I. Guiando al rebaño

I

GUIANDO AL REBAÑO

Ionnes estaba muerto. La aguja de metal le había atravesado la espalda; había salido por el pecho y le había destrozado los corazones primario y secundario. Incluso aunque hubiera habido un apotecario, éste no podría haber hecho nada por él. Antes del final, Ionnes había tenido la suficiente entereza como para soltar a Tonnhauser y hacer que cayera en zona segura. El diablo nocturno yacía boca abajo y aturdido muy cerca de allí.

Elysius estaba junto al cuerpo de Ionnes. Tenía los ojos cerrados y musitaba una bendición. Cuando hubo terminado, los mantuvo cerrados durante unos instantes más.

«¿Acaso es esto una prueba? —se preguntó a sí mismo—. Tanta muerte, tanta pérdida. El círculo de fuego se ha roto. Mi fe se tambalea al borde del abismo. Esta caldera negra ha hundido mi alma en la turbación. ¡Oh, Vulkan!, guía mi propósito bajo el martillo, refuerza mi determinación con los fuegos de la forja. Resistiré. Protegeré tu sello. Y juro que lo haré en tu nombre».

El guardia comenzó a moverse; aquel al que Ba’ken llamaba Tonnhauser. Sus balbuceos interrumpieron los pensamientos del capellán. Los otros dos diablos nocturnos también habían sobrevivido y se acercaron a su camarada.

De los Salamandras, Elysius y Ba’ken habían sido los últimos en caer. El gigantesco guerrero había caído sobre un saliente rocoso y se había golpeado el pecho. Respiraba con dificultad, y el fuego de sus ojos se había debilitado. Elysius no era apotecario, pero sabía que las heridas de Ba’ken eran severas.

¿Y si Elysius era el único superviviente de aquella prueba? ¿Acaso los eldars oscuros, al no poder destruir su cuerpo, intentaban ahora destruir su mente? Kadai, N’keln; dos capitanes habían caído durante su mandato como capellán. Era su deber ocuparse de la fe y de las creencias de aquellos que estaban a su cargo dentro de la compañía. Sin embargo, ¿cómo iba a poder hacer eso cuando sus propias creencias también estaban turbadas?

Entonces, sus pensamientos se centraron en Ba’ken.

«Lo necesitarás antes de que llegue el fin, hermano».

—Está muy débil —dijo Tonnhauser. El guardia se había puesto en pie; los otros dos habían ido a sentarse en los escombros que había alrededor mientras él se aproximaba al capellán. Sus palabras se referían a Ba’ken—. Y por su aspecto parece que tiene un pulmón perforado.

Resultaba evidente que Tonnhauser tenía algún tipo de formación médica. Los uniformes de los Diablos Nocturnos estaban tan ajados y sucios que resultaba difícil diferenciarlos entre sí, y mucho menos dilucidar su rango o su posición.

—Probablemente, sean dos —dijo Elysius—. Y también se ha roto una placa pectoral.

—¿Placa pectoral?

—Es un implante quirúrgico. Las tenemos todos los astartes. Cuesta mucho partirlas.

Tonnhauser trató de disimular su sorpresa. A pesar de su origen común, la fisiología humana y la de los astartes eran muy diferentes.

—Sospecho que también tiene varias heridas internas.

Tonnhauser hizo una pausa para humedecerse los labios. Justo después de precipitarse hacia las tinieblas, la disyunción había cerrado el abismo dando lugar a un nuevo nivel. Eso evitaría que los siguieran persiguiendo de manera directa, aunque no por mucho tiempo. Pronto tendrían que empezar a moverse de nuevo. Zartath ya lo había hecho. Por el momento, dejarían que Ba’ken descansara.

—Es muy poco lo que sé de la biología de los astartes, mi señor —se aventuró a decir Tonnhauser—, pero tengo entendido que es capaz de regenerarse. ¿Por qué… no lo está haciendo?

—El traumatismo es demasiado fuerte. —Elysius miró a Ionnes—. Incluso nosotros tenemos un límite. —Al hablar de Ba’ken, Elysius no sólo se refería al aspecto físico. El sargento había cerrado la mandíbula con fuerza—. De hecho, la membrana an-sus ya debería haberle inducido un coma regenerativo. Pero este cabeza de sauroch la está bloqueando.

—Puedo caminar… —protestó Ba’ken—. Y oír.

—Apenas puedes mantenerte en pie. —Elysius se volvió justo cuando Zartath apareció en su visión periférica—. Pensábamos que nos habías abandonado.

El dragón negro emitió un gruñido.

—Debemos darnos prisa, sacerdote de Vulkan —dijo. Lanzó a Ba’ken una mirada fugaz—. Debemos dejarlo aquí; no hará más que retrasarnos.

—¡No pienso abandonar a nadie, eso sería una aberración!

Por un momento, Elysius dejó que la ira se apoderara de él. Sus ojos se convirtieron en destellos rojos.

Zartath enseñó los colmillos. Las espadas de hueso asomaban enfundadas en las vainas de los antebrazos. Tras pensarlo mejor, se dio la vuelta y comenzó a caminar.

—Hay una ruta segura cerca de aquí. Daos prisa —dijo.

Una extraña y cálida sensación que emanaba del sello captó la atención del capellán.

—Haz lo que puedas por Ba’ken —le dijo a Tonnhauser—; debe estar preparado para moverse.

—¿Qué harás tú, mi señor?

—Le daré descanso eterno a nuestro hermano caído, aunque tengamos poco tiempo.

Elysius sacó la reliquia sagrada para mirarla con detenimiento. El icono de Vulkan tallado sobre la superficie refulgía débilmente bajo la luz tenue. Elysius se aventuró a tener esperanza.

El camino que se extendía ante ellos era tortuoso, y Elysius no tenía ni idea de hacia dónde se dirigían. Debía confiar en que Zartath les llevara a lugar seguro, y albergaba la esperanza de que sus rescatadores dieran con ellos antes que Helspereth. Se tambaleó; el peso de Ba’ken sobre su espalda resultaba una carga difícil de soportar. El salamandra apenas se mantenía consciente. Tonnhauser le había hecho una cura improvisada de la mejor manera posible, pero no era un artificiero del capítulo que pudiera reparar su servoarmadura, ni tampoco era un apotecario capacitado para tratar las severas heridas del marine espacial. Ba’ken no podía caminar y debía ser llevado a cuestas.

Juntos, después de que Elysius hubiera sacado el cuerpo de Ionnes de la aguja y lo hubiera depositado en el suelo, habían conseguido quitarle a Ba’ken la mayor parte de la armadura. De todas maneras, el generador apenas se mantenía en funcionamiento, operando a menos del diez por ciento de su capacidad. Le habían dejado la placa pectoral. Estaba envuelta en vendajes improvisados con los uniformes de la Guardia Imperial, y era casi lo único que permitía que los intestinos de Ba’ken continuaran dentro de su cuerpo. El resto de la armadura estaba inservible. Muchos capítulos astartes se opondrían a una idea semejante, muy reticentes ante el hecho de abandonar semejante reliquia. Pero los Salamandras poseían el espíritu pragmático de Vulkan. Una armadura podía volver a fabricarse, incluso diseñarse de nuevo, pero los guerreros nacidos del fuego no.

Zartath les hizo gestos para que se acercaran. Tonnhauser y los otros diablos nocturnos se habían convertido en la escolta de Elysius. En su interior, el capellán aplaudía su coraje, pero dudaba de que fueran poco más que una mera distracción en caso de que se produjera un ataque. El dragón negro había encontrado un túnel y les hacía señas para que accedieran a él cuanto antes.

Un ligero movimiento hizo que Elysius levantara la vista. Entonces, vio una aguja que se alzaba sobre las demás ruinas y dominaba la amplia avenida por la que avanzaban. La punta parecía estar recubierta de placas, como las placas quitinosas de un insecto. Eras aquellas placas las que se movían, oscilando y reajustándose como las alas de un pájaro sobre una rama. Sí, se trataba de alas, pero no había ninguna bandada de pájaros reposando sobre la aguja.

Elysius trató de lanzar una advertencia justo cuando los Azotes salieron de su escondite. Unas poderosas piernas los impulsaron hacia el aire, donde extendieron sus alas metálicas y se abalanzaron sobre los supervivientes como una bandada rabiosa.

Los eldars oscuros entraron en picado, sacrificando precisión por velocidad, con las alas en paralelo y casi unidas a la espalda como un par de espadas. Los disparos de los rifles llenaron el aire, tratando de silenciar los chillidos de los Azotes. Un diablo nocturno fue abatido. Un rayo negro proveniente de un cañón pesado que sostenía uno de aquellos diablos alados acabó con un segundo guardia. Ni siquiera tuvo tiempo para gritar antes de que cayera sobre él y le cercenara la cabeza.

Tonnhauser trataba de avanzar, y Elysius le gritaba para que se moviera. Un tercer azote, el último de la bandada, le apuntó con su rifle. De pronto, una lanza le atravesó el ala izquierda e hizo que se precipitaba hacia el suelo en picado, de modo que su disparo se perdió en el aire Tonnhauser alcanzó la entrada del túnel cuando Zartath levantaba el puño hacia el cielo y maldecía a los atacantes.

Ralentizado por el peso muerto de Ba’ken, a Elysius aún le quedaban unos pocos metros. Tropezó, aunque volvió a ponerse en pie justo a tiempo para ver que otros dos azotes volaban en círculos sobre él. Zartath trató de arrojarles piedras, pero una ráfaga de disparos le obligó a quedarse en el umbral de la entrada del túnel.

Elysius miraba fijamente el cañón lanza. Una letanía de odio hacia todos los xenos comenzó a tomar forma en sus labios justo cuando el azote levantaba el arma. Se estaba riendo. Ambos se reían. Su arrogancia era tal que los Azotes resultaban altaneros incluso para ser eldars oscuros.

Elysius no dejó de correr. Cuando alcanzó el umbral del túnel, los guerreros alados se perdieron en la oscuridad.

En cuanto el capellán estuvo dentro, Zartath selló la entrada.

—Hemos escapado por los pelos —dijo.

Un atisbo de obsesión pudo percibirse en su voz. Elysius se preguntó cuánto tiempo más podría el dragón negro mantenerlos unidos.

Tonnhauser estaba apoyado sobre una de las paredes del túnel, con los ojos puestos en el suelo.

Los Azotes habían tenido tiempo de sobra para matar al capellán. Elysius sabía que lo habían tenido a tiro, pero aun así…

—Sí, por muy poco —contestó. Sus sospechas se perdieron en las tinieblas conforme Zartath empezó a caminar.