I
EL VALLE AFILADO
No había camino de vuelta. El cinturón de granadas de Elysius se había encargado de ello. El polvo de la explosión todavía estaba empezando a asentarse. Minúsculas motas y fragmentos de escombros caían desde el techo de la alcantarilla como una oscura cortina. Los guerreros penetraban el velo fácilmente con su visión aumentada. Elysius se deleité en su fuerza y habilidades recién descubiertas. Tras su ascenso a explorador, se sentía poderoso, invencible.
—¡Ahora tenemos a la criatura! —dijo a la oscuridad que le rodeaba.
A Elysius le había maravillado el implante auditivo de Lyman. Podía recibir las posiciones exactas de sus otros dos compañeros de escuadra con facilidad.
—Sí y el maestro Zendo nos elogiará cuando nos lleve a su guarida —sugirió M’kett.
Elysius oyó el traqueteo de su bólter pesado mientras G’ord peinaba con él el pasillo. El espacio en la alcantarilla era escaso, pero había el suficiente como para que cupiese el arma.
—El rastro de sangre sigue por este camino —dijo Elysius.
Había encendido un iluminador instalado en su bólter y usaba un espectro ultravioleta para iluminar una irregular línea en el suelo de la alcantarilla. Al menos, el ambiente era frío y húmedo, y no estaban hundidos hasta las rodillas en efluvios. La caza de xenos sería bastante más difícil en esas condiciones.
—Deberíamos tener cuidado, hermano —dijo otra voz desde la retaguardia.
Elysius se volvió. Había sido idea suya atrapara la criatura en un principio.
—Te preocupas demasiado, Argos. Sólo se trata de un genestealer.
—Esas criaturas actúan en manadas —respondió Argos—. Rara vez van solas. ¿Cómo puedes estar seguro de que ésta está aislada? Sólo digo que deberíamos ir con cuidado.
Elysius no se dignó responder. Argos se preocupaba demasiado por todo. Desde que se habían conocido en los campos de entrenamiento de la meseta Cindara, siempre lo había calculado todo y había actuado con cautela y con lógica en todo lo que hacía. Para Elysius era más una máquina que un hombre.
Siguió guiándoles hacia adelante, peinando el camino con la lámpara de su bólter y comprobando el rastro de sangre.
Al cabo de unos minutos más, Elysius echó a correr.
—¡Acelerad el paso! —dijo—. ¡El rastro está disminuyendo! ¡Lo estamos perdiendo!
Las densas pisadas de G’ord resonaban tras ellos mientras se esforzaba por igualar el ritmo de Elysius con el estorbo del bólter pesado colgado del cuerpo.
—¡No os separéis! —exclamó Argos, avanzando por delante de G’ord en un intento de retener a Elysius.
—Puedo encargarme de la bestia solo —masculló Elysius, guardando el rayo rastreador en la recámara de su arma.
La punta explosiva había sido eliminada por los tecnomarines del capítulo y había sido sustituida por una pequeña baliza que transmitiría señales al resto del grupo de batalla de los Salamandras. Le causaría daños, pero no la mataría.
El plan era que el genestealer revelase el emplazamiento del nido al regresar a él.
Una vez hallado, podrían quemarlo y acabar con aquella plaga.
—¡Hermano! —insistió Argos.
Elysius rugió mientras se volvía.
—¿Qué…? —empezó, y se detuvo de inmediato al ver que la criatura descendía del techo del túnel donde había estado escondiéndose y caía sobre G’ord.
El explorador de artillería pesada murió cuando el genestealer le arrancó la garganta y gran parte del rostro. Su armadura caparazón apenas pudo proteger su cuerpo, que la bestia destrozó con sus colmillos. Un desganado disparo con su bólter pesado iluminó el túnel brevemente, pero sólo logró mostrar la muerte de G’ord en un crudo blanco y negro, y hacer que sus hermanos corriesen a ponerse a cubierto.
Un ladrido de fuego de bólter disparado de manera prematura hizo que el rayo fallase su objetivo. Elysius maldijo mientras avanzaba. Llegó preparado para descargar un cartucho contra el genestealer a pesar de cuál era el objetivo de la misión. Lo que vio le heló la sangre. Se había movido, tan deprisa y con tanta sigilo que estaba delante de él antes de que sus instintos de disparo se activasen.
De repente, vio una garra y una profunda línea roja de ardiente dolor se abrió en el brazo de Elysius. Dejó caer el bólter y sólo pudo alcanzar a ver cómo los sacos de ácido de las fauces del genestealer se hinchaban y sus glándulas de ventilación se expandían.
Estaba a punto de perder el rostro.
—¡Elysius! —gritó Argos, y corrió hacia él…
Se despertó lleno de dolor. Era una sensación aguda y ardiente en su pierna derecha, confundida por el sordo dolor que resonaba en su sien.
Los ecos de la pesadilla se disiparon en su conciencia como volutas de humo arrastradas por una leve brisa. Aquello había pasado hacía mucho tiempo. Todavía tenía la cicatriz. Su lugar entre las demás marcas de honor en el brazo que le quedaba le recordaban su vergüenza.
Elysius alzó la vista a través de ojos borrosos y vio el inmenso agujero que había hecho en el techo de la estructura. Los recuerdos se redujeron a éter y él volvió a ser Elysius el capellán; ya no era Elysius el explorador. Su objetivo había sido llegar al suelo liso, pero se había desviado cuando su cuerpo había atravesado el espacio entre las dos espiras, y se había estrellado contra el tejado de una especie de templo tallado.
Ya menos aturdido, Elysius no estaba seguro de en qué clase de estructura se encontraba. Había muchas cosas en aquel lugar que le resultaban ajenas e incomprensibles. Era una ruina; de eso, estaba convencido. Su violento aterrizaje sólo había contribuido todavía más a su destrucción. Minúsculos fragmentos de metal y de cristal descendían desde lo alto como negras motas de polvo donde el techo abovedado se abría al cielo. Éstos tintineaban contra la servoarmadura del capellán de manera discordante.
Su pierna había quedado clavada en una punta de oscuro hierro. Una de las agujas de la estructura se había colapsado hacia adentro con el capellán, y su afilada punta lo estaba prendiendo. Con un gesto de dolor, Elysius extrajo la punta e intentó levantarse. Al principio falló, pero recuperó sus fuerzas rápidamente. Una vez derecho, el capellán echó la mano al cinturón de sus armas por instinto. Había perdido el crozius roto.
Elysius echó una mirada entre los restos y las ruinas, pero no lo vio por ningún lado. Imaginó que lo habría perdido durante la caída, o tal vez en el impacto contra el techo. Las sustancias químicas de su cuerpo, medicamentos de combate avanzados, se esforzaban por adormecer el dolor de la pierna y curarle la herida. Al menos ahora podía andar.
Fragmentos de cristal y una capa de polvo cayeron de su armadura al moverse. Elysius se quitó la peor parte con la mano. La ausencia de la otra, aunque sólo fuese un simulacro con la forma de un puño de combate, le resultaba… desconcertante. Pensó brevemente en Ohm y sintió una punzada de culpabilidad y de pesar; entonces, aplastó el recuerdo bajo un martillo de pragmatismo. Los eldars oscuros no los habían matado por un motivo. Aquél era su campo de juego, de eso estaba convencido. Querían jugar con ellos antes de matarlos, sacarles todo el dolor y todo el sustento psíquico que pudieran a los nacidos del fuego. Pero había algo más, algo que no lograba entender. Sus dedos siguieron el borde de otro objeto constreñido a su armadura. Era antiguo y había existido durante muchos milenios. Sólo tocarlo le inspiró confianza y fuerza interior. Era un sello, el Sello de Vulkan, y con él llegaron las bendiciones de un primarca. En la oscuridad de las ruinas, Elysius se vio atraído por el icono con forma de martillo.
No sabía por qué, pero estaba seguro de que todo se aclararía.
«He sido enviado aquí —pensó—. No soy como mi capítulo me necesita. Éste es mi crisol de fuego, y en él renaceré. Mi carne, mi determinación, como el metal en la forja, renacerán fuertes, regresarán nuevos».
El crujido de cristales rotos interrumpió su bendición, y el capellán se agachó. Tomó posición tras la aguja caída, usando su volumen para ocultarse. Iluminadas por el efímero resplandor de los relámpagos superiores, Elysius vio que dos sombras se acercaban hacia él, de modo que se dirigió al extremo de la aguja destrozada. De manera instintiva echó mano al crozius. Pero al ver que su mano no agarraba más que aire recordó que lo había perdido. El sello era una reliquia, a pesar de su forma de martillo.
Elysius no lo mancillaría en combate. En lugar de eso formó un puño y recordó todos los ejercicios de combate desarmado del maestro Prebian. Con un solo brazo necesitaría ajustar sus tácticas. Elysius realizó los ajustes mentales y físicos en un abrir y cerrar de ojos.
—Vulkan, centra mi furia en la punta de la daga —dijo entre dientes. De repente, una de las sombras se volvió.
«Me han oído…»
La otra se detuvo y después siguió a la primera, que se dirigía hacia la aguja con fuertes pisadas y con cautela. Le estaban buscando. «Bien, venid a mí…»
La pareja avanzó unos cuantos metros más, olisqueando en la oscuridad. Estaban lo bastante cerca como para atacar.
Moviendo las piernas como martillos de pistón, Elysius salió del escondite de forma explosiva. Empezó a dar golpes de puño con la intención de destrozarle la mandíbula al primer atacante. Un cabezazo en el puente de la nariz incapacitaría al segundo.
—¡Hermano cap…! —consiguió balbucear G’heb antes de que un golpe en el lateral de su cabeza le alcanzase.
Al ver que se trataba de un amigo y no de un enemigo, Elysius detuvo el puñetazo y desvió su fuerza, de manera que alcanzó sólo el lado del rostro de G’heb. Aun así, el golpe había sido lo bastante fuerte como para derribarle.
Ba’ken sonrió con pesar. El gran guerrero medía cabeza y media más que Elysius y, sin embargo, parecía pequeño comparado con el formidable capellán. La calva cabeza del sargento era como un trozo de cuadrado granito extraído del propio Nocturne.
La sonrisa, como una fisura en la roca de Su semblante, lo suavizó.
—Veo que no necesitas que nadie te rescate, mi señor.
Elysius se quedó en las sombras. Desde que había aceptado la negra servoarmadura, ningún miembro del capítulo, a excepción de Tu’Shan y los demás miembros de la capellanía, habían visto su rostro. Desencapuchado, recordó crudamente aquel hecho mientras Ba’ken le observaba.
G’heb se estaba levantando, frotándose la mandíbula con dolor, cuando Elysius respondió:
—Todos necesitamos que nos rescaten, hermano sargento —dijo—. Este lugar es tanto una prisión como una cámara de ejecución.
Ba’ken guardó silencio. Había olvidado que el capellán había perdido el sentido del humor al mismo tiempo que había perdido el miedo. Elysius había oído aquello entre susurros muchas veces cuando pensaban que no los escuchaba, y aquel hecho le divertía inmensamente.
Abandonó esos pensamientos cuando, de repente, el templo empezó a moverse. Comenzó como un pequeño hilo de polvo que caía del techo y de las columnas hasta convertirse en una cascada de escombros más grandes. Bajo sus pies, el suelo temblaba como si una columna de vehículos blindados estuviese pasando cerca.
—¡En nombre de Vulk…!
Ba’ken no pudo terminar la frase. Elysius tiró de él le obligó a echarse al suelo.
—¡Vamos!
Un inmenso trozo de aguja se soltó a causa del temblor y cayó contra el templo. Con el impacto se hizo añicos como una granada de fragmentación y los trozos llovieron sobre los tres salamandras como afiladas astillas.
G’heb silbó cuando un fragmento le hizo un corte en la cara.
Elysius y Ba’ken se libraron por los pelos de ser aplastados por la aguja.
Un grave estruendo resonaba por la estructura del templo. Era un estridente anuncio emitido por algún instrumento alienígena. El sonido le recordaba a Elysius a una moribunda manada de saurochs abandonada para morir cocida bajo el sol nocturniano, sólo que era más profundo y más lastimero.
Bajo la larga y quejumbrosa nota, también detectó algo más: un movimiento de servos y engranajes, y el chirrido del metal.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Ba’ken por encima del creciente escándalo.
Ahora temblaba todo el templo. El suelo se sacudía violentamente como si estuviese teniendo un ataque. Los fragmentos de las columnas rotas caían en medio de la cámara y contribuían a aquella ruina. Grandes losas de piedra y de oscuro metal se partían, soltándose de sus bases con lentitud, sólo para golpear el suelo y romperse en mil pedazos.
—¡Quedaos atrás! —ordenó Elysius a sus hermanos.
Se habían separado tras evitar por muy poco ser aplastados por la aguja caída. Los tres estaban con la espalda pegada contra las paredes mientras aguantaban el temblor, pero Elysius se hallaba más lejos de los demás, envuelto por la oscuridad, a unos pocos metros de distancia.
—¡Quedaos aquí! —añadió el capellán, mostrándoles la palma de la mano extendida por si no le habían oído.
Como el paso de una repentina tormenta, los temblores amainaron hasta extinguirse con la misma velocidad con que habían llegado, y se hizo el silencio.
En cuanto hubo pasado, Ba’ken activó el comunicador de su gorjal.
—Nacidos del fuego, informad de vuestro estado.
Un torrente de crepitantes voces respondió unos momentos después. El hermano sargento asintió hacia G’heb. Todo iba bien.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, dándose la vuelta hacia Elysius.
Desde el otro lado del templo, el capellán miró al techo, donde el cielo cubierto de relámpagos parecía retorcerse en un terrible tormento.
—No estoy seguro —admitió—. Pero sospecho que lo que hemos sentido era una réplica. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, no se ha originado aquí.
—¿Ha terminado? —preguntó G’heb, resistiéndose a alejarse demasiado de las paredes.
—Por ahora sí. Estamos tan seguros aquí como en cualquier otra parte, hermano. —Elysius centró su atención en Ba’ken—. ¿Cuál es la situación? ¿Quién sigue con vida?
El capellán permanecía entre las sombras, incapaz de mostrar su rostro. Y dicho sea en su honor, Ba’ken tampoco intentó verlo. Su expresión se ensombreció.
—Adar ha muerto. Cayó al abismo intentando salvar a los humanos. Que Vulkan conserve su llama.
Elysius inclinó la cabeza, murmuró una oración por el hermano Adar e hizo el signo del círculo de fuego contra su plastrón. Representaba el gran ciclo de la vida, la muerte y el renacimiento, tal y como enseñaba el credo prometeano. El dolor ante la muerte del salamandra era intenso; su cuerpo se había perdido. No podría regresar a la montaña. Sus cenizas no podrían volver a la tierra. El círculo de fuego se había roto.
Tras un momento de reflexión, Ba’ken continuó.
—Quedan seis nacidos del fuego. Iagon y Koto te están buscando al otro lado de la planicie. He mantenido un radio pequeño suponiendo que no te habrías desviado demasiado. —Ba’ken hizo una pausa—. En realidad, esperaba que no hubieses corrido el mismo destino que Adar. L’sen e Ionnes están con los humanos en el punto de aterrizaje.
—¿Cuántos de ellos han sobrevivido?
—Ocho diablos nocturnos siguen con vida, mi señor. G’heb y yo somos lo que queda de nuestras fuerzas.
—¿Qué fuerzas crees que poseemos, sargento Ba’ken? —respondió Elysius con tono algo cáustico.
Ba’ken estaba a punto de responder cuando el capellán le mostró la palma de su mano a modo de disculpa.
—Perdona, hermano. Es sólo que estoy cansado.
—No quiero pasarme de listo, mi señor, pero supongo que las muertes de Kadai y de N’keln todavía nos pesan mucho a todos.
Elysius entrecerró los ojos y los fijó en Ba’ken, dos ardientes y rojas rendijas sin rostro, enmarcadas sólo por la oscuridad.
—Eres muy perspicaz, sargento. Entiendo por qué Dak’ir te escogió como su sustituto.
Ba’ken inclinó la cabeza, incómodo ante el cumplido. Nunca había buscado ocupar un puesto de mando, pero lo había aceptado con estoica fe de que haría todo lo posible para estar a la altura del honor que su amigo le había conferido.
—No debemos obsesionarnos con el pasado —decidió Elysius—, del mismo modo que no debemos preocuparnos por el futuro. Sólo existe el ahora y el tiempo del momento.
—¿Zen’de? —aventuró Ba’ken.
—¿También eres filósofo?
—En realidad, no, mi señor. Un viejo amigo me lo enseñó.
Elysius hizo una pausa leyendo entre líneas aquel comentario.
—La 3.ª Compañía ha pasado por muchos cambios —dijo—. Es como la espada rota que vuelve a la forja para ser renovada. La transición nunca es fácil. En ocasiones, el metal debe fundirse de nuevo para ser sólido otra vez. Vulkan nos templa a todos, hermano. En la forja es donde nos evalúa. La 3.ª Compañía renacerá; Agatone se encargará de ello. Pero ahora —añadió— tenemos asuntos más urgentes.
Ba’ken alzó la vista hacia la bóveda destrozada y el cielo cubierto de relámpagos.
—¿Qué lugar es éste? ¿Dónde estamos?
—En un infierno, en un mundo de tinieblas sobre el que los eldars oscuros tienen el dominio. Nuestros enemigos tienen ventaja territorial aquí. Es sólo cuestión de tiempo que vengan a por nosotros.
—Entonces, ¿van a darnos caza?
Elysius se agachó para recoger algo de entre los escombros.
—No lo dudes, sargento. En este reino somos presas.
Un relámpago reveló el casco de combate astartes que Elysius había recogido. Era negro y estaba muy gastado.
—¿Aliados? —preguntó Ba’ken.
—Fieles, pero este casco es antiguo. Probablemente lleven mucho tiempo muertos —respondió Elysius mientras se ponía el casco.
—He encontrado esto, mi señor —dijo Ba’ken, ofreciéndole el crozius roto—. Debes haberlo perdido durante la caída.
Flysius asintió, y se acercó para cogerlo.
—También he encontrado varias espadas y otras armas entre las ruinas —añadió.
—Con esto bastará.
—Pero está roto —respondió Ba’ken antes de refrenarse. Y añadió—: Lo siento, mi señor. No pretendía faltarte al respeto.
El capellán le hizo un gesto para quitarle importancia.
—Pero ¿lo está? ¿Está roto?
El capellán golpeó el crozius contra la aguja caída; aunque partió el metal, le devolvió la forma a la maza para al menos poder utilizarla para aporrear.
Ba’ken estaba perplejo. G’heb también miraba con el ceño fruncido.
—No funciona, mi señor. La célula de energía está agotada.
—Un crozius es más que una maza de energía, hermano sargento. Es un símbolo. El poder que representa procede de la fe.
—Pero no puedes activarlo. El metal es sólo eso, metal.
—Y aun así todavía puedo sacar fuerzas de su presencia. Todavía contiene fuego en su interior. Puedo sentirlo.
La confusa expresión de Ba’ken se acentuó.
—No lo entiendo.
—No tienes que entender nada, hermano. Sólo tienes que creer.
Un aullido distante resonó por las vacías ruinas interrumpiendo cualquier respuesta. El sonido era profundo y claramente canino, pero con una resonancia no del todo terrenal.
—No estamos solos en este lugar, ni de lejos —dijo Elysius—. Reúne a los demás. Los cazadores han llegado.