I
CAZA DE BRUJAS
Antes de que Elysius pudiera ordenar a sus hombres que se desplegaran en formación defensiva, Zartath ya estaba ascendiendo por el montículo. Su hermano Kor’be le seguía muy de cerca. La desaliñada milicia de mercenarios se había unido y parecía estar liderando la carga.
Helspereth no se había movido. Se limitaba a observar. Su pelo serpentino comenzó a ondear movido por una brisa repentina. El viento soplaba con fuerza, descendía por la colina llevando consigo infinidad de esquirlas y de astillas afiladas como cuchillos.
Ba’ken miró al capellán, paralizado por la indecisión.
Zartath estaba a mitad del ascenso. Había sacado las espadas de hueso y estaba preparado para el derramamiento de sangre. Ya había perdido la oportunidad de vengar a sus hermanos al no haber acabado con An’scur, pero aún podría hacerlo si daba muerte a su perra infernal.
Elysius maldijo en voz baja. Sólo quedaban cuatro nacidos del fuego, y uno de ellos estaba herido junto a un trío de humanos en pésimas condiciones. Al capellán no le gustaban las pocas opciones que tenía, y éstas parecían disminuir aún más conforme el dragón negro seguía ascendiendo.
—Ionnes, encárgate de ellos —dijo—. Los demás, fuego a discreción.
Levantando las espadas que habían arrancado de las manos de guerreros caídos, tres salamandras liderados por su capellán comenzaron a ascender por la pendiente.
La supervivencia debía ser la misión principal. El honor estaba subordinado a la seguridad y a la santidad del sello, pero aun así Elysius no podía abandonar a sus hermanos, ni siquiera aunque pertenecieran a un capítulo maldito y aberrante. De hacerlo, todo lo que el sello representaba no serviría para nada. Vulkan los había convertido en guerreros y, como tales, debían morir. Elysius alzó la voz mientras el viento abrasador le quemaba la cara y las esquirlas le atravesaban la piel.
—Rodeados de tinieblas, somos como una roca. Robustos como las laderas del monte del Fuego Letal, nuestro propósito es sólido e implacable…
Elysius aceleró el paso, acercándose aún más a Zartath e incitando a los demás a que hicieran lo mismo.
—Nuestra furia y nuestro honor harán arder al que esclaviza y al archipotentado. Nuestra voluntad derribará cualquier fortaleza de opresión…
Zartath estaba ya a pocos metros de entrar en contacto. Helspereth dejó que se aproximara. No dejaba de sonreír. Elysius finalizó la letanía.
—Nadie resistirá nuestra espada. ¡Somos la Salamandra, forjada en el fuego de Vulkan!
Ambos alcanzaron la cima al mismo tiempo. La espada de hueso y el crozius cortaron el aire, pero la bruja se elevó hacia el cielo y esquivó ambas estocadas.
Zartath soltó un gruñido, y se disponía a comenzar la persecución justo cuando alcanzó a ver lo que les esperaba al otro lado del montículo, en el valle flanqueado por ruinas.
Helspereth no estaba sola. Había traído consigo a sus doncellas infernales. Con los ojos hambrientos y chupando la sangre que les goteaba por los labios, las brujas se apresuraron a ascender por el montículo formando una marea de púas y hojas afiladas.
Elysius pudo contar treinta guerreras, además de la matriarca, que miraba con expresión burlona. En aquel momento cogió a Zartath por el brazo.
—No podemos ganar.
El dragón negro le dirigió al capellán una mirada salvaje.
—Ignoraba que semejante pragmatismo fuera propio de los Salamandras.
—La venganza es el reino de los condenados, hermano. Primero dejará que sus hordas nos desangren y después nos devorará a ambos, nuestra carne y nuestra alma. No le temo a la muerte, pero lo que está en juego es algo que tú desconoces.
Zartath abrió la boca y dejó ver sus colmillos.
—Será mejor que estés en lo cierto respecto a tu reliquia, hijo de Vulkan —dijo mientras se volvía y comenzaba a descender por la misma ladera por la que habían subido.
Aquella retirada no pudo evitar verse salpicada por el combate. Habría resultado imposible defender aquel montículo con unas tropas tan escasas y debilitadas, pero tampoco esperaban dejar atrás a los eldars oscuros con tanta facilidad.
Elysius descendía por la ladera cuando se vio obligado a detener la estocada de una espada que pretendía cortarle el cuello. Acto seguido le propinó un cabezazo a la bruja, de manera se precipitó hacia abajo soltando alaridos. En aquel momento pudo ver como uno de los mercenarios de Zartath caía con una lanza que le atravesaba el pecho. Justo entonces vio a otra bruja envuelta en una maraña de cables cortantes y desangrándose poco a poco hasta la muerte. Los astartes estaban consiguiendo resistir.
Ba’ken e Iagon habían logrado llegar a la base del montículo. Koto estaba inmerso en su propia lucha mientras seguía corriendo. Zartath y Kor’be se mostraban reacios a ceder terreno y luchaban con fiereza.
—¡Retirada a posiciones defensivas! —gritó Ba’ken, y la tensión de su voz ocultó el dolor que sentía por las heridas que le habían infligido las criaturas del anfiteatro.
No sería suficiente. Aquel último esfuerzo acabaría siendo precisamente eso. El sello; algo había despertado en la mente del capellán la determinación de preservarlo. Necesitaba mantenerlo a salvo. La ayuda estaba cerca. Con el montículo salpicado de cadáveres, los mercenarios humanos habían sido casi totalmente eliminados. Ionnes se encontraba un poco más atrás, con los supervivientes de los Diablos Nocturnos. Elysius repitió la orden del hermano sargento.
—¡Retirada! ¡No os detengáis! —A través de la confusión y abatiendo a otra bruja con el crozius, Elysius consiguió llegar hasta donde Ba’ken se encontraba—. Si nos quedamos aquí, nos aplastarán.
El hermano sargento asintió antes de repeler por muy poco la estocada de la hoja dentada de una bruja. Inmediatamente se irguió de nuevo, intentando abatirla, justo antes de que ésta se abalanzara sobre otro enemigo.
Ba’ken jadeaba dando grandes bocanadas; las heridas y la batalla estaban cobrándose un alto precio sobre el cuerpo del guerrero.
—¿Por qué no ataca?
Helspereth había regresado a la cima del montículo, pero aún no se había inmiscuido en el combate. Una tercera parte de aquel aquelarre también permanecía junto a ella.
Incluso las brujas que sí se habían enfrascado en el lucha parecían dar dentelladas a los astartes para después retirarse sin llegar a entablar una verdadera lucha. Mientras tanto los Salamandras y los Dragones Negros comenzaban a perder terreno.
Elysius entornó los ojos. Los dos clanes de astartes se estaban agrupando. A excepción de los Diablos Nocturnos, los humanos estaban casi exterminados.
—Nos están tratando como ganado. Están acabando con los más débiles y dejándonos a nosotros para el final. Para ellos es un deporte, una sensación placentera, como una cosecha de almas.
Amontonados como ganado y rodeados por un anillo de depredadores acechantes, los astartes se colocaron hombro con hombro, pero justo en aquel momento el combate se detuvo.
—¿Y ahora qué? —espetó Iagon; el guerrero tenía un corte muy profundo en la mejilla.
Las brujas continuaban cerrando el círculo. Aún quedaban doce de las veinte que Helspereth había lanzado contra ellos. Sus hojas goteaban sangre, pero todavía estaban muy lejos de sentirse saciadas. Su mirada cruel centelleaba emitiendo destellos de un color rojo infernal.
—Ahora es cuando deberías decir que conoces la manera de salir de aquí… —dijo entre dientes Elysius.
Un zumbido profundo, el sonido distante de una maquinaria que chirriaba en las entrañas de la tierra, fue la única respuesta. Como imbuidas por una especie de parálisis supersticiosa, las brujas se detuvieron en seco. Cascadas de polvo y de pequeños cascotes comenzaron a desprenderse de las estructuras que había alrededor.
Eso mismo había ocurrido con anterioridad, cuando llegaron al templo en ruinas. Elysius se percató de que la ciudad se estaba moviendo.
Alguna clase de motor infernal, cuya tecnología se había perdido en la noche de la mitología y del declive intelectual, la estaba moviendo. Pasajes y corredores comenzaron a moverse, puentes y plataformas se alzaban y se derrumbaban, los callejones sin salida se abrían de par en par, y enormes torres y niveles totalmente nuevos aparecían de entre las tinieblas. Una voluntad caprichosa parecía moverlo todo sin ningún patrón fijo. De pronto, se abrió una fisura justo detrás de los Salamandras y de sus aliados, una enorme grieta que resquebrajó la plataforma en la que estaban. La ciudad infinita se convirtió en una gigantesca sima que no paraba de ensancharse, y el nivel en el que se encontraban pasó a ser un precipicio.
Zartath estaba espalda con espalda con el capellán. El dragón negro reía a carcajadas. Provenientes del otro lado del precipicio, unos vientos abrasadores soplaban y rugían. Las esquirlas que transportaban consigo erosionaban las armaduras de los astartes, y éstos sentían cómo les abrasaban la piel. Las siluetas espectrales aparecían y desaparecían a cada instante, como un eco de sus propias vidas.
—Ya estábamos muertos antes de llegar a este lugar —gruñó Iagon, pero la mirada de Elysius lo silenció.
—¿Y bien? —preguntó Elysius al dragón negro.
Helspereth y el resto del aquelarre estaban descendiendo por el montículo. Las órdenes que la reina de las brujas gritaba sin cesar parecían estar imponiéndose al miedo que sentían hacia aquel cisma repentino.
—Creo que esto tampoco os va a gustar demasiado —contestó Zartath, tratando de mantenerse en pie.
Justo cuando los temblores comenzaron a disminuir, Zartath se volvió hacia Kor’be. El gigantesco dragón negro asintió como si hubiera recordado algún pacto previo alcanzado entre ambos.
—Hagamos que merezca la pena —susurró Zartath.
En aquel momento, los ojos de Kor’be resplandecieron con un destello de comprensión.
—En las orillas de Cable, un pequeño mundo de hierro de un sector cuyo nombre olvidé hace tiempo —comenzó Zartath—, mis hermanos y yo luchamos contra la partida de los Suplicantes de Incarnadine, a los que perseguimos hasta alcanzar el borde de un precipicio asolado por el fuego. Era conocido como la Caída de los Condenados, pues ningún ser viviente podía sobrevivir a ella. Un océano alcalino había bañado aquel sitio decenas de siglos atrás, pero se había secado y había dejado en su lugar una profunda fosa.
Iagon le interrumpió.
—No creo que éste sea el momento más adecuado para contar historias de guerra.
Zartath le ignoró. Estaban a menos de un metro del precipicio. Un abismo oscuro e impenetrable se abría ante ellos; ampliándose cada vez más, iba llenándose de destellos y de hojas de espada.
—Morir bajo nuestras armas, o enfrentarse a la Caída de los Condenados. ¿Sabéis lo que hicieron aquellos traidores?
Elysius movió la cabeza; sabía lo que estaba ocurriendo. Helspereth casi había llegado hasta donde se encontraban los suyos. Cuando los alcanzase, ordenaría reanudar el ataque.
Zartath sonrió y, dirigiéndose a Kor’be, susurró:
—Adiós, hermano.
Y luego en voz alta, dijo:
—Saltaron.
A continuación, corrió hacia el borde del precipicio y saltó hacia las tinieblas.