II. Cazadores y cazados

II

CAZADORES Y CAZADOS

El chirrido de las puertas se perdió en la oscuridad del pasillo, más allá de la planta del almacén. A su paso dejó un nuevo sonido, un entrecortado y fuerte estribillo que le provocó dentera a Tsu’gan.

—Algo se mueve entre las sombras.

Halknarr se llevó el bólter al hombro. Los demás dracos de fuego se tomaron aquello como una indicación de que preparasen sus armas también.

—Formad dos líneas de fuego —ordenó Praetor.

Los guerreros que le rodeaban se dividieron sin esfuerzo en dos filas de diez hombres, con los lanzallamas al frente. La descarga eléctrica del martillo de trueno encendido iluminó el feroz gesto en su rostro. Los fuegos de la batalla que albergaba en su interior se revolvían.

—Daedicus…

El líder de la escuadra levantó la vista del auspex.

—Más de cien señales biológicas, hermano sargento.

El constante sonido aumentó de volumen.

Tsu’gan entrecerró los ojos y distinguió unas figuras en la penumbra, figuras deformes y grotescas. Ansiaba desesperadamente enfrentarse a ellas en aquel momento, liberar la furia que se estaba acumulando en su interior en una única y gloriosa tormenta de violencia. De repente, fue consciente de la presencia de He’stan a su lado. La influencia del padre forjador, fue instantánea, a pesar de no haber pronunciado ninguna palabra ni haber hecho ningún gesto. Tsu’gan se sintió inmediatamente centrado.

La imprudente ira que tiraba de su cadena disminuyó y logró controlar sus emociones.

—Retaguardia —dijo He’stan con voz tranquila por encima de los chillidos—, giraos y apuntad con vuestros bólters al techo.

Los Dracos de Fuego obedecieron sin cuestionarle, al mismo tiempo que una segunda fuerza de eldars oscuros llegaba gritando desde sus escondites en el abovedado techo del almacén. Salían a toda velocidad de las altas vigas montados en afilados patines gravíticos y motocicletas planeadoras con púas, riendo y burlándose.

Brujas medio desnudas bajaban por cuerdas finas cómo el hilo de una telaraña, con salvajes ojos lujuriosos y de violenta excitación. Descendiendo como aves de presa de sus nidos, guerreros bien armados se precipitaban contra los Salamandras sobre alas de dentado acero. Bloqueado por alguna especie de ciencia arcana, el auspex no había detectado aquella emboscada. Vulkan He’stan no necesitaba ningún dispositivo para ver la realidad de la trampa que aguardaba a sus hermanos. Lo había sabido desde el momento en que habían entrado a la sala. Sus ojos inspeccionaron las sombras más profundas de las cámaras superiores y encontraron lo que estaban buscando.

Una marchita y escuálida figura planeaba sobre un patín gravítico. No se había unido al ataque, sino que se limitaba a observar desde la oscuridad. Aunque su boca parecía estar cosida, sus viejos ojos estaban llenos de regocijo. Con una piel de pergamino del color del alabastro, aquel ser era casi como un cadáver andante.

—Ahora te veo —silbó He’stan—. Te he descubierto, hemónculo.

Tras una rápida y sibilante orden del decrépito hemónculo, un grupo de guerreros emergió de los altos puentes de la sala y procedieron a disparar contra las filas de los Dracos de Fuego.

Los Salamandras recibieron la primera salva en su servoarmadura antes de liberar una tormenta de bólter.

—¡Hasta el yunque! —rugió He’stan al oír el sonido de los puentes destrozándose y los frenéticos gritos de los xenos que morían.

Una macabra lluvia de guerreros eldars cayó desde los ensombrecidos cielos en pedazos. Tras ellos llegaron los Infernales en sus patines y motocicletas voladoras.

Tsu’gan calcinó a un motorista con un estallido de su combibólter y quemó a un segundo con un chorro de promethium del lanzallamas accesorio del arma. Bloqueó a un tercero rápidamente con la espada sierra. De los dientes del arma saltaron chispas al encontrarse con el tridente de aquel demonio. La criatura empezó a reír como un demente antes de retirarse y buscar otro camino.

De manera instintiva, los Dracos de Fuego cambiaron su formación y crearon un círculo hacia fuera. Habían nacido para luchar de ese modo, así era como lo mandaba Vulkan.

«Formad el yunque, aplastad a los enemigos bajo él».

—¡Somos el martillo! —oyó gritar a Praetor.

El sargento veterano expresó todos sus pensamientos. Desde la oscura galería más allá del almacén, las mutantes bestias estaban preparándose para correr.

Tsu’gan no tuvo tiempo para verlo. Los guerreros alados y las brujas habían comenzado el ataque.

—¡Matadlos! —bramó, sintiendo que una oleada de sed de batalla se apoderaba de él—. ¡Matadlos a todos!

He’stan insertó la Lanza de Vulkan en una de las bestias aladas y le arrancó el corazón. Con el Guantelete de la Forja prendió fuego a un aquelarre de brujas. Las ágiles figuras de las mujeres guerreras se retorcían de placer mientras morían.

—¡En el nombre de Vulkan! —exclamó.

El corazón de Tsu’gan latía a un ritmo vertiginoso.

Conforme los esperpentos atacaban, las lámparas en los laterales de la galería, de repente, adquirieron una inmensa luminosidad. De inmediato, se vieron reveladas todas las deformidades de las criaturas. Eran seres desfavorecidos y mutilados. Algunos presentaban muñones en lugar de piernas; otros galopaban sobre largas extremidades de articulaciones invertidas. Sus armas las conformaban unas garras y lanzas de hueso, colas con púas y mazas fundidas con la carne en lugar de puños. Eran abominaciones, lloriqueando y echando espuma por sus acolmilladas bocas.

Praetor reconocía las formas de hombres y mujeres humanos, algunos unidos en un mismo cuerpo. En su día habían formado parte de la población de las Regiones de Hierro: eran los trabajadores del bastión. Acabar con ellos sería un acto de compasión.

Mientras se desplegaban, las lentas y pesadas bestias dieron paso a otras más ligeras y ágiles, un círculo de guerreros que apareció entre la multitud que se separaba.

—¡Nuestros hermanos! —gritó Halknarr.

La angustia en su voz los conmovió a todos. Un urgente temblor recorrió la línea. La sensación de un inminente movimiento inundó el aire alrededor de Praetor.

Unidos con cadenas acabadas en ganchos; maltrechos e inmovilizados con puntas, aparecieron los ensangrentados restos de los salamandras que se habían acuartelado en las Regiones de Hierro. La mayoría tenían la cabeza colgando, demasiado agotados como para levantarlas. Los ojos de algunos estaban cargados de amargo rencor y todavía ardían en la oscuridad. Los eldars oscuros los habían humillado.

—Mantened vuestras posiciones —dijo Praetor con voz firme como una roca a la que sus hermanos podían atar su determinación.

Él era el bastión contra el imprudente abandono. Él frenaba la ola de ira de los Dracos de Fuego y la transformaba en un único golpe cohesivo.

—¡Somos el martillo! ¡Liberadlo!

Los bólters chillaron mientras los lanzallamas vomitaban contra la primera ola de esperpentos.

Éstos aullaban mientras caían y formaban ennegrecidas figuras que se nublaban con el calor. Las expresiones de dolor y de alivio competían por predominar en sus deformadas bocas.

El primero en atravesar la lluvia de proyectiles explosivos cargó contra Praetor. Era una bestia de fuertes y deformadas piernas, de amplia espalda y hombros musculosos cubiertos de bulbosos bultos.

Praetor aplastó el cráneo de la aberración de un solo golpe antes de derribar a una segunda criatura que venía tras la bestia con su escudo de tormenta. La densa y pulverizada sangre caliente golpeó el metal. Una línea manchó su rostro como el corte de una daga. Praetor no se detuvo. Había más que matar.

En ese momento estaban en plena lucha. Entonces era cuando las cosas se ponían serias y sucias. Con los bólters martilleando a su alrededor y las llamaradas de promethium tiñendo de un tono rojizo la escena, Praetor hacía aquello para lo que había nacido: matar en nombre del Emperador y por la gloria de su primarca.

La malla de la red metálica arrojada chirrió mientras Tsu’gan la cortaba, partiendo la trampa de púas en dos con su espada sierra. Las brujas estaban sobre ellos, danzando y bamboleándose alrededor de los rápidos estallidos de bólter de los Dracos de Fuego y acercándose con ganchos y espadas.

Los receptores de dolor que conectaban su cuerpo con el casco de combate se iluminaron en la pantalla retiniana de Tsu’gan. Gruñendo, agarró el mango de la lanza que atravesaba su hombro y la partió. Tras intentar un golpe hacia abajo con la espada sierra que la bruja vestida de cuero esquivó con facilidad, cogió el bólter como si fuera un garrote y la golpeó con él en el pecho y en la cara. Daedicus sacó su arma y acabó con ella con un desganado disparo.

Tsu’gan gruñó de nuevo bajo su casco de combate. Quería matarla él. Ya hablaría con su excesivamente ferviente hermano más tarde, una vez que los alienígenas estuvieran muertos. Ahora no había tiempo. Los eldars oscuros se estaban aglomerando a su alrededor.

Superados en número por un ratio de al menos tres a uno, la matanza perpetrada por los Dracos de Fuego fue prodigiosa. Mientras le partía el torso a uno de los demonios, Tsu’gan se preguntó si era así como habrían luchado sus hermanos. Tal vez no. Los habían encontrado dispersos por el almacén al llegar. Distraídos por el deseo de proteger a los humanos habían puesto sus propias vidas en peligro. Tsu’gan y sus hermanos no tenían ese problema. Y además contaban con He’stan.

El padre forjador derribó a un par de brujas (las marcas de quemaduras en su armadura atestiguaban sus fútiles intentos de matarlo), y empezó a avanzar.

Al principio, Tsu’gan no estaba seguro de qué estaba sucediendo, sólo de que algo en la dinámica de su defensa estaba cambiando. Entonces, dio cuenta.

Estaba rompiendo la formación.

Siguió la mirada de He’stan hasta el viejo cadáver que aguardaba encima de la batalla montado en el patín gravítico. Los finos labios de desdichada criatura formaban una delgada línea, como un corte en la garganta, pero se estaba frotando las descarnadas manos con aspecto de garra. La muerte y la carnicería le estaban dando fuerza. Tsu’gan recordó lo que He’stan le había dicho antes sobre la necesidad de los eldars oscuros de impedir la muerte de sus almas alimentándose del sufrimiento de los demás, incluso de los de su propia especie.

Sin pensarlo, Tsu’gan también rompió la formación.

A través de su escogido peregrino, Vulkan les había mostrado el camino. Era casi como si le guiara un propósito divino cuando Tsu’gan gritó a sus hermanos de batalla:

—¡Conmigo, nacidos del fuego! ¡Con el padre forjador!

Un par de motocicletas chirriaron en el elevado techo del almacén, esquivando las vigas y los puntales rotos con una facilidad calculada. Se dirigían hacia He’stan. Su paso y su urgencia era tal que, de repente, se vio en campo abierto. Tsu’gan lanzó un estallido de fuego de bólter contra una, pero el motorista lo esquivó de un bandazo riendo con soma ante los patéticos intentos del Salamandra por derribarle. Vo’kar apuntó con su lanzallamas y el chorro de promethium calcinó al burlón enemigo, transformando sus carcajadas en gritos de agonía. Tsu’gan había acorralado al xenos hacia el camino del otro nacido del fuego. El último en reír fue él.

He’stan destruyó la segunda motocicleta atravesando el fuselaje con el filo de su lanza y partiendo al motorista en dos. Un tercero que zumbaba tras los otros cayó derribado por un golpe de fuego de su guantelete. Las llamas ascendieron por el morro del vehículo y se fueron extendiendo hasta prender fuego al motorista y hacer estallar el depósito de combustible en una ardiente explosión. La motocicleta empezó a caer en espiral, desviada de su trayectoria, y el eldar oscuro perdió el control a causa del dolor. La creciente bola de fuego alrededor del vehículo engulló a un par de demonios más, consumiéndolos también.

Los guardianes del hemónculo se estaban reuniendo para defenderlo.

Los xenos leían en los ojos del padre forjador lo que pretendía hacer con su depravado señor.

Tsu’gan también lo veía.

—¡A por ellos! —rugió mientras llegaba junto a He’stan con Vo’kar, Oknar y Lorrde.

Los demás no se encontraban lejos. Estaban luchando en pequeños grupos de dos y de tres; en ocasiones, espalda contra espalda, y otras veces, cargando precipitadamente contra el enemigo. Era una lucha fluida y dinámica. No era en absoluto la manera de hacer la guerra de los nacidos del fuego, pero He’stan no era el típico Salamandra, y Tsu’gan era un estudiante demasiado aplicado de su arte. Y aquel hecho no se le había pasado por alto a Herculon Praetor.

Praetor maldijo entre dientes.

—Espera, Kesare. ¡Maldita sea! —masculló.

Al mirar de reojo, tras él vio que el hermano Lorrde había recibido un golpe de tridente en el cuello. Estaba agachado sobre una de sus rodillas antes de que una bruja atravesase sus defensas y le clavase una espada en forma de gancho en el hombro y en la espalda. El draco de fuego herido cayó al suelo. Su icono en la pantalla retiniana de Praetor pasó de verde a ámbar.

Un segundo guerrero, el hermano Tho’ran, retemblaba mientras lo atravesaba una oscura luz. Cayó con una columna de humo emergiendo de la herida cauterizada en su pecho. Praetor rugió y volvió a la lucha que tenía por delante mientras el icono de Tho’ran pasaba de verde a ámbar y de ámbar a rojo. Tenían las espaldas descubiertas. Aunque los dracos de fuego que iban con He’stan habían abierto una brecha en la multitud de los eldars oscuros, habían dejado al sargento veterano y a sus hombres en una posición indefendible. Ya estaban cediendo terreno, y los extremos de la línea se curvaban hacia atrás para formar un semicírculo.

Maldiciendo la imprudencia de Tsu’gan por última vez, se aferró al lado pragmático de su costumbre nocturniana y dio la única orden que podía dar.

—¡Dracos de Fuego, avanzad conmigo! ¡Luchad contra el enemigo! ¡Sometedlos al fuego y a la furia!

Praetor salió corriendo desde la línea aporreando aquellas abominaciones con su martillo de trueno como si fuera un autómata.

«Golpe de mango. Golpe de martillo. Golpe de escudo».

Realizaba maniobras de memoria, como si estuviese en las fosas de entrenamiento de Prometeo.

El entrecortado coro de estallidos de bólter y el agresivo zumbido y crepitar de los lanzallamas resonaba a su alrededor mientras sus hermanos seguían sus pasos.

—¡Formación de defensa! ¡Soy la roca! —ordenó.

Los Dracos de Fuego respondieron todos a una, acercándose alrededor de su sargento veterano y avanzando con él. Las bestias mutantes no podían acercarse. Entre el fuego de bólter y los ataques de espada sierra cuerpo a cuerpo, los monstruos se mantenían a raya. No pasó mucho tiempo antes de que un mar de partes del cuerpo amputadas y ensangrentadas cubriese el suelo de la galería.

Pero no era sólo la furia lo que impulsaba a Praetor; él también era un guerrero experto y un líder. Tenía un plan. Los eldars oscuros los superaban en número y los habían atacado por dos frentes. La conclusión era simple: necesitaban refuerzos.

El círculo de Salamandras encadenados, los supervivientes de las escuadras de Ba’ken e Iagon, estaban justo delante. Ninguno tenía la cabeza agachada ahora. Estaban viendo cómo Herculon Praetor se acercaba a ellos reclamándolos en el fuego de la batalla.

* * *

Una densa multitud de eldars oscuros se interponía entre He’stan y su presa. El hemónculo estaba dirigiendo sus fuerzas hacia él. El temblor del miedo afectando a su esquelética figura parecía darle fuerza. Aquella carnicería no hacía sino fascinarle todavía más. Lentamente fue descendiendo del techo abovedado hacia el alboroto. Ninguna bruja ni demonio podía sobrevivir a la ira del séquito de He’stan; ninguna aberración ni ningún motorista podía impedir su avance. Su furia era arrolladora. Era pura rabia desatada. Habían abandonado toda idea de estoicismo. El fuego reinaba y, en él, el violento potencial de los Dracos de Fuego estaba al descubierto.

Los eldars oscuros estaban desprovistos de su inmensa ceramita verde, y sus cuerpos fueron destrozados y despedazados. Era como si una implacable tormenta de fuego se hubiese liberado contra ellos y avanzase inexorablemente hacia el hemónculo. Nada podía detener aquella ardiente tempestad.

Seguiría ardiendo hasta que su ira se hubiese consumido.

La cadavérica criatura parecía presentir la inevitabilidad de su destino.

A Tsu’gan le pareció ver que el hemónculo se cortaba la punta de un dedo de la mano izquierda. El dedo amputado cayó en una pequeña caja de hierro que desapareció bajo las andrajosas vestiduras de la criatura. El salamandra no comprendía el repugnante ritual, pero las costumbres alienígenas no eran algo que debiera entenderse, sino detestarse.

Un segundo artefacto sustituyó a la ensangrentada garra del hemónculo. Éste tenía forma de pentagrama. Era plano, pero también estaba formado a partir del oscuro metal. Giraba salvajemente en la palma del eldar oscuro y emitía minúsculos rayos que jugaban en sus afilados extremos. Tras el hemónculo, la realidad parecía cambiar.

Empezó como un pinchazo de oscuridad, una insignificante mancha contra el lienzo del mundo real. Pero aumentó a un ritmo constante, a partir de algo del tamaño de, una moneda, hasta el volumen de la escotilla de un tanque, para finalmente convertirse en un extenso y circular vacío.

—Está abriendo un portal hacia la Telaraña —dijo He’stan con urgencia.

El padre forjador aceleró de nuevo, aventajando de manera increíble a los demás.

El portal resplandecía como una acuosa noche. Las ondas de su rápida creación disminuyeron y se transformó en un inactivo pozo de quietud, completamente negro. La electricidad crepitaba alrededor de su perímetro. La tela de realidad se había desgarrado por completo y aquel inmenso e impuro firmamento era lo que quedaba entre sus pedazos. Los rostros parecían pertenecer a aquel pozo de oscuridad; eran rostros infernales y torturados.

Mientras la batalla por alcanzar el portal continuaba, algo empezó a emerger de su interior. Primero, una afilada proa atravesó la oscuridad, seguida de un prominente morro de angulares placas. El largo fuselaje pertenecía a un vehículo gravítico de los eldars oscuros, las máquinas de guerra insectoides que utilizaban durante su caza de esclavos. Era mucho más grande que las otras con las que los Salamandras se habían encontrado hasta el momento. Tres largos cañones, con su oscuro metal reluciendo a media luz, aguardaban en sus acorazadas troneras.

La lucha era demasiado densa como para liberar una descarga. El vehículo gravítico había venido a llevarse al hemónculo.

Tsu’gan se dio cuenta de aquel hecho de repente, mientras asesinaba a los guerreros de la cábala de la criatura y era testigo de cómo He’stan arqueaba su espalda e impulsaba el brazo hacia adelante para arrojar una lanza.

Así había sido como los eldars oscuros habían sorprendido a sus hermanos. Era obvio. El portal había permitido que los xenos se infiltraran en las defensas de Elysius. Y ahora la cadavérica criatura estaba intentando escapar por los mismos medios.

El eldar oscuro sólo logró girar su repugnante cuerpo hacia el portal. El vehículo gravítico planeaba cerca de él. Pero la Lanza de Vulkan le atravesó el torso y lo clavó entre alaridos en la pared del almacén.

La reacción de He’stan fue exultante.

—¡Reuníos conmigo, hermanos! —gritó—, ¡Y reduzcamos a esta escoria xenos a cenizas!

El Guantelete de la Forja fue el siguiente en hablar, y sus palabras fueron de fuego y muerte. Golpeó el vehículo gravítico y bañó a la tripulación en líquido promethium. La máquina se precipitó rápidamente después de aquello, golpeando el suelo con fuerza. El humo emanaba del casco y parte de la chapa de cubierta estaba doblada, pero seguía operativa.

Ahora, el hemónculo no tendría escapatoria. He’stan le había mostrado su ira. Y por la justicia que exigían los muertos, no pararía hasta haberla saciado por completo.

El golpe del martillo hizo pedazos las oscuras cadenas de hierro y liberó a lo salamandras capturados bajo su propio peso.

—¡A vuestras armas, hermanos! —dijo Praetor, entregándole a uno de los guerreros su escudo de tormenta—. ¡Hasta el yunque de guerra!

Honorios aceptó el arma con entusiasmo y avanzó para derribar a uno de los esperpentos. Usó el escudo para aporrear antes de decapitar a la criatura con su duro extremo. Tras escupir sobre el cadáver, fue en busca de otro enemigo.

Los salamandras supervivientes de las escuadras de Ba’ken e Iagon rugieron al unísono. Tras recibir las armas auxiliares de sus compañeros de la 1.ª Compañía cargaron contra las bestias que quedaban con implacable violencia.

«Dejad que se descarguen», pensó Praetor, tomándose un momento para observar cómo los hermanos liberados desataban el infierno sobre sus enemigos. Como la terrible ira del monte del Fuego Letal, su furia había estado dormida por obra de los xenos. Ahora, él la había desencadenado, y ésta estallaba contra los mutantes en una marea de sangre.

—¡Hacia la puerta! —ordenó con voz resonante.

La carnicería en la galería estaba a punto de terminar. Las bestias se habían reducido casi a un individuo.

Sentía que el fuego en su interior se apagaba. La batalla casi había acabado. Y había acabado bien. Sólo dos dracos de fuego habían caído, aunque era posible que uno lo hubiera hecho de manera permanente. Pero un pensamiento inquietaba a Praetor mientras seguía a los demás. El capellán Elysius no se encontraba entre los supervivientes. Ni tampoco entre los muertos. Varios de sus hermanos de batalla habían desaparecido, entre ellos los sargentos Ba’ken e Iagon.

«¿Dónde estáis, hermanos? ¿Qué han hecho los xenos con vosotros?»