I. Hallarás monstruos…

I

HALLARÁS MONSTRUOS…

«Monstruos», así era como él los describiría. Los seres que los perseguían a través de los embrujados callejones de la oscura ciudad no se parecían en nada a ningún perro de caza que el cabo Tonnhauser hubiese visto antes. Es más, ni siquiera estaban del todo en aquel lugar. Mediante rápidas miradas había visto cómo sus formas resplandecían y cómo se desdibujaban los extremos de su obscena musculatura. Era como si los perseguidores no estuviesen completamente sincronizados con el plano de existencia en el que se encontraban los supervivientes.

—¡De prisa, humano! —instó uno de los gigantes.

Su verde armadura estaba tremendamente maltratada. Un corte en uno de los laterales estaba cubierto de sangre coagulada. Una fina línea de piel negra como el ónice se distinguía por debajo de una malla interior.

Tonnhauser no era ningún artesano ni ningún visioingeniero. Apenas sabía nada sobre servoarmaduras. Era lo que protegía a los Marines Espaciales. Se suponía que era casi impenetrable. Rodeado de siete de aquellos legendarios guerreros que le guiaban a él y a lo que quedaba de su tropa a través de una pesadilla de calles cubiertas de cortantes hojas y estructuras cubiertas de afiladas puntas, Varhane Tonnhauser debería haberse sentido seguro. Pero no era así.

Dos de los salamandras se adelantaron en un intento de encontrar una ruta a través de aquellos caminos desconocidos para mantenerlos alejados de la manada de perseguidores. Otros dos deambulaban a ambos lados, con los Diablos Nocturnos entre ellos. Otros tres cubrían la retaguardia. La mayoría de los hombres de Tonnhauser tenían la cabeza agachada; algunos incluso corrían con los ojos cerrados y se agarraban desesperadamente a los cinturones de sus compañeros los guardias. Esos hombres estaban perdidos, al igual que aquellos cuyos gritos habían reducido a un lastimero lloriqueo. No los culpaba.

Al cabo le dolía la cabeza por los chillidos de las bestias y las llamadas de sus amos. Los eldars oscuros viajaban detrás de la manada en un esquife cubierto de púas que planeaba por encima del suelo gracias a sabía el Emperador qué infernales tecnologías. La mente le daba mil vueltas. Tonnhauser decidió que aquel lugar era el infierno. Torcía la realidad y todo lo que aceptaba como posible.

Mientras la oscura ciudad pasaba de largo como un borrón, e incluso la visión de sus mordaces extremos le hacía ponerse enfermo, Tonnhauser pensó en su padre. Su progenitor se encontraba en Stratos y luchaba como parte de las Fuerzas Aéreas. Había deseado lo mismo para su hijo, pero Varhane se había marchado como parte de un diezmo planetario de hombres y de material bélico para la Guardia Imperial. Había querido ver la galaxia. Si tenía que morir, lo haría bajo un cielo extranjero y en nombre del Emperador.

Ser cazado en las desoladas calles de una ciudad alienígena entre realidades no había formado parte de su gloriosa visión. No sabía lo que le había pasado a su padre. Varhane no había visto o hablado con aquel hombre al que conocía como coronel Abel Tonnhauser, o sólo como el Coronel en años, desde que había embarcado en el pesado transporte imperial. En aquel momento había esperado verle de nuevo.

Tonnhauser resbaló y perdió el equilibrio con algo irregular que sobresalía del suelo. Se hizo un corte en la pierna, aunque sólo se había dado un golpe de refilón.

—Ten cuidado —le dijo el gigante que tenía al lado, mientras lo levantaba para que no perdiera el paso.

Era inmenso, incluso más grande que los demás. Tenía la cabeza cuadrada como un bloque de negro granito y los ojos hundidos como incandescentes fosas de fuego.

—El camino que tenemos por delante está lleno de objetos cortantes —le advirtió—. Quédate conmigo y mira por dónde pisas. Podemos evadimos de las criaturas.

Al mencionar a los perros de presa, Tonnhauser miró por encima de su hombro. Quería creer al salamandra, pero los perseguidores no se darían por vencidos. Incluso ahora iban ganando terreno. El pelaje quemado por el ácido de las bestias, enmarañado con mechones de pelo manchado de sangre, se veía con más detalle conforme se acercaban. Sus ojos de color amarillo como el azufre miraban hambrientos. Las zonas en las que su piel estaba desnuda brillaban como el aceite sobre el agua. No era de un tono o de otro, sino de una mezcla iridiscente de muchos colores. Tenían rostros atrapados tras la carne, los de las víctimas medio devoradas que llamaban a tos otros para que se unieran a ellas en su eterno tormento.

No era un destino digno de un soldado, ni de ningún hombre de carne y hueso.

Cuando Tonnhauser empezó a oír sus lastimeras voces, apartó la mirada.

—Nos están alcanzando —dijo el inmenso salamandra.

Uno vestido de negro, el líder y una especie de predicador, respondió:

—Tenemos que seguir moviéndonos. Prepárate.

A Tonnhauser no le gustó cómo sonaba aquello. Un fuerte grito le hizo mirar atrás de nuevo y vio como un salamandra arrojaba una lanza contra una de las bestias cuando ésta se abalanzó sobre él.

La afilada punta del misil atravesó la antinatural carne del perro y derramó un icoroso fluido similar a la sangre. Pero con el impulso del salto, el inmenso peso de la bestia cayó sobre el guerrero. A pesar de estar ensartado, el animal le desgarró la armadura y la carne. La sangre tiñó la verde armadura mientras que otro salamandra aporreaba a la bestia con una espada de hoja plana por uno de sus costados. Era un miembro de la vanguardia. Otros se aproximaban. Un tercer guerrero, el último de la retaguardia, le cortó la cabeza a la criatura con una hacha. Juntos, los dos salamandras ilesos arrastraron el cuerpo de su hermano caído y levantaron al lanzador. Tonnhauser pensó que debía estar muerto, pero sorprendentemente empezó a correr.

—¡Por aquí! —gritó otro desde delante del todo.

Éste era algo más pequeño, aunque seguía siendo inmenso con su armadura. Una especie de quemadura hacía que su rostro pareciera estar congelado en un perpetuo gruñido. Estaba señalando hacia una estrecha hendidura en la afilada avenida que tenían delante.

Oscura por dentro, a Tonnhauser no le parecía precisamente la salvación.

Se asemejaba a un callejón sin salida. Tal vez aquellos salamandras también pensaran eso. Tal vez habían decidido librar una batalla final. La guerra podía resultar algo glorioso cuando se estaba diseñado para ello, cuando se era sobrehumano. Tonnhauser no era más que un hombre, con los deseos y los sueños de un hombre. No quería morir allí, pero si ése era su destino, se enfrentaría a él con la misma determinación que los gigantes que le rodeaban.

—Dadme una arma —dijo antes de darse cuenta de que había hablado.

Casi habían llegado a la grieta. Sólo faltaban unos pocos metros más…

—Forjar una fuerte coraza —dijo el otro escolta desde el lado contrario del inmenso guerrero. Su voz era chirriante, como el sonido de una escofina forzada—. No dejéis puntos débiles.

El gran guerrero miró a Tonnhauser.

—Nada de puntos débiles —repitió, y le lanzó una daga que en manos humanas era más bien una espada.

—Una vez en el otro lado, formad una falange de defensa —se apresuró a añadir el predicador al que Tonnhauser había oído llamar «capellán».

—Pegaos a mí —dijo el guerrero grande.

Él también portaba una lanza. Para Tonnhauser era inmensa, demasiado grande para un hombre, pero el gigante la levantaba como si no fuera nada. Había algo antiguo en sus movimientos, como si hubiese aprendido su arte de guerra en un lugar distinto al del entrenamiento de sus hermanos.

Tonnhauser no tuvo más tiempo de pensar en ello. Los Diablos Nocturnos fueron guiados por el agujero y hacia la oscuridad que había en su interior.

Los segundos parecían horas mientras esperaban. Los perros llegaban. Sus sonidos presagiaban fatalidad. Tonnhauser pensó que se encontraban en una especie de anfiteatro.

Hileras de asientos rotos delineaban una amplia expansión elíptica repleta de escombros de la planta superior. Varias columnas de extremos afilados y esculpidas con obscenos y demoníacos rostros se habían derrumbado también en el centro.

El polvo, removido con su llegada, formaba densas nubes. Varios hombres tosían. Era como respirar cristal en polvo. A Tonnhauser le escocían tanto los ojos que cuando levantó la vista hacia los niveles más altos y vio una abultada figura que aparecía y desaparecía de nuevo, lo atribuyó a su visión borrosa.

—¡Ya vienen! —dijo el guerrero más grande.

Entonces, levantó la lanza y apuntó. Sus hermanos formaron una flecha detrás de él, dos a ambos lados tras sus hombros y dos más tras el hombro exterior del siguiente. Los dos últimos formaban una retaguardia, listos para intervenir en caso de que alguno de los guerreros cayese. Tonnhauser y los Diablos Nocturnos estaban en el centro. La distancia hasta la abertura era de apenas un metro. El grupo de lucha la tapaba. Aquella batalla iba a ser cuerpo a cuerpo y sangrienta.

Tonnhauser agarró el mango de su espada y rezó al Emperador.

—¡Demostradle a Vulkan lo que valéis, Salamandras! —Elysius estaba empuñando su crozius y su fervor emergió del casco que había tomado prestado como un rugido—. ¡Aplastadlos sobre el yunque, nacidos del fuego!

Los corazones de Ba’ken bombeaban con fuerza. Su hermano capellán había despertado su espíritu guerrero. Tres perros iban hacia ellos. Pero la grieta era estrecha. Si conseguían atravesarla, las bestias sólo podrían llegar hasta los Salamandras de una en una. Iagon había elegido bien. El otro sargento se encontraba tras el hombro derecho de Ba’ken, con una espada sierra en la mano. Las armas podían ser de cualquier portador. Partes de aquel infierno eran como un campo de batalla. Ba’ken se estremeció al pensar en las vidas que se habían perdido allí, en el deporte que se hacía de los cautivos por sus manadas de cazadores. Había sido fácil conseguir espadas y lanzas simples lo bastante grandes como para ser empuñadas por los astartes. Pero los daños que éstas efectuaban eran limitados. Deseaba contar con su lanzallamas pesado. Pero cuando el perseguidor principal se acercase a Ba’ken, tendría que apañárselas con la lanza.

«Me siento como en casa, en Themis», recordó con algo de nostalgia.

La ciudad santuario se encontraba a otro mundo de distancia; pero algo más que simple distancia galáctica la separaba de los Salamandras. Las sensiblerías no tenían cabida en la guerra. El campo de batalla sólo respetaba la sangre y el sudor.

El perro de caza se encabritó, y Ba’ken lo apuñaló en el pecho.

Éste luchó contra la afilada punta de la lanza, retorciéndose y haciendo uso de toda su fuerza para liberarse. Ba’ken entró en su arco letal y esquivó un golpe de garra que le habría arrancado la cabeza de haberle alcanzado. Se acercó y se situó bajo la bestia. Los esfuerzos del animal sólo lo ensartaban todavía más.

—¡Hombro con hombro! —gritó Ba’ken, agarrando con más fuerza la lanza y clavándosela con fuerza.

Iagon y G’heb obedecieron, y empezaron a asestar golpes de espada y de hacha contra uno de los lados de la bestia.

El animal aulló; fue un sonido antinatural y reverberante. Ba’ken sonrió. Estaba herido. Siguió empujando con más fuerza y sintió alivio cuando la afilada punta atravesó el lomo de la criatura lanzando un chorro de sangre.

Después, liberó la lanza y agarró el mango en diagonal contra el suelo. Poniendo a prueba sus músculos, Ba’ken alcanzó las heridas patas delanteras de la bestia y empujó. Iagon y G’heb también empujaron con los hombros para añadir peso.

La bestia volcó y su espalda crujió mientras se retorcía violentamente, y la lanza atravesó de nuevo su pecho.

Por fin cayó, rezumando icor, y se convirtió en un montón de restos.

—¡Avanzad! —dijo Ba’ken, recuperando su lanza de nuevo. Otras dos bestias más se acercaban. Parecían vacilar.

—Reconocen a un cazador de la llanura Arridiana ante ellos, a un hombre de Themis —se regodeó Ba’ken.

Levantaba su arma con aire triunfal, ansioso por matar a otra criatura. Se dio cuenta demasiado tarde de que alguien estaba reteniendo a las bestias. Un esquife planeaba a la vista. Un oscuro rayo escupió del cañón de su proa.

El impacto le alcanzó en el hombro, le destrozó la hombrera y le hizo girar y chocar con fuerza contra Iagon. Los dos sargentos rodaron y cayeron al suelo, acabando así con un lado de la formación. En el mismo instante soltaron a los perros. G’heb todavía estaba intentando cubrir el agujero; Usen e Ionnes llegaban desde la retaguardia para apoyarle cuando la bestia se abalanzó contra él. Resplandecía sobre el salamandra, que seguía buscando su hacha cuando el animal cerró las mandíbulas. G’heb perdió la cabeza.

Una fuente de sangre salió despedida de la cavidad abierta en el cuello del guerrero muerto, empapando tanto a los humanos como a los Salamandras. Algunos de los Diablos Nocturnos gritaban aterrorizados.

Colándose a empujones en el anfiteatro, el animal dejó espacio para otro de los suyos.

Elysius se enfrentó a la segunda bestia, con Ionnes y L’sen.

La primera empezó a saltar. Un salvaje golpe alcanzó el flanco de Iagon y lo lanzó por los aires hacia la oscuridad. La espada que había encontrado salió despedida por el suelo inútilmente. Ba’ken todavía estaba volviendo en sí cuando la trotante bestia fue a por él. Tumbado boca arriba, tanteó a su alrededor para encontrar su lanza. El perro sabía lo que su presa estaba intentando y atrapó el mango con la pata. La caliente baba que olía a aceite y a cobre caía desde su inmensa boca. Vistos de cerca había algo claramente alienígena en aquellos monstruos. Ése tenía escamas en algunas partes de su cuerpo y unas fauces saunas. Sus ojos eran unas líneas amarillas, brillantes y malvados.

Ba’ken estaba a punto de dejar la lanza cuando el animal emitió un aullido y soltó el arma mientras se daba la vuelta.

El humano al que le había entregado la daga estaba firme delante de la bestia. Una ola de orgullo se transformó en horror en el interior de Ba’ken al ver cómo su salvador recibía un golpe de refilón del rayo lanzado desde el esquife. Perdió al humano de vista, pero agarró su lanza y se puso de pie. Ba’ken le propinó un duro golpe al perro que lo atravesó desde el omóplato hasta el gaznate, y la lanza salió por el otro lado. Era una herida mortal que inundó el suelo de viscosos fluidos. La bestia emitió un estertor antes de desplomarse y caer muerta.

—¡Replegaos! —oyó gritar a Elysius—. ¡Adentraos más en las ruinas! ¡Replegaos!

El crozius del capellán estaba cubierto de sangre y de materia tras haber aporreado a un tercer animal hasta la muerte. Pero llegaban más, y el esquife y los cazadores también. Los eldars oscuros sólo tenían un cañón. Pero a juzgar por la negra cicatriz y la cortada ceramita de la hombrera de Ba’ken era letal. Él apenas registraba el dolor. Los supresores de su torrente sanguíneo lo filtraban y lo anulaban, pero lo mantenían alerta. Dejó a G’heb y pronunció una silenciosa oración al primarca al hacerlo. El salamandra estaba muerto. Sin ningún apotecario en sus filas, el legado de G’heb al capítulo terminaba tristemente allí.

—¡De prisa, hermano sargento!

Elysius le estaba llamando. Ba’ken era el último de ellos. Antes de retirarse se agachó, recogió al humano caído que había acudido en su ayuda y se lo colocó sobre la espalda.

—Tonnhauser —dijo, leyendo la etiqueta de identificación del joven su uniforme—. Luché con otro hombre que se llamaba como tú. El también era valiente.

Tonnhauser abrió los ojos de par en par, sabiendo de quien hablaba, antes de perder el conocimiento.

Elysius los había dispuesto en un círculo. Los pedazos de piedra rota de los niveles superiores formaban improvisadas barricadas en su arco.

Habían perdido a más humanos cuando los perros habían atravesado la grieta. Ba’ken contó que quedaban cuatro, sin incluir a Tonnhauset No podía saber si habían muerto o si se habían perdido en la oscuridad. De todos modos, ahora no servían para nada. Los que habían sobrevivido estaban encogidos de miedo como niños, aterrados por la pesadilla que estaban viviendo.

—El infierno ha llegado. El infierno ha llegado —decía uno antes de que L’sen le golpease y lo dejase inconsciente.

—Puntos débiles —le recordó a Ba’ken mientras se reunía con ellos en el círculo.

—No tan débiles, hermano —respondió, dejando a Tonnhauser en el suelo, dentro del círculo de protección.

L’sen gruñó, aunque el sonido se pareció al de una escofina. Sus ojos se entrecerraron, y Ba’ken siguió su mirada.

Otros cuatro perros habían penetrado en el anfiteatro. Se movían con una gracia lenta pero perversa, como una mezcla entre los musculados leónidos de Tharken Delta y las víboras de ceniza de las cadenas montañosas de Themian. Ba’ken había cazado a ambos tipos de criatura. Sus pieles adornaban su cueva en las montañas. Era un lugar de paz y de soledad. Al igual que muchos salamandras, cuando estaba en Nocturne, Ba’ken era un individuo solitario. Sólo mediante el aislamiento podía adquirir un guerrero entereza y confianza en sí mismo. La cueva parecía ahora un lugar muy lejano, pero las lecciones aprendidas en sus confines le proporcionaron fuerza.

Como la inexorable tensión de la soga del verdugo, los perros comenzaron a rodearlos. Ba’ken perdió a uno de ellos de vista cuando éste saltó por una escalera en ruinas hasta los niveles superiores. De repente, el cordón de protección ya no parecía tan impenetrable.

«Puntos débiles…» Las palabras de Usen le volvieron a la mente. Sólo que ahora el punto débil era que aquel círculo ya no defendía todos los ángulos de ataque.

—Está en los niveles superiores —dijo.

—Veo al enemigo rodeando nuestro perímetro —respondió Elysius, callándose un nuevo sermón por el momento. Los necesitarían más cuando comenzase la batalla.

Ba’ken asintió y después miró a su lado, a Iagon. El otro sargento tenía varios cortes, pero había conseguido recuperar su espada.

—No te preocupes por mí —dijo, leyendo la expresión de su hermano—. Protégete a ti mismo.

El rugido pronto desapareció, a pesar de la cicatriz facial de Iagon, y su homólogo asintió en respuesta.

—Es una pena que hayamos empezado a entendernos tan tarde, a punto de morir en una última batalla —dijo Ba’ken.

—Esto todavía no ha terminado.

Los perros se acercaron de nuevo, aún rodeándolos. Tres de las bestias giraban entre los puntos cardinales del cordón de los Salamandras, y una cuarta que no veían esperaba para saltar. De manera instintiva, los nacidos del fuego dieron un paso atrás y tensaron la barrera.

Elysius estaba sobre un pedazo de una columna derrumbada en medio del círculo. Su privilegiada posición le proporcionaba una buena perspectiva. Desde allí podía ver grietas en la línea. Siguió a las bestias con la mirada mientras éstas avanzaban por delante de él, pero no cambió de posición ni una vez.

En lugar de hacerlo utilizaba sus otros sentidos para prestar atención a su patrón de acecho y confiaba en que sus hermanos salamandras vigilarían los puntos que él no alcanzaba a ver. Todos lo hicieron.

De nuevo pensó en las enseñanzas de Vulkan, en el crisol de fuego y en la necesidad de probar su voluntad. Decidió no fracasar y sintió que un palpable zumbido de aprobación emanaba del sello. Aquello no lo esperaba. ¿Se lo habría imaginado?

Cuando la estrecha grieta que habían utilizado para entrar en el anfiteatro fue destruida por el fuego del cañón, el capellán abandonó todos sus pensamientos menos uno: luchar o morir.

El esquife emergió a través de un miasma de polvo y de escombros de roca. Larga y dentada, a Elysius le recordaba a una espada. De manera similar al transporte que los había lanzado allí, éste estaba adornado con cráneos y otros trofeos. Planeaba casi pegado al suelo y de una manera agonizantemente lenta, acompañada de los silbidos y los cacareos de los alienígenas que lo ocupaban.

Elysius contó a seis individuos que se descolgaban del fuselaje del vehículo gravítico o que permanecían en las cubiertas, machos y hembras (aunque con la inherente androginia de la raza de los eldars oscuros costaba distinguirlos), armados con tridentes, redes de espino y látigos. Exudaban sadismo por cada uno de sus poros, desde los sobrepellices de cuerpo, las lascivas máscaras infernales y los collares de púas.

—¿Por qué no atacan? —preguntó un aturdido oficial de los Diablos Nocturnos.

Elysius le miró.

—Por ti, humano —respondió sin más—. Mira a tus hombres. Están sobrecogidos de miedo. Los xenos se alimentan de eso. Se están alimentando de vosotros.

El oficial hizo una mueca, pero al instante alzó la mirada al oír un aullido gutural de dolor que resonaba desde el nivel superior. Elysius siguió su mirada.

—¿Qué…?

El cadáver de una de las bestias cayó en picado desde lo alto contra el esquife. El enorme peso de músculo incubado y de tendones que no pertenecían a ese mundo partió el fuselaje del vehículo gravítico en dos. Sus ocupantes cayeron de manera descontrolada. Un momento después, algo largo y rápido atravesó la penumbra y clavó a uno de los ocupantes derribados antes de que éste pudiese alcanzar su arma. Una lanza de grueso mango lo atravesó. Un segundo ocupante cayó con varias puntas de negro metal sobresaliendo de su cuello y de su pecho. Los supervivientes chillaban y aullaban. Un fuego castigador ascendió hasta la oscuridad superior cuando los enemigos dispararon sus rifles cristalinos. Alguien gruñó y cayó. Otros estaban avanzando por el nivel del suelo. Elysius distinguió a unos cinco atacantes, de constitución pequeña, humanoides. Uno llamó su atención especialmente. Era más grande que el resto y usaba una técnica de combate familiar. Captó unos cuantos movimientos y después la figura desapareció.

«¿Quién eres? —se preguntó el capellán—. Y lo que es más importante, ¿por qué nos estás ayudando?»

—¡Romped filas! —ordenó Ba’ken.

Durante los últimos segundos, los perros habían flaqueado. No sabía quiénes eran sus aliados o qué planeaban. Pero no le importaba.

Primero mataría a las bestias y después interrogaría a sus nuevos aliados. La amarga experiencia a bordo de la Archimedes Rex y los problemas del capítulo con los Marines Malevolentes le había enseñado a Ba’ken la importancia de desconfiar al encontrarse con amigos improvisados.

El círculo se separó, y Ba’ken e Iagon desplegaron a sus guerreros hacia la izquierda y la derecha en una formación dispersa de ataque. Toda idea de una última batalla se vio olvidada ante la alternativa táctica proporcionada por los ocultos emboscadores. Y aunque sólo fuera por eso, el hermano sargento les estaba agradecido.

Los perros volvieron en sí y cargaron contra los guerreros que iban a por ellos. Sin sus amos, que estaban todavía ocupados intentando castigar a aquellos que les habían agredido directamente, eran salvajes, pero sus ataques estaban desenfocados. Los nacidos del fuego se pusieron por parejas de inmediato. Pero con G’heb muerto, Ba’ken se quedó solo hasta que Tonnhausen y otro diablo nocturno al que no conocía llegaron a su lado. Elysius también luchaba solo, pero el capellán no necesitaba asistencia. Incluso con un solo brazo era un luchador prodigioso.

—Quedaos detrás de mí —dijo Ba’ken a sus hombres—. Yo lo atraeré. Cuando venga a por mí, atacad su punto ciego.

Tonnhauser y el otro soldado asintieron con rostros llenos de determinación.

Ambos palidecieron cuando la bestia cargó contra ellos. Saliendo despedida de la oscuridad, dejando nubes de polvo y de cristal a su paso, era un ser fantasmal. El terror aumentó cuando sus contraídos ojos ardieron y tres carnosas lengüetas se abrieron completamente y revelaron unas grotescas fauces de tres dientes. Azotando el aire, su arrugada lengua babeaba al acercarse a la presa.

Lento a causa de su anterior herida, Ba’ken no pudo apartarse lo bastante de prisa, y la bestia le arañó el costado mientras intentaba esquivarla.

—¡Ah!

Tres profundas hendiduras desgarraron el flanco derecho de su ceramita. La malla interior colgaba hecha un harapo y abierta como si fuera piel. Ba’ken se tambaleó, pero mantuvo su cuerpo entre la bestia y los humanos.

Los Diablos Nocturnos consiguieron mantenerse alejados y corrieron tras el salamandra mientras éste se volvía para enfrentarse a la criatura en un nuevo intento. Ésta dio la vuelta rápidamente para tratarse de una bestia tan enorme y se abalanzó sobre ellos un momento después. Ba’ken cargó usando toda la longitud del mango de la lanza y le dio en el hombro. El perro gruñó de dolor, pero el golpe había sido débil y sólo le había atravesado el músculo y le había abierto un icoroso corte, pero nada más. La bestia embistió de nuevo contra el salamandra; le produjo una nueva grieta en el plastrón de su armadura y lo derribó sobre su espalda. Él se agarró a la lanza y cargó de nuevo. La criatura evitó los golpes de Ba’ker y se detuvo para observar al desconocido diablo nocturno que la había atacado con su afilado báculo. El humano murió gorgoteando sangre con la garganta abierta. Tonnhauser saltó sobre la figura del soldado, que se sacudía lentamente, y empezó a tajar a la bestia con golpes de espada. Estuvo cerca, y le arrancó un trozo de oreja, pero recibió un golpe en d pecho por su bravura. Ba’ken oyó el crujido de unas costillas rotas. Un extraño resuello escapó de los labios de Tonnhauser mientras éste caía agarrándose el pecho.

La distracción fue suficiente para que el salamandra volviera a ponerse de pie.

—¡Vamos, esperpento! —dijo antes de escupir su propia sangre.

Su mente volvió a recordar a Themis. Siendo sólo un niño por aquel entonces, se había enfrentado a un leónido herido en la llanura Arridiana. Ba’ken, o Sol, como le llamaban de pequeño, había estado siguiendo el rastro de la bestia durante días. Su trampa la había herido y había hecho que fuera más lenta para poderse enfrentar a ella finalmente. Sol procedía de una gran familia, cuyos recuerdos eran ahora vagos y borrosos, debido a su condición de astartes. El leónido había asesinado a casi la mitad de ellos al llegar a su campamento cuatro noches antes. Era una bestia mezquina y llena de cicatrices, con las escamosas ancas gastadas por la edad y la enmarañada melena dividida en gruesas y sucias rastas. Sus agudos y amarillos ojos revelaban su astucia, pero también contenían maldad. Era un asesino. Ba’ken se había enfrentado a la muerte aquel día en la llanura y había triunfado. La piel del leónido suponía un trofeo de especial significado para él. En aquel perro xenos había hallado una bestia similar. Sus viejos instintos se apoderaron de él.

Mientras giraba la lanza en sus manos, Ba’ken fue ligeramente consciente de las demás batallas que le rodeaban. El resto de los perros estaban recibiendo lo suyo también. A través de su vista periférica vio que Usen estaba inmóvil en el suelo. En alguna parte, Elysius estaba rugiendo letanías de odio. Aquellas criaturas eran rápidas, pero sus hermanos también lo eran. Varias refriegas se estaban desarrollando al mismo tiempo con increíble ritmo e intensidad.

Ba’ken embistió cuando el perro cargó de nuevo, y esa vez le atravesó el pecho. El impulso hizo que la bestia siguiera avanzando. El músculo alimentado por la disformidad se enfrentó al físico genéticamente modificado, y uno de ellos se rompió. Para Ba’ken fue como ser golpeado por un Land Raider.

Sus huesos superendurecidos se fracturaron con un sonoro crujido cuando el gran guerrero fue levantado del suelo y lanzado por los aires.

Por un momento, el caliente sol de la llanura Arridiana bañó su rostro y la esencia del leónido inundó sus fosas nasales… Como el humo en la brisa, las sensaciones se desintegraron y se encontró en el polvoriento anfiteatro de nuevo. Agarró su lanza, retorciéndola y tirando de ella para causar más daño, con la esperanza de encontrar un órgano vital. Ba’ken había aterrizado con fuerza. Sintió un terrible dolor en la muñeca, y no por la caída. Las fauces de la bestia estaban cerradas fuertemente a su alrededor. La potencia del perro lanzó a Ba’ken ferozmente al aire de nuevo, haciendo de su muñeca el apoyo desde el que estaba siendo sacudido.

Unos puntos oscuros aparecieron delante de sus ojos y el bombeo de su sangre tronaba en sus oídos. De haber llevado puesto el casco todavía, las lecturas de daños en su pantalla retiniana habrían estado parpadeando en ámbar. Ni siquiera el leónido había conseguido tanto. Se estaba muriendo.

Elysius aplastó el cráneo del monstruo con su crozius. Una maza encendida habría hecho la tarea más fácil, pero el arma mataba bastante bien. Respirando con celeridad a pesar de su sobrehumana fisiología, intentó orientarse en la batalla. Sus nacidos del fuego estaban ocupados con las bestias, dispersos por el anfiteatro pero luchando con fuerza. L’sen había muerto. El capellán no necesitaba ninguna runa roja en su ausente pantalla retiniana para saberlo. El yunque había acabado con muchos, y Elysius lamentó todas las pérdidas.

Entonces, vio a Ba’ken.

Sacudido en el aire, con la muñeca convertida en una sangrienta ruina, el gigante salamandra no sobreviviría a la lucha. Elysius corrió gritando algo que no podía distinguir pese a que había salido de sus propios labios. Habían muerto demasiados, perdidos en aquel infierno tan alejado de la montaña. No podía perder a otro más.

Ba’ken golpeó el suelo y rodó. Se levantó sobre sus codos escupiendo sangre. La bestia aterrizó encima de él antes de que pudiese apartarse. Un salvaje golpe arrancó un trozo de su generador. El latente zumbido de la servoarmadura de Ba’ken se apagó.

Incluso con la protección de su armadura intacta, era imposible que sobreviviese a otro ataque.

El capellán todavía se encontraba a varios metros de distancia. Moriría antes de que llegase hasta él.

Otro más roto contra el yunque.

Al menos, Elysius podría vengarle.

Una negra sombra que apareció por el punto ciego del perro evitó ambas cosas. Se movió con potencia y determinación, y golpeó a la bestia hasta desplazarla. Con los puños cerrados, el salvador de Ba’ken atizó el flanco del animal. Como un centinela elevando una pesada carga, la figura seguía moviéndose. Con las piernas como pistones, el guerrero de la negra armadura puso a la bestia en vertical. Lanzando un grito superficial, saltó sobre su lomo y la golpeó con los puños a pesar de no contar con ninguna arma visible.

Elysius se acercó y vio las espadas de hueso. Ahora sabía qué clase de marine espacial había salvado la vida de Ba’ken.

El capellán contempló al monstruo que tenía ante él. Era un ser feroz y salvaje. Los colmillos plagaban su boca y una calcificada cresta bifurcaba su frente. Con la armadura llena de sangre, era una aparición, una pesadilla encarnada. Pero ¿qué otra cosa sino pesadillas y monstruos podían sobrevivir en un lugar como aquél?

La bestia murió mucho antes de que el guerrero dejase de apuñalarla. Después alzó la vista, con el esfuerzo de aquella espeluznante labor visible en su rugiente semblante. Sus ojos salvajes contemplaron a Elysius, y por un momento, el capellán adoptó una postura de batalla. Poco a poco, con recelo, el fervor se apagó y la batalla terminó.

Los perros estaban muertos. Todos estaban muertos.

Un anillo de salamandras rodeaba a Ba’ken, a la bestia asesinada y a su extraño protector.

—Hermano… —dijo el gran guerrero, ofreciéndole la mano.

—¡Quietos!

La espada de hueso estuvo en la garganta de Ba’ken en un abrir y cerrar de ojos. Varios de los nacidos del fuego se movieron, pero Elysius les ordenó que se detuvieran con una mirada. El feroz guerrero era un marine espacial, uno que vestía armadura negra. El símbolo de su capítulo estaba tan degradado que casi se había perdido. Pero Elysius conocía sus orígenes. Era por eso por lo que había mandado a los demás que se detuvieran. Un movimiento en falso, y la sangre de Ba’ken estaría empapando el suelo.

El guerrero de negra armadura miró a su alrededor como un animal acorralado por sus cazadores. Mantuvo la espada de hueso, que sobresalía de su propia carne, en la garganta de Ba’ken. El milimétrico paso delante de Iagon hizo que la apretase todavía más, hasta derramar una gota de sangre.

—No os acerquéis —advirtió. Su voz era un grave rugido con casi una cadencia sauna. Sus ojos amarillos miraban a Ba’ken—. ¡Dime tu nombre! ¡Hazlo ahora, o sufrirás el mismo destino! —dijo, señalando con la cabeza a la bestia asesinada.

Con la espada presionando su garganta era difícil hablar sin aspereza.

—Hermano Ba’ken —respondió—. De la 3.ª Compañía de los Salamandras.

El aliento del salvaje hedía a carne podrida al acercarse. Tenía trozos de cartílago entre sus rojizos dientes.

—Estáis muy lejos de casa, hijos de Vulkan. ¿Qué estáis haciendo en Arrecife de Volgorrah? ¡Responded!

—No sin que antes me contestes a una pregunta, hermano —interrumpió Elysius. En su urgencia por llegar hasta Ba’ken, él estaba más cerca que ninguno de los demás nacidos del fuego—. ¿Quién eres?

Su tono era duro e implacable. Le mostraría fortaleza a aquel astartes, y él le respetaría por ello.

Sus asilvestrados ojos se entrecerraron. La espada de hueso seguía pegada a la garganta de Ba’ken. Resultaba evidente que la confianza no era una de las virtudes de aquel guerrero.

—Zartath —respondió—, de los Dragones Negros.

Una agitación de inquietud invadió a los nacidos del fuego al oír el nombre del capítulo. Para algunos entre las filas astartes, el nombre de los Dragones Negros era sinónimo de «maldito» o de «aberrante». Desde luego, con su piel ónice y sus ojos de fuego, los Salamandras tenían sus propios detractores. Ése era el motivo por el que el honor y la humanidad eran unos principios tan importantes en su estructura de creencias. Pero el guerrero de armadura negra que tenían ante ellos, con el rostro convertido en una máscara de sangre y con el asesinato apenas contenido en sus ojos, era… un mutante.

—Zartath —dijo Elysius, que no se movió ni un ápice y mantuvo su tono de voz neutro—, somos hermanos. Suéltalo.

El capellán sabía algo de la 21.ª Fundación. Sucedió antes de la Era de la Apostasía, durante el trigésimo sexto milenio, y fue el diezmo más grande que los astartes hubieran pagado desde la gloriosa 2.ª Fundación tantos años atrás. Una «Fundación Maldita», como la llamaban algunos. Algo salió mal con los capítulos creados durante su génesis, aunque desconocía los motivos. No obstante, sabía que los Dragones Negros se encontraban entre aquellos declarados como aberrantes. Sus desviaciones eran obvias. Óseas protuberancias que salían desde los codos, y unos puños y frentes monstruosos y detestables. Según los rumores, el apotecarión de los Dragones Negros fomentó tal mutación y la cultivó. La correlación entre las óseas protuberancias y el aumento del temperamento agresivo y salvaje entre los hermanos de batalla del capítulo nunca se estableció. Como superviviente en una dimensión alienígena, que sin duda habría sido cazado y torturado, Zartath era difícilmente un sujeto de estudio apropiado para probar o rechazar esa teoría.

Elysius ya había luchado antes con los Dragones Negros. Conocía bien su número. Ushorak les había traicionado. Había orquestado la traición de los otros. De eso hacía mucho tiempo, pero la herida todavía seguía abierta.

Zartath no se había movido. Su respiración era agitada, y su plastrón subía y bajaba con nerviosa regularidad.

—Suéltalo, hermano. Ahora. —Elysius hizo un gesto a los salamandras que los rodeaban.

El dragón negro no cedió. En lugar de hacerlo, sonrió y mostró sus ensangrentadas hileras de espinosos dientes.

—¿Crees que he sobrevivido en este lugar tanto tiempo solo?

El entrecortado chasquido de la corredera de las armas inundó el anfiteatro.

Elysius y los demás alzaron la vista y vieron a veinte andrajosos guerreros humanos que emergían de sus escondites en los niveles superiores. Casi la mitad llevaban armas automáticas, ametralladoras, escopetas y rifles pesados. Algunos utilizaban ballestas o arcos. Otro astartes, también un dragón negro, apuntaban con un bólter.

Ya habían muerto demasiados; Elysius no quería mancharse las manos con más sangre, especialmente si podía evitarlo.

—No estoy solo —masculló Zartath en un tono misterioso.

Enganchando su crozius magnéticamente a su armadura, Elysius se quitó el casco de combate. Era la primera vez que mostraba su rostro abiertamente en más de un siglo.

Su mirada era penetrante.

—Ahora me ves como lo que soy: un aliado. Así que dime, Dragón Negro, ¿vas a matarle y a obligarme a acabar con tu vida y con las vidas de tus hombres, o vas a aceptarme como tu hermano?

El guerrero no se movió.

Elysius ignoró las miradas horrorizadas de sus hombres y le ofreció la mano.

—Decide rápido. ¿Amigos, o enemigos?