II. El Apocalipsis se acerca

II

EL APOCALIPSIS SE ACERCA

Una tormenta se avecinaba. Fuera, en las planicies de ceniza de Moribar, el viento arreciaba. Unas nubes grisáceas formadas por roca y polvo de huesos se hacían más y más densas a cada minuto que pasaba. Un mundo entero se había perturbado en un instante. Mientras miraba a su pupilo con ojos cansados, Pyriel no estaba seguro de que Dak’ir no fuera la causa.

—Ya estamos cerca, maestro —dijo. Su voz apenas era perceptible en medio del estruendo de la tormenta que se avecinaba.

—Debemos darnos prisa, Dak’ir. Sea lo que sea lo que se acerca por el horizonte no conviene que nos alcance.

Al escuchar las palabras de su maestro, Dak’ir levantó la vista y pudo ver la inmensa nube de polvo que devoraba colinas y monumentos. La muerte gris se aproximaba, avanzando veloz y despiadada sobre los vientos rugientes. Las alarmas de advertencia que se habían disparado por todo Moribar lo anunciaban. Nadie excepto los Salamandras las oían; ellos y los muertos, por supuesto. Los peregrinos y los misioneros se habían refugiado en los búnkeres, y los servidores permanecían inactivos en sus nichos subterráneos. La superficie del planeta estaba completamente desprovista de vida, pero aun así se estremecía bajo una tremenda agitación.

—Es como si todo Moribar estuviera conmocionado.

—¿Puedes sentirlo? —preguntó Pyriel, que avanzaba unos pasos por delante entre la nube de ceniza.

—Siento algo —confesó Dak’ir.

Entonces, dirigió la mirada hacia el este y pudo distinguir el saliente rocoso en el que habían dejado la Caldera hacía ya varias horas. Confiaba en que el hermano Loc’tar también estuviera esperando allí.

La pintura de la armadura había comenzado a erosionarse. El azul había perdido su brillo, sustituido por trazos de color gris metálico.

—Este viento nos va a hacer añicos. Es lo suficientemente fuerte como para resquebrajar la ceramita —musitó Pyriel.

El desagrado que sufría ante el daño recibido por su armadura era evidente. Incluso en los albores de una tormenta infernal, el epistolario se mostraba muy celoso de su aspecto.

—Dijiste que pudiste ver el final, la perdición de Nocturne —dijo con voz vacilante—. ¿Qué fue exactamente lo que Kelock te mostró?

Dak’ir se detuvo y le miró fijamente.

—No estoy seguro de que esa visión me revelara algo. Aquello que vi, lo vi porque…

Una ráfaga de aire caliente que soplaba desde el este le interrumpió.

—Vi…

Dak’ir comenzó de nuevo justo antes de que todo su cuerpo sufriera una terrible sacudida. Entonces fue zarandeado y tuvo que agarrarse al antebrazo de su maestro. Y en aquel momento, Pyriel también lo vio todo.

Un muro de fuego, tan alto que tocaba los cielos, surgió del interior de la tierra. La superficie de Nocturne se convirtió en una maraña de fisuras, y la sangre del planeta comenzó a emanar de ellas formando ríos de lava. El cielo estaba en llamas. Una estrella se precipitaba desde el firmamento rojizo. Prometeo ardía. El orbe metálico, envuelto en las llamas de la reentrada, se dirigía corno un corneta condenado hacía el planeta que tenía debajo. La gravedad ya no servía de nada. La muerte era segura.

De la noche infernal surgió un rayo incandescente que atravesó el corazón de Nocturne. Desde las entrañas de aquel mundo salió un grito de muerte. Provenía de los antiguos dracos, que habían habitado las entrañas del planeta durante milenios. Sus espíritus estaban muriendo. Nocturne estaba muriendo. Aquel grito lastimero era el canto del cisne de un mundo condenado.

Lo demás no fueron más que destellos, y cada uno de ellos fue como un rayo que atravesaba a Dak’ir y a Pyriel. Sus conciencias quedaron unidas durante una breve simbiosis.

El mar Acerbian se convirtió en un océano de vapor que quemaba todos los esquifes, abrasaba a las ballenas gnorl y hacía desaparecer Epimethus entre sus efluvios incandescentes.

En la llanura Arridiana, Themis, la Ciudad de Reyes Guerreros, quedó sepultada por la arena, hundida bajo el gemir de las dunas.

El monte del Fuego Letal escupía fuego e ira como la hemorragia de una arteria vital desgarrada por una herida mortal. Daba sus últimas bocanadas como los estertores de un cuerpo con los pulmones perforados. La cresta de la Aguja del Dragón se derrumbó; sus cimas se desplomaron una a una se convirtieron en columnas de humo y escombros. A aquel colapso le siguió el de la cadena del Colmillo de la Serpiente. Las fortalezas de granito se estremecieron aplastadas por la onda expansiva que cayó sobre ellas. A continuación, la meseta Cindara, el más sagrado de todos los monumentos, se hundió bajo las fracturas de la tierra.

Los bastiones del capítulo, asentamientos tribales que se habían alzado sobre lechos de piedra que habían permanecido inamovibles desde el amanecer de los tiempos, se derrumbaron bajo el poder de las fuerzas cataclísmicas liberadas en la agonía del planeta.

—Tempus Infernus.

Las palabras ardieron en el interior de las mentes de los bibliotecarios y dejaron una marca tan indeleble como el sello de un herrero sobre una hoja. Pero nada había terminado aún.

Ignea, toda una región de cuevas subterráneas, se vio reducida a escombros en un sólo instante devastador. El único legado que quedó de su existencia fue una nube de cenizas fúnebre y grisácea.

Unos vientos abrasadores que soplaban desde el este convirtieron el océano de Gey’sarr en un manto de fuego y abrasaron los muros blancos de Heliosa, la Cuidad Almenara.

Aethonian, la Aguja de Fuego, se resquebrajó dejó salir ríos de lava que comenzaron a brotar por lo que una vez fueron sus soberbios muros.

Hesiod, Clymene, incluso las gargantas de Ceniza de Themian y el delta de T’harken, donde cazaban los leónidos y se reunían las manadas de saurochs; todo Nocturne se convirtió en polvo. Las ciudades se transformaron en sombras y de sus habitantes no quedó más que el recuerdo, abrasados bajo el cielo de la galaxia. Fue una advertencia, una lección. Toda una civilización había desaparecido convertida en polvo atmosférico.

Las llamas continuaron creciendo y creciendo hasta que también eclipsaron a los bibliotecarios. Ellos ya lo habían visto antes, durante la cremación. Pero ahora la realidad de aquel hecho era mucho más cercana que nunca. La profecía y el destino se hacían uno, aproximándose mutuamente en un vértice de inevitabilidad. El curso del hado estaba sellado; no habría vuelta atrás.

«Tempus Infernus». El Tiempo del Fuego. Todo ardería antes de que cayera el último grano de arena.

Pyriel se derrumbó, convulsionado por las repercusiones psíquicas.

Dak’ir consiguió expulsar aquellas visiones de su cabeza y, de pronto, volvió a sentir el desierto de ceniza de Moribar bajo sus pies. Su corazón latía con fuerza, tenía los ojos completamente cerrados. Necesitó una terrible fuerza de voluntad para abrirlos de nuevo. Al cabo de un instante se dio cuenta de que estaba de rodillas. Aquella visión le había abatido como el golpe de un martillo. La tormenta los había rodeado y el saliente rocoso donde los esperaba la Caldera se veía cada vez más borroso. Si se retrasaban un poco más, jamás serían capaces de encontrarla. Los sentidos de la armadura de Dak’ir estaban saturados por culpa de las interferencias atmosféricas.

«Levanta —deseó—, levántate y reponte».

Ése era el credo prometeano: resistir a lo que otros no podrían y luchar cuando el cuerpo se rebelaba.

«Levántate. La fuerza de Vulkan corre por tus venas».

Dak’ir se puso en pie.

Aparte de los temblores nerviosos, su maestro no se movía. Podía ver como su armadura se volvía más y más gris por momentos, erosionada por los remolinos de viento y arena. Cuando vio un chip que centelleaba en la hombrera de su propia armadura, Dak’ir supo que era el momento de marcharse.

Tras echarse el cuerpo inconsciente de Pyriel sobre la espalda, activó rápidamente el comunicador del casco de combate.

—Estamos a cincuenta metros de tu posición, hermano Loc’tar —dijo—. Despega ahora y ven a por nosotros; de lo contrario, jamás saldremos de esta gigantesca roca gris.

La respuesta distorsionada del piloto de la Thunderhawk sonó por d comunicador, y pasados unos instantes, el sonido de los motores comenzó a mezclarse con el estruendo de los vientos de la tormenta. Dak’ir consiguió avanzar unos metros cuando una enorme silueta negra apareció de entre la nube grisácea que los envolvía. Se colocó debajo de ella y volvió a activar el comunicador.

—El maestro Pyriel necesita atención. Está inconsciente, pero se mantiene estable.

En medio de la oscuridad, de pronto, refulgió un gancho unido a un cabrestante. No fue hasta estar a menos de un metro de distancia cuando Dak’ir consiguió verlo, oscilando a merced del viento. Cuando estaba lo suficientemente cerca, consiguió asirlo y lo enganchó alrededor de la cintura de Pyriel. Tras tirar del cabrestante dos veces, el mecanismo automatizado comenzó a retraerse.

La silueta ascendente de Pyriel desapareció en cuestión de segundos. Una vez que el bibliotecario estaba a bordo y seguro, la Caldera se aventuró a descender un poco más. Cuando estuvo lo suficientemente baja, Dak’ir tomó impulso y saltó para acceder a la rampa de embarque.

—¡Salgamos de aquí ahora mismo!

Los motores zumbaron con fuerza. Loc’tar hizo ascender la Caldera de forma vertiginosa. Dak’ir se agarró con fuerza, asiendo con ferocidad los salientes metálicos de la rampa, listo para atravesar la peor parte de la tormenta. Cuando consiguió alcanzar la cámara santuario, rodó hasta quedar tumbado de espaldas. Sus corazones latían aceleradamente; su respiración se revolvía en el interior de su pecho.

—Tempus Infernus —musitó antes de cerrar los ojos.