I. Los fuegos del sello

I

LOS FUEGOS DEL SELLO

Era como si el mundo se hubiera derrumbado y unas manos salvajes lo hubieran moldeado de nuevo.

Una cicatriz irregular discurría por lo que una vez debió de ser un anfiteatro o un templo. Sus hemisferios bifurcados se situaban ahora a niveles desiguales donde antes estuvieron unidos. Entre ellos se alzaba un puente de piedra, lo suficientemente ancho como para que tres Land Raiders lo atravesaran al mismo tiempo. Pequeñas ramificaciones surgían de aquella gran arteria, flanqueadas por agujas y balaustradas afiladas. Las columnas perforaban el paso principal; restos esqueléticos de humanos y xenos colgaban de cadenas y cables metálicos. En la distancia se alzaba una gran aguja. Había varios cadáveres ensartados en la punta como si fueran una especie de figuras votivas.

—Se conoce como «disyuntiva» —dijo He’stan, que acababa de indicar a los Dracos de Fuego que se detuvieran en el umbral del templo, justo donde comenzaba el puente. Permanecieron ahí, divididos en dos líneas de cinco.

Conforme se acercaban a ese lugar en el Incursor prestado, habían oído y notado los movimientos caprichosos de una ciudad que se retorcía. Ahora, aquel transporte estaba destrozado; las manos de Tsu’gan lo habían dejado inoperativo. El guerrero encontró un gran placer en esa destrucción, y se dedicó a la tarea afanosamente. En las tinieblas de los pasos y conductos de aquel asentamiento fronterizo infestado de eldars oscuros, los Dracos de Fuego no necesitarían más aquel transporte. El resto del camino debería hacerse a pie.

Halkarr fue el primero en sentirse aliviado por ello.

—Incluso sus ciudades no son más que aberraciones deformes —espetó mientras escupía al estilo de los antiguos veteranos.

—Así funcionan los espectros del crepúsculo —dijo He’stan—. Sus fronteras son efímeras, tanto como sus pactos y sus alianzas. Es una buena señal.

—¿Cómo es posible, mi señor? —preguntó Halknarr—. Ya es problema suficiente el tener que orientarnos en este laberinto sin que cambie constantemente.

—Los moradores de la ciudad necesitan tiempo para adaptarse, para rediseñar sus pequeños imperios y trazar nuevas fronteras sobre la arena. Podemos usar esta distracción y aprovecharla para acercarnos más al sello sin ser detectados.

—Acercarnos más a Elysius, mi señor —se aventuró a decir Daedicus.

—No, hermano; lo que he dicho es exactamente lo que quería decir. El sello lo es todo, por mucho que lo sienta por Elysius.

El silencio de Daedicus enmascaró lo que el guerrero opinaba al respecto.

—Si existe algún modo, conseguirá sobrevivir —señaló Tsu’gan con pesar—. El capellán es un hijo de perra duro y persistente.

Praetor dejó aquel comentario sin contestación. Era una gran verdad.

—¡Mirad! —dijo Halknarr, señalando hacia el puente.

En aquel momento, todos los ojos se fijaron en un cuerpo que había sobre la balaustrada, ensartado en una aguja; un cuerpo que vestía una servoarmadura verde.

—¡Hermano! —gritó Daedicus, que comenzó a moverse justo antes de que la mano alzada de He’stan le detuviera.

—Está muerto —anunció el padre forjador con tono sombrío, haciéndose eco de la ausencia de signos vitales de su pantalla retiniana.

El sonido de un puño que se cerraba con fuerza delató la rabia de Tsu’gan.

—Pero ellos no… —dijo mientras miraba en dirección al puente.

Un grupo de figuras descarnadas, necrófagos de piel grisácea, se había amontonado en torno a los restos de un esquife destrozado. Vistos desde la distancia, estaban mimetizados entre los escombros y resultaba difícil saber qué hacían. Pero al cabo de unos momentos se hizo aparente.

Se estaban alimentando…, de carne.

El desagrado en la voz de Halknarr fue evidente.

—Carroñeros.

—Es posible que estén dándose un festín con otro de nuestros hermanos —dijo Daedicus.

—Bastardos depravados… —Tsu’gan desenfundó el combibólter sólo para que Praetor le obligara a bajar el arma.

—No, hermano —dijo el sargento veterano. Hablaba sin apenas abrir los labios—. Esta vez lo haremos a mano.

Tsu’gan esbozó una sonrisa bajo el casco de combate. El destello rojizo que emitieron sus ojos fue idéntico al que invadió la mirada de He’stan. La orden del padre forjador fue enérgica.

—Acabad con todos —dijo, y en aquel mismo instante comenzó a correr hacia las criaturas.

Como una colonia de hormigas de la lava, tan pronto como los necrófagos se percataron de la presencia de los intrusos abandonaron su festín y atacaron en masa. Había por lo menos un centenar de criaturas, y todas ellas chillaban y agitaban las garras. El ímpetu de aquella vorágine caníbal había hecho que olvidaran por completo cualquier instinto de supervivencia.

Justo en medio del puente, los Dracos de Fuego y los necrófagos se encontraron.

Tsu’gan pensó en los servidores convertidos en zombis mecanizados de la Archimedes Rex mientras mataba a una criatura tras otra. Aquellos seres carecían de armas, contaban únicamente con sus fauces y sus garras, pero luchaban con la misma apatía automatizada. En ese momento se sentía invulnerable; no cesaba de cercenar miembros y los arrojaba a docenas al abismo impenetrable que se abría bajo el puente. Dejaba salir toda su rabia con cada nueva estocada.

Luchando espalda con espalda con Halknarr, Tsu’gan quedó maravillado ante la destreza del veterano guerrero. Los necrófagos apenas consiguieron posar una sola garra sobre él. Filoarma y espada sierra en mano, lanzaba estocadas con el aplomo de un esgrimista y el brío de un púgil.

Mientras Tsu’gan era la ira y la furia, Halknarr era la aplicación precisa de la fuerza y la agresividad. Era mucho lo que le quedaba por aprender de sus hermanos más veteranos.

Vo’kar, que no podía hacer uso del incinerador, luchaba con los puños y con la filoarma. Sus años como artillero no habían atrofiado sus instintos para el combate cuerpo a cuerpo. Ivictese, su compañero a bordo de la Proteica y superviviente de aquella malograda misión, luchaba junto a él, cercenando miembros con la espada sierra. Oknar, Persephion, Ed’bak.

todos ellos luchaban como héroes decididos a aplastar a aquellos seres repugnantes. Las hojas y los martillos cortaban el aire y daban estocadas con la disciplina propia de un regimiento. Cada una de aquellas armas era una obra maestra forjada por su propietario con sus propias manos.

Sin embargo, ninguno de ellos, ni tan sólo Praetor, estaba a la altura de He’stan.

Aquellas criaturas eran muy inferiores a los Dracos de Fuego; eran poco más que escoria xenos, pero había que acabar con ellas de todos modos. El padre forjador lo estaba haciendo con una eficiencia letal. Ni un solo golpe se perdía sin encontrar su destino; cada estocada era mortal. Poco a poco consiguió dibujar a su alrededor un círculo de muerte tan denso que los cadáveres quedaron apilados como un barricada de carne.

Praetor se abría paso entre ellos para perpetuar la matanza, utilizando su enorme figura y su fuerza descomunal como una bola de demolición humana. Como un péndulo, el martillo de trueno se alzaba y dibujaba arcos eléctricos en el aire. Las criaturas caían por el puente en una cascada de muerte; sus alaridos desesperados se perdían en la negrura del vacío.

Era puro. Era una masacre.

Para Tsu’gan era algo hermoso.

La lucha no duró más que unos pocos minutos. Al final, infinidad de criaturas yacían muertas, destrozadas bajo hojas y martillos. Muchas otras se habían sumido en el abismo. Los Dracos de Fuego estaban cubiertos de vísceras, pero se sintieron aliviados al comprobar que ningún salamandra estaba siendo devorado por aquella jauría frenética.

—Descarnados… —dijo He’stan mientras le daba la vuelta a un cadáver para descubrir el cuerpo de una eldar—; son como los demás, pero carecen de sensaciones. No son más que despojos —explicó—, cobardes y desdichados, pero al igual que el resto de su raza también se comportan de un modo despiadado y resentido.

—Una vez luché contra la Plaga de la Incredulidad —dijo Halknarr mientras contemplaba los cuerpos destrozados—. También devoraban a los vivos, pero sus mentes estaban mancilladas por el Caos. Eran poco más que cadáveres andantes que se guiaban por sus instintos más básicos. Pero esto —añadió mientras movía el brazo, abarcando toda la escena— es algo que no puedo comprender.

—Están condenados… —dijo Tsu’gan al mismo tiempo que sacaba un jirón de carne de uno de los dientes de su espada sierra.

—En efecto, hermano —contestó He’stan.

—Aquí hay otro, mi señor —dijo Daedicus desde el extremo contrario del puente. Tras la refriega, los Dracos de Fuego se habían dispersado para peinar la zona en busca de más cadáveres.

He’stan decidió que si no podían hacer que sus hermanos caídos descansaran en paz, al menos debían incinerarlos. Acto seguido musitó una letanía en honor al que estaba ensartado. La cabeza de aquel salamandra había sido cercenada. Sin duda, ahora estaría en alguna sala de trofeos o atravesada por otra lanza. El fuego de la ira se encendió dentro del padre forjador ante tal pensamiento.

Otros no se mostraron tan comedidos.

—Es G’heb —gruñó Tsu’gan, que se sentía impotente al no tener nada sobre lo que descargar su rabia. De inmediato, se dirigió hacia el puente y destrozó un bloque de roca de la balaustrada—. Era de la 3.ª Compañía; reconozco las marcas de su armadura.

—Vengaremos su muerte, hermano —dijo Praetor, quien se había acercado hasta Tsu’gan acompañado por Persephion.

—¿Alguna señal del capellán Elysius? —preguntó el sargento veterano.

—Parece que no, mi señor —contestó Persephion.

Praetor le cogió por el brazo. Su voz sonó severa.

—Aseguraos, quiero que reviséis cada rincón.

Persephion asintió y se dispuso a acatar la orden.

He’stan se había acercado al extremo del puente, donde Daedicus estaba arrodillado junto al salamandra caído.

—Esen —dijo Tsu’gan.

Él y Praetor habían seguido al padre forjador, que ahora también estaba arrodillado junto al cuerpo. Aquel guerrero había encontrado el descanso eterno, pero sin un apotecario que le extrajera las glándulas progenoides, su legado terminaría allí mismo.

—Está claro que Elysius ha pasado por aquí —dijo Praetor mientras escudriñaba el horizonte surcado por relámpagos en busca de algún indicio de sus hermanos.

—Entonces, sigue con vida —contestó Tsu’gan en voz baja.

—El capellán habrá hecho todo lo que habrá podido, de eso estoy seguro —dijo He’stan—. Ahora guardemos silencio durante unos instantes, hermanos —añadió mientras cerraba los ojos.

Tsu’gan intercambió una mirada de recelo con Praetor, pero en seguida se sumaron al ritual iniciado por el padre forjador.

Arrodillado, He’stan inclinó lentamente la cabeza hasta tocar con ella la empuñadura de la lanza. Después, cogió el arma con ambas manos y la alzó sobre su cabeza como un estandarte.

Estaba musitando algo, algún tipo de bendición o invocación. No parecía ser ninguna clase de hechicería de la disformidad, pero había en aquellas palabras algo desconocido e intangible. Tsu’gan había oído hablar de los rituales clandestinos que se llevaban a cabo en el corazón de Prometeo. Incluso aunque él mismo fuera un draco de fuego, aún desconocía muchos de sus secretos. De hecho, era muy poco lo que sabía sobre el funcionamiento interno de la Compañía. Apenas llevaba tres años en ella, y no era más que una pequeña vela en comparación con las antorchas centelleantes avivadas durante siglos por aquel grupo de guerreros. Sin embargo, incluso Praetor, un guerrero eminente entre los Dracos de Fuego, parecía desconcertado.

Pasados unos minutos, He’stan se puso ene.

—Tengo una señal. Es muy débil, pero aún puedo percibir la estela del fuego. No están muy lejos —manifestó sin dirigirse a nadie en particular.

Todos los dracos de fuego se habían reunido detrás de él, guardando un silencio respetuoso y esperando a que se pronunciara.

—¿Qué estela? Yo no veo nada —susurró Halknarr sin apenas levantar la voz.

Cuando el padre forjador comenzó a encabezar la marcha, Praetor se acercó a Tsu’gan.

—Los misterios que rodean a nuestro señor He’stan son increíbles —dijo. Tsu’gan no pudo más que asentir. Su voz sonó llena de reverencia.

—Ciertamente.