II
FUEGO Y PIEDRA
La huida iba en contra de todos los instintos de un salamandra. Los astartes eran creados para hacer caso omiso del miedo, para compartimentarlo y encerrarlo.
«Y no conocerán el miedo».
Se encontraba entre los edictos más antiguos, desde los tiempos de la Gran Cruzada, cuando los Marines Espaciales eran jóvenes y todavía podían soñar con la impoluta gloria.
Nadie podía compararse con los Salamandras en cuanto a estoicismo. Permanecerían y lucharían donde otros habrían abandonado el campo de batalla mucho tiempo antes. No existían las causas perdidas. Ningún otro capítulo luchaba con tanta tenacidad. Era el legado de Vulkan, y había perdurado durante milenios.
Cuando la guadaña de energía descendió entre ellos partiendo la devastada tierra en dos, Pyriel y Dak’ir retrocedieron. Un torrente de proyectiles del bólter de Pyriel trazó una explosiva línea que cosió el flanco del segador. Apenas se detectó un rasguño cuando el fuego y el humo se disiparon. Un tiro de soslayo de la pistola de plasma de Dak’ir tuvo un efecto similar. El segador estaba ileso.
—¡Es más duro que la armadura dreadnought! —exclamó el semántico al mismo tiempo que lanzaba otro disparo en vano.
El plasma impactaba contra su piel gris granito como el agua sobre el aceite. La criatura-gólem avanzaba rápidamente, ahora que sus servos se habían calentado y podía aumentar su velocidad de movimiento.
—Intenta impedir su avance —respondió Pyriel con el resplandor de la boca de su pistola iluminando su casco de combate.
Había guardado el báculo psíquico. Estaba demasiado exhausto como para blandirlo.
Ambos retrocedieron un poco más conforme el segador avanzaba portando su guadaña de energía.
Con las armas psíquicas que poseían los dos bibliotecarios era imposible matar al centinela.
Pero Dak’ir contaba con algo más en su arsenal. No paraba de chocar contra el bastión mental de su cabeza como un mar turbulento. «Libéralo. Que todo arda».
—Puedo destruirlo.
Dak’ir se llevó las manos al amortiguador de la capucha psíquica. Un giro, y el poder, ansioso por liberarse, regresaría.
Pyriel le lanzó una furiosa mirada.
—No. Nos matarás a los dos. Y puede que destruyas las catacumbas y las criptas que hay al otro lado.
—Puedo derrotarlo con un pensamiento, maestro. Deja que nos salve.
Anhelaba ser liberada. La fuerza de su interior quería salir.
—Aliméntame con tu voluntad.
Dak’ir regresó a las subterráneas profundidades del monte del Fuego Letal, donde se había enfrentado al gigante de ónice. En los bordes del precipicio, con el lago de fuego batiente por debajo, el monstruo había estado a punto de acabar con su vida. Ahora era más fuerte. Un escalofrío de poder le atravesó como un terremoto en miniatura y amenazó con sobrecargar la capucha psíquica y abrir a la fuerza sus compuertas mentales.
—Domínala, hermano —imploró Pyriel. No podía detener a Dak’ír. Sólo le quedaba recurrir a la razón—. No te conviertas en otro Nihilan.
Como si fueran de hielo, las palabras de Pyriel le apaciguaron de inmediato.
«Nihilan… El hechicero que había recorrido un camino similar. Pyriel había entrenado con él. Pyriel le había traicionado. No tenía elección».
Aquella verdad universal resonaba en la mente de Dak’ir como un disparo de bólter y trajo consigo una pasmosa revelación. La llama en su interior era un monstruo, algo sobre lo que no podía ejercer su influencia. Tenía que contenerla. Su mano se apartó del amortiguador. El segador estaba encima de ellos.
Dak’ir se apartó a un lado, y la guadaña partió la roca donde había estado su cabeza un momento antes. Los escombros levantados por el golpe llovieron sobre su armadura. Un cañonazo de Pyriel atrajo la atención del gólem. El epistolario era más que un mero bibliotecario; era un guerrero con instintos de guerrero, y se había situado en el punto ciego del segador.
A pesar de su tamaño y de su fuerza, la criatura seguía siendo sólo un autómata, poco más que un servidor. Ni siquiera la orden psíquica de Nihilan podía cambiar eso. Podía manipularse, como cualquier otro estúpido monstruo sin cerebro. Por sus venas corría aceite en lugar de sangre. Piezas mecánicas y no músculos permitían su movimiento, pero seguía siendo sólo un objeto.
Pyriel se aprovechó de eso al mismo tiempo que recuperaba su fuerza psíquica.
—Dirijámonos a la salida —dijo a través del comunicador.
En el breve respiro que su maestro les había proporcionado, Dak’ir volvió a colocarse el casco de combate.
—¿Vamos a escapar? ¿Y qué hay de las criptas? Tenemos que acceder…
Otra línea de proyectiles de bólter recorrió la piel de pseudopiedra del segador, entreteniéndolo, pero no deteniéndolo. Pyriel ya estaba en movimiento de nuevo antes de que el último disparo detonase.
—Confía en mí, Dak’ir. Ve hacia la salida. Yo iré detrás de ti.
Aunque aquello no le gustaba, Dak’ir corrió hacia la salida de la guarida. Recorrió la distancia en unos segundos sin pararse a mirar atrás mientras atravesaba un corto pasillo y regresaba a los túneles de trabajo. El caliente resplandor de las incineradoras bañaba su armadura mientras se detenía en el puente. Sumidos en su trabajo, los siervos ni siquiera se percataron de su repentina llegada, y en ningún momento interrumpieron sus tareas.
A medio camino del puente, Dak’ir esperó a Pyriel.
Bajo sus pies, un mar de fuego atrapado rugía y escupía. De repente, lo entendió todo. Nada podía sobrevivir a esas llamas…
—¿Maestro?
Tardaba demasiado. Pyriel debería haber aparecido ya.
Dak’ir estaba a punto de regresar cuando el epistolario salió corriendo de la oscuridad. Había enfundado el bólter y llevaba su báculo de fuerza en las manos cuando llegó hasta su aprendiz.
—Mantente firme —le dijo Pyriel. Su respiración era fatigosa y tenía marcas de quemaduras de energía en su armadura.
—Maestro…
Los ojos de Pyriel centellearon con furia.
—Mantente firme —repitió con voz severa.
Un segundo después, la imponente efigie del segador emergió de la oscuridad como la muerte encarnada.
Tuvo que agacharse para atravesar el arco de entrada a los túneles de trabajo, y sus servos protestaron con un chirrido automático. La misión del segador era permanecer confinado en su guarida; no estaba hecho para los túneles. La brujería de la disformidad había corrompido su programación central. Las láminas de doctrina insertadas en su córtex cerebral eran sólo fragmentos ennegrecidos de impulsos de datos anulados. Esclavo de las órdenes psíquicas de Nihilan, el segador salió al puente.
Lanzaba golpes de guadaña y dejaba una estela de latente energía zumbando en el aire.
Dak’ir se puso tenso. Sus instintos le gritaban que atacase, o que adoptase una posición tácticamente superior. Pyriel rechazó ambas opciones.
—Espera —dijo.
El puente era estrecho, al menos para el segador. A pesar de sus órdenes no podía arriesgarse a perder su mecánica vida imprudentemente, de modo que avanzaba con lenta determinación.
—Espera —repitió Pyriel, consciente de las respuestas de batalla hipnocondicionadas que fluían por el cerebro de Dak’ir, y por el suyo propio.
Un chisporroteo de energía recorrió el mango del báculo psíquico, un avance de lo que estaba a punto de ocurrir.
El segador se encontraba a pocos metros de distancia; el arco de muerte de su guadaña más cerca todavía.
—Semántico… —Los ojos de Pyriel ardían con fuego azul cerúleo.
El eco psíquico de sus pensamientos resonaba en la mente de Dak’ír, una orden callada pero entendida al mismo tiempo. Agarró el báculo de fuerza con su maestro y canalizó el pequeño afluente de su fuerza psíquica al arma donde Pyriel podía darle forma.
El acto en el que dos o más bibliotecarios unían su fuerza mental y la liberaban juntos se conocía como «cónclave».
Dak’ir no podía controlar sus poderes, no cuando se encontraban al máximo, al menos de momento, pero podía trasvasar una parte al báculo para que Pyriel los concentrara y los dirigiera.
A una distancia de ataque, el segador emitió sus últimas palabras.
—Muerte a los Salamandras.
—¡Muerte a los traidores! —rugió Pyriel—. ¡Y a quienes les sirven!
Un rayo de fuego salió despedido del extremo del báculo e impactó contra el segador. La fuerza fue suficiente como para empujarlo hasta el final del puente, donde se tambaleó y lanzó golpes de guadaña movido por una impotente ira.
Corriendo hacia adelante, Pyriel disparó el último proyectil de su bólter.
—¡Acaba con él!
Siguiendo las órdenes de su maestro, Dak’ir asestó tres disparos de plasma en el chamuscado torso del segador.
Como la roca de una de montaña rindiéndose a los elementos mientras se precipitaba hacia el olvido, el segador aguantó por un momento, y después cayó. Pesado como una cañonera, el gólem atravesó la jaula y mató a su paso a un grupo de servidores antes de llegar a la incineradora. Las calientes llamas rodearon su cuerpo, que quedó suspendido durante unos segundos sobre un burbujeante lecho de lava antes de hundirse y desaparecer.
Juntos, los bibliotecarios lo vieron morir. En los niveles inferiores empezaron a sonar las alarmas. Los servidores y los equipos de mantenimiento emergieron de unas escotillas selladas. El trabajo en la incineradora no debía interrumpirse. Los muertos no esperarían. Los cadáveres eran innumerables y la máquina continuaría. Era fundamental que la jaula se reparase y que se sustituyese a los siervos de trabajo. Sólo les llevó unos minutos.
—Otro siervo imperial corrompido por el Caos —masculló Pyriel, cuya voz era amarga.
—Qué has querido decir —preguntó Dak’ir— ¿cuando me has dicho que no me convierta en otro Nihilan?
Dejando caer la cabeza, Pyriel suspiró. Era como si soportase la carga de un repentino peso invisible.
—Fue hace mucho tiempo —respondió con voz tranquila—. Antes de Moribar. Yo era un semántico por aquel entonces, y aspiraba a convertirme en codiciario. Nihilan también.
—¿Erais hermanos de batalla? —Dak’ir intentó ocultar su sorpresa. Desconocía la fuerza de la conexión que existía entre su maestro y su némesis.
—Sí, pero eso era antes… —Pyriel se calló, incómodo al desenterrar el pasado.
—¿Qué ocurrió?
El epistolario miró a su aprendiz. El brillo del fuego de sus ojos se apagó con pesar.
—Cayó.
Un recuerdo, extraído de la mente de Dak’ir, salió en su respuesta.
—Se suponía que sólo íbamos a hacer que volvieran.
—¿Qué?
—Aquí —dijo Dak’ir, que señaló el ardiente abismo y la dura roca a su alrededor—, hace más de cuatro décadas, lo soñé. Nihilan dirigía una rebelión de poca importancia. Él y los demás no tenían que ser nuestros enemigos. Eran caprichosos, estaban contaminados por una mente más fuerte.
—Ushorak tenía un don. —Pyriel pronunció el elogio con los dientes apretados.
—Como los vástagos traidores de Lorgar.
—Pero no era una rebelión —corrigió Pyriel a su aprendiz—. Eran él y otro más. Por aquel entonces todavía no eran los Guerreros Dragón. Eso fue mucho después, aunque no sabemos cuándo exactamente. Todo fue una farsa ideada por Ushorak.
—Algunos no quieren volver. Otros no pueden. Me lo enseñó un viejo amigo.
—¿Quién?
—Fugis. Fue una de las últimas cosas que me dijo antes de Stratos. Cirrion llegó poco después. Y Aura Hieron…
—Hemos perdido mucho. —Pyriel no necesitaba ser psíquico para averiguar los pensamientos de Dak’ir.
—Fugis no ha muerto, maestro. Nuestro apotecario regresará del Paseo Ardiente.
El tono de Pyriel se volvió casi paternal.
—Cuánta esperanza… Siempre me gustó eso de ti, Dak’ir.
La imagen del cadáver de Fugis pudriéndose en el compartimento de la nave de la visión de Dak’ir regresó a la mente del semántico sin ser reclamada.
—Volverá.
—Vivo o muerto, perdido o recuperado, no importa. No voy a quedarme parado y a dejar que nos siga azotando la destrucción —Pyriel señaló hacia el acceso al final del puente. La roca se había rajado por la acción del segador.
—El camino está libre. Entremos en las criptas —añadió, volviendo a recorrer el paso elevado.
No era la fatiga lo que le hacía estar agotado; cualquier astartes podía sobreponerse a eso con tanta facilidad como llevaban un bólter o una espada sierra. Era el pesar.
Dak’ir le siguió en silencio.
Si las catacumbas de Moribar representaban el nivel inferior de miseria para los muertos, ahí, más abajo, se encontraba la cúspide de la opulencia. Mausoleos dorados, criptas de plata, tumbas talladas de mármol y obeliscos de cristal componían una explanada de prístino alabastro que atravesaba todas las criptas. Era un espacio inmenso, como el diámetro de una nave, y estaba plagado de muertos enterrados. Un embriagador incienso inundaba el aire, eclipsando el hedor a polvo y a ceniza de los niveles más pobres. La entrada era inmensa, como el arco triunfal de alguna magnífica catedral o palacio. Las columnas tenían talladas efigies de santos y de eclesiarcas. Enredaderas de ónice rosado, hiedra estranguladora y trepadora infernal cubrían el arco desde la base hasta el ápice. El gran portal estaba abierto, pero protegido por un escudo de fuerza que chispeaba y crepitaba conforme las diminutas motas de polvo entraban en contacto con él.
Atravesarlo requería desactivar el escudo el tiempo suficiente como para recorrer la cámara de acceso. El segador era su supuesto guardián, y habiendo desaparecido, entrar en las criptas era cuestión de suspender el escudo mediante un puerto de control. Aun así, el ambiente herméticamente sellado del otro lado debía preservarse.
Antes de que Pyriel y Dak’ir hubiesen llegado al extremo opuesto de la cámara de entrada, unos servocráneos voladores estaban saneando la atmósfera.
Unas filas de servidores atendían los inmensos jardines, que lucían lozanos céspedes y arbustos esmeradamente podados. Una húmeda capa de vapor envolvió la armadura del bibliotecario. El aire estaba cargado de oxígeno e hidrógeno para mantener la salud de los jardines de las criptas.
Pyriel se detuvo en la carretera para retener la imagen. Había calaveras incrustadas bajo sus pies, con las cuencas brillando como joyas, perfectamente blancas y con letanías para los muertos grabadas en ellas.
—Cuesta creer que la utopía existe entre toda esta muerte.
Un revoloteador querubín que portaba un incensario alzó la vista a un falso firmamento de cristal estrellado. Eran globos de luz internos, cuya plata bruñida brillaba tanto como un resplandor solar. A través de las bandadas de criaturas ciberorgánicas, aquel cielo sumía a ese mundo en un microcosmos con un aura refulgente.
Dak’ir se mantenía impasible. Todo lo que veía era ceniza, y la imagen de lo que las criptas podían llegar a ser si liberase su fuego interior.
—Es tan gris como el resto de Moribar.
—Es posible…
Estaban caminando de nuevo, siguiendo la explanada.
El aire era frío, límpido. Se colaba por la rejilla que cubría la boca de Dak’ir.
—La oigo.
—¿La voz? —preguntó Pyriel.
—Sí. Sigue hablando. Nuestros enemigos pasaron por aquí.
—¿Sabes quién habla?
—Está esclavizado, en un limbo entre realidades. El dolor le proporciona resonancia. Arriba…, aquí.
Una cripta de negra obsidiana resaltaba entre el conjunto de tumbas. Era magnífica, imponente. A quienquiera que se deseara conmemorar con aquel monumento había sido alguien muy acaudalado; de una manera increíble.
—¿Reconoces esa marca? —Pyriel señaló un simple icono grabado a vapor en la cristalina roca.
Dak’ir negó con la cabeza.
—Es un sello dinástico asociado con una casa de comerciantes independientes. Éste era un tecnócrata.
Agachándose, Dak’ir pasó uno de sus dedos acorazados por el sello. Era el icono de un hombre partido en dos, con las piernas y los brazos estirados, formando una estrella. Una mitad era de carne, y la otra de metal.
—¿Cómo lo sabes, maestro?
—Porque lo he visto antes, estampado en una de las naves de la dinastía.
Dak’ir se volvió hacia él.
—Cuando Nihilan y yo éramos neófitos, luchamos en una campaña con los Dragones Negros —continuó explicando Pyriel—. Ushorak estaba al mando de nuestros aliados. El capitán Kadai dirigía a los nacidos del fuego, como siempre lo había hecho.
Dak’ir se puso de pie.
—Nada de eso aparece en los archivos del capítulo.
Pyriel lanzó un bufido burlón.
—Me atrevería a decir que Elysius pudo descubrir algo. Estaba enterrado a gran profundidad, y gran parte de todo ello fue proscrito, excepto para los rangos superiores, y sólo en los más oscuros informes del Reclusiam.
—La maldición de Ushorak —adivinó Dak’ir.
—Su inicio, sí.
El semántico observó la cripta. Al fin y al cabo era el motivo por el que habían ido a aquel mundo gris.
—¿Sabes quién está enterrado aquí? ¿A quién coaccionó Ushorak para que le sirviera?
Pyriel sacudió la cabeza.
—No. Pero sea lo que sea lo que ocultan estas tumbas, en su día en vida y ahora en la muerte, debe ser algo terrible para que Nihilan haya seguido el camino de su maestro hasta donde lo ha hecho.
El epistolario levantó la mano y apoyó la palma en la cripta.
—No te muevas —le advirtió.
Dak’ir observó y esperó.
Al cabo de unos segundos, un apagado y rojo resplandor envolvió la mano de Pyriel. El calor cargó el ambiente, y la húmeda atmósfera formó nubes de vapor a su alrededor.
Primero llegó la voz, ya no sólo en la conciencia psíquica de Dak’ir, sino en alto, para que todos pudieran oírla. Era un grito intermitente, como si procediera de una gran distancia. El tono aumentaba y disminuía mientras una imagen, luchando por formarse, se estiraba y se abría.
Lentamente, la silueta de una figura cobró vida. Era una especie de sombra, un eco de la disformidad. Dak’ir recordó las apariciones a las que se habían enfrentado en Aphium y en el bastión imperial del monte de la Clemencia. Una oscura mancha había infectado aquel lugar y lo había llenado de una inquietante energía que se había manifestado en las tortuosas apariciones de los muertos. La cosa que tenía ante él, y que se retorcía en su etérea agonía, le resultaba incómodamente familiar.
La mano de Pyriel tembló, y el maestro formó una garra con ella. Sus dedos se doblaron como si estuvieran tirando de un hilo invisible entre el mundo mortal y el otro.
—Se defiende… —dijo el epistolario con voz forzada. Todavía no se había recuperado por completo de la terrible experiencia contra el segador—. Pero lo tengo. Pregúntale.
Dak’ir sentía cómo las emanaciones del eco disforme tiraban de los confines de su mente Aquello envió una punzada de dolor empático a través de las puntas de sus dedos mientras colocaba la mano como su maestro para protegerse mentalmente del vacío.
—¿Quién eres? —preguntó el semántico.
Los torvos ojos de la aparición eran como hogueras frías y azules, y su cuerpo, incorpóreo y transparente. Mientras alzaba el mentón, con Pyriel agarrando el hilo invisible que lo amarraba, sonrió y abrió la boca.
Al principio, sus palabras no estaban sincronizadas con los movimientos de su mandíbula. La voz emergía con un áspero y bronco timbre, lento hasta el punto de la incomprensión.
Al igual que los músculos atrofiados con el peso de los años, la capacidad de hablar de la aparición también se había degenerado.
—Otra vez —le instó Pyriel—. Recordará cómo hacerlo.
Dak’ir volvió a concentrarse usando la poca fuerza psíquica que el amortiguador de la capucha le permitía para impeler a la imagen.
—Dime tu nombre, criatura.
—Caaaaaaalllllleeeeebbbbbbb…
La voz surgió como un lamento eterno y profundo.
—Caaaallleebbb…
La palabra sonó más clara esa vez; la resonancia se estaba perdiendo.
—Caleb —repitió Dak’ir a la sombra, comprendiéndola.
—Caleb Kelock —profirió.
Como una imagen parcialmente grabada, cargada de ruido, la representación de un hombre parpadeaba delante del semántico. La personificación espiritual de Kelock vestía un elegante traje, típico de los comerciantes independientes, con una chaqueta con brocado y una capa. Una delgada línea de barba recorría la longitud de su barbilla y terminaba en forma de flecha en la punta. Llevaba guantes, y sus botas hasta la rodilla brillaban como un reflejo etéreo de lo que debían de haber sido cuando Kelock todavía vivía.
Dak’ir se dio cuenta de que se trataba del atuendo funerario del hombre. Si abrieran la cripta, encontrarían una versión descompuesta y erosionada de aquella vestimenta, pegada como tiras de carne a un esqueleto.
—¿Quién te hizo esto? ¿Quién atrapó tu esencia entre mundos? —peguntó Dak’ir.
En Aphium, los ecos disformes permanecían porque tenían asuntos pendientes. Ansiaban la paz que sólo podían conseguir con una venganza que implicara el derramamiento de sangre. Los Salamandras los habían vengado y habían acabado así con la maldición del monte de la Clemencia.
Ése no era el caso de Kelock. Era un prisionero.
Su incorpóreo rostro se retorció con ira y los fuegos de sus ojos ardieron.
—Los tuyos —acusó.
—Ushorak —masculló Dak’ir, sintiendo la ira del tecnócrata mientras ésta formaba hielo en su chapa de batalla—. De armadura negra —le dijo a la sombra, señalando su armadura parcialmente congelada.
Kelock asintió, frunciendo el ceño con enfado.
—Dak’ir —Era Pyriel, cuya voz sonaba tensa por el esfuerzo—. Date prisa. No puedo retenerlo…, indefinidamente.
El semántico estaba a punto de continuar cuando la luz solar que los bañaba desde lo alto se apagó de repente. Una capa gris cubrió rápidamente el inmenso cementerio. El césped perdió su brillo, y la gloria de los monumentos parecía pálida y descolorida. La esperanza y la calidez se esfumaron. Era el páramo ceniciento que Dak’ir había imaginado desde el principio. ¡Qué distintas parecían las criptas con la ausencia de luz!
Las sombras se movían entre las oscuras profundidades. Destellaban como señales luminosas en la pantalla retiniana de Dak’ir; indicios mínimos de calor. El semántico recordó las hordas de servidores que atendían los jardines funerarios. Los picos y las tijeras de podar podían convertirse fácilmente en armas. Suponía que aquellas criaturas tenían una doble función: jardineros y guardianes.
Estaba lloviendo, pero no se trataba de lluvia auténtica. Era el vapor del ambiente, condensado en pesadas gotas para simular el fenómeno atmosférico. En unos segundos pasó de ser un ligero chispeo a un aguacero.
—Se avecina algo…
La pesada lluvia martilleaba la armadura de Dak’ir y transformaba la ceniza incrustada en un negro lodo. Las brillantes ascuas de los mecanismos ópticos se estaban centrando en los bibliotecarios.
—Entonces, nuestro tiempo aquí ha terminado —tuvo que gruñir Pyriel entre dientes apretados. Seguía sujetando a la aparición de Kelock, pero a duras penas.
La silueta desapareció brevemente antes de formarse de nuevo.
—¿Qué secretos conocía de ti el traidor, tecnócrata? Respóndeme, y tu tormento habrá terminado.
Kelock le hizo señas con un consumido dedo para que se acercara. Sin tiempo que perder, Dak’ir se aproximó.
—¡Detén…!
La advertencia de Pyriel llegó demasiado tarde; se perdió entre el coro de gritos que invadió la cabeza de Dak’ir cuando la aparición agarró con sus dedos el casco de combate del salamandra.
Las imágenes inundaron la mente del semántico en hipnocondicionados fogonazos mientras Kelock le transmitía todo lo que sabía y lo que había visto de una única y catártica vez. Por un breve instante, la aparición y el astartes se convirtieron en uno. Sus distintas cronologías, tanto las vivas como las muertas, se fusionaron. Los hilos del destino los unieron. Una entidad, una historia compartida. La conciencia era como un relámpago, y Dak’ir su pararrayos.
El semántico se tambaleó y cayó sobre una de sus rodillas. Tembló una vez más. Un humo etéreo salía de su armadura. Destellos de energía recorrían de manera efímera la ceramita, volviendo negros sus bordes azules.
—Libéralo… —jadeó cuando todo hubo terminado, consciente de que los servidores estaban cerca. Ya tenía todo lo que necesitaban. Y la certeza de aquel hecho hizo que se sintiera vacío.
—No puedo —admitió Pyriel, y un angustiado Kelock desapareció.
Dak’ir logró levantarse. Los servidores seguían acercándose. Se encontraban a sólo unos metros de distancia. Sus afiladas herramientas brillaban n la penumbra.
—Le he hecho una promesa.
—Y la he roto yo. Sólo Ushorak o Nihilan pueden liberar a la sombra.
Dak’ir miró a su maestro.
—Enséñame cómo puedo hacer que vuelva y lo liberaré yo mismo.
Dak’ir desenvainó a Draugen, listo para recibir a los servidores, pero mantuvo la hoja apagada.
Pyriel se volvió hacia los atacantes. Estaban lo bastante cerca como para cargar.
—No hay tiempo —dijo a la vez que desbloqueaba el báculo psíquico.
El epistolario lo hizo girar alrededor de su cuerpo, partió una mecanizada columna vertebral con el primer arco y golpeó el estómago de un servidor con una fuerte estocada al final del movimiento.
Dak’ir derribó a un tercero; lo seccionó con un tajo que iba del hombro hasta la ingle. El aceite cayó al suelo en gruesas gotas y los cables colgaron como intestinos. Después, rebanó la cabeza a un cuarto. El autómata cayó primero de rodillas y luego de cara. La tierra se revolvía bajo sus pies, conviniéndose en fango.
Estaban todos muertos. No eran traidores ni máquinas poseídas; sólo leales servidores imperiales cumpliendo con su deber. Aquello le dejó un sabor amargo, pero se acercaban más. Esos primeros eran sólo la vanguardia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pyriel, sin que pudiera esperar—. ¿Qué te ha mostrado el tecnócrata?
Dak’ir entrecerró los ojos, y las rendijas de fuego se convirtieron en cuchillas. Entonces, sacó la pistola de plasma.
Decidió no contestar.
—Hemos profanado este lugar. Nuestro sacrilegio no es mejor que el de Ushorak.
Un rayo chisporroteante arrancó un trozo de la base de un alto obelisco y, como un árbol, lo hizo caer al suelo en el camino de más servidores. Aquellos que escaparon de ser aplastados vieron su marcha obstaculizada.
La voz de Pyriel tenía una nota de desesperación.
—¡Semántico, tengo que saberlo!
Estaban avanzando por una línea oblicua, alejándose de sus atacantes pero sin perderlos de vista mientras lo hacían. Los pocos que llegaron hasta los dos salamandras fueron destruidos por Pyriel con eficientes golpes mortales de su báculo de fuerza. Era un maestro en muchos más sentidos que el meramente psíquico. Dak’ir había oído hablar de la pericia del epistolario en la lucha con báculo. Seguía las técnicas tribales de Heliosa, su ciudad santuario, combinadas con los ejercicios con lanza del maestro Prebian.
—¡Dak’ir!
El semántico se quitó el casco de combate. Unos chorros de lluvia falsa empapaban su rostro. Sus ojos estaban cargados de dolor y de incredulidad.
—He visto el fin —dijo—. He visto la perdición de Nocturne.
Rodeados por los restos de los servidores destrozados, Pyriel y Dak’ir corrieron.
El maestro miró al aprendiz mientras pasaban a través de las tumbas, con sus perseguidores pisándoles los talones. Unos pocos se habían convertido en casi cincuenta, y más estaban acudiendo y uniéndose al grupo.
«La perdición de Nocturne».
Era tal y como las armaduras de Scoria habían predicho.