I
ALIADOS Y TRAIDORES
Elysius estaba aturdido. Se había golpeado la cabeza al caer. No, no era cierto. No se había caído. Argos lo había empujado.
G’ord estaba muerto. Su sangre goteaba por los muros y formaba estelas largas y siniestras. Los sentidos olfativos mejorados de Elysius se estremecieron ante el fuerte olor a cobre. Unos gritos sonaron a través de la neblina del aturdimiento. Reconoció aquella voz. Era Argos. Conforme la bruma comenzó a disiparse, Elysius pudo ver cómo su hermano explorador se derrumbaba cubriéndose el rostro con las manos. Vio su cara abrasada y humeante. El ácido la había carbonizado. El ácido que iba dirigido a Elysius.
Aún le quedaba medio cargador. Las lecturas automáticas centelleaban con tonos rojos. Era suficiente. Tenía el objetivo a tiro. Elysius apenas podía ver. Argos, que ahora se tapaba su maltrecho rostro con una sola mano, intentaba repeler al xenos con su hoja de combate. Cuando se aproximara, Argos encontraría el mismo destino que G’ord.
Elysius apretó el gatillo, y el túnel se llenó con el estruendo y los disparos del bólter. El primer proyectil impacto en el torso del genestealer, de modo que éste se tambaleó y se golpeó contra el muro. El segundo y el tercero hicieron blanco en órganos vitales. La explosión de la munición reactiva inundó la zona que rodeaba a la criatura con vísceras xenos.
Ahora no habría manera de seguirlo. La misión había fracasado. Apoyando el brazo herido sobre su pecho, Elysius consiguió acercarse hasta su hermano de batalla caído.
—Me has salvado la…
La visión del rostro de Argos corroído por el ácido hizo que se detuviera. Una sola mano apenas podía cubrir una herida tan terrible. Una masa de carne inflamada y rojiza burbujeaba y se retorcía mientras los ojos miraban a través de unos dedos temblorosos. Estaba en estado de choque.
—Levántate.
Elysius pasó el brazo libre de Argos por encima de sus hombros. Los pasos del explorador herido eran muy poco firmes, pero podía caminar.
—¿Por qué has hecho eso?
La voz que respondió a la pregunta fue como una imitación chirriante de la que el hermano de batalla Elysius estaba acostumbrado a oír.
—Tu habrías hecho lo mismo… ¿Dónde está G’ord?
—Ha muerto, y ningún apotecario podrá revivirlo, ni a él ni a su semilla genética.
Ambos avanzaban con dificultad. Elysius consiguió accionar el comunicador del gorjal de su armadura.
—Puesto de mando. Al habla la Escuadra Kabe. Necesitamos asistencia.
—Habla, hermano. Aquí el capitán Kadai.
—Mi señor, nuestra misión ha fracasado. Estamos atrapados en los túneles de mantenimiento, cuadrante plateado este. Necesitamos que nos saquen de aquí. La amenaza es inminente y numerosa.
Se alejaban de la entrada abierta en la roca y se adentraban en los túneles de mantenimiento, lo que significaba que se acercaban cada vez más al nido.
—Activa la baliza de emergencia. Pronto estaremos junto a vosotros, hermano. Por el poder de Vulkan, por la fe en el yunque.
—En su nombre, mi señor.
El comunicador volvió a emitir ruido de estática cuando la transmisión fue interrumpida. Elysius lo apagó. Podían pasar horas antes de que los encontraran.
—Puedo caminar sin ayuda —dijo Argos en un tono áspero, desprovisto de humanidad, algo impropio de él.
—Has sufrido un trauma de consideración. No estás en condiciones de hacer muchas cosas sin ayuda.
—¡Puedo caminar solo!
Elysius lo soltó, sorprendido de que Argos pudiera caminar, tal y como había dicho. Argos bajó la mano, y la visión dibujó una mueca de dolor en el rostro de Elysius.
—No es tan grave, ¿no te parece? El dolor empieza a disminuir. Mi cuerpo es capaz de compensarlo.
—Lo siento mucho, hermano. Es mi orgullo el que te ha hecho esto, a ti y a G’ord.
El cadáver y a filo del explorador muerto estaba detrás de ellos, pero el hedor del cobre permanecía en los orificios nasales de Elysius como una esencia acusadora.
—Sólo intentabas cumplir tu misión. ¿Cómo está tu brazo? ¿Puedes luchar con él?
Elysius lo examinó. Estaba entumecido, pero la sangre se había coagulado. Se estaba recuperando. Las maravillas de la fisiología astartes, incluso la de un explorador, nunca dejaban de maravillarse.
—Con el bólter y con la espada —respondió, y agitó ambas armas.
—¿Conseguirá la señal de la baliza llegar hasta la superficie? —preguntó Argos, señalando el collar centelleante de su hermano.
—El hermano capitán Kadai nos rastrea mientras hablamos; está al mando de un equipo de rescate. ¿Por qué lo preguntas?
Argos comprobó la munición que le quedaba en la pistola bólter y los dos cargadores extra que tenía en el cinturón.
—¿Tienes algo más? —preguntó.
Elysius le mostró los dos cargadores que llevaba en la cintura.
Argos asintió.
—Una baliza en manos de dos exploradores astartes es mejor que un proyectil rastreador.
—¿De modo que quieres que encontremos el nido? —Elysius no podía ocultar su incredulidad.
—Debemos de estar muy cerca.
Elysius dejó salir una carcajada. Sería una de las últimas veces que haría algo semejante, y su alegría estaba teñida de fatalismo.
—A los fuegos de la batalla entonces, hermano —dijo.
Argos hizo girar un control de su pistola bólter. El indicador automático señaló «MAX».
—Hacia el yunque de la guerra, y que la muerte nos lleve si nos falta valor.
Todos los rumores, las especulaciones y las creencias más sombrías se transmitían de neófito a neófito y de hermano de batalla a hermano de batalla repetidas y ampliadas. Todas ellas.
Menoscabado por el bioácido, ajado por las xenotoxinas, mancillado por la mancha de la hechicería de la disformidad, con un cráneo huesudo y blanqueado similar a su casco de combate… Lo cierto era que el capellán Elysius no sufría ninguno de esos males. Y jamás los había sufrido. Su rostro, un semblante hermoso y perfecto, era su gran vergüenza; por eso lo ocultaba bajo una máscara de hueso y muerte.
Cuando Ba’ken lo vio, no podía creérselo. Siempre había pensado que contemplar el rostro del capellán rebajaría la imagen que tenía de él, que su mística y su poder se desvanecerían. El hombre era mejor que el mito. Había roto el pacto secreto que había hecho consigo mismo a fin de encontrar un aliado en un guerrero al que ni siquiera conocía.
—Hermano Zartath —continuó Elysius—, creo que en este lugar ya se ha derramado la sangre de suficientes fieles. Tú y yo somos iguales; todos lo somos.
Zartath enfundó la hoja de hueso con un sonido seco, y ésta se deslizó por la ceramita hasta quedar en su lugar.
—Aún tienes mi casco de combate —dijo al mismo tiempo que se incorporaba.
Elysius bajó la vista, vio el casco enganchado magnéticamente a su armadura y sonrió. Cuando lo soltó, se produjo un chasquido metálico.
—Y ahora —dijo mientras le devolvía el casco de combate—, ¿cómo salimos de aquí?
—Esto es Puerto de la Angustia —contestó Zartath mientras dibujaba un círculo con el dedo. Sus secuaces reaccionaron enfundando sus armas y desapareciendo de la vista para ocultarse en el nivel inferior—. La puerta de Volgorrah —añadió—. No se puede escapar de aquí.
—Tiene que haber algún modo —dijo Ba’ken, sintiendo más agudo el dolor de sus heridas conforme se incorporaba.
La marca que tenía en el cuello, infligida por la hoja de hueso del dragón negro, era una herida más dolorosa para su orgullo que para su cuerpo, y se la rascaba con aflicción. Poco a poco, los sistemas de reparación de su cuerpo comenzaban a funcionar, pero aún estaba débil.
Iagon se encontraba cerca y se aproximó para alentar al sargento.
—¿Acaso estás preocupado por mi estado, hermano? —preguntó Ba’ken.
—Me sentiría más seguro si pudiera ver tu silueta entre los eldars oscuros y yo, eso es todo. —Fue la escueta respuesta. Sin embargo, hubo un cierto tono de afecto en ella.
Zartath empezó a caminar, indicando que no tenía intención de contestar a Ba’ken.
—¿No hay ningún modo de escapar? —preguntó Elysius, interponiéndose en su camino.
—Llevo seis años en este lugar —espetó el dragón negro mientras se detenía al pasar junto al capellán—, y no he encontrado ninguno. Estamos atrapados. Lo único que podemos hacer es sobrevivir, matar siempre que podamos y, cuando resulte imposible, huir. —Acto seguido se volvió de nuevo—. Seguidnos si es vuestro deseo —dijo mientras su voz se perdía en la distancia—. En lo que a mí respecta, me es indiferente.
—Esta manzana ha caído muy lejos del árbol —dijo Koto, cuya voz sonó con un tono acusador mientras los Dragones Negros y sus acólitos se perdían entre las sombras del anfiteatro.
—Algo que podría serle achacado al capítulo —añadió Ba’ken.
—Estoy de acuerdo —dijo Iagon—. ¿Podemos confiar en ese náufrago y en sus seguidores?
Elysius lo miró, pensativo.
—No nos queda otra elección. Nuestra supervivencia en este lugar depende de que nos mantengamos unidos. Y el hermano Zartath ha conseguido sobrevivir durante seis años.
—Si lo que dice es cierto —añadió Iagon mientras comenzaba a moverse. El capellán le miró fijamente; el magnífico contorno de su rostro cincelado expresaba disgusto.
—La confianza no abunda en este lugar olvidado, así que no seamos nosotros quienes la destruyamos, hermanos.
Un grito del hermano Koto interrumpió la disculpa de Iagon.
Los nacidos del fuego se volvieron como uno solo para ver una bandada de criaturas repugnantes que acechaban en la penumbra.
—¿Desenfundo, mi señor? —preguntó Koto mientras enarbolaba un tridente cubierto de púas.
Elysius lo había visto en las jaulas de batalla. Con una simple estocada era capaz de atravesar a un servidor armado con una lanza de entrenamiento. Un caparazón reforzado con placas de ceramita convertía a los servidores en rivales muy duros, pero no lo suficiente para el hermano Koto. Aquel nacido del fuego provenía de Epimethus, la única de todas las ciudades santuario completamente rodeada por el mar Acerbian. Koto era un experto arponero, en primer lugar, y un especialista en armas, en segundo. Las ballenas gnorl que poblaban los océanos de Nocturne tenían roca volcánica por piel. Conseguir abatirlas no era tarea fácil, ni siquiera para un astartes. Cualquier acción emprendida por Koto sería sangrienta y definitiva.
—Negativo.
Ahora que las veía, Elysius se dio cuenta de que aquellas criaturas eran seres desdichados, poco más que necrófagos descarnados que habían sido testigos de la matanza.
La voz grave de Zartath resonó por todo el anfiteatro. Apenas se le podía distinguir sumido en la oscuridad y camuflado tras su armadura. Un destello de luz detrás de él enmarcó al guerrero, medio oculto en un pasadizo que se adentraba en la ciudad.
—Dejadlos —gritó—, y venid conmigo. Tengo algo que enseñaros.
Los nacidos del fuego dirigieron la vista hacia el capellán. Elysius miró al dragón negro y, acto seguido, a las criaturas repugnantes que, arrastrándose, se acercaban cada vez más. Entonces, recordó a los eldars oscuros que habían muerto y supuso lo que aquellos necrófagos querían.
—Dejadlos —dijo por fin, repitiendo las palabras de Zartath.
A la cabeza de los Salamandras y de lo poco que quedaba de los Diablos Nocturnos, comenzó a seguir a sus nuevos aliados. Las criaturas infectas empezaron a aglomerarse, con los ojos hambrientos y las garras ávidas y sedientas.
No todos los eldars habían muerto. Algunos aún se mantenían con vida, pese a estar heridos de gravedad.
Elysius se consoló con aquel pensamiento mientras abandonaban el anfiteatro y dejaban que los necrófagos comenzaran el festín.
* * *
Era un arcón de hierro de apenas un metro de largo por medio metro de alto.
Estaba sellado a vapor con unos pernos del mismo metal. El óxido que se acumulaba alrededor de los remaches hizo que Elysius pensara en la sangre.
Zartath los había guiado hasta alejarse mucho del anfiteatro, pero la extraña geografía de aquel lugar hacía que fuera difícil calcular la distancia que habían recorrido. Por boca de los supervivientes humanos supo que se encontraban en el valle Afilado, y que era un punto de acceso a la Telaraña propiamente dicha. Aquel valle no era más que una parte de un asentamiento mucho más grande conocido como Puerto de la Angustia, situado en una zona de la Telaraña llamada Arrecife de Volgorrah.
Cuando Elysius preguntó a Zartath cómo había llegado a conocer tan bien aquella zona, éste se limitó a sonreír, y continuó guiando al grupo. Ahora, frente al arcón de hierro, en el interior ruinoso de un templo y junto a Ba’ken y a Iagon, seguía sin comprender lo que el dragón negro había querido decir.
—Kor’be.
Zartath llamó a su segundo al mando; aparte de él mismo, era el único astartes de su limitada partida de guerra, otro dragón negro. Los demás eran difíciles de identificar: tal vez fueran ex guardias, mercenarios o comerciantes independientes, pues los xenos no hacían distinciones a la hora de atrapar esclavos. Sin embargo, Zartath los había agrupado a todos. Eran hombres adustos y taciturnos, preparados para todo. Pero en ocasiones eso no era suficiente; a veces no había manera de evitar la muerte. Ellos la habían mirado a la cara y lo habían perdido todo Y eso era lo que había endurecido a aquella exigua compañía.
El enorme guerrero conocido como Kor’be se acercó. Le faltaban la hombrera derecha y el avambrazo. La piel que dejaba a la vista era oscura como el cuero, e igual de resistente. Tenía marcas que delataban que las espadas de hueso le habían sido extraídas quirúrgicamente. Kor’be también llevaba el emblema de su capítulo, una cabeza de dragón blanca, marcado sobre el hombro.
—Es mudo —dijo Zartath, aunque la aclaración no fuera necesaria—. Los eldars oscuros le arrebataron la lengua hace ya mucho tiempo, y también sus espadas. Al menos así no puede cuestionar mis órdenes —añadió. Su risa cortante pronto se desvaneció convirtiéndose en un gesto de introspección.
Ba’ken e Iagon cruzaron una mirada furtiva.
«De modo que está perturbado», pensó Elysius para sus adentros al mismo tiempo que miraba como Kor’be hendía una lanza en uno de los laterales del arcón. Con una impresionante demostración de fuerza, abrió la parte superior.
La tapa cayó al suelo con un ruido metálico.
Todos los ojos se posaron sobre el contenido que había quedado a la vista.
—Se los conoce como «los descarnados» —dijo Zartath.
En el interior del arcón de hierro había una criatura necrófaga, un espécimen particularmente esquelético y repugnante. Estaba parcialmente disecado y tenía los párpados hinchados y completamente cerrados. En cuanto la tenue luz del valle Afilado se posó sobre él, se retorció y sacó una lengua afilada para coger aire.
Estaba completamente desnudo, excepto por un pequeño trapo que le cubría la dignidad; lo poco que le quedaba de ella. Aquel descarnado estaba cubierto de pústulas y heridas. Las contusiones y las hemorragias internas no parecían ser obra de Zartath ni de sus hombres, sino más bien el resultado de algún tipo de enfermedad invasiva. Gracias a sus conversaciones con Fugis, Elysius sabía que esa clase de males podían afectar a los humanos, y que el cuerpo era capaz de abrirse de par en par y destruirse a sí mismo. Las descripciones que el apotecario le había transmitido eran muy detalladas y precisas. El capellán sabía lo suficiente como para reconocer esos males y otros muy similares en cuanto los veía.
Zartath sonrió dejando entrever sus incisivos de saurio, como si leyera los pensamientos de Elysius.
—Está atrapado, sin luz y sin estímulos —dijo—. Para ellos es una tortura; se van consumiendo lentamente.
—Degeneración mediante privación sensorial —aclaró el capellán—. El alma muere de hambre.
El dragón negro golpeó al descarnado en el estómago, haciendo que se retorciera de placer y dolor.
—Los alimento con las sobras —dijo mientras mostraba la sangre seca del guantelete con el que le acaba de golpear—. En este estado se pueden mantener con vida durante semanas. Después de unos pocos días comienzan a revelar sus secretos.
Elysius se guardó su desaprobación para sí mismo, pero aun así la vio escrita en los rostros de los otros salamandras.
Zartath también se percató de ello.
—¿Cómo si no podríamos haber sobrevivido tanto tiempo? —espetó a la vez que agarraba al descarnado por la garganta y comenzaba a agitarlo—. ¡Ojos y oídos, hermanos! —gritó antes de soltar a la criatura justo cuando ésta comenzaba a suplicar más.
El dragón negro se volvió hacia Elysius. En aquel momento, los demás miembros del grupo, que habían estado ocupados afilando las espadas y revisando la munición, los miraban fijamente.
—Tú les resultas particularmente interesante, capellán.
Elysius tuvo que luchar contra el impulso de aplastar el dedo con el que Zartath le señalaba. Kor’be estaba justo al lado, bólter en mano. Quizá no tuviera mucha munición. Durante el combate, el capellán no recordaba haberle visto disparar; tal vez el cargador ya estuviera vacío. De todos modos, no pensaba intentar demostrar esa teoría.
—Helspereth te busca —dijo finalmente el dragón negro—. Has despertado su interés.
—Eso me hace sentir afortunado.
—No, no lo eres. Es la perra infernal de An’scur, su perra rabiosa —espetó Zartath—, y desea hundir sus colmillos en tu carne.
—Ya nos hemos conocido. —El capellán hizo un gesto con el muñón del brazo que le faltaba—. Y ya tiene un trofeo.
El dragón negro soltó una carcajada. Era un sonido terrible y profundo.
—Ahora quiere más.
—¿Quién es An’scur? —preguntó Ba’ken, que ya comenzaba a estar cansado del histrionismo de Zartath—. ¿Es quien gobierna en este lugar?
Zartath asintió.
—Así es; él es quien gobierna en Arrecife. Cuando aún éramos… —dijo Zartath, que se golpeó su propia armadura y señaló a Kor’be— suficientes, antes de las siegas, intenté matarlo.
Iagon hizo una mueca a la vez que Ba’ken.
—No hace falta decir que fracasaste.
Al dragón negro le rechinaron los dientes y emitió un gruñido.
—Y perdí más de una docena de guerreros —concluyó con un tono de amargura—. Ahora sois vosotros los que estáis aquí. ¿Qué os hace pensar que será distinto?
—Nuestros hermanos vienen a por nosotros —dijo Elysius.
—Debes haber recibido un golpe en la cabeza, capellán —contestó Zartath—. Nadie va a venir a por vosotros. Sólo podemos contar con nosotros mismos.
—Te equivocas. —El capellán blandió el Sello de Vulkan—. Vienen a por esto.
La expresión de Iagon le indicó a Ba’ken que el sargento tampoco sabía nada de aquello. Desde las Regiones de Hierro y la lucha por el bastión, había ido formándose un lazo entre ambos guerreros. Ba’ken siempre había visto a Iagon como una serpiente recubierta de ceramita, un ser ponzoñoso que no merecía el apelativo de «nacido del fuego». Eran polos opuestos, como antes lo fueron sus sargentos; Ba’ken e Iagon nunca se habían gustado mutuamente. Tal como había ocurrido con Dak’ir y Tsu’gan antes que ellos, su relación rozaba la enemistad. Luchaban juntos —después de todo, eran hermanos de batalla—, pero estaban muy lejos de sentir cualquier atisbo de camaradería. Sin embargo, algo había cambiado en las últimas horas en las que habían estado atrapados en Arrecife. Ellos habían cambiado. Quizá sin la sombra de sus antiguos comandantes flotando sobre ellos, habían conseguido liberarse de los grilletes que habían impedido que Dak’ir y Tsu’gan se avinieran. Mientras apartaba la vista, Ba’ken deseó que eso fuese cierto. Acto seguido, su mirada se posó sobre el sello.
Ba’ken sabía que se trataba de una reliquia, un fragmento de la armadura del primarca, de su guarnición. Lo habían recuperado de entre las ruinas de Isstvan y lo habían venerado en las salas de reliquias de lo que entonces era la legión. Durante la división de las legiones, los Salamandras se habían convertido en capítulo, aunque era muy poco lo que quedaba por dividir. Ba’ken sabía menos acerca del destino del sello durante aquel período que de la suerte que había corrido durante la Herejía, aunque estaba seguro de que no había pasado mucho tiempo antes de que hubiese comenzado a ser portado en batalla como una reliquia sagrada. Xavier había sido su custodio un tiempo. Tras su muerte el honor había recaído en Elysius. Y ahora, en aquel lugar, el capellán le estaba dando un nuevo significado, un propósito que ninguno de los presentes conocía ni comprendía.
—Puedo sentirlo —concluyó Elysius con un tono de convicción que indicó que estaba seguro de lo que decía.
«De modo que es más que una simple reliquia —pensó Ba’ken—, incluso más que un anacronismo de la Gran Cruzada…»
—En ese caso será mejor que os deis prisa, porque ya está aquí.
Todos los ojos siguieron la mirada del dragón negro. Allí, sobre un abrupto montón de desechos, de columnas derruidas y de escombros de estructuras ruinosas, se alzaba una figura esbelta. Era alta y llevaba un tridente dentado en una mano. Tenía dos espadas enfundadas en la cintura y una trenza de pelo blanco asomaba tras sus muslos como un dédalo de víboras venenosas.
Helspereth.