II. Desesperación y fe

II

DESESPERACIÓN Y FE

Tonnhauser estaba agradecido de que Leiter y Fulhart le estuvieran ayudando. Aquel gigante era muy pesado. El peso muerto parecía caer con más fuerza sobre los tres diablos nocturnos a cada paso que daban. Tonnhauser podía sentir la débil respiración del guerrero a través de la armadura, y percibía un ligero olor a sangre con cada nueva bocanada de aire. Aquel salamandra se estaba muriendo. No necesitaba ser un médico de campaña para saberlo; incluso un soldado raso podría verlo. Tras pasar varias horas llenas de angustia en el valle Afilado, Tonnhauser había empezado a creer que los Ángeles también podían morir. Había visto a uno con la cabeza cercenada; la explosión de sangre y vísceras no fue muy diferente de la que sufrió el guardia Kolt. Pero había otro más, caído a causa de múltiples heridas; seguramente habría luchado con una tenacidad increíble, pero finalmente resultó tan fútil como la de cualquier hombre común.

Los Marines Espaciales podían morir. Aquélla fue una revelación sorprendente y terrible.

Tan sólo había podido ver retazos de la batalla. Las brujas guerreras eran terriblemente rápidas, como los destellos que producían las hojas de las espadas bajo la luz del sol. Pudo oír el sonido de la refriega desde la planicie, con el general Slayte al otro lado del comunicador, aunque ahora no tenía ni idea de dónde estaría el comandante de los Diablos Nocturnos. Probablemente muerto. Todos habían muerto. ¿De qué otro modo iba a ser si tenían que luchar contra aquellas cosas? Trató de no dejarse llevar por el desaliento, pero con una fe tan herida como la suya resultaba difícil no hacerlo. Cuando habían conseguido abatir a aquellos terribles mastines, Tonnhauser se había atrevido a pensar que podrían sobrevivir. Pero ahora, la verdad le miraba directamente a los ojos, una verdad de hojas de sierra y tridentes dentados.

Mientras caminaba hacia el borde del precipicio, Tonnhauser sacudió la cabeza tratando de deshacerse de aquel fatalismo. Habían logrado sobrevivir durante mucho tiempo y llegar hasta allí.

«Nos formamos sobre el yunque», había dicho uno de los salamandras.

Tonnhauser no sabía lo que significaba, pero había fuerza en aquellas palabras, y al recordarlas, se sintió reconfortado. Tenía que seguir intentándolo; se lo debía a la memoria de su padre. Pero aquellas brujas les pisaban los talones, y lo que hasta entonces habían sido unos guardianes invencibles estaban magullados y parecían más vulnerables que nunca.

El salvaje de la armadura negra estaba contándoles alguna historia a los demás. A Tonnhauser le resultaba difícil distinguir las palabras, pues hablaba con un tono estridente. Podía ver destellos de las brujas guerreras a través del muro de armaduras que tenía delante; cada vez estaban más cerca. Sabía que hallar la muerte bajo sus hojas y sus púas no sería una sensación agradable. En varias ocasiones intentó apartar la vista de ellas, pero siempre miraba de nuevo. A pesar de su aspecto feroz, aquellas extrañas criaturas andróginas le resultaban atractivas.

Cuando hubo terminado, el guerrero de la armadura negra se separó del grupo y comenzó a correr. Tonnhauser casi tuvo que frotarse los ojos cuando vio cómo saltaba por el borde del precipicio.

—¿Acaba de…? —trató de decir Leiter.

—No sabía que los Marines Espaciales fueran capaces de suicidarse —añadió Fulhart, que apenas podía hablar por la falta de aliento.

—No ha sido un suicidio… —consiguió murmurar el gigante, que comenzó a tambalearse y casi hizo caer a los tres diablos nocturnos mientras intentaba ponerse en pie.

—Ha saltado, señor capellán —dijo otro salamandra, el que tenía el rostro afilado y una cicatriz que hacía de su boca una sonrisa perpetua. Su líder, el predicador de la armadura negra, contestó:

—No nos queda otra elección.

El salamandra gigante habló a Tonnhauser y a sus compañeros.

—Puedo aguantarme de pie. —Su voz era firme, pero sus piernas no. Acto seguido, perdió el equilibrio, y el guerrero del rostro afilado tuvo que sujetarlo.

—Estás herido, hermano —le dijo al oído, aunque lo suficientemente alto como para que Tonnhauser lo oyera—, y aquí no serás de mucha ayuda.

Justo detrás de ellos, Tonnhauser pudo ver cómo el otro guerrero salvaje de armadura negra corría hacia el borde, disparando el gigantesco bólter de forma intermitente.

—Iagon, puedo luchar —respondió el gigante.

—Lo siento, Ba’ken, pero no puedes. Y ahora, agárrate.

Estaban a menos de un metro del borde del precipicio cuando el que respondía al nombre de Iagon empujó al gigante. Su cara se convirtió en una máscara de ira antes de perderse completamente de vista.

—Coge a los humanos —dijo Iagon, mirando a Tonnhauser y a los otros dos guardias—. Kor’be no podrá sobrevivir solo.

—Ni tú tampoco —respondió un tercer salamandra, el que blandía una enorme lanza.

La indecisión hizo que el predicador de la armadura negra hiciera una pausa antes de asentir.

—Que Vulkan os acoja en sus fuegos, y que vuestras almas permanezcan por siempre en el calor de sus llamas.

Se golpeó la placa pectoral con el puño cerrado justo antes de volverse hacia el último de los salamandras.

—Ionnes…

El salamandra dio un paso al frente, y Tonnhauser sintió como algo lo levantaba del suelo.

—Va a ser una caída muy larga, pequeño humano —dijo el guerrero con cierta benevolencia—; será mejor que te agarres bien.

En aquel momento, el mundo de Tonnhauser se convirtió en una bóveda negra, salpicada de destellos, tras ser arrastrado por encima del borde del precipicio.

—Retenedlas tanto como podáis, hermanos —dijo Elysius justo antes de coger a los otros dos humanos y seguir los pasos de Ionnes.

—Nuestro sacrificio no será en vano —respondió Iagon, mirando hacia las sombras del precipicio.

Ahora se encontraba solo en el borde. Debajo de él, el mundo era oscuro y estaba repleto de espinas; no era muy diferente de su propia vida desde que Tsu’gan lo había abandonado, desde su traición.

Había luchado contra ello, contra «el plan». Pero había cosas contra las que no se podía luchar, pues eran inevitables. La breve amistad con Ba’ken se había camuflado en un nuevo propósito, pero ahora Iagon podía ver lo efímero de aquella verdad. No se podía luchar contra el destino. Negar la naturaleza era igual que negar algo tan inexorable como el tiempo.

Koto ya corría al auxilio de Kor’be; blandía la lanza a la altura de la cintura cuando lanzó la carga.

—¡En el nombre de Vulkan! —gritó.

—Sí —susurró Iagon—. Por el primarca…

Desenfundó la espada. Atravesó la espalda de Koto, justo por debajo del corazón. La punta atravesó la placa pectoral por la parte delantera envuelta en una explosión de sangre y vísceras.

Koto consiguió darse la vuelta antes de caer y una expresión de incredulidad atormentada se apoderó de su rostro. Trató de articular unas palabras, pero Iagon no pudo discernir su significado. Luego, desapareció tragado por un remolino de hojas cuando las brujas se abalanzaron sobre él.

Ajeno a la traición de Iagon, Kor’be no resistió mucho más. El último cargador del bólter disparó unas pocas rondas y se quedó vacío antes de que el guerrero lo empuñara por el cañón y lo empleara como una maza improvisada. Consiguió abatir a una bruja y aplastó el cráneo de otra más. Pero Helspereth no estaba dispuesta a dejarse amilanar. Armó el siguiente golpe, un movimiento torpe e infantil comparado con su inmenso poder, y atravesó a Kor’be con el tridente. En una increíble demostración de fuerza que parecía estar muy por encima de su complexión esbelta, levantó en el aire la enorme figura del dragón negro, lanzó el tridente contra una columna de roca y dejó al guerrero envarado. Después desenvainó sus dos hojas y le cercenó la cabeza con un destello de plata.

Iagon estaba desarmado y se arrodilló cuando las brujas se aproximaban, levantando los brazos en señal de rendición.

—Tenemos un traidor ante nosotros.

A Helspereth parecía divertirle todo aquello. Dirigió una mirada incisiva hacia sus guerreras, y éstas se apartaron para dejarla relativamente a solas con aquel ser suplicante.

Iagon inclinó la cabeza.

—Y parece muy sumiso —añadió con una risa ligera y decidida que sólo contenía malicia—. No eres más que una criatura hipócrita, ¿no es así, mon-keigh?

La bruja golpeó a Iagon con una de sus garras; le abrió una profunda herida en la mejilla y obligó al guerrero a que la mirara.

—¡Contesta, escoria! —gritó con un tono burlón que enmascaraba una expresión de odio.

—Nihilan. —Fue la única palabra de Iagon—. Deseo hablar con Ni-hilan.

Los ojos de Helspereth se entornaron antes de que la expresión de burla fingida regresara a su semblante. Había enfundado las espadas tras acabar con Kor’be y en aquel momento sacó un guante de metal. Estaba recubierto de pequeñas puntas y púas que discurrían por los dedos como si fueran espinas. La malla translúcida crepitó al deslizarse sobre su pálida piel.

Cuando tensó la mano, unas nuevas agujas aparecieron en la punta de los dedos. Tras emitir un gruñido las hendió en el pecho de Iagon, atravesando con facilidad la ceramita de la servoarmadura. Unas descargas eléctricas se extendieron por todo el cuerpo del guerrero, haciendo que hasta sus huesos se estremecieran. Iagon se retorció en una, dos y hasta tres ocasiones. Sus dos corazones recibieron de lleno el dolor del trauma que estaba experimentando. Las terminaciones nerviosas de Iagon se retorcieron como si estuvieran en llamas.

Helspereth se inclinó un poco más para contemplar de cerca aquella agonía, lamiendo la sangre que emanaba del corte que le había hecho al guerrero en la mejilla.

—Deliciosa.

—Llévame… ante Nihilan —exigió Iagon entre borbotones de sangre—. Somos aliados.

Pero Helspereth aún no había terminado.

—Ahora eres mío. Vuestro pequeño sacerdote puede esperar. Por el momento, saciaré mi apetito contigo. —Su aliento perfumado resultaba un aroma soporífero.

Volvió a golpear el pecho de Iagon una vez más. El guerrero pudo sentir como sus entrañas se revolvían. Las células de Larraman de su torrente sanguíneo luchaban por cerrar las múltiples heridas que Helspereth estaba abriéndole en el pecho, pero incluso la fisiología mejorada de un marine espacial tenía límites. La bruja no dejaba de torturarle. La ira de Iagon por ver cómo se le negaba la venganza era lo único que le hacía seguir.

—Perra infernal… —acertó a decir entre gritos y estertores—. Llévame ante Nihilan.

—Eres una criatura muy obstinada —dijo Helspereth, que poco a poco comenzaba a dejarse llevar por el éxtasis.

Las demás brujas empezaron a arremolinarse a su alrededor, acercándose tanto como se atrevían y recogiendo las sobras psíquicas de la carnicera.

—Fui yo quien saboteó los puntos de control —confesó Iagon—; fui yo quien os dejó entrar.

Helspereth ignoró aquellas palabras. Estaba disfrutando demasiado. Su deseo amenazaba con superar su malicia.

—Ahora comprendo por qué a ese cadáver de Kravex le resultas tan entretenido. ¿Es vuestro sacerdote igual de resistente? Apuesto a que sí. No puedo esperar a saborear su dolor. Quizá incluso deje que sea él quien me hiera primero.

De pronto, sacó una de las espadas y la alzó en el aire. Aquella visión aturdió los sentidos de Iagon. La sangre de Kor’be aún goteaba por la hoja.

—Parece que este baile ha terminado para ti, mon-keigh. —La bruja sonrió. Era una sonrisa viperina, un presagio de muerte—. Aunque debo admitir que ha sido divertido.

Los ojos de Helspereth se convirtieron en pozos oscuros y llenos de hastío al mismo tiempo que se disponía a hender la espada en la garganta de Iagon.

—Nihilan —consiguió articular con un sonido áspero.

Una voz proveniente del reino de lo etéreo detuvo la mano de Helspereth. Hablaba en una lengua que Iagon no comprendía. Estaba a punto de perder el sentido, pero se aferraba con fuerza a la conciencia. Después de todo, su vida dependía de ello.

Helspereth contestó a aquella voz incorpórea en el mismo dialecto. Sus palabras sonaron entrecortadas e iracundas.

Iagon debía ser indultado. Estaba enfadada porque el placer del asesinato le había sido negado. Alguien que tenía poder sobre la reina bruja, quizá el señor y potentado del que Zartath había hablado, había decretado que Iagon debía vivir.

Sabía que los Guerreros Dragón tenían algo que ver. Podía detectar la traición de Nihilan a kilómetros de distancia; no era muy diferente de la del propio Iagon.

Después de intercambiar unas pocas palabras más, Helspereth retiró las garras electrificadas del pecho de Iagon y enfundó la espada.

—Parece que tienes amigos importantes —espetó en gótico común antes de darle la espalda.

—No son mis… amigos —acertó a decir Iagon mientras la oscuridad se apoderaba de él hasta dejarle inconsciente.