I
HORIZONTE CIEGO
Los tripulantes de la Caldera se agarraron con fuerza ante la violencia de las sacudidas, zarandeados por la tormenta de ceniza.
El piloto de la lanzadera, Loc’tar, estaba enfrascado en una batalla por mantener el control del transporte y su estabilidad en medio de la vorágine que ascendía desde la superficie de Moribar. Mientras la lanzadera daba sacudidas, Dak’ir podía oír las letanías del piloto a través del comunicador interno. Sin embargo, todos los esfuerzos para calmar a los espíritus máquina de la Thunderhawk parecían vanos. Estaban descendiendo, incapaces de alcanzar la atmósfera superior del planeta.
Las turbulencias de la cámara santuario sacudieron a Pyriel, que yacía boca abajo en el suelo. Dak’ir aún trataba de recuperarse del salto a la rampa de embarque y no tuvo tiempo para sujetar el cuerpo inconsciente de su maestro. Pyriel se deslizaba de un lado a otro. El generador que llevaba a la espalda emitía un sonido metálico cada vez que golpeaba contra el suelo de la lanzadera.
El epistolario seguía aturdido. Perdido en su delirio, no paraba de musitar.
—Tempus… Infernus… Tempus… Infernus… Tempus… Infernus…
—El Tiempo del Fuego. —Dak’ir tradujo aquellas palabras a gótico-latín mientras sostenía con fuerza el cuerpo de su maestro—. No entiendo exactamente lo que presagia.
Un pitido que indicaba daños en los sistemas internos del casco de combate de Pyriel comenzó a salir de la rejilla facial.
—He visto…, la destrucción. —Aún estaba muy débil, incluso el esfuerzo de articular las palabras le resultaba insoportable—. Una lanza de luz.
La Thunderhawk se agitó violentamente antes de que Dak’ir pudiera contestar, y ambos bibliotecarios salieron despedidos contra el muro interior. Pyriel dejó escapar un grito; se había golpeado la cabeza con un saliente metálico. El ruido en el interior del transporte era increíble; el estruendo de los motores se mezclaba con el de la tormenta del exterior. Los coágulos de ceniza solidificada, granos de materia compacta, no dejaban de chocar contra el casco. A través del blindaje protector de la lanzadera sonaban como explosiones de artillería antiaérea.
—Ya lo he visto antes —dijo Dak’ir—. En Scoria. Es un arma.
Pyriel no había combatido en aquel mundo baldío, pero había oído hablar del cañón defensivo empleado por los Guerreros de Hierro.
—El cañón sísmico —musitó.
Dak’ir asintió mientras la Caldera continuaba luchando contra la tormenta exterior. Los bibliotecarios fueron arrojados hacía la popa del transporte. Las runas de advertencia de la pantalla retiniana de Dak’ir comenzaron a refulgir en tonos ámbar mientras dibujaban un plano esquemático con el informe de los daños sufridos por su servoarmadura.
—Se trata de una reliquia de la Edad Oscura de la Tecnología —dijo Dak’ir—. Kelock supo de su existencia y encontró el modo de construirla.
—Un arma capaz de destruir una luna de pequeño tamaño… —Las implicaciones de las palabras de Pyriel quedaron flotando en el aire.
—Lo de Scoria no fue más que una prueba. Querían comprobar si podría funcionar.
—¿Querían?
—Los Guerreros Dragón. ¿Quién si no? El rayo que vi en mi visión era mucho más grande; estaba montado en una nave. Nihilan pretende destruirnos, maestro.
—La amargura se ha enquistado en lo más profundo de su corazón, y lo ha emponzoñado.
Por un momento pareció como si Pyriel fuera a decir algo más, pero una sacudida repentina los lanzó hacia el otro lado de la bodega.
—¿Qué ocurre? —Pyriel trató de erguirse, pero se precipitó tan pronto como se puso en pie—. Mi mente… Es como si estuviera compuesta por las piezas de un caleidoscopio. Todo se había resquebrajado; estaba fuera de lugar.
La lucidez de Pyriel iba y venía, y su atención se desintegraba.
—No son más que las secuelas psíquicas; pronto se desvanecerán. Debemos aguantar, maestro —dijo Dak’ir mientras se aferraba con fuerza al asidero que tenía sobre la cabeza.
La voz desesperada de Loc’tar llegaba a través del comunicador.
—Hemos despegado demasiado tarde. Estamos atrapados en la tormenta.
Pyriel agarró con fuerza el brazo de Dak’ir.
—El maestro Vel’cona… —comentó— me dijo que te matara si la fuerza se hacía demasiado grande.
—Lo sé, maestro.
Un movimiento súbito de la mano de Pyriel denotó su sorpresa.
—¿Cómo?
Dak’ir contestó a regañadientes.
—He leído tus pensamientos, maestro.
—Pero eso no es posible. Yo…
—Aparecieron ante mi mente de forma espontánea. Lo siento, maestro.
Pyriel ocultó su impresión con una risa desprovista de todo atisbo de alegría. Era como si estuviera inundada de sangre.
—Incluso aunque lo hubiera deseado no habría sido capaz de detenerte, Dak’ir. Y ahora ni siquiera estoy seguro de que Vel’cona pudiera hacerlo.
—Es algo que he soportado desde Aura Hieron; ni siquiera cuando estábamos en las entrañas de Moribar podía dejarlo salir. Algo arde en mi interior, algo consciente. Temo que si lo dejo salir, no pueda controlarlo. ¿Qué soy, Pyriel? ¿Qué significa esto?
—Debes elegir por ti mismo, Dak’ir. ¿Salvación o destrucción? ¿Qué opinas?
La bodega se estremeció de nuevo. El blindaje de la Caldera rugía ruidosamente por el esfuerzo.
—Creo que eso no importará si acabamos estrellados y calcinados sobre las arenas de Moribar. Loc’tar, ¿puedes sacarnos de aquí?
En aquel momento se produjo un largo silencio mientras el hermano piloto luchaba por controlar la lanzadera.
—La Caldera es uno de los mejores transportes del capitán Dac’tyr, pero su espíritu está confuso. Debemos prepararnos para lo peor, bibliotecario.
La voz de Dak’ir sonó con un tono adusto.
—Que Vulkan nos proteja.
Pyriel le miró fijamente.
—Sólo tú puedes salvarnos.
—¿Que yo puedo qué?
—Usa tu poder, Dak’ir. Haz que la nave tome altura. Pon fin a esta tormenta.
—Pero en la cámara…
—Ya sé lo que dije en la cámara. Pero tus habilidades están creciendo a cada momento que pasa. Pon fin a la tormenta, controla tu poder.
—¿Qué pasará si no lo consigo?
—Un salamandra no renuncia a su deber por culpa de la duda; si fracasas, moriremos de todas maneras.
—Pero al liberarla…
—Es nuestra única oportunidad.
La Caldera se agitaba de forma incesante. Si perdían mucho más tiempo, la lanzadera sucumbiría ante el poder de los vientos y se rompería en pedazos.
—Sólo me arrepiento de no haber tenido más tiempo para instruirte como es debido. Pero eso ahora no importa. Aprenderás actuando, Dak’ir. Es la tradición de Vulkan; es el yunque contra el que los nacidos del fuego son puestos a prueba a base de bólter, acero y fuego psíquico. ¡Hazlo ahora!
Dak’ir redujo el efecto anulador de su capucha psíquica y el latido insistente que había sentido desde que la había activado se convirtió en un rugido. En un primer momento se quedó inmóvil mientras trataba de aclimatarse, pero inmediatamente recuperó la compostura.
Justo antes de que empezara, Pyriel lo agarró de la muñeca.
—Esta vez no seré yo quien te guíe. En este momento, estás solo, semántico.
Dak’ir asintió. Sus ojos comenzaron a emitir destellos cerúleos y se llenaron de llamas.
El fuego emanaba del cuerpo de Dak’ir. Se filtraba entre los remaches, entre las juntas de las placas y entre las más mínimas fisuras del casco, hasta perderse en la tormenta. La Caldera se convirtió en una antorcha que ardía en el ojo de su mente. Las oleadas de calor arrancaron el casco. La ceniza dejó de tener masa y el aire fue devorado por las conflagraciones hambrientas que rodeaban la nave, hasta que finalmente la tormenta quedó reducida a un vacío.
Un océano de fuego se extendió ante Dak’ir, su conciencia se convirtió en un esquife bamboleado por las olas psíquicas. Necesitaba un anda, un lugar al que fijar su mente antes de que ésta se deshiciera. Estando en el interior de la bodega de carga, si eso llegara a ocurrir, los efectos serían catastróficos. En un esfuerzo por encontrar el equilibrio, Dak’ir recordó la filosofía de Zen’de y la sabiduría primitiva del maestro Prebian. Y cuando eso falló, pensó en Ba’ken, su amigo más cercano dentro del capítulo; en cuánto tiempo había pasado desde que lo había visto por última vez; en las enseñanzas de Pyriel; en la voz rocosa de Amadeus; en la conducta atemperada de Ko’tan Kadai. Nada conseguía calmar aquellas aguas furibundas en las que Dak’ir se encontraba a la deriva. Sintió que se hundía envuelto en llamas, hasta que su conciencia encontró un lugar repleto de inocencia. Estaba bajo la superficie de Nocturne, en las cuevas de Ignea. Sintió que las paredes de la caverna estaban frías al tacto, protegidas de la opresión del sol por infinidad de capas de roca. El agua procedente del deshielo glaciar goteaba formando arroyuelos y dando lugar a extraños dibujos. Tras adentrarse aún más, Dak’ir encontró el lugar en el que aquellos riachuelos se convertían en una catarata. Primero se lavó las manos y después todo el cuerpo, calmando así el calor abrasador que le oprimía la piel. El mar estaba tranquilo ahora; las llamas retrocedían.
Anclándose en la memoria, Dak’ir encontró el equilibrio y abrió los ojos.
La Caldera dejó de dar sacudidas y, poco a poco, adoptó un ascenso suave y continuado.
—He recuperado el control… —anunció Loc’tar—. Estamos ganando altura. ¡Alabado sea Vulkan! —añadió sin preocuparse por ocultar el alivio que sentía.
—¡Alabado sea Vulkan! —repitió Pyriel mientras contemplaba como la aureola incandescente que rodeaba a Dak’ir se convertía progresivamente en una tenue bruma, hasta que finalmente desapareció.
El semántico estaba de rodillas. Tuvo que luchar con fuerza para soltar la empuñadura de Draugen. Dak’ir se quitó el casco de combate y dio una bocanada de aire. Sonrió a su maestro, pero Pyriel había vuelto a quedar inconsciente por culpa de la tensión. A pesar de lo que había dicho, Pyriel le había obligado a aferrarse a su anclaje psíquico.
Quizá creía en él. Dak’ir ni siquiera estaba seguro de creer en sí mismo. Pyriel le había autorizado a usar sus poderes psíquicos para salvar a la Caldera de una destrucción segura. Había sido una decisión pragmática, pero ¿y si lo que el epistolario había dicho era verdad y nada, ni siquiera Vel’cona, podía pararlo? Entonces, habría sido Pyriel el responsable.
¿Acaso todos aquellos años, desde la meseta Cindara, Tsu’gan había tenido razón? ¿Acaso era Dak’ir una aberración? O tal vez fuera algo más, algo trascendente enviado por el primarca para salvar a los Salamandras y a todo Nocturne de la aniquilación. Durante las pruebas de los bibliotecarios sólo había hallado consuelo bajo tierra. Resultaba sencillo saber lo que había que hacer; sobrevivir y llevar a cabo la siguiente prueba eran las únicas preocupaciones de Dak’ir.
Ahora desconocía lo que el destino le tenía reservado. Ni siquiera sabía si era él quien debía darle forma. Había cabalgado sobre una tormenta, una tormenta simbólica, hacia un horizonte ciego. Aquellas profecías funestas eran un peso insoportable que colgaba del cuello de Dak’ir. Era una carga desdichada, pero sólo él podía soportarla. Si eso le hacía aberrante, que así fuera; también cargaría con ello.
Decidido, Dak’ir se puso en contacto con Loc’tar.
—En cuanto abandonemos el campo gravitacional de Moribar, llévanos hasta Nocturne, hermano —dijo—. Llévanos a casa.