I
EL ENEMIGO DE LA DUDA
Desde las pruebas de la meseta Cindara, Elysius no había tenido que luchar con tanta fuerza para vencer la adversidad. Entonces, hacía ya más de un siglo, él aún era humano. Ahora era un astartes y, aun así, aquel oscuro lugar todavía castigaba su mente, su cuerpo y su alma hasta límites insospechados.
El peso muerto de Ba’ken era una carga muy pesada, y habían estado caminando por la tierra baldía de los xenos durante horas. En aquel tiempo habían sido hostigados por bandas de mercenarios. Grupos de Infernales montados sobre sus acropatines habían tratado de abalanzarse sobre ellos cuando atravesaban un angosto desfiladero. Una manada de amos de la jauría acompañados por sus mastines disformes los persiguió sin descanso hasta que Zartath consiguió encontrar una nueva ruta de escape; las mismas sombras parecían querer darles caza, como gélidos guerreros con la piel de alabastro y unos cabellos tan largos como las algas de los océanos. Gracias a la astucia y al ingenio, Zartath los había mantenido fuera del alcance de las garras de los eldars, guiando a los supervivientes a través de nuevas rutas cuando las demás estaban cerradas.
Y mientras corrían, Elysius no podía desprenderse de la sensación de que se dirigían hacia algún lugar. Un destino inexorable los aguardaba más allá del horizonte oscuro, acercándose a cada paso que daban, y cuando lo alcanzaran todo, aquello terminaría de un modo u otro. Tonnhauser se estaba desenvolviendo bastante bien; el humano era ingenioso, fuerte y curtido por su experiencia en la ciudad nocturna. Mientras Zartath abría el camino, Tonnhauser se había convertido en el compañero de caminata de Elysius. El capellán se sentía cómodo con ello. La determinación del humano era casi similar a la suya. En más de una ocasión, Elysius deseó darse la vuelta y enfrentarse a sus perseguidores en una batalla gloriosa que culminara con un baño de sangre. Pero Tonnhauser lo detuvo. Aquel humano merecía todas las oportunidades para sobrevivir, aunque Elysius pensara que esa probabilidad resultaba más que dudosa.
Cuando dejaron de oír los aullidos lejanos de las bestias, cuando los cuernos de caza ya no sonaban y el acoso de los esclavizadores se detuvo, cuando finalmente encontraron un rincón oscuro y tranquilo en las entrañas de la tierra, tuvieron la impresión de que habían estado huyendo durante días.
—Nada. No se oye nada desde hace casi más de una hora.
Elysius tenía la cabeza apoyada sobre una de las paredes de la caverna. Estaba fría, una sensación que le calmaba el dolor de las mejillas.
Zartath miraba al capellán desde el otro lado de la gruta. Los había guiado a todos hasta lo más profundo del valle Afilado, lejos de las manadas de cazadores y de los mercenarios que los acosaban. Pero desde su enfrentamiento en la cresta no había habido ni rastro de Helspereth ni de las brujas.
—Eso no significa nada —gruñó el dragón negro—. Vendrán cuando estén preparados. Así es como actúan los xenos.
Zartath hablaba desde innumerables años de amarga experiencia, y Elysius volvió a preguntarse cuánto tiempo habían estado allí él y sus hermanos. El hecho de que hubieran conseguido sobrevivir era un logro increíble, pero también era algo que había marcado a aquellos astartes profundamente.
«¿Qué futuro nos espera si conseguimos sobrevivir a esto, mutante?», se preguntó Elysius mientras dirigía la mirada hacia Tonnhauser.
A pesar de su valor, el diablo nocturno parecía estar exhausto, casi al límite de su resistencia. Desde que habían llegado a Arrecife en el Land Raider de Helspereth, se había ido convirtiendo en una figura cada vez más salvaje y ajada. Era como si aquel momento estuviera a varias vidas de distancia. Cuando los cazadores acechaban, cuando la vida y la muerte estaban separadas sólo por una decisión inmediata, tomada más por el instinto que por la reflexión, resultaba fácil sentirse así. Moverse y sobrevivir. Quedarse y morir. Era una doctrina simple pero brutal. Sin embargo, ahora, en la tranquilidad de las tinieblas y con los pensamientos de cada uno como única compañía, la batalla por la supervivencia que se estaba desencadenando era muy diferente. El campo de batalla era la mente, y Elysius lo conocía muy bien. Era un astartes, pertenecía al reclusium, su resistencia era formidable. Pero en las últimas horas, su determinación estaba siendo probada con amargura en aquel campo de batalla personal. Zartath era un testamento del destino que aguardaba a cualquier marine espacial que se rindiera ante la locura de Arrecife.
Las dudas se apoderaron de la mente de Elysius como unos dedos insidiosos y sombríos. ¿Y si nunca los encontraban? ¿Y si sus rescatadores yacían sin vida en el suelo? ¿Y si él mismo caía antes de que pudiera entregar el sello? Entonces, todo se habría perdido. Los Nueve se convertirían en Diez y la búsqueda del padre forjador se volvería aún más difícil.
Elysius aplacó aquellas dudas con el puño cerrado.
«La fe es mi escudo. Es la fuente de mi convicción. Es agua cuando tengo sed. Es calor cuando estoy temblando. Es fuerza cuando me siento débil. Es alimento cuando tengo hambre. Con ella he sido templado y mi voluntad se ha convertido en un arma. Éste es mi juramento en nombre de Vulkan».
La letanía surtió efecto. Para Elysius, aquellas palabras resultaron un consuelo, pero también le trajeron una sensación de desafío. Habían conseguido llegar muy lejos.
—Unos pocos pasos más… —dijo en voz alta.
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Zartath.
—Nada. ¿Cuánto tiempo tendremos que permanecer aquí escondidos?
—Pronto empezaremos a movernos de nuevo.
—¿Y adónde pretendes llevarnos, dragón negro? —preguntó Elysius mientras se erguía para desentumecer los músculos de las piernas y de la espalda.
Una mirada hacia el crozius reflejó la falta de brillo de la empuñadura en lo más profundo de sus ojos. La esperanza estaba casi agotada.
—A cualquier lugar en el que no estén los xenos —fue la respuesta lacónica de Zartath.
—¿Y después de eso?
El enfado del dragón negro se hizo patente cuando miró al capellán.
—Entonces, nos pondremos de nuevo en movimiento, capellán de Vulkan. Y así una y otra vez, tal como mis hermanos y yo hemos hecho durante todos estos años. ¿Acaso piensas que hay otra alternativa? —espetó.
—Antes o después, darán con nosotros. Para entonces, Ba’ken habrá muerto a causa de las heridas, y tú y yo estaremos más débiles. Deberíamos considerar la posibilidad de encontrar un lugar en el que hacernos fuertes así nuestro sacrificio, al menos, tendrá un coste para los xenos que jamás podrán olvidar.
Zartath se irguió rápidamente como una víbora dispuesta a atacar.
—¡Ingenuo! Todos nosotros ya hemos sido olvidados. Los hijos de Vulkan sólo pensáis en resistir y buscar la gloria. Vuestra tenacidad será vuestra condena, hermano capellán. Debemos movernos constantemente. ¿Cómo si no crees que mis hombres y yo hemos sobrevivido tanto tiempo? El honor y la nobleza son conceptos que no existen en este lugar. No te traerán nada, excepto una muerte en el olvido. No dejaré de moverme hasta que los vea, a él o a ella. Sólo entonces encontraré la paz. Sólo entonces habrá un vestigio de revancha por la pérdida de mis hermanos.
El sonido se repitió y se magnificó en la estrechez de la caverna subterránea. Las apasionadas palabras de Zartath se repitieron hasta perderse en el silencio justo cuando el sonido de la maquinaria comenzó a emanar de las profundidades. De pronto, la tierra empezó a temblar y un fino rayo de luz plateada se filtró por el techo que había sobre sus cabezas.
—¿Qué lugar es éste? ¿Adónde nos has traído, Zartath? —preguntó Elysius mientras desenfundaba el crozius.
El dragón negro sacudió la cabeza con fuerza.
—Nos movemos —dijo entre dientes.
—Hacia arriba —añadió Tonnhauser, cuya voz quedó ahogada por el miedo cuando levantó la vista.
La abertura del techo se había ensanchado, y el suelo se movía bajo sus pies.
—Éste está sellado —dijo Elysius mientras trataba de abrir uno de los accesos a la cámara.
Se había cerrado cuando el zumbido de la maquinaria había comenzado a sonar; todo era parte de un mismo mecanismo, una trampa puesta en funcionamiento por el movimiento de la presa.
Zartath probó el otro acceso.
—Éste, también.
—Estamos subiendo —dijo el capellán mientras levantaba la vista hacia el abismo de luz.
Elysius comprendió demasiado tarde que estaban en una cámara elevadora oculta en la roca. Finalmente, el desenlace inexorable que había sentido cernerse sobre ellos había llegado.