I. Los muertos hablan

I

LOS MUERTOS HABLAN

Densas nubes de ceniza recorrían las grises llanuras susurrando con voces muertas. El polvo de tumba obstruía las lentes del casco de combate de Priel mientras Dak’ir y él avanzaban a través de la niebla de los crematorios. Las motas cubrían de gris el azul de la servoarmadura del librarius. Pyriel había usado su guantelete para despejar su vista en más de una ocasión, a pesar del hecho de que podía ver lo bastante bien con su visión psíquica.

Habían dejado la Caldera varios kilómetros detrás de ellos con el hermano Loc’tar.

Perdida en la tormenta, la Thunderhawk era ahora un recuerdo distante. Tan pronto como el semántico y el epistolario pusieron un pie en la carretera osario y contemplaron las elevadas tumbas de hueso y los monolitos sepulcrales de Moribar, todos los demás pensamientos desaparecieron. Aquel lugar tenía un significado especial para los nacidos del fuego de la 3.ª Compañía. Especialmente, para Dak’ir representaba un oscuro episodio que se remontaba a más de cuarenta años en su pasado.

En cuanto hubo abandonado la cámara santuarina de la cañonera, unas imágenes le habían venido a la mente reclamando su atención. Hablaban de fuego y de dragones, y de la traición de hermanos. Una punzada de culpabilidad y de acusación luchaba por dominarle en su interior. Era sólo la resonancia psíquica del lugar, que intentaba imponerse.

Ahora Dak’ir era fuerte. A diferencia de en el templo de Aura Hieron, donde tales visiones le habían paralizado, ahora había superado el fuego. Su entrenamiento en manos de su maestro bajo el monte del Fuego Letal le había preparado para aquello. Iba ordenando las imágenes mientras avanzaba, compartimentándolas para utilizarlas más adelante.

Sabía que Pyriel había sentido el eco mental de la hazaña y que le alababa en silencio por su control.

—Dragones durmientes yacen bajo estas llanuras —dijo Dak’ir, adelantándose a su maestro.

El instinto le guiaba. Con las cambiantes cenizas, los estragos de las décadas y los constantemente acumulados monumentos a los muertos, el camino hacia los crematorios se había modificado. Seguía estando en el centro del mundo, pero el mundo en sí se había transformado, alterando su forma a su alrededor. Pero del mismo modo en que conocía cada curva de la pistola de plasma enfundada en su cadera, sabía cómo llegar a los crematorios.

Allí habían sucedido muchas cosas. Parecía perversamente adecuado que regresaran y se enfrentasen a cualquier espectro que pudiese acechar en las profundidades de Moribar.

—Sólo son ecos de recuerdos, Dak’ir —opinó Pyriel, y se cubrió con su manto de salamandra para protegerse del furioso polvo y de las cenizas—. Aunque es un momento poco propicio para una visita —añadió con pesar.

—¿Y cuándo es buen momento para visitar un lugar como éste? Apesta a cadáver y a cosas viejas y olvidadas.

—Sólo que esas cosas no se han olvidado, ¿verdad? Ni por nosotros ni por ellos.

—El destino de Kadai se selló bajo esos grises valles, en sus huecas catacumbas.

Pyriel agarró a Dak’ir del hombro y le obligó a volverse.

—El destino de Kadai fue el que tenía que ser, semántico. No lo olvides. Fuera lo que fuese lo que hiciese para intentar recuperar a Ushorak fue correcto y justo.

Dak’ir se sacudió su mano de encima.

—Pero tú no estabas ahí, Pyriel. Yo vi lo que pasó. Formé parte de ello.

Pyriel consideró la posibilidad de tomar represalias, pero transigió. En lugar de hacerlo, suspiró, y el sonido se unió al coro inmortal del viento que se levantaba a su alrededor.

—No, eso es cierto. Pero conocía muy bien a Nihilan y su retorcida ambición.

—Te culpas por su destino, ¿verdad?

Ambos estaban caminando de nuevo, abriéndose paso entre la niebla gris; la ceniza les llegaba hasta el borde de las grebas que protegían sus piernas.

—Nos culpa a todos nosotros, y se culpa a sí mismo y a Ushorak. Nihilan está loco, Dak’ir. Eso es lo que lo hace tan peligroso. Todavía somos peones en su plan, no te equivoques. Hay un poder superior guiando su mano, lo siento.

—¿Y qué podemos hacer, maestro?

Por delante se imponía la sombra de un monolito. Enmarcada con un arco sepulcral que mostraba dos efigies de los cardenales y los santos del Emperador había una impresionante entrada que daba a los dominios inferiores del mundo. Era una de las muchas sendas hacia los crematorios. Su camino de huesos estaba muy gastado. Un bajo muro a ambos lados estaba salpicado con cráneos grabados con símbolos sagrados. Unas escrituras clavadas en las columnas verticales del arco ondeaban violentamente en el viento.

—Nada más que lo que estamos haciendo. Debemos confiar en que la voluntad de Vulkan nos guía hasta aquí, en que el primarca nos protege en esta misión. Se acerca la hora más oscura de Nocturne, Dak’ir. Está tan próxima que casi puedo saborear la sangre en el aire.

Al otro lado del umbral, el pasadizo abovedado estaba repleto de tumbas y criptas, pero sólo los muertos habitaban aquel espacio. Los dos bibliotecarios estaban solos.

—Si Nihilan es realmente el archimanipulador de todo lo que ha sucedido hasta ahora, habrá anticipado también nuestro regreso a Moribar —dijo Dak’ir.

Pyriel asintió y sacó su báculo psíquico una vez que estuvieron lo bastante adentrados en el monolito sepulcral y alejados de la tormenta de ceniza.

—Podría haber algo más que muertos esperándonos en la oscuridad.

Dak’ir desenvainó a Draugen, su espada psíquica. Su empatía con la espada seguía siendo escasa y estaba por pulir, pero el vínculo entre ambos no tardaría en forjarse.

Un gran número de tumbas y mausoleos se extendía hasta las sombras por delante de ellos.

El camino estaba iluminado por unos parpadeantes braseros que apenas lograban aclarar la penumbra.

—Estamos detrás de un velo, Dak’ir —dijo Pyriel, guiando el camino por el pasillo que había entre las tumbas—. Un velo que oculta la verdad.

—Pues retirémoslo y descubramos lo que se esconde detrás. —Dak’ir se detuvo para observar la oscuridad por un momento. Estaba escuchando—. Me están llamando —dijo.

—¿Quién?

—Los muertos.

* * *

El viento se transformó en un chillido a los oídos del capellán mientras se precipitaba desde la cubierta hacia el vacío que le reclamaba. Tan rápido era su descenso que tiraba de las comisuras de su boca. Los mechones de su largo cabello blanco se agitaban en el aire.

A su lado y por encima de él, los demás esclavos también caían.

Un relámpago interrumpió la oscuridad, alcanzó a un soldado de los Diablos Nocturnos que gritaba y lo redujo a cenizas. Otro guardia golpeó una de las agujas más altas, y su cuerpo se convirtió en despojos de carne. Un tercero desapareció de su vista; su cuerpo y su vuelo se detuvieron al impactar contra una delgada punta de metal y quedar empalado.

Era como descender hacia un bosque de cuchillas; un bosque de cuchillas envueltas en rayos. La oscuridad iba y venía, iluminada por la furia de la tormenta. Las planicies y lo que parecían ser plataformas de aterrizaje pasaban como un borrón de duros bordes. Cada vez caían más y más, navegando por las prominentes agujas y artificiales y afilados riscos de aquel infierno.

Elysius sintió una irregular chispa de calor junto a su rostro. Hizo una mueca contra la llamarada de luz, pero continuó descendiendo a gran velocidad, librado de algún modo de la inmolación.

—El Emperador está en mi escudo —empezó, cerrando los ojos mientras recitaba la bendición.

Entonces, vio un posible punto de aterrizaje bajo sus pies, a través de una red de cuchillas, y realizó un cálculo mental de la distancia que había hasta él. Todavía no tenía ni idea de cómo iba a detener su descenso para no romperse todos los huesos del cuerpo al aterrizar.

—Él protegerá mi alma de cualquier daño. Yo soy su atenta linterna, buscando la oscuridad y llevándola hasta la luz. Con su espada acabare con los enemigos de la humanidad, traeré justicia al débil y retribución al pérfido.

La luz de otro relámpago penetró en sus párpados a pesar de haberlos cerrado. Estaban descendiendo hacia el centro de la vorágine. Ahora que estaba cerca, podía casi sentir cómo las agujas se acercaban y la cortante promesa de sus filos.

—La voluntad de Vulkan es justa. Él es el yunque. Nosotros somos su martillo. La forja es mi bastión, y bajo sus fuegos arden mis enemigos.

El escalofrío que se había apoderado de los huesos de Elysius empezó a disminuir conforme el calor de las agujas, de las columnas de vapor y de los altos fuegos de los hornos lo calentaban. No era una sensación agradable. Era abrasadora y punzante, familiar y terriblemente ajena al mismo tiempo.

El capellán abrió los ojos.

El duro flanco de una afilada aguja se aproximaba ante su vista. Cadáveres disecados y blancos esqueletos colgaban de sus puntiagudas protuberancias en eterna desesperación. Formando una flecha con su cuerpo, Elysius se precipitó de cabeza hacia él. Un grito distante por arriba, un seco chillido de angustia, anunció la muerte de otro guardia.

Sabía que sus hermanos estarían detrás de él; tal vez no en aquel mismo respiradero, pero navegando por el mortal mar de puntas y relámpagos.

Cuando estuvo lo más cerca que se atrevió, Elysius elevó el cuerpo y colocó los pies hacia abajo y el tronco hacia la parte plana de la aguja. Golpeó el duro metal y rebotó. Las placas de su armadura salieron despedidas hacia el vacío como piel mudada con la fuerza del impacto. Volvió a golpear el suelo de nuevo, y esa vez agarró un trozo de cadena que chirrió mientras ardía en su puño cerrado y cubierto por el guantelete.

Más despacio. Aquello era buena señal. El duro flanco de la aguja era largo. Donde el extremo de ésta terminaba, había una caída relativamente corta y después había una sobresaliente plataforma. La cadena se partió, y Elysius vio que recuperaba la velocidad de la caída. Clavó los dedos en el metal, y las placas empezaron a separarse de nuevo como escamas.

Con el rabillo del ojo vio que sus hermanos hacían lo mismo. Ba’ken había tomado la aguja de enfrente. Las dos estaban tan cerca que casi se tocaban en la base, pero lo suficientemente separadas como para que los Salamandras cayeran por el pequeño espacio entre ellas hacia la planicie que les aguardaba. Alcanzó a uno de los Diablos Nocturnos con su mano libre y acunó al guerrero veterano como un niño.

Iagon se agarró en el mismo lado que Elysius con las dos manos y con un guardia colgando desesperadamente cogido del generador de energía que llevaba a su espalda.

Y lo mismo sucedía con los demás. Allá donde podían, los elementos de los Salamandras secuestrados por los eldars oscuros protegían a los humanos más vulnerables e intentaban transportarlos hasta la planicie.

Elysius vio como dos guardias intentaban escalar los laterales de las agujas con unos anclotes. Uno de los hombres cayó hacia el infinito, y sus gritos pronto se perdieron en la oscuridad; el otro se aferró contra el macizo metal antes de quedar atrapado en un trozo de cadena y de unirse al conjunto de cadáveres aplastados contra la dura superficie de la aguja.

Elysius lamentó todas sus muertes. Tuvo el tiempo justo de pronunciar una bendición final por las almas de los hombres fallecidos, antes de llegar al agujero entre las dos agujas y zambullirse en él.