II
SEGUIR LA BAUZA
Varketh Narin dejó que el cuchillo se deslizara entre sus dedos y suspiró.
Fue un sonido profundo y frustrado. El esclavo, un inferior de piel gris, no había durado demasiado y tenía muy poca carne. Varketh estaba anhelante. La hambruna del alma se cernía sobre él. La Sedienta estaba siempre presente. Necesitaba más esclavos, y para conseguirlos, era preciso reforzar su posición en Arrecife. Había demasiados dracontes petulantes, y con An’scur gobernando, ¿cómo podría él, un humilde supervisor, alcanzar cierta prosperidad?
Tasar esclavos provenientes de las incursiones piratas era una buena manera de lograrlo, según pensaba. Los impuestos desorbitados eran fáciles de imponer y difíciles de evitar. En Volgorrah, sólo aquellos lo suficientemente influyentes y los miembros más altos de la jerarquía podían permitirse el lujo de no tener un supervisor. Sin el sello de un supervisor no había manera de entrar en Arrecife. Puerto de la Angustia cerraría sus puertas. Sin acceso y sin esclavos. Todos los derechos se perderían a favor de la cábala, con un pequeño porcentaje para disfrute personal de Varketh.
Y aquél era precisamente su problema. El apetito. Resultaba tan fácil sucumbir ante él y tan difícil sentirse saciado… «Necesito más esclavos».
Cuando comenzó a oír el chisporroteo en el interior de la celda esbozó una sonrisa. Otro Incursor, y a juzgar por el entusiasmo de Keerl, uno bastante importante.
«Para ti no hay más que un bocado, subalterno —pensó Varketh—. Para ti y para los demás peones».
Quizá An’scur fuera el señor de Arrecife, pero allí, en la aguja, Varketh Narin era el amo.
Se preparó a toda velocidad, colocándose la armadura rojiza y segmentada, y poniéndose el casco de rostro abierto antes de acceder al conducto de salida para llegar al sótano de la estación. Allí abajo reinaba la oscuridad, pero Varketh podía oír cómo el zumbido de un pesado motor gravítico que se aproximaba se extendía por los muros.
«Un transporte como ése debe de estar repleto de esclavos».
El supervisor aún seguía pensando en los impuestos que iba a imponer cuando abrió la trampilla que daba acceso a la plataforma de anclaje de la estación. Conforme descendía, innumerables ojos entreabiertos se posaron en él. Eran los de su equipo, sus subalternos; todos ellos lo asesinaron con la mirada, o al menos lo habrían hecho de haber podido. Sin embargo, Keerl era leal. El enorme guerrero, que tenía la complexión y la fuerza de un íncubo, sujetaba un cañón cristalino que permanecería en reposo mientras los demás fuesen igual de leales que él.
—¿Qué nos traen? —preguntó Varketh.
Acto seguido, escudriñó las enormes rejillas de la plataforma, en las que los navíos de los eldars oscuros podían atracar y soltar su carga para que fuera inspeccionada.
El mecanismo se activó, produciendo un fuerte chirrido conforme la rejilla se abría para dar cabida a la gigantesca silueta de la nave. Los pernos dentados que había en los muros de aquel enorme pozo que se expandía se colocaron en posición, listos para insertarse en el casco.
—Es un devastador pesado, mi señor —dijo Tullar al mismo tiempo que escupía veneno al pronunciar aquellas palabras, en especial las dos últimas.
—¿Sólo una nave?
Varketh dirigió la mirada hacia el vacío centelleante. El navío se aproximaba muy lentamente. Quizá los motores gravíticos habían quedado dañados durante el asalto. Entonces, deseó que no necesitara reparaciones. Sería un trabajo infructuoso, aunque pensó que en ese caso quizá podría exigir unas tasas más elevadas.
—Armamento preparado.
Una veintena de rifles cristalinos cobraron vida junto con el cañón de Keerl. No resultaba extraño que ciertos piratas especialmente emprendedores decidieran intentar tomar una estación por la fuerza.
Con frecuencia transportaban remesas de esclavos, y sus reservas de ganado fresco eran muy valiosas para ciertos hemónculos y dracontes cultistas. Después de todo, estaban en Arrecife, una extensión de Commorragh salvaje y sin ley. Si el corazón del imperio de los eldars oscuros eran los asentamientos urbanos, Puerto de la Angustia, con sus innumerables estaciones de paso, era una frontera indómita.
Conforme el devastador se aproximaba, deslizándose en un silencio casi total y con la tripulación en posición de firmes como si fueran estatuas, Varketh empuñó con más fuerza la pistola cristalina.
—Mi señor… —Un guerrero con el rostro ajado se dirigió al supervisor.
El devastador estaba accediendo a los límites de la aguja. En cuestión de segundos habría atracado. Las rejillas de anclaje se abrieron como unas gigantescas fauces de metal.
Varketh se volvió hacia el guerrero, que estaba junto al panel de control. Los datos centelleaban sobre una pantalla oscura, emitiendo reflejos de color esmeralda. Las señales se movían en vertical y en horizontal para describir la estructura y la capacidad de carga de la nave.
—¿Qué ocurre, Lithiar? —preguntó.
—El devastador lleva el sello de Kravex.
Cuando se dio la vuelta para ver cómo la nave se deslizaba sobre la plataforma de anclaje, la ya de por sí pálida piel de Varketh se volvió aún más blanquecina.
«¡El hemónculo!»
—¡Enfundad las armas! —dijo—. ¡Hacedlo; escoria!
¿Kravex allí, visitando la aguja? Una buena relación con los cirujanos de la carne de Arrecife podía hacer que su influencia aumentara considerablemente. Los rumores aseguraban que An’scur siempre tenía oídos para Kravex, y que éste a su vez tenía, en un sentido más literal, el dedo de An’scur. El arconte tenía muchos enemigos, y las historias que llegaban a las fronteras exteriores decían que ya había sido asesinado más de una vez. Los auspicios de Kravex hacían que su muerte no acabara de cuajar.
Era muy cierto que Varketh deseaba con todas sus fuerzas caerle en gracia al hemónculo.
La nave se aproximaba, pero aún no era capaz de ver a su futuro patrón a bordo. La penumbra reinaba en aquel lugar. La tripulación, con las mas apoyadas sobre las placas pectorales de las armaduras, todavía no se había movido.
—¡Focos de desembarco!
Tras emitir la orden, Varketh sintió cómo un leve temblor provocado por la inquietud se extendía por todo su cuerpo.
Unas luces fuertes y centelleantes iluminaron el devastador. También alumbraron los cadáveres de la tripulación y dejaron a la vista sus heridas, suficientes como para engañar a un supervisor y a sus subalternos en medio de la oscuridad de la Telaraña.
—¡Por los demonios de Commorragh…! —acertó a decir Varketh cuando uno de los tripulantes cadavéricos se inclinó y dejó al descubierto a un enorme gigante que llevaba una armadura verde.
Justo cuando trató de sacar la pistola cristalina de la funda, la plataforma de anclaje se llenó de fuego. El mundo de Varketh explotó por completo, y con él sus oscuras maquinaciones.
La emboscada duró unos pocos segundos. El humo de los bólters y el eco del estruendo de las explosiones fue todo lo que quedó. Eso, y los más de veinte cadáveres destrozados bajo los disparos de los Dracos de Fuego.
Halknarr estaba examinando una grieta en su armadura, abierta por un proyectil cristalino.
—La añadiré a mi colección —dijo el veterano guerrero, cuya placa pectoral estaba cubierta de innumerables cicatrices, casi tantas como su cuerpo. Se había quitado el casco, que ahora colgaba de una correa de cuero atada al cinturón, y sonreía con ferocidad mientras miraba a Praetor.
—Creo que a veces disfrutas demasiado con esto —dijo el sargento veterano, que esbozó una leve sonrisa que traicionó su compostura.
He’stan fue el primero en desembarcar. Sus botas resonaron con estruendo sobre el suelo de metal mientras se dirigía hacia el panel de control. Aquel lugar no parecía muy grande. Era probable que su única función fuera la de muelle de anclaje. Una trampilla daba acceso al sótano, donde Daedicus y Vo’kar encontraron numerosas cadenas y otros artefactos de tortura e incineración. Un poco más abajo había una pequeña celda. Daedicus fue el primero en iluminar el interior.
—Xenos torturados —dijo sin inmutarse.
Ambos guerreros abandonaron el sótano. Vo’kar cerró la trampilla de una patada.
Tsu’gan avanzaba detrás de He’stan, haciendo muecas de repulsión conforme la sangre de los eldars oscuros le manchaba las botas. Deseaba quemar aquel lugar, quemarlo por completo.
—¿Padre forjador?
He’stan se dio la vuelta y entornó los ojos detrás de las lentes de su casco dentado.
—Hermano —se corrigió a sí mismo Tsu’gan, al que aún le resultaba difícil hablar con el tono familiar que el padre forjador le había solicitado.
—Percibo el sello —dijo He’stan mientras volvía a centrarse en el panel de instrumentos—, pero nuestra búsqueda avanzaría más de prisa si pudiéramos determinar en qué parte de Arrecife se encuentra exactamente el capellán.
—Pero ¿cómo? —preguntó Tsu’gan mientras se inclinaba ligeramente y experimentaba la turbación que le produjeron los símbolos xenos al deslizarse por la pantalla—. ¿Qué son esos… chasquidos?
—Los espectros del crepúsculo también tienen su propia lengua —dijo Praetor, que acababa de llegar junto a la pantalla—. Aunque es un idioma abyecto que carece de toda pureza.
—¿Eres capaz de leerlo, hermano sargento?
El tono de Tsu’gan estaba lleno de incredulidad. Lo único que quería era echar aquella máquina abajo, destrozarla con la espada sierra. Nada bueno podía salir de un artefacto semejante.
—No, pero yo sí —dijo He’stan mientras manipulaba con destreza los controles.
Más y más símbolos continuaban apareciendo en la pantalla, moviéndose a gran velocidad. Finalmente, se detuvieron y dejaron ver lo que parecía una lista.
—Arrecife guarda registros de todos los esclavos —dijo He’stan.
Tsu’gan lanzó una mirada de preocupación hacia Praetor, pero el sargento veterano le hizo un gesto para que continuara escuchando. Tsu’gan estaba impresionado por lo diferente que el padre forjador era a todos ellos. Era un nacido del fuego, de eso no había duda su sangre era el icor fundido del Fuego de la Muerte. Pero también era un guerrero sobresaliente. Su búsqueda de los Nueve le había cambiado de un modo que ninguno de ellos podría comprender jamás. Tsu’gan se dio cuenta de que su devoción hacia el padre forjador iba en aumento.
Cerca de allí, los demás dracos de fuego adoptaron posiciones defensivas. Tras la orden de Halknarr, todos ellos comenzaron a escudriñar el cielo turbulento. Estando en territorio enemigo no sería bueno dejarse coger desprevenidos. Si llegaba un esquife o un aerodeslizador pesado, todas las bandas y motoristas de Arrecife sabrían de su presencia. Acabar con un puñado de supervisores crédulos e ineptos era una cosa, pero tener que enfrentarse a los mercenarios de aquel lugar olvidado sería algo muy diferente.
He’stan se volvió.
—La carne es la moneda de cambio en Arrecife. Las balanzas se mantienen muy ocupadas con ella, pero al fin y al cabo siguen siendo balanzas y como tales, deben equilibrarse.
Tsu’gan frunció el ceño.
—No acabo de comprender…
—Para nosotros, los espectros del crepúsculo son salvajes y torturadores que sólo buscan el placer y no se rigen por ningún tipo de reglas ni de estructuras, pero eso no es del todo cierto. Se trata de una sociedad basada en un régimen jerarquizado muy complejo. Aquel que tiene esclavos tiene el poder. Los pactos y los acuerdos son algo habitual, y también son una moneda de cambio. Resulta fundamental para ellos, es lo que les permite existir, y por lo tanto, guardan registros de todos los esclavos. Cuántos hay, de dónde proceden, a quién pertenecen, dónde han sido enviados… Todo eso queda registrado aquí.
He’stan golpeó ligeramente la pantalla con el guantelete, lo que produjo un leve sonido metálico.
—Elysius no está solo —reveló.
Tsu’gan seguía sin comprender cómo lo sabía, pero aun así lo aceptó.
—Fue llevado a una de las agujas del norte; su nombre se traduce como «el valle Afilado».
Sin mediar una sola palabra más, He’stan destrozó la pantalla con el puño. El humo y los cables, iluminados por las descargas eléctricas, se esparcieron como si fueran las entrañas del panel de instrumentos. El guerrero estaba furioso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Praetor—. ¿Algo va mal?
El semblante del padre forjador estaba tenso y lleno de furia.
—El valle Afilado no es el dominio de ningún señor —dijo—; es un coto de caza.
—¿Acaso pretenden arrojar a nuestro capellán a los leones? —musitó Tsu’gan.
—Me temo que ya lo han hecho —respondió He’stan, que a continuación se dirigió a Praetor—. Reúne a los Dracos de Fuego. Se nos acaba el tiempo.