrarse entre lo empíreo y cabalgar sobre las olas de la disformidad. Infinidad de criaturas caídas acechaban en las tinieblas atraídas por el resplandor del fuego de los vivos. Su hambre era insaciable. Incluso con una baliza de teleportación sincronizada con el teleportarium de la Señor del Fuego, y a pesar de las oraciones y súplicas dirigidas a los espíritus máquina por los tecnomarines, aquélla no era una ciencia exacta. Tsu’gan no había conseguido hacer la traslación. Probablemente, le aguardaba un destino terrible.
He’stan asintió, pero las palabras del guerrero poco hicieron para mitigar la sensación de culpa.
—Su camino —comenzó— no estaba pensado para… —En aquel momento, ese pensamiento se desvaneció. El pragmatismo se apoderó de su mente—. Hemos salido victoriosos —dijo, tratando de disimular un tono que denunciaba que no acababa de sentir lo que decía—. El sello se encuentra en lugar seguro y nuestro hermano capellán vuelve a estar entre nosotros.
La llegada del apotecario Emek acompañado por un grupo de servidores médicos y siervos evitó una respuesta inmediata.
El rostro de Praetor parecía tan firme como las laderas del monte del Fuego Letal. Su genio era casi igual de volátil y sus pensamientos se movían de acuerdo con su estado.
«Le he fallado —repetía su conciencia desde la negrura de sus ojos y la tensión de su boca—. Y no sólo eso, he perdido a otro más».
—Traedlo hasta aquí —dijo Emek.
Tosía ligeramente; su voz estaba terriblemente afectada por las heridas que había recibido a bordo de la Proteica durante otra de las misiones encabezadas por Praetor. En aquella ocasión, el apotecario había estado a punto de morir. Fue el único superviviente de la escuadra del hermano sargento Un’mean. Aquello le había dejado importantes secuelas. Las pruebas que Vulkan enviaba a sus hijos eran tan severas como infatigables.
Daedicus e Invictese llevaban a Ba’ken, y los demás se apartaron para dejarles paso. Inmediatamente, Emek examinó las constantes vitales del sargento con un bioescáner. Estaba inconsciente, pero seguía con vida.
—La membrana an-sus le ha inducido un coma regenerativo —dijo mientras interpretaba los datos que aparecían en la pantalla del escáner.
Había varias zonas rojas que señalaban daños de consideración. Casi todas ellas se concentraban en el torso. Emek miró a los Dracos de Fuego con expresión grave.
—Dadas las condiciones en las que está su cuerpo, puede decirse que ha tenido suerte. Necesitará meses para recuperarse de los daños. Aunque por supuesto no puedo responder por las heridas psicológicas.
—Ba’ken es fuerte. Se recuperará, hermano —dijo Praetor, que no se sentía con fuerza para soportar el mal humor del apotecario.
Aunque no conocía los detalles, Praetor sabía que los trágicos eventos que habían tenido lugar en la Proteica eran la causa directa del temperamento de Emek. Hubo un tiempo en el que era un guerrero joven y optimista, pero la chispa de aquella vida había quedado eclipsada en el mismo momento en que sus heridas casi habían acabado con él. Quizá el destino de Praetor, aquel que pesaba sobre sus hombros desde Scoria, no fuera muy diferente; aunque en su caso las cicatrices estaban en el interior.
Emek lo miró con detenimiento antes de llamar a un par de servidores que portaban una camilla gravítica. Los dos dracos de fuego depositaron sobre ella el cuerpo de Ba’ken; la plataforma se hundió ligeramente bajo su peso antes de que los controles se reajustaran.
—Llevadlo a la cubierta médica —dijo con un tono cortante y sin ni siquiera mirar a los servidores—. Y a él también —añadió al mismo tiempo que señalaba hacia Persephion, que aún se apoyaba sobre el cuerpo de Vo’kar. Dirigió una mirada cortante hacia Tonnhauser—. Es muy poco lo que puedo hacer por ese otro, excepto sedarlo y esperar a que se recupere.
—Tu carácter está tan crispado como el de Fugis, si no aún más —dijo Elysius mientras se aproximaba al apotecario. Los otros heridos se estaban retirando.
Emek jamás había visto el rostro del capellán. De algún modo, consiguió ocultar su sorpresa, aunque en su lenguaje corporal se hizo patente un ligero destello de reconocimiento.
—Siento mucho la pérdida de Tsu’gan —dijo Emek al mismo tiempo que inclinaba ligeramente la cabeza ante el capellán.
Durante los meses que siguieron al incidente de la Proteica, ambos habían mantenido largas conversaciones.
—Son muchos los que han muerto para traer esto de vuelta al capítulo —respondió Elysius mientras sostenía el Sello de Vulkan en la mano. Todos los ojos se posaron sobre la reliquia al mismo tiempo. La expresión del capellán se volvió adusta.
—Necesitas atención médica —dijo Emek.
—En seguida —contestó Elysius mientras se daba la vuelta—. Arrodillaos, hermanos —dijo, dirigiéndose a los demás.
Las Dracos de Fuego posaron una rodilla en el suelo. Incluso He’stan hizo la genuflexión antes que el capellán.
—La muerte es parte del martillo que nos pone a prueba. Es en el caldero de Vulkan, en su forja de fuego, donde debemos resistir al yunque. Encomiendo el alma y el fuego de Tsu’gan a su pecho. Son la esperanza y la hermandad lo que mantiene el círculo de fuego. Recordemos eternamente a nuestro hermano; recordemos sus hazañas. Honremos su sacrificio. Él era uno de nosotros. Un nacido del fuego.
—Nacido del fuego —repitieron todos al unísono.
—Dracos de Fuego, en pie —dijo Praetor con decisión. Acto seguido, alzó en el aire el martillo de trueno como si de un estandarte se tratara—. ¡Por Tsu’gan!
—¡Por Tsu’gan! —gritaron los demás.
* * *
Zartath comenzó a golpear los muros lleno de ira en cuanto recuperó el aliento, arrancando a los Dracos de Fuego de su ensoñación.
—¡Soltadme, perros! —gritó justo cuando Ornar y Eb’ak se apresuraban a inmovilizarlo.
—¿Quién es el perro aquí, salvaje? —dijo Eb’ak mientras intentaba resistir el impulso de golpear al dragón negro.
—¡Sois todos unos dementes, hijos de Vulkan! —espetó Zartath—. La disformidad no es buen lugar para moverse sin protección.
—Haced que se calle —advirtió Halknarr.
Praetor tuvo que detener al capitán.
—Está furioso, hermano; cálmate.
—¡Soltadme!
Zartath continuaba revolviéndose. En aquel momento, las espadas de hueso emergieron de sus avambrazos.
—¡Por la gloria de Kesare! —acertó a decir Ornar.
—Pensaba que no eran más que rumores —añadió Daedicus a la vez que desenfundaba la espada sierra.
—¡Quietos! —ordenó Praetor—. Soltadle.
Ornar y Eb’ak acataron la orden, y se echaron a un lado mientras liberaban al dragón negro.
Zartath les enseñó los colmillos y luego miró a Praetor.
—Extraña manera de mostrar agradecimiento. He sido yo quien ha salvado a vuestro sacerdote y a un miembro de su rebaño. Y también a un humano, aunque confieso que no tenía esperanzas de que sobreviviera. ¿Dónde está vuestro honor?
—Lo que dice es cierto —intervino Elysius—. De no haber sido por él no habríamos sobrevivido.
—Una nave —dijo Zartath—. Necesito una nave para regresar con mi capítulo.
—No creo que eso vaya a suceder en un futuro inmediato —respondió Halknarr.
El dragón negro dejó escapar un gruñido. Las espadas de hueso parecieron extenderse aún más.
—¿Acaso vas a intentar detenerme?
—No hagas que me arrepienta de mi decisión, hermano —dijo Praetor con un tono más tranquilo, mientras posaba la mano sobre la empuñadura del martillo de trueno.
Emek se interpuso entre los guerreros. Estaba saliendo de la estancia en dirección al apotecarión justo cuando el dragón negro había explotado. Ahora miraba las hojas de hueso con una mezcla de disgusto y fascinación.
—¿Te duelen al desplegarlas? —preguntó.
Zartath tomó aire y se sentó. Las espadas volvieron a ocultarse en su avambrazo.
—Sí, constantemente.
—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Halknarr, mirando a He’stan en busca de consejo, pero el padre forjador parecía contentarse sólo con mirar.
Praetor resolló. Resultaba evidente que estaba molesto.
—Por ahora se quedará aquí. —Se volvió hacia Zartath, que parecía estar a punto de estallar de nuevo—. Siempre y cuando sepa comportarse.
—Puedo examinarle en el apotecarión —se ofreció Emek—. Algunas de sus heridas parecen recientes.
—No necesito asistencia —dijo el dragón negro, muy enfadado.
—Aun así tendrás que ir con nuestro apotecario —dijo Praetor.
Cuando comprendió que no tenía elección, Zartath acató la voluntad de sus nuevos cuidadores y abandonó la estancia junto a Emek sin causar más incidentes.
—Es un extraño aliado —dijo Halknarr una vez que Zartath se hubo marchado.
—Sin embargo, debo responder por él —contestó Elysius—. De no haber sido por Zartath, los eldars oscuros habrían dado con nosotros mucho antes de lo que lo hicieron. Pero a pesar de eso han sido muchos los que han caído para permitirnos llegar tan lejos.
—Al menos los espectros del crepúsculo no han conseguido hacerse con tu cabeza, capellán —dijo Halknarr.
Elysius asintió, aunque en lo más profundo de su ser no estaba tan seguro. En su interior se preguntaba si realmente era él a quien buscaban. Quizá el propósito de los eldars oscuros no hubiese sido ése. En su interior sentía un débil pensamiento que aún no había salido a la superficie. Elysius se preguntaba si en realidad no había sido más que un simple cebo con el que intentaban atrapar a una presa muy diferente.
—Tecnomarine.
La voz estentórea de Praetor sacó al capellán de sus divagaciones. El salamandra que estaba ante los controles del teleportarium se irguió para recibir órdenes del sargento.
—Introduce las coordenadas de los Estrechos de Ferron. Llévanos al fragor de la batalla. Quiero que la sangre manche mi martillo una última vez antes de que esto termine.
Todos los salamandras presentes estuvieron de acuerdo.
Una sonrisa adusta se dibujó en el rostro del padre forjador mientras accedía a la plataforma de teleportación junto a sus hermanos. Tsu’gan habría estado de acuerdo.