I
VICTORIA Y RETIRADA
Un grito terrible, un alarido terrorífico que atravesó el velo que separaba ambos mundos, salió de su garganta. Elysius jamás había oído un sonido tan desolado. La sangre de la bruja goteaba sobre las botas del capellán cuando éste lanzó un nuevo golpe, y otro más, y otro… Todo el nerviosismo y la agresividad reprimida fueron liberados en una corriente catártica mientras Elysius reducía la cabeza de Helspereth a una masa rojiza y deforme. El cráneo se resquebrajó al tercer golpe, pero él continuó hasta reducirlo a esquirlas. Incluso entonces, el cuerpo sin cabeza de Helspereth siguió estremeciéndose por la energía del crozius.
Elysius nunca sabría cómo consiguió presionar la runa de activación. Ni cómo se había llenado de vida cuando supuestamente estaba roto y ajado. Era todo un misterio. ¿Acaso un resquicio de fuerza en la célula de energía del arma le había devuelto la vida justo en el momento crucial? ¿O había sido otra fuerza la que lo había conseguido, una fuerza dominada por la fe?
El capellán era lo suficientemente sabio como para saber que algunos milagros se producían sin más, y que no había razón para cuestionarlos.
Abatidas tras presenciar la muerte de su reina, las brujas se abalanzaron sobre la arena para examinar el cadáver, sin percatarse siquiera de que habían dejado libres a los prisioneros.
Zartath fue el primero en aprovechar la confusión. Las espadas de hueso cortaron los cables que lo inmovilizaban, y al mismo tiempo que se ponía en pie le dio una estocada mortal a una de las brujas. La segunda cayó con el intestino destrozado por una puñalada de Tonnhauser. El guardia repitió el movimiento en varias ocasiones para asegurarse de que la criatura estaba muerta. La tercera estaba a punto de arrojar su lanza contra el humano cuando un gigante verde que emergió detrás de ella aplastó su débil cuerpo con un abrazo mortal.
«Como las luchas contra los leónidos en las llanuras».
El sonido de los huesos al resquebrajarse sonó por el coliseo antes de que la bruja expirara.
—Sólo necesitaba tiempo para recuperar el aliento —dijo Ba’ken con el rostro pálido y los ojos apagados—. ¿Qué me he perdido?
El sonido que se extendió por la arena solitaria del coliseo se anticipó a la respuesta de Elysius.
Todas las miradas se volvieron lentamente hacia el Incursor que se elevaba por encima de los muros y comenzaba a descender sobre la arena del coliseo.
Aquel vehículo gravítico era diferente de todos los que Elysius había visto. Era un transporte enorme y estaba cubierto de estandartes, penachos de carne que ondeaban entre otros ornamentos macabros. Hileras de cadenas oxidadas colgaban entre las placas del blindaje. Las planchas que protegían el transporte eran rojas y negras, y estaban repletas de púas, como el caparazón espinado de un insecto. Infinidad de cráneos y otros talismanes siniestros colgaban de las cadenas. Había cadáveres atrapados entre las placas de metal.
En el centro de aquella máquina, alzándose sobre el larguísimo fuselaje y situado en la plataforma trasera, había un trono. Otras dos plataformas, protegidas por placas blindadas similares a las de la proa, albergaban a varios guerreros vestidos de negro y hueso. Tenían el rostro cubierto tras unos enormes cascos y su armadura era más gruesa que la de los demás guerreros de la cábala. Cada uno de ellos portaba una pica similar a una lanza, excepto por los destellos de energía que centelleaban en la punta.
—Íncubos…
Elysius conocía bien a esas criaturas. Eran la guardia de confianza de un señor, sus guardaespaldas y verdugos. A pesar de sus numerosos combates con espectros del crepúsculo, jamás se había enfrentado a aquellos seres.
Su maestro estaba sentado en el trono. Era idéntico a la gigantesca estatua cuya sombra se extendía sobre el Coliseo de las Cuchillas.
—De modo que tú eres An’scur —dijo Elysius.
El arconte asintió. Su rostro estaba oculto tras un casco tallado en metal con la efigie de un demonio.
Tras él, los descarnados se retorcían en sus púlpitos, extasiados en parte por el baño de sangre que habían presenciado, y aterrorizados por la presencia de su señor y maestro.
An’scur se volvió y se dirigió a ellos en su lengua nativa, haciendo que las criaturas desaparecieran de su vista.
—¡Asesino! —gritó Zartath tan pronto como reconoció al señor de los eldars oscuros, y de inmediato, comenzó a correr hacia él a través del coliseo.
El dragón negro estaba a sólo unos pocos metros de distancia cuando An’scur se colocó frente a él y extendió un dedo con total tranquilidad. Una finísima línea de monofilamento emergió de un anillo de cobre. Cuando el gancho dentado que tenía al final entró en contacto con el cuerpo de Zartath, el dragón negro cayó al suelo envuelto en una agonía de convulsiones.
—Siéntate… —dijo An’scur, que había decido hacer una concesión y hablar un idioma pagano en lugar de usar una lengua iluminada.
Un silencio sepulcral siguió a aquellas palabras. El arconte era el señor de aquel lugar. Los íncubos obedecían todas sus órdenes, al igual que los cañones con los que apuntaban a los Salamandras y a su carga humana.
—Así que tú eres la mascota de Helspereth —dijo, levantándose el casco para revelar un rostro pálido dominado por unos ojos de plata. Los mechones de pelo largo y del color del alabastro le caían sobre los hombros formando una cascada de trenzas—. Interesante —añadió.
Mientras el zumbido de los motores del transporte llenaba el silencio, Elysius creyó ver un breve lamento en el rostro del arconte.
—Pobre e indefensa Helspereth —dijo An’scur—; echaré de menos tus dulces bendiciones.
Dijo algo más en un dialecto alienígena que Elysius desconocía.
—Fueron tantas las victorias que consiguió en este lugar… —continuó, dirigiéndose a Elysius.
El capellán se mantenía en silencio. Lo cierto era que sangraba con profusión y le resultaba tremendamente difícil mantenerse en pie. Detrás de él, Ba’ken había hincado una rodilla en el suelo, y Tonnhauser estaba haciendo un gran esfuerzo para soportar su peso.
—Resulta extraño que haya sido un mon-keigh de un solo brazo quien le haya dado el golpe final —continuó el arconte.
Entonces, bajó la mirada para ver una vez más el cuerpo destrozado, y se detuvo en la masa carmesí que antes había sido la cabeza.
—Fascinante…
An’scur miró a Elysius una vez más y se colocó el casco de nuevo.
—Acabad con ellos —dijo.
Lo único que Elysius pudo hacer fue pronunciar una última súplica antes de que los íncubos se abalanzaran sobre ellos enarbolando sus interminables lanzas.
«Vulkan, perdóname».
* * *
De pronto, llegó el trueno, centelleando entre las sombras y envuelto en una nube de llamas resplandecientes.
Los Dracos de Fuego atacaron rápidamente. La primera ráfaga de bólter abatió un par de íncubos; los demás consiguieron sobrevivir a los disparos gracias a sus armaduras, antes de que el arconte diera la orden de contraatacar desde su siniestro trono.
Una lluvia de fuego negro cayó sobre la arena del coliseo y convirtió la roca en polvo.
Tsu’gan se lanzó al suelo para evitar un proyectil, accionando el gatillo del combibólter y disparando contra un íncubo justo antes de que el Incursor se elevara y la criatura desapareciera de su vista. Fue entonces cuando comenzó a avanzar junto a Praetor, Vo’kar y Persephion. Los demás, encabezados por Halknarr, rodearon a los heridos y empezaron a escoltarlos mientras se alejaban del campo de batalla.
Los ojos de Tsu’gan miraban fijamente a la espalda de He’stan conforme éste lideraba la carga, gritando el nombre de Vulkan a modo de invocación. Una lengua de fuego emanó del Guantelete de la Forja, abrasó la parte inferior del esquife del arconte y fundió las placas de metal. Uno de los motores quedó inutilizado, pero el transporte ya había ganado el empuje suficiente como para seguir ascendiendo.
El señor de los eldars oscuros bramaba desde su trono. Varios íncubos saltaron al vacío desde la plataforma, deseosos de acabar con los Salamandras.
—¡Dracos de Fuego, cargad como uno solo! —gritó He’stan.
Acto seguido, aminoró el paso para permitir que los demás guerreros le alcanzaran. Avanzaban derribando martillos y espadas sierra. Una vez reunidos, cargaron contra la élite de los eldars oscuros.
El padre forjador atravesó a uno de ellos con la lanza. Praetor se enfrentó a otro; detuvo la estocada con el escudo de tormenta y aplastó el cráneo de su enemigo con el martillo de trueno.
Persephion cayó al suelo, y tuvo que echarse a un lado para evitar la estocada de la espada de energía de uno de los íncubo. El guerrero rodó y lanzó un gruñido justo antes de que Vo’kar se interpusiera para cubrirle y repeler el ataque de la criatura.
Tsu’gan esquivó un golpe que iba dirigido a él. La energía de la hoja hizo que su pantalla retiniana se llenara de runas de advertencia. Una nueva estocada le hizo un corte en la armadura, aunque no fue lo suficientemente profundo como para perforarla. Su corazón se colmó con un júbilo brutal cuando sintió cómo la espada sierra atravesaba una armadura y se hendía en la carne. El íncubo se retorció cuando Tsu’gan introdujo aún más los dientes del arma y los hizo girar. Tras extraer la hoja, su oponente se derrumbó envuelto en una cascada de vísceras.
—¡Por mis hermanos! —dijo mientras se, preparaba para ir a por el siguiente objetivo.
Ya no quedaba ninguno.
—¡Retirada! ¡Formemos una barricada! —ordenó Praetor.
Todos los íncubos que habían saltado del Incursor yacían muertos en el suelo. Incluso He’stan se estaba retirando.
Tsu’gan se dio la vuelta. En un principio se sintió consternado, pero pronto vio que el padre forjador ya tenía lo que había ido a buscar. Rodeado por Halknarr y por los demás nacidos del fuego, el capellán Elysius estaba vivo y sostenía en la mano el Sello de Vulkan.
Tras él, Tsu’gan pudo oír como el Incursor se elevaba aún más. Los cañones montados en el casco disparaban de forma aleatoria; su único fin era evitar que el ataque continuara. Al mismo tiempo, sonaban unos enormes cuernos, mezclados con los aullidos de las bestias, con las risas de los demonios y con los alaridos de los Azotes. El arconte estaba reuniendo a sus guerreros. Había intrusos en el valle Afilado. Debían ser eliminados.
Vo’kar tenía a Persephion. Lo estaba arrastrando hacia donde se encontraban los demás. Tsu’gan se apresuró a ayudarle; cogió al guerrero herido por el brazo y tiró de él.
Había otro dragón negro que yacía junto a Elysius y los demás. Estaba inconsciente, pero no muerto.
—Matar, recuperar y retirarse —dijo Vo’kar—. Ahora comprendo cómo se sienten los Cicatrices Blancas.
El guerrero dejó salir una carcajada que sonó como una melodía discordante con el ambiente que les rodeaba. Tsu’gan también sonrió.
La voz de He’stan sonó a través del comunicador del casco de combate.
—El sello vuelve a ser nuestro —dijo—. ¡Gloria a Vulkan!
El tono estridente de Praetor siguió a aquellas palabras.
—Activar balizas de rastreo.
Una serie de iconos provenientes de los dispositivos que todos los Dracos de Fuego llevaban montados en la muñeca comenzaron a iluminar la penumbra con un brillo blanquecino.
—Incluso a través de las tinieblas… —dijo la voz de Praetor, que empezó a desvanecerse al comenzar la transición— conseguirán encontramos…
Una luz cálida llenó el campo de visión de Tsu’gan mientras una sensación de desplazamiento se apoderaba de él. Las ruinas de Arrecife de Volgorrah desaparecieron sustituidas por las nuevas visiones que se atisbaban entre la neblina de la teleportación. Todo estaba oscuro y resultaba difícil distinguir nada. Percibió un olor a ceniza ardiendo y un sabor ácido que reconoció en seguida. Entonces, supo que algo había ido mal.