II
SEGADORES
La cámara del segador no estaba muy lejos de los túneles de trabajo que había al otro lado del puente. Ambos bibliotecarios presentían el final de su viaje y blandieron sus armas psíquicas para prepararse contra cualquier desafío que todavía pudiera estar aguardándoles.
Nihilan había ido allí tras la muerte de Ushorak. Había acudido no hacía mucho, durante los últimos años. Aunque Pyriel no sabía para qué.
Pero estaba seguro de que no podía ser nada bueno.
—La entrada a las criptas está detrás de esa estatua —dijo, señalando a la gigante figura del segador.
Estaba quieto delante de un inmenso arco. Un subterráneo campo de mausoleos, tumbas y criptas se insinuaba en las sombras que había más allá. Encapuchado y vestido con una túnica, el segador tenía aspecto de sacerdote. Pero sus esqueléticas manos, que descansaban sobre la hoja de una gigante guadaña, contradecían esa idea.
Aquélla era la «guarida», una inmensa plaza de tierra revestida de piedra.
Los huesos decoraban las paredes y la convertían en un macabro templo osario. Esqueletos decapitados estaban situados sobre sus propias calaveras. Consuntos de fémures fundidos formaban columnas. Unos abovedados arcos compuestos por columnas vertebrales y fragmentos de costillas enmarcaban un descolorido techo amarillo. La periferia de la cámara, envuelta en una parpadeante sombra, estaba plagada de ataúdes y sarcófagos. Las cajas estaban hechas de mármol, oscuro granito e incluso más hueso, y se encontraban hundidas en el blando suelo como los dientes rotos de algún gigante medio enterrado.
Era un lugar deprimente que hedía a muerte y que le quitaba a uno la vitalidad. Ningún salamandra tenía deseo alguno de permanecer allí.
—¿Lo oyes? —preguntó Dak’ir que disminuyó su paso y se detuvo a unos pocos metros del segador.
Un leve chirrido se percibía apenas por encima del sonido de los siervos trabajadores ocupados en los distantes túneles tras los salamandras.
—Podría tratarse de ratas, o de escribas-calavera —sugirió Pyriel.
—Procede de esta sala.
Cada vez más fuerte, el chirrido se volvió más claro, hasta que ambos bibliotecarios pudieron detectar la fuente.
Pyriel lanzó una llamarada de fuego psíquico por, el mango de su báculo.
—Apoya tu espalda contra la mía, hermano.
Los ojos de Dak’ir ya estaban inflamados con las artes de la disformidad. Encendió la hoja de Draugen en un instante y adoptó una postura de defensa con su maestro.
Varías de las tapas de los ataúdes estaban vibrando. El movimiento se volvía cada vez más violento a cada segundo que pasaba. Una de las tapas se deslizó y se partió al golpear un sarcófago adyacente. Algo en su interior se estaba moviendo, enmarcado en una silueta.
—¡Hemos caído en una trampa! —rugió Pyriel, mientras tres ataúdes más temblaban en su lado de la cámara.
—Yo tengo al menos seis en mí flanco —dijo Dak’ir.
—Debe de haber cientos aquí…
Un gran clamor inundó la cámara mientras todas las tumbas y las cajas medio hundidas se unían al coro. El segador lo observaba todo. Su sombra eclipsaba a los dos salamandras espalda contra espalda en el centro de la habitación.
Cuando la primera criatura arrastró sus descompuestos restos hacia la luz, Dak’ir recordó a los servidores a bordo de la nave del Mechanicus, la Archimedes Rex. Era cierto que ellos no poseían ninguna arma, a excepción de sus mugrientas garras o los implementos con los que los enterraban, pero sus movimientos estaban sincronizados y sus ojos huecos resplandecían con un maléfico fervor.
—¡Nihilan ha despertado a los no-muertos para que nos maten! —Dak’ir formó una bola de fuego en su palma.
Estaba a punto de liberarla contra la creciente multitud de cadáveres que avanzaban hacia él cuando Pyriel le detuvo.
—Espera hasta que estén cerca, hasta que sean bastantes los que hayan pasado la protección de sus sarcófagos.
Dak’ir mantuvo la llama, la cultivó en su interior, le dio forma con su mente. Después, cerró los ojos y escuchó la voz de Pyriel.
—Maestro Vel’cona, tus enseñanzas guían mi furia; deja que el fuego se convierta en una conflagración, reduce a mis enemigos a cenizas.
El hedor a tumba inundaba la nariz y la boca de Dak’ir, incluso a través del casco de combate.
El ruido que hacían las extremidades de los muertos mientras se deslizaban por el suelo de la cámara llegaba de forma intensa a sus oídos. Imaginaba su irregular modo de andar, el incómodo arrastre de las piernas y de los músculos que llevaban mucho tiempo atrofiados y se habían visto forzados a moverse de nuevo. Podía sentir su ánimo colectivo, un pálido eco del propio Nihilan. El guerrero dragón había dado vida a aquellas criaturas. Las había mantenido inactivas, hasta que sus enemigos habían llegado a aquel lugar. Lo sabía.
—Están cerca, maestro —masculló Dak’ir, concentrándose en sus artes. Esta iba a ser su primera prueba real desde su entrenamiento. Pyriel esperó unos segundos. Las garras de los muertos estaban a una mano de distancia…
—¡Purifícalos!
Dak’ir abrió los ojos. Mientras desataba la llama, vio el mundo a través de un velo de fuego. Era una ardiente ola con mordedoras serpientes en su cresta y arrasaba a los cadáveres andantes con tal intensidad que la piel y la carne se redujeron a cenizas en segundos. Lo único que quedó de los no-muertos fueron sus ecos, sus siluetas de hollín. Los que les seguían se arrugaron con el calor, y sus secos cuerpos cayeron rápidamente. Otros, aquellos que acababan de levantarse, continuaban avanzando con el cuerpo en llamas.
—¡Rompamos la formación, hermano! —gritó Pyriel—. ¡A por ellos!
Una ráfaga de fuego de bólter atravesó una línea de cuerpos encendidos e inundó la cámara con el denso estruendo de las explosiones.
Dak’ir embistió mano a mano, buscando una oportunidad de ungir a Draugen en la auténtica batalla. Los cadáveres apenas suponían un reto. Las extremidades y las cabezas caían al suelo para ser pisadas u olvidadas mientras se acercaban los siguientes enemigos. Eran criaturas intrépidas e incesantes. ¿A qué podían temer los muertos? Incrustó su espada en el pecho de uno de ellos y encendió todo su cuerpo con fuego psíquico. Los cenicientos restos seguían cayendo de su espada cuando le cortó la cabeza a otro. Un tercero se agarró a su hombrera intentando derribarle. El bibliotecario sacó su pistola de plasma y le atravesó el torso con un rayo para acabar con él. El siguiente disparo vaporizó el cráneo de otro más.
—Estamos violando la santidad de este lugar —rugió Pyriel mientras le partía el torso a una criatura.
De cara al lado contrario de la cámara, el epistolario estaba poseído por una furia similar.
—Es demasiado tarde para eso. Nihilan lo profanó cuando lanzó su brujería disforme.
Los dos salamandras luchaban formando un semicírculo, defendiendo un arco y dejando un espacio vacío entre ellos en el centro. De ese modo, las criaturas no podían llegar tras ellos. Uno confiaba en el otro para su protección. La confianza era algo fundamental.
A pesar de la carnicería, cada vez más y más no-muertos se arrastraban hasta la refriega.
Mientras que antes habían atacado de manera individual, ahora lo hacían en masa. Dak’ir contó más de treinta individuos sólo en su flanco. Y venían más.
—¡Por Vulkan! ¡Son innumerables!
—¡Quémalos, Dak’ir! —dijo Pyriel mientras canalizaba una ola de fuego por su báculo psíquico—. Libera el fuego letal.
Realizaba sus doctrinas de combate de memoria; la hoja de Draugen se apagó y se convirtió en una simple espada. Su pistola tronaba en precisos intervalos. Los no-muertos estaban a raya mientras Dak’ir dirigía la concentración hacia su interior y buscaba el ardiente centro y el catalizador con el que podría liberarlo. El nombre atravesó sus labios sin que apenas se diera cuenta de que había hablado.
—Kessarghoth…
Los ojos de Dak’ir pasaron de un frío azul cerúleo a un ardiente rojo fuego. Rugió con la vieja voz de un draco muerto mucho tiempo atrás, y el aterrador sonido ensordeció a todos los que llenaban la cámara. Una muerte de lava líquida salió despedida de su boca a través de la rejilla de su casco de combate y cubrió a la interminable horda.
—¡Al suelo, Pyriel! —La voz no era la de Dak’ir, pero el otro bibliotecario se agachó al mismo tiempo que el flujo de lava pasaba por encima de su cabeza y sepultaba el otro lado de la cámara.
Los cientos de cadáveres andantes se vieron sumidos en una terrible vorágine y se derritieron en instantes. Los ataúdes y los sarcófagos eran más resistentes, pero duraron tan sólo unos segundos más antes de verse también reducidos a insignificantes volutas de humo sobre un caliente y ondulante mar de magma.
Todo acabó en cuestión de segundos. La lava se enfrió rápidamente, convirtiéndose en roca, y los dos bibliotecarios quedaron de pie en una planicie circular rodeados de un redondo cráter. No había ni rastro de los muertos ni de sus tumbas. Dak’ir los había arrasado por completo. A cientos de ellos.
—¡Por la sabiduría de Zen’de…! —exclamó Pyriel. Después se irguió para mirar a su salvador.
El fuego envolvía el cuerpo de Dak’ir, incandescente y vivo. Sólo el estar cerca de él abrasaba la armadura del otro bibliotecario y enviaba señales de radiación a su pantalla retiniana.
—Semántico…
El calor seguía creciendo. Dak’ir cayó sobre una de sus rodillas y usó a Draugen para apoyarse. Lenguas de fuego azotaban desde su aura de conflagración. Pyriel alargó la mano para tocarlo, pero la apartó de prisa al quemarse los dedos incluso a través de su guantelete.
Apenas había rozado la hombrera del otro bibliotecario.
—¡Dak’ir! —gritó con más urgencia, dando un paso atrás y levantando un escudo psíquico.
En su superficie ya habían empezado a formarse unas ennegrecidas grietas cuando el semántico miró a los afligidos ojos de Pyriel.
—Dak’ir… —repitió, con menos intensidad ahora que su fuerza se disipaba, y se apartó del terrible fuego—, domínalo.
La mente de Pyriel regresó al fuego, al momento en que su aprendiz había estado a punto de matarle en una incontrolable tormenta de fuego. El maestro Vel’cona había intervenido y entre ambos habían evitado el desastre. Ahora Pyriel estaba solo. Sabía que no poseía el poder para detener la ola de fuego del semántico.
Lentamente, la ardiente aura de Dak’ir menguó mientras acorralaba las violentas energías que amenazaban con engullirlos a ambos. El calor disminuyó hasta convertirse en una danzante neblina alrededor de su cuerpo que finalmente se disipó por completo. Volutas de humo exudaban de su armadura transformándose en un vapor gris translúcido arrastrado por una leve brisa.
—Tengo…, tengo… —tartamudeó con voz profunda y espesa a causa del esfuerzo— el control.
La chapa de batalla de Pyriel estaba llena de ampollas. Al levantarse, la ceramita se tambaleaba y crujía.
—¡Casi destruyes mi armadura! —exclamó.
Las palabras que intercambió con Vel’cona años atrás cuando Dak’ir había perdido por primera vez el control de la llama durante el fuego regresaron a la mente del Epistolario.
—¿Y si pierde el control de nuevo?
—Haz lo que debas hacer… Destrúyelo.
Pero Pyriel no sabía si podría hacerlo. No sabía si sería capaz. El potencial psíquico de Dak’ir era simplemente aterrador. Era un arma. Controlada, una muy potente y útil. Pero si no se dominaba, podía producir un cataclismo. Gran parte de su casco de combate estaba chamuscado por el fuego. Las lentes estaban rotas y manchadas de hollín, de modo que Pyriel lo desechó. Respiraba profundamente. Hasta ese momento, el aire había sido sofocante.
—Jamás había presenciado tal poder —dijo con algo parecido a la admiración, pero más cercano al miedo.
Dak’ir también se quitó el casco de combate y lo enganchó magnéticamente a su cinturón. La cicatriz que el arma de fusión de Ghor’gan le había dejado brillaba crudamente en su piel de color negro ónice. La carne era casi blanca en un lado de su rostro, producto de la regresión celular causada por la intensa radiación del rayo.
—Eres más humano que cualquiera de nosotros —continuó Pyriel—, y sin embargo, al mismo tiempo, eres algo completamente superior.
—Se revolvía en mi interior, maestro. Era un fuego de Pira y el legado del Kessarghoth.
—Tu empatía era una aplicación psíquica que no esperaba. —Pyriel miró a su alrededor, al cráter y a la ennegrecida carnicería que Dak’ir había dejado tras su poder.
—Casi nos matas a los dos.
Dak’ir asintió solemnemente.
—No estoy preparado. Hace demasiado poco que terminé mi entrenamiento. Yo…
—Basta —le advirtió Pyriel, señalando con la mirada la espada que estaba en la mano del semántico. Draugen ardía con la resonancia psíquica de las emociones de Da’kir—. Calma tu ánimo, hermano, y envaina la espada.
Como si le quemara la empuñadura, Dak’ir guardó a Draugen en su funda.
—Tu capucha psíquica —añadió Pyriel sin dignarse acercarse ni un paso y limitándose a señalar el cuello metálico que se arqueaba alrededor de la nuca de Dak’ir—. Avánzala a su máxima capacidad. Hazlo inmediatamente.
Dak’ir obedeció. Su capucha psíquica era, en parte, un dispositivo de anulación. Ayudaba con la concentración de la fuerza psíquica mientras que, al mismo, tiempo reducía el riesgo que corría su portador de sucumbir a las depredaciones de la disformidad. En este caso, Pyriel pretendía que ésta redujese el arrollador fuego de su aprendiz de un rugido a un susurro. Activada al máximo, la capucha podía evitar casi toda conductividad psíquica y dejar a Dak’ir eficazmente anulado.
El epistolario esperaba que ya hubiesen pasado todas las trampas que había preparado Nihilan. Sus propias fuerzas estaban minadas y regresaban lentamente; el semántico no podía hacer nada más que buscar el rastro de los Guerreros Dragón. Cualquier otra cosa era simplemente demasiado peligrosa como para planteársela. En cuanto regresasen a Nocturne, Pyriel se dijo que solicitaría el consejo de Vel’cona.
Satisfecho al haber contenido a Dak’ir lo suficiente, se volvió para observar la estatua del segador.
—¡Apártate! —ordenó.
Estaba de pie sobre una tarima de granito. Sólo los escalones más bajos habían sufrido los daños de la lava.
—Nadie puede pasar.
—Somos sirvientes del Imperio. Apártate.
—Sólo los muertos.
—¿Qué sucede? —silbó Dak’ir, observando a la estatua con recelo.
—No lo se —respondió Pyriel—. Debería cedernos el paso.
—Nadie puede pasar —tronó de nuevo el segador, y empezó a moverse. La piedra y el metal crujieron en protesta y sus inmensas extremidades se extendieron lentamente. Sus dedos agarraban el mango de su guadaña de energía. La energía que recorría la hoja inundó de sombras los falsos pliegues de su túnica. Su rostro cubierto carecía de rasgos; era un negro vacío.
—Sólo los muertos.
Entonces, avanzó para descender el primer escalón.
—¡En el nombre de Vulkan y de los nacidos del fuego de Nocturne, te exijo que te apartes, autómata! —Pyriel cerró el puño.
El segador era un guardián formidable. Luchar en sus condiciones y con Dak’ir inutilizado era impensable.
La decisión le fue rápidamente arrebatada de las manos al epistolario.
—Nacidos del fuego… —dijo el segador con un timbre de voz diferente, más profundo y resonante.
Pyriel supo de inmediato que aquel sonido procedía de más allá de sus potenciadores vocales.
El bibliotecario empezó a retirarse, consciente ahora del peligro en el que se hallaban.
—¡Que Vulkan se apiade de nosotros…!
El segador hacía parecer pequeños a los dos salamandras; su sombra los eclipsaba. Entonces, levantó su guadaña de energía, que era lo bastante afilada como para atravesar la ceramita sin problemas.
Nihilan les había dejado una última sorpresa. Pyriel la había activado sin darse cuenta.
Mientras se apartaban de la efigie de la muerte, Pyriel sabía que no había escapatoria.
—¡Muerte a los Salamandras!
La guadaña descendió sobre ellos formando un centelleante arco.