II. Dulce clemencia

II

DULCE CLEMENCIA

Cuando Iagon despertó, se vio suspendido a varios metros sobre el suelo. La conciencia regresó poco a poco. Entonces se dio cuenta de que estaba anclado a algún tipo de máquina. Resultaba difícil saber de qué artefacto se trataba, pues gran parte de la maquinaria se extendía detrás de su campo de visión. Tenía los brazos por encima de la cabeza; cada uno de ellos estaba rodeado por tres anillos, en cuya parte interior había agujas que se le clavaban en el tejido cutáneo. Tenía los puños cerrados, aunque no por la ira, sino porque se hallaban aprisionados dentro de una estructura de metal brillante. Las piernas y los pies estaban en la misma situación. No tenía su armadura. Una brisa fría que provenía de la parte superior le refrescaba la piel. Todo estaba envuelto en sombras, pero la oscuridad no era total. Cuando la neblina del dolor que le cubría los ojos se disipó levemente, pudo bajar la vista y contemplar las terribles heridas que Helspereth le había infligido. También pudo ver las cicatrices que le había hecho su sacerdote marcador. Qué vacuas e inconsistentes le parecieron aquellas hazañas entonces.

Una voz grave, afilada y fría como una espada hizo que Iagon levantara la vista.

Unos ojos gélidos y alienígenas le miraban desde las tinieblas. Su dueño vestía una sobrepelliz de color negro y violeta que caía sobre las placas de lo que parecía ser una armadura insectoide. Llevaba un casco repleto de espinas que sujetaba con el antebrazo. También pudo ver una espada curva sujeta a la cintura mediante una funda negra. Iagon creyó distinguir la silueta de un rifle largo colgado a la espalda de aquella criatura.

Cuando se aproximó un poco más a la luz cuyo origen el salamandra no podía localizar, Iagon pudo advertir que se trataba de un eldar oscuro macho. Su rostro era rígido, casi como de porcelana. Las mejillas eran afiladas, como las hojas de una espada incrustadas en el cráneo. Una larga crin de pelo blanco le caía por la espalda; era del mismo color que su piel de mármol. Parecía viejo, aunque resultaba imposible señalar una característica semejante en una raza como aquélla. Sus ojos desvelaban la sabiduría de los milenios, pero también había malicia, como un trasfondo que subyacía bajo un velo de impasibilidad. Una larguísima capa negra, de un material que Iagon desconocía, ondeaba tras aquel señor; sus ondulaciones le daban el aspecto del aceite. De modo que ése era An’scur…, aquel al que Zartath había intentado asesinar, señor y maestro de Arrecife de Volgorrah.

Un cuadro de guerreros esperaba pacientemente tras el arconte, mejor equipados y mucho más altos que todos los que el nacido del fuego había visto hasta aquel momento. Iagon supuso que se trataba de la guardia de honor del señor. No había ni rastro de Helspereth. Sabía que ya no estaba en el valle Afilado. Dado que lo poco que podía ver parecía crepitar tímidamente, Iagon supuso que se encontraba en una nave. Podía oír el sonido de los motores abriéndose paso a través del espacio, o manteniéndola anclada a algún puerto. De pronto se percató de que en el fondo había aparecido otra figura. Era más corpulenta que las demás, pero su identidad se mantenía oculta y envuelta en las tinieblas. Por el momento, parecía conformarse sólo con mirar.

An’scur esbozó una sonrisa terrible, dejando ver unos dientes afilados que terminaban en puntas de metal. En aquel momento, una oleada de dolor ascendió por la espina dorsal de Iagon. El salamandra se convulsionó. Su pecho parecía querer alejarse del origen de aquel dolor, pero su cuerpo estaba atado de pies y manos a la máquina. A pesar de que intentó contenerse no pudo evitar dejar escapar un grito.

Unas extrañas palabras salieron de la boca de An’scur y silbaron por el aire. A diferencia de su subordinada, el arconte no estaba dispuesto a mancillar su lengua con el idioma de razas inferiores.

Una nueva sacudida de la máquina envió otra oleada de dolor por el cuerpo de Iagon, haciendo que el sudor que se acumulaba sobre su piel se convirtiera en una explosión de transpiración sangrienta. Sintió como su conciencia volvía a difuminarse y el pecho se henchía como respuesta al acuciante dolor antes de levantar la cabeza y dirigirse hacia la figura.

—¿No sabes hacer nada más? —dijo mientras un fino hilo de saliva ensangrentada caía en la sobrepelliz de An’scur.

Iagon cerró los ojos justo cuando sentía en el cuello el tacto frío de la hoja del eldar oscuro.

—Detente. —La orden provino de las tinieblas del fondo de la cámara.

—Nihilan…

Podía notar el olor a ceniza que flotaba en al aire, aunque no podía ver al perro faldero de Nihilan, Ramlek, por ningún sitio.

La figura no respondió a la llamada, pero An’scur asintió y enfundó la espada.

Exhausto y al borde de la muerte, Iagon intentó combarse de nuevo, pero la máquina del dolor no le permitía descansar. Una mezcla de productos químicos destinados a mantener su lucidez le estaba siendo inyectada en el sistema nervioso, Iagon luchó por contener un grito ahogado, lo que dibujó un destello de placer en el rostro de An’scur que el arconte consiguió disimular.

Nihilan habló de nuevo, esa vez en la lengua silbante dé los eldars. El placer de An’scur se convirtió en enfado.

Una vez más, Iagon no pudo comprender la respuesta, aunque reconoció la palabra mon-keigh mezclada con el tono de un discurso abrasivo.

An’scur debatió durante unos instantes más, hasta que finalmente la intimidación le hizo ceder. A Iagon le parecía increíble que Nihilan tuviera poder sobre aquellos piratas y saqueadores. Siempre había pensado que los eldars oscuros sólo obedecían a sus propios instintos. Los cargos de señores y maestros de aquella raza resultaban efímeros, pues únicamente se regían por la política del asesinato.

—Tienes suerte —dijo, escupiendo aquellas palabras como si fueran una medicina amarga— de que mí torturador principal se esté regenerando. Kravex podría haber hecho maravillas contigo, escoria. Él mismo diseñó la máquina a la que estás anclado.

—¿Y qué se supone que puede hacer? —acertó a decir Iagon con la boca llena de sangre.

An’scur comenzó a maldecir en su lengua materna antes de recordar dónde se encontraba. Poco a poco, recuperó la compostura.

—Aún te queda mucho tiempo que pasar junto a ella —prometió—. Mucho antes de que todo esto termine, estarás suplicándome que le ponga fin.

—No puedes amenazarme… —dijo Iagon, que estaba esperando una nueva descarga procedente de la máquina.

No se produjo ninguna.

—¿Cómo?

—No tengo nada que perder. He sido traicionado, basura xenos. Los de mi propia clase me han traicionado. Uno de mis hermanos me abandonó porque sólo pensaba en ascender. Todos mis lazos han sido desgarrados. La sangre que mancha mis manos ha hecho que mi mundo se vuelva rojo. Tu odio no es nada en comparación con el mío. ¡Nada!

En aquella ocasión, el dolor volvió a extenderse por todo su cuerpo, más para entretenimiento de An’scur que como expresión de su propia rabia.

—Es suficiente —dijo Nihilan—. Le necesito, An’scur; su rabia puede resultarnos muy útil.

An’scur contestó en su propia lengua, y Nihilan hizo lo propio.

Iagon estaba casi inconsciente por culpa del dolor, pero consiguió comprender una palabra que ambos repitieron: ushab-kai.

El guerrero la repitió entre dientes con un tono similar al de una interrogación.

En aquel momento, Nihilan abandonó las sombras y descubrió su semblante malvado y las placas escarlata de la servoarmadura. A pesar de las numerosas cicatrices, Iagon aún pudo distinguir lo poco que quedaba del salamandra Nihilan sobre la piel del hechicero. Aquellas quemaduras, infligidas por el calor de los vastos crematorios de Moribar, jamás sanarían.

— ¿Ushab-kai? —repitió Iagon.

Cuando Nihilan abrió los labios, un tenue destello de fuerza centelleó en sus ojos.

—Significa «navío».