II
EL COLISEO DE LAS CUCHILLAS
Poco a poco fueron subiendo. Los muros se deslizaban ante ellos conforme la plataforma ascendía. No había ninguna salida, excepto la luz que provenía desde arriba. Elysius estaba cubriéndose los ojos y enarbolando el crozius cuando emergieron al coliseo.
Las sombras se cernían sobre más sombras. La penumbra estaba iluminada por lámparas con brasas talladas sobre el suelo de roca. La luz tenue de las ascuas rojizas caía sobre manchas de sangre seca, dándole forma a los muros coronados por púas. Había armas destrozadas y esqueletos de viejos guerreros caídos hacía tiempo sobre el polvo negruzco, todo ello iluminado bajo el manto de la luz escarlata, confiriéndole un aspecto visceral a toda la escena.
Bajo el cielo abierto, los relámpagos daban forma al campo de batalla, iluminándolo con destellos monocromáticos teñidos de sangre. Los rostros adustos de innumerables estatuas contemplaban desde lo alto. Eran dracontes y arcontes, nobles de aquel reino fronterizo, figuras titánicas que se alzaban sobre pedestales negros como un testamento del egotismo y de la vanidad de los eldars oscuros. Algunas estaban dilapidadas, ajadas por el paso del tiempo; otras habían perdido el rostro, pues su reinado había terminado con un asesinato sangriento o con algo aún peor, haciendo que cayeran en el olvido y en el oprobio. Pero había una que se erguía intacta sobre todas las demás. Vestía una armadura insectoide y laminada, con una larga capa que le caía sobre hombros gigantescos. La efigie portaba un casco entre los brazos, y sus ojos miraban imperiosos desde un rostro tallado por la crueldad y la malicia. An’scur, el señor de Arrecife.
Hundido en una fosa de forma ovalada, el coliseo estaba coronado por infinidad de espadas. Oculta entre las sombras, una multitud de necrófagos los contemplaba desde los púlpitos y las plateas.
Los descarnados. Elysius pudo reconocer a las brujas que les habían atacado. Había cientos de ellas esperando a que el espectáculo diera comienzo. Entonces, posó la mirada justo en el centro, donde una criatura alta y esbelta parecía hacerle señales con los ojos. Éstos brillaban como esmeraldas ponzoñosas tras una máscara.
Helspereth.
Era ella quien le había llevado hasta allí. Y no fue la vanidad lo que hizo que el capellán llegara a aquella conclusión. Elysius sabía que la reina de las brujas estaba obsesionada con él; como un niño que siente fascinación por un insecto que ha atrapado, hasta que le arranca las alas y los apéndices, y la curiosidad muere con la propia criatura. Desde el enfrentamiento en el montículo, quizá desde que habían llegado al valle Afilado, Helspereth le había guiado hasta allí.
Ella le deseaba de un modo retorcido. Y ahora le tenía en ese lugar, ante una audiencia dispuesta a contemplar cualquier humillación que hubiera planeado. Aquélla era la clase de teatro que Helspereth buscaba, el acto final que estaba a punto de comenzar.
—De modo que son cuatro los que han quedado… —dijo ella con una voz silbante, sedosa y afilada. Acto seguido dirigió una sonrisa maliciosa hacia Ba’ken—. Aunque pronto serán tres.
El sonido de las espadas delató a un grupo de brujas que habían permanecido ocultas en las sombras, tras los supervivientes. Zartath había extraído las espadas de hueso, pero no reaccionó con suficiente rapidez.
Elysius sintió el tacto frío del metal sobre el cuello y supo que los demás también habían sido inmovilizados. Sólo necesitarían una única estocada…
—Bienvenidos —dijo Helspereth con una cordialidad fingida— al Coliseo de las Cuchillas. —Dibujó un arco con los brazos para señalar aquel terrible lugar repleto de malicia—. Es cierto —continuó—, ha conocido tiempos mejores. El comercio de carne ya no es lo que solía ser. La disyunción es una dama cruel y draconiana.
Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, Elysius pudo contemplar el estado ruinoso en el que se encontraba el coliseo. Las torres y jaulas se veían agrietadas y oxidadas; los muros estaban repletos de enormes fisuras; una gruesa capa de polvo cubría casi cualquier superficie. Aquello no era más que un decrépito templo del asesinato, no el Coliseo de las Cuchillas.
Los ojos de Helspereth adoptaron una mirada ferviente conforme un estremecimiento se extendía por todo, su cuerpo.
—Han sido muchos los que he asesinado en este coliseo. Despellejados, descarnados, desmembrados y devorados… Éste es mi templo. Aquí es donde rindo culto. Katon, el rey esclavista, me desafió; fui yo quien mató a su humanoide creado genéticamente. Aquel troglodita apenas consiguió aplacar mi sed de sangre. Katon fue el siguiente…
Helspereth señaló entonces hacia una lanza coronada por un cráneo que sonreía de forma macabra. Un mechón de pelo se aferraba a la cabellera ósea y blanquecina. Ondeaba agitado por un viento fantasmagórico que soplaba desde detrás de la bruja. Iba acompañado por una sensación de frío que Elysius pudo sentir en lo más profundo de la médula.
Pero había algo más en aquel coliseo, algo que el capellán aún no podía ver.
—Morbane, mon-keigh y señor de los Bárbaros, también fue abatido bajo mi tridente —continuó mientras recorría las sombras con la mirada y recordaba viejas victorias con los ojos de la memoria—. A Shen’sa’ur, de los Odiados, lo estrangulé con un látigo de espinas. A aquel salvaje de piel verde cuyo necio nombre era Tirano le trajeron la muerte mil estocadas. Los he desangrado, los he decapitado, los he destripado y los he eviscerado. Mi legado de sangre durará más que diez de vuestras vidas, mon-keigh. Deberías sentirte honrado de que sea mi espada la que acabe contigo.
En aquel momento, Elysius hizo algo que no había hecho desde hacía muchos años.
Bostezó. Fue un gesto largo y exagerado que terminó con una réplica tajante.
—¿Has terminado?
Helspereth tartamudeó, contrariada.
—¿Q…, qué?
—Estoy cansado de tu palabrería, papagayo infernal. ¿Has terminado?
La nostalgia dejó paso a la ira en el rostro y en el lenguaje corporal de Helspereth.
—Enfréntate a mí ahora —dijo por fin—, y dejaré libres a los demás. Cuando haya terminado contigo, les daré una amplia ventaja antes de comenzar la caza.
—¿Por qué yo? —preguntó Elysius.
—Porque para ser un mon-keigh no eres demasiado repugnante —dijo con un gesto de desagrado que eclipsó su propia belleza—. Porque quiero aplastar tus patéticos anhelos de fe y dejar constancia de lo inútiles que son las súplicas que envías a tu dios impotente. —En aquel momento se acercó un poco más. Sus despiadados ojos eran negros como dos vetas de carbón—. Beberé tu dolor y tu desesperación como si fuera una panacea. Arrancaré esas agonías engañosas de tu piel muerta —dijo casi en un susurro.
Entonces, se lamió la sangre de los labios, movida por la excitación, y un estremecimiento se apoderó de ella.
—Ahora… —añadió—, luchemos. He esperado este momento desde que arranqué tu brazo sin carne de tu cuerpo tembloroso.
La boca de Elysius permanecía adusta y serena. Apenas se movió.
—Muy bien.
Helspereth esbozó una sonrisa desprovista de calidez, sin ningún sentimiento.
—Elige tu arma.
Se echó a un lado y, tras de sí, dejó al descubierto un pilar rodeado de espadas y mazas.
El capellán pudo reconocer una espada sierra oxidada y un escudo de tormenta, entre otras muchas armas menores.
Apartó la vista.
—Ya estoy armado.
Helspereth miró con desdén el crozius que Elysius empuñaba.
—¿Ese cetro de predicador? ¿Qué clase de arma es ésa para un guerrero?
—La mía. Entregada con honor y recibida con fe y humildad —dijo el capellán—. Aunque no espero que lo comprendas, bruja.
Helspereth dibujó una expresión de indiferencia.
—Empezemos… —susurró.
Esbozando una sonrisa salvaje se abalanzó sobre Elysius, que a duras penas consiguió repeler el ataque. Sintió las heridas que le infligió en la mejilla y sobre el ojo izquierdo, así como una profunda marca en la servoarmadura, todo ello antes de que el capellán pudiera ponerse en pie y darse cuenta de lo que había ocurrido.
Respiraba con dificultad cuando ella lo embistió de nuevo. La hoja de Helspereth centelleaba como si estuviera hecha de luz y no de metal afilado. Elysius detuvo la estocada una, dos y hasta tres veces antes de que una oleada de dolor le entrara por el costado y comenzara a sentir que la piel le ardía, abrasada por su propia sangre.
—Demasiado lento… Eres demasiado lento —increpó la bruja al mismo tiempo que daba un paso atrás para admirar su obra sangrienta.
El pecho de la bruja permanecía inmóvil; su ritmo cardíaco apenas se había acelerado.
—¡No escuches a esa perra infernal! —gritó Zartath a la vez que luchaba contra las cadenas y las espadas que le mantenían inmovilizado.
Un cable repleto de espinas impedía moverse al dragón negro, mientras dos brujas le presionaban el cuello con la punta de sus lanzas. Las gotas de la sangre de Zartath se deslizaban por las armas desde la punta hasta la empuñadura. Tonnhauser estaba arrodillado mientras un sable le oprimía el cuello. Ba’ken yacía inconsciente y olvidado.
Era evidente que Helspereth deseaba que los compañeros del capellán fueran testigos de su agonía.
El frío hizo acto de presencia de nuevo. El viento fantasmagórico que le precedía se convirtió en un gélido velo. Algo refulgió en la oscuridad, sombra sobre sombra, como dos negativos solapados expuestos bajo la luz tenue.
—Dime, bruja —dijo Elysius—, ¿esos grandes triunfos fueron verdaderamente tuyos, o tuvieron otros autores?
El capellán se abalanzó sobre las sombras deformes enarbolando el crozius, y su atrevimiento se vio recompensado cuando notó que se hendía en la carne. Atravesada por el cetro de Elysius, la criatura se retorció y chilló, dominada por el placer y por el dolor. Era un ser frío y blanquecino, con una apariencia desgarbada y casi vampírica; el capellán ya había oído hablar de las mandrágoras. Hizo girar la empuñadura del arma para revolver las entrañas de aquella criatura y esparcirlas por el suelo.
Los descarnados, babeando ante el sangriento espectáculo que estaban contemplando, parecían regocijarse ante aquella visión.
—No era más que una prueba, querido… —dijo Helspereth, cuya mirada excitada parecía beber de la sangre que emanaba de la agonía de la mandrágora—. Sólo quería comprobar si mereces la pena.
Elysius extrajo el crozius del cuerpo sin vida. La cabeza de la maza quedó envuelta por filamentos sangrientos.
—Basta de juegos.
La bruja atacó de nuevo, contorsionándose en el aire y moviendo las dos hojas hasta crear un remolino de metal afilado. Elysius consiguió esquivarlas. Con un movimiento rápido, conforme se apartaba, logró alcanzar la mejilla de Helspereth con el puño.
Ella se tambaleó, pero se recuperó antes de que Elysius cargara de nuevo. Una estocada voló por los aires y el empujón que vino después le hizo perder el equilibrio. La agonía gélida que sintió en el pecho fue el precio que Elysius debió pagar cuando Helspereth le clavó una de las espadas.
El capellán consiguió apartarse aprovechando el mayor peso de su cuerpo; liberó la hoja de la espada y dibujó un arco de sangre en el aire.
Entonces, sintió una vibración en la garganta, el gorgoteo débil de algún líquido. En la última carga, la bruja le había perforado un pulmón. Poco a poco comenzaba a inundarse con su sangre.
—Arpía —dijo, escupiendo sangre—. Mantente quieta para que pueda estrangularte.
—Es una oferta atractiva. —La respuesta de Helspereth tuvo algo de verdad.
La bruja voló sobre una oleada de golpes que Elysius le lanzó. Sus acrobacias hicieron inútil la rabia del capellán, que recibió un nuevo corte.
—Pienso desangrarte, querido —prometió ella—, igual que hice con Tirano. Te daré mil estocadas hasta que yazcas vacío sobre el suelo del coliseo. No quedará de ti nada más que un cascarón vacío, como ha ocurrido con tantos otros.
Elysius se derrumbó y cayó de rodillas; de pronto, se vio cara a cara frente a un semblante despectivo. Era un cráneo humanoide. Se burlaba del capellán.
«Será aquí donde encuentres la muerte —dijo—. Túmbate, hermano. Descansa, estás agotado. Las tinieblas te esperan. Pronto caerán sobre ti. Pronto te llevaremos a ellas. Sólo tienes que permitirlo».
Elysius luchó por ponerse en pie. Le costaba mucho moverse, pero aquél era su caldero. El dolor no significaba nada; sólo suponía un medio para que la mente se centrara. La fe le daría la fuerza que necesitaba.
«Es mi fuerza cuando flaqueo».
—Aún no has acabado conmigo —dijo, cerrando los dientes fuertemente antes de darse la vuelta.
—Bien —respondió Heslpereth—. No he hecho más que empezar.
La bruja cargó de nuevo. Esa vez, Elysius logró detener los golpes más duros, dejando que las estocadas menores cayeran sobre su armadura. Cada una de ellas dejó una nueva marca, pero no fueron lo suficientemente fuertes como para que la servoarmadura no pudiera absorberlas. Una de las réplicas que lanzó el capellán impactó de lleno sobre el pecho de la bruja. Elysius debía calcular muy bien cada estocada, esperando al momento idóneo en el que la fuerza bruta pudiera hacer más daño. Heispereth dio una bocanada; el aire pareció explotar al salir de sus pulmones. El capellán atacó de nuevo, y en esa ocasión, el golpe impactó en el hombro. La respuesta de la bruja fue muy débil, y la hombrera de su armadura lo absorbió sin problemas. Lanzó una rodilla metálica contra el estómago de Helspereth, acompañada de un golpe en el cuello que consiguió arrancarle a la bruja un grito de placer.
Implacable, el capellán cargó de nuevo. De un golpe echó a un lado el brazo de Helspereth y le hundió el puño en el torso. La bruja comenzó a toser y a escupir sangre a borbotones. Acto seguido, una nueva arremetida destinada a impactar en la cabeza cruzó el aire, pero ella la detuvo.
El choque de las armas dio lugar a una cascada de chispas afiladas, severas. Ambos combatientes luchaban por dominar al contrincante, pero ninguno conseguía imponerse.
—Ha sido muy placentero —susurró Helspereth cuando los dos rostros casi llegaron a tocarse en medio de la lucha. La bruja se lamió la sangre de los labios mientras sus ojos palpitaban de lujuria—. Pero empiezo a aburrirme de esto —añadió.
Cambiando su punto de apoyo logró que el capellán perdiera el equilibrio. En menos de un segundo, Elysius se vio de espaldas en el suelo. Su único brazo temblaba por la presión que Helspereth ejercía sobre él.
La hoja ensangrentada de la bruja estaba a menos de un palmo de sus ojos.
—Cuando haya acabado contigo, me quedaré tu rostro como recuerdo —prometió.
—Tengo que hacerte una confesión —dijo Elysius entre gestos de dolor—. He estado fingiendo —susurró el capellán, que lanzando un alarido consiguió arrojar a Helspereth por los aires.
La bruja cayó de espaldas y se estremeció de pies a cabeza.
—Incluso con un solo brazo —dijo el capellán, orgulloso—, soy capaz de vencerte.
La apoplejía empapó su gélida belleza cuando un semblante asesino se abalanzó sobre ella. Helspereth miró a Elysius. Aquél sería el golpe mortal.
«Vulkan, dame la fuerza…», musitó el capellán al mismo tiempo que lanzaba una estocada con el crozius arcanum. De forma increíble, la empuñadura y la maza que coronaba el arma se encendieron y emitieron una llama de energía imponente. Helspereth, paralizada, sólo pudo balbucear. Elysius aprovechó la distracción para aplastar el cráneo de la bruja. Una mirada atónita se apoderó de aquel rostro de porcelana. Resquebrajada por el golpe, la máscara blanquecina se hizo añicos y dejó a la vista el verdadero semblante de Helspereth. Sus facciones retorcidas parecían dominadas por el miedo. Incluso en la muerte sabía qué destino le aguardaba. El apetito voraz del alma no era una premisa exclusiva de los eldars oscuros; había otros seres aún más terribles que también la anhelaban.
La Sedienta aguardaba a Helspereth. Su destino serían varias vidas enteras dominadas por el tormento.