I
TRAS EL VELO
Dak’ir estaba escuchando. Los braseros luminosos instalados en las hornacinas de las paredes desnudas de roca lanzaban parpadeantes lenguas de luz sobre su armadura. La parte trasera de su capucha psíquica proyectaba profundas sombras sobre su casco de combate. Las lentes eran frías y vacías. Los ojos de Dak’ir estaban firmemente cerrados.
Al fondo, los graves chirridos industriales invadían el silencio. Una legión de siervos trabajadores: los sepultureros, los encargados de los cadáveres y los recolectores de huesos trabajaban duro cerca de allí. En Moribar, el número de muertos superaba al de los vivos por muchos miles de millones. El trabajo para los ejércitos de guardianes de tumbas nunca terminaba. Mientras los cardenales, los sacerdotes y los predicadores escribían en sus antiguos libros y elaboraban listas de muertos y llenaban los pergaminos con detalles de la burocracia imperial que controlaba el funcionamiento de aquel mundo, los cuerpos se acumulaban y las fosas se volvían más profundas por debajo de ellos.
—El rastro psíquico de Nihilan está por todas partes —dijo Dak’ir—. Resuena hasta en el mismo aire.
La respuesta de Pyriel llegó desde las sombras que había detrás de él.
—Pretende desconcertarnos. Saturando la atmósfera con su sombra disforme, Ni-hilan sabe que nos costará más encontrar el camino que siguió.
—Pero de su última visita no hace décadas. Es obvio.
—¿Obvio? —preguntó Pyriel. Hablaba en voz baja por respeto a los muertos. Las huecas cuencas de las calaveras que puntuaban las paredes parecían mirarle con aprobación—. No para mí, Dak’ir.
—¿Crees que me equivoco, maestro? —preguntó Dak’ir con un tono de incertidumbre.
—No, creo que tienes razón. Pero eres un principiante, y yo, supuestamente, el maestro. Tú has percibido la verdad de la resonancia psíquica de Nihilan mucho más de prisa que yo.
Dak’ir abrió los ojos.
De nuevo volvió a ver el mundo subterráneo de las catacumbas de Moribar. Allí los muertos eran venerados. Un túnel se extendía ante él, iluminado por la ámbar luz de los faroles de las paredes. Las monolíticas efigies de unos guardianes vestidos con túnicas sostenían su abovedado techo. A aquellas inmensas estatuas servidoras que protegían aquellas cámaras inferiores se les conocía como «segadores». Aunque no eran más que máquinas, los segadores eran potentes sirvientes de los muertos que se encargaban de que su descanso eterno fuese tal cosa. El canal principal que daba a la profundidad de las catacumbas estaba plagado de arcos sepulcrales y se dividía en varias direcciones.
Unas puertas sepulcrales bloqueaban el acceso a las cámaras del mausoleo y a las criptas inferiores de las vías secundarias. La arteria principal era más ancha que el hangar de un crucero de asalto y el doble de alta. En los niveles más elevados aunque en realidad se encontraba a varios kilómetros por debajo de la superficie, unos revoloteadores querubines ciberorgánicos y unos veloces servocráneos voladores serpenteaban entre las cadenas de los colgados calderos incensarios. Grandes ráfagas de oscuro humo exudaban de los incensarios e inundaban el techo con una densa y antinatural bruma.
Las profundidades más bajas estaban llenas de fosas funerarias y de estructuras de inmolación. Los crisoles de hierro estaban apilados con ardientes ascuas para incendiar las hordas de cadáveres que echaban en ellos el ejército de trabajadores que habitaba allí. Pero aquéllas no eran más que pálidas sombras de los crematorios, el ardiente corazón de Moribar que rugía en el centro del planeta.
Un puente, tallado a partir de la misma roca que las propias catacumbas, atravesaba un profundo abismo lleno de huesos y ceniza. Los pórticos de hierro formaban arcos alrededor de una vasta chimenea. Bajo ésta habían infinitas filas de incineradores. Sólo los pálidos servidores podían trabajar en el punto más bajo del abismo, e incluso ellos estaban equipa con respiradores y máscaras de gas. Los calientes vapores de las incineradoras formaban gotas de sudor en aquellos hombres y mujeres que trabajaban como zánganos, algunos a varios cientos de metros por encima. Nada los detenía. Sus carretillas llegaban hasta los embudos situados en los extremos de los pórticos que transportarían los cuerpos arrojados hasta la planta incineradora. Lanzados a los ardientes contenedores por los servidores, los muertos se transformarían en huesos y después en ceniza, hasta pasar a formar parte por fin de los inmensos desiertos de Moribar.
Dak’ir veía una perversa versión del credo prometeano en lo que se estaba haciendo en Moribar, pero no expresó sus pensamientos. Aquello era frío, mecánico y carente de ritual. No significaba nada más que la eficiente disposición de los desechos y la transformación de la vida en materia. No era la costumbre de la tierra, sino la costumbre de la industria.
Tras haber visto suficiente en unos pocos segundos, se volvió hacia Pyriel.
—Qué has querido decir —preguntó— ¿con que he reconocido la verdad de la resonancia de Nihilan antes que tú, maestro?
Pyriel también abrió los ojos. Y mantuvo su tono neutral.
—Tu poder está aumentando.
—Puedo sentirlo —confesó Dak’ir.
Aquello le turbaba, pero decidió guardárselo para sí mismo. Durante el fuego había estado a punto de perder el control. Incluso ahora sentía algo en su interior, una llama naciente que iba transformándose lentamente en una conflagración. Si la dejaba escapar, incluso por un momento, el mundo entero ardería.
Pyriel frunció el ceño.
—¿Qué otras cosas sientes, Dak’ir?
Dak’ir se concentró, intentando apartar el desesperado esfuerzo de los siervos trabajadores de su mente. No era tanto una resonancia psíquica, sino algo que no dejaba de golpetear sus instintos.
—Si averiguamos por qué vinieron a Moribar Ushorak y Nihilan, descubriremos por qué mi visión nos envió aquí, y tal vez qué destino le aguarda a Nocturne.
—Veremos lo que se esconde tras el velo.
—Sí.
Un estallido azul cerúleo encendió los ojos de Pyriel a través de las lentes de su casco.
—Percibo renuencia en ti, hermano.
—¡No hagas eso! —saltó Dak’ir.
—¡Entonces, oculta tus pensamientos, semántico! Puedo leerlos como si los llevaras escritos en el rostro.
Un escalofrío de inquietud atravesó el cuerpo de Dak’ir al darse cuenta de que tal vez Pyriel hubiese visto también su preocupación sobre lo que había sucedido durante el fuego, y sus dudas acerca del poder que todavía se agitaba en su interior. Si así era, su maestro había decidido no decir nada al respecto.
Dak’ir soltó el puño y exhaló:
—Disculpa, maestro. Han pasado cuatro décadas desde la última vez que estuve aquí. Sé que este lugar es importante. Y no estoy seguro de querer descubrir por qué.
—Continúa.
—Siento temor, pero no en el sentido de tener miedo. Soy un astartes y hace mucho tiempo que reprimí esa emoción. Es más bien una especie de… indisposición para aceptar el destino que pueda tener ante mí.
Ahora, Pyriel le observaba con sagacidad, y Dak’ír sabía que había percibido la verdad sobre las dudas y las reservas del semántico.
—Nosotros elaboramos nuestro propio destino, Dak’ir. Ya te lo he dicho. Tú, yo, Kadai… Al final, todo depende de nuestras decisiones.
Incluso Nihilan tuvo ese privilegio una vez.
—¿Y si no me gustan las opciones que tengo delante?
—Pues busca otra, pero a veces tenemos que enfrentarnos a decisiones imposibles.
—¿Y si tomo la decisión equivocada?
Pyriel se echó a reír. Fue un sonido corto y amargo.
—La única mala decisión que hay es la de no hacer nada y no actuar. Tener valor no consiste sólo en empuñar un bólter y una espada, Dak’ir.
—¡Ojalá Tsu’gan entendiera eso! —masculló.
—¿Qué importancia tiene lo que entienda o no entienda tu hermano? Zek Tsu’gan es ahora un draco de fuego. Forma parte de los señores de Prometeo. Tomó esa decisión.
—Le vi en el desierto.
—¿El desierto de Pira, en la llanura Arridiana? ¿Qué quieres decir, Dak’ir?
—Bajo el monte de Fuego, por el Camino del Tótem, y en la parte final de mi entrenamiento, vi a Tsu’gan. Intentaba matarme.
—¿crees que era algo profético?, ¿que tu hermano va a corromperse e intentar asesinarte?
—No. Creo que significa que tiene motivos para hacerlo, y que seré yo quien se corrompa.
Pyriel empezaba a enfurecerse.
—Eres uno de los Ángeles del Emperador, un salamandra de la Primera Fundación. Los nuestros no se corrompen.
La voz de Dak’ir era apenas un susurro.
—Entonces, ¿cómo explicas lo de Nihilan?
Pyriel apartó la mirada. Su ira era obvia dadas las energías que vibraban alrededor del báculo psíquico.
—Es una aberración. Es obra de Ushorak.
Dando un paso hacia adelante, Dak’ir preguntó:
—Pero ¿cómo es posible? ¿Tan convincente era Ushorak?
—Hay muchas cosas que no sabes sobre Vai’tan Ushorak. Yo estaba presente cuando Nihilan dio sus primeros pasos por el camino. Al igual que Tsu’gan y tú, él y yo fuimos hermanos en su día. Nunca pensé que fuera posible que… —La voz de Pyriel fue apagándose, perdida en el pesar del recuerdo.
Sus hombros se habían caído, pero ahora había enderezado su postura.
—Es historia antigua —dijo, mirando a Dak’ir de nuevo—, y ya no importa. ¿Puedes percibir el camino que tomó Nihulan?
Los ojos de Dak’ir brillaron con luz azul cerúleo y asintió.
—Unos años atrás, o hace cuatro décadas, ambos caminos llevaban al mismo destino.
—¿Adónde?
El semántico hizo una pausa, como si no estuviera seguro de sus propios instintos psíquicos. Después, sacudió la cabeza lentamente.
—No a los crematorios, al menos no al principio…
—Pero vosotros os enfrentasteis a ellos allí —dijo Pyriel.
—Al final, sí. Pero no era allí adónde iban.
—¿Adónde, entonces?
Dak’ir miró por el oscuro túnel. Éste descendía todavía más hacia las profundidades de la tierra. Los crematorios estaban cerca, pero otra rama de la red de las catacumbas les llevaría a otro lugar, uno que los Salamandras habían pasado por alto.
—Las criptas. Hay una voz allí que grita más que las demás.
Los trabajadores, los peones y las masas de muertos insignificantes residían en las catacumbas. Sin embargo, los pregonados sirvientes imperiales, como los eclesiarcas, los señores comandantes, los aristócratas y los ricos beatos tenían derecho a ser enterrados en los mausoleos de las criptas. Al igual que en el mundo de los vivos, incluso el reino de los muertos poseía una jerarquía.
Dak’ir señaló.
—Cruzaremos por el puente que atraviesa las incineradoras.
Pyriel asintió a modo de aprobación.
—Guíame.