II
PÉRDIDA Y LAMENTO
Un estruendoso relámpago puso de relieve las grietas de la armadura de Elysius. Un misterioso viento mecía su largo cabello blanco, que pendía hacia abajo, ocultando su rostro desnudo. Tenía la espalda arqueada, el enorme peso atado a su cuello le obligaba a inclinarse hacia adelante. Una de sus manos estaba apoyada contra el duro metal de la cubierta sobre la que estaba arrodillado. La otra —su puño de combate— se la habían extraído, y una maraña de cables colgaba del agujero como si fueran intestinos. El blindaje de su armadura presentaba surcos allí donde las puntas y los látigos le habían azotado. Había olvidado lo que le había sucedido a su casco de combate. Se había perdido. Todos se habían perdido. En silencio, rodeado de oscuridad y de la perpetua tormenta eléctrica, rogó al Emperador que le ayudase. Sus labios se movían sin emitir sonido alguno mientras bendecía a sus hermanos y a aquellos que no pertenecían al capítulo que estaban encadenados junto a él.
—Mira, Helspereth —gritó uno de los señores de la jauría a bordo del gran esquife de esclavos—, el mon-keigh le susurra a la noche. Qué pronto se ha apoderado la locura de él.
El monstruo rió. El sonido era agudo, como el filo de un cuchillo arañando un cable.
Elysius sabía que los eldars oscuros detestaban usar la lengua de las «razas inferiores», pero se dio cuenta de que había hecho aquel comentario con la intención de pincharle. Y casi lo consigue. Tuvo que apretar los dientes para no levantarse y empujar a aquella basura alienígena hacía la caliente oscuridad que los rodeaba. Pero eso era lo que aquel desgraciado quería, una excusa para infligirle todavía más martirios. Aquellos parásitos, las merodeantes criaturas de rostro pálido encargadas del esquife, se alimentaban de la tortura y el dolor. Eran su sustento. Y Elysius decidió que no iba a proporcionarles otro bocado.
«Pudríos. No voy a datos otra cosa que indiferencia, escoria».
Otros a bordo de la nave, aquellos que carecían del estoicismo de los nacidos del fuego, no eran tan fuertes.
Algunos de los hombres, lo que quedaba de los Diablos Nocturnos que habían llegado para asegurar el bastión en las Regiones de Hierro, temblaban de manera incontrolada a causa del penetrante frío que envolvía la nave.
—Mantente firme —masculló el capellán a un hombre que había a su lado, un sargento, a juzgar por sus insignias—. El Emperador no nos ha abandonado.
Al oír las palabras de Elysius, el hombre dejó de temblar. La fe no los había abandonado todavía.
—Idiota —rugió Helspereth al señor de la jauría.
La bruja estaba inclinándose sobre el fuselaje del esquife, pero se alejó de él para acercarse con una gracia felina hasta el capellán. Cuando estuvo lo bastante cerca, se acercó al oído de Elysius y susurró:
—Le reza a su dios. Reza por la liberación. —Después volvió a erguirse, manteniendo el equilibrio fácilmente a pesar de las sacudidas del esquife a causa de una tormenta etérica—. Éste intentará desafiarnos —afirmó—. ¿Verdad? —dijo, clavándole una uña al capellán en la mejilla hasta hacer que le saliera una gota de sangre.
La lamió y silbó de placer.
—Pero eres fuerte, ¿verdad que sí?
—¡Ojalá te ahogues con ella, perra! —respondió Elysius entre dientes apretados.
—Y lleno de fuego, también —ronroneó Helspereth—. Disfrutaré de tu fuego, superhombre. ¿Cuánto tardaré en extinguirlo? ¿Cuánto me alimentará tu agonía mortal?
El discordante chirrido del metal se oía por encima del viento y del motor del esquife mientras Elysius hacía surcos en el suelo con los dedos.
—Ya habrá tiempo para eso después, presa —susurró la bruja antes de volver al fuselaje.
Por primera vez en lo que parecían horas, aunque el tiempo significaba poco en aquel lugar, Elysius alzó la vista. A través de los mechones de su cabello blanco, distinguió unos irregulares chapiteles en la distante oscuridad. Unas ardientes nubes que iban en la dirección contraria al viento, los ocultaban. La bruma se aferraba a las largas y afiladas estructuras salpicadas de maléficos puntos de luz, como si se negasen a soltarse y rendirse a los caprichos de aquel lugar. Un relámpago iluminó los chapiteles brevemente, y Elysius se dio cuenta de que había más estructuras sobre ellos, incluso naves amarradas a los picos que sobresalían de sus superficies. Era un puerto, o una especie de ciudad. Las espiras eran distritos y barrios, pero era diferente de cualquier ciudad que el capellán hubiese visto antes.
También significaba que había gente allí, más esclavos como ellos. Y quizá también otras cosas.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Ba’ken en un leve susurro.
El sargento también había perdido el casco dé combate, y su armadura estaba resquebrajada por varias partes. Al igual que el capellán, estaba inclinado por el peso de un gorjal de púas y encadenado al suelo.
—No lo sé, hermano —respondió Elysius—, pero sea lo que sea, no pertenece al mundo de los mortales.
Por encima de ellos, un fuego iluminó la oscuridad desde un sol robado. Éste tiñó la escena de una luz extraña. El capellán observó cómo la llamarada solar se apagaba y después miró a Ba’ken.
—¿Cómo está Iagon?
—Sobreviviré —respondió una voz áspera desde el otro lado de la cubierta.
Tres soldados de los Diablos Nocturnos se encontraban entre él y los otros dos salamandras. Un cuarto salamandra, el hermano G’heb, estaba arrodillado a la izquierda de Iagon.
Elysius sabía que en el extremo opuesto del largo y afilado esquife había más. Recordaba el ataque al Capitolio vagamente. Su memoria estaba empañada por las heridas y por lo que había acontecido después de que se lo hubiesen llevado con los demás a través del portal.
Los eldars oscuros habían atacado rápidamente y sin previo aviso. Al instante se había dado cuenta de que habían caído en una trampa. De algún modo, los xenos habían logrado traspasar su guardia y las alarmas.
Habían penetrado en las salas interiores del bastión mediante la tecnología de la Telaraña y habían llegado hasta donde se encontraban los Salamandras en masa.
Ninguna defensa, por muy meticulosamente que se hubiese planeado, podría haberlos preparado para aquello. Habían recibido los refuerzos de las unidades de los Diablos Nocturnos, la fuerza de contención designada para ocupar el bastión y permitir que Elysius y los hermanos sargentos Ba’ken e Iagon acudiesen a los Estrechos de Ferron.
Con el resto de su grupo de batalla ya en camino, eran más débiles, pero el capellán tenía claro desde el principio que la intención de los xenos no era simplemente asesinarlos, aunque varios nacidos del fuego habían perdido la vida en el asalto, sino capturarlos. O capturarle a él, aunque Elysius no sabía con qué propósito.
Las costumbres de los alienígenas le resultaban odiosas. No quería entenderlas. Sólo quería aplastarlos bajo sus pies acorazados. El hecho de estar encarcelado significaba que no podía hacerlo, lo cual irritaba al capellán inmensamente.
—Mantened vuestro juramento como Salamandras —dijo, volviendo a pasar la mirada rápidamente a los cada vez más cercanos chapiteles. A través de los rayos, a Elysius le pareció ver que se estaban elevando por encima de la ciudad—. Recordad vuestro propósito. Recordad las palabras de…
Elysius gritó. Un látigo de caliente y chispeante energía envolvió el torso del capellán. No era un calor puro, como los fuegos de una forja o el tacto del hierro de marcar (al pensar en aquello, una punzada de arrepentimiento le invadió al recordar a Ohm), era un calor extraño, contaminado, y provocaba un dolor invasivo y sucio.
—¡Silencio! —silbó otro de los señores de la jauría, una hembra a juzgar por la cadencia de su voz.
Había varios de esos sádicos a bordo, todos armados con largos látigos que se enroscaban y azotaban con viperina energía. Ni siquiera la servoarmadura los protegía de sus dolorosos efectos. Los señores de la jauría estaban acompañados de una cohorte de guerreros del clan vestidos con armaduras oscuras y segmentadas que portaban largos rifles alienígenas. La llamada Helspereth se había unido a ellos más tarde, apeándose de lo que parecía un fragmento de roca aislada que flotaba en la oscuridad. Elysius la había visto subir a bordo, pero no tenía ni idea de cómo había llegado hasta el trozo de roca. No obstante, estaba claro que su rango era superior al del resto. Incluso el capitán del esquife, sentado con aire de suficiencia en su trono de mando, se comportaba ante ella de la manera más servil.
La hembra señora de la jauría soltó el látigo, y Elysius cayó al suelo antes de obligarse a erguirse de nuevo.
—Recordad las palabras de Vulkan —continuó— y las enseñanzas del señor Tu’Shan.
El látigo de energía escupió y centelleó a punto de golpear de nuevo cuando Helspereth intervino.
—¡Déjale! —ordenó con frialdad—, Éste me gusta. Es desafiante. Disfrutaré destrozándole. Será exquisito. Krone —añadió, arqueando su cuello y su cuerpo de manera seductora para volverse hacia el capitán del esquife—, llévanos más arriba, querido.
Krone hizo lo que se le había ordenado, sonriendo como un perro todo el tiempo.
El esquife se elevó más hacía la creciente vorágine.
—Dime algo, sacerdote mon-keigh —dijo Helspereth.
Después levantó algo con sus delicadas pero letales manos. Era un objeto pesado y grande, y parecía totalmente fuera de lugar estando en su poder. Era un crozius arcanum, la maza y símbolo de oficio que había pertenecido a Elysius.
— ¿Contiene este burdo palo que empuñas la fuerza de tu dios?
—Es una herramienta sagrada —respondió Elysius, intentando ocultar la angustia en su voz—. Se utiliza para aplastar a los impuros y a los paganos. Lo comprobarás pronto, hija del infierno.
Helspereth rió. Era un sonido triste y desagradable.
La hembra se inclinó sobre el fuselaje, levantando una pierna y mostrándole a Krone un poco más de carne de la que podía aguantar sin querer actuar sobre ella.
—Estoy ansiosa por ver cómo me aplastas —dijo, y lanzó el crozius al suelo, al lado de donde se encontraba arrodillado el capellán. El objeto resbaló, rayando el metal, y se detuvo contra su pierna acorazada—. Pero antes —añadió— tienes que aprender a volar.
El esquife estaba colocado directamente sobre la espira de la ciudad portuaria.
Elysius se asomó por el borde y vio un abismo de afiladas puntas y rayos.
Tras una orden de Krone, las cadenas que constreñían a los prisioneros al esquife se liberaron. Sin más órdenes, los señores de la jauría se acercaron.
—Tened fe en Vulkan y en el Emperador —dijo Elysius a sus hombres, agarrando el crozius antes de caer por el extremo de la nave hacia la oscuridad inferior.
—Asesinado, mi señor —dijo Daedicus, sacudiendo solemnemente la cabeza.
* * *
El salamandra muerto había sido inmovilizado en un puntal vertical que sostenía el techo del almacén del edificio del Capitolio. La armadura del guerrero estaba terriblemente desgarrada, y la lente izquierda de su casco destrozada y ensangrentada. Pero lo más sobrecogedor de todo era la inmensa grieta que tenía en el pecho y la réplica más pequeña que presentaba en su gorjal.
Acercándose a Daedicus, Halknarr no podía creer lo que estaba viendo.
—Le han extraído las glándulas progenoides.
—Se las han arrancado —añadió Daedicus.
—No —sugirió Mek’tar, arrodillado junto a otro de sus hermanos caídos en el otro lado del suelo—. Los cortes son casi quirúrgicos, analíticos.
—Los espectros del crepúsculo son viles criaturas —dijo Praetor, importándole poco las discrepancias sobre cómo habían sido mutilados los suyos.
Se adelantó a los demás e inspeccionó la carnicería que les rodeaba con una cautelosa mirada. Había algo en aquella escena que le preocupaba, era evidente en su lenguaje corporal, y estaba analizando cada sombra, cada oscuro rincón y cámara en el alto techo del espacio del almacén.
—Nuestros ancestros, los primeros colonos nocturnianos, conocían la maldad de esa raza. Algunas enemistades duran milenios, especialmente cuando se forjan sobre sangre inocente.
Bajos murmullos de asentimiento recibieron la afirmación del sargento veterano. Todos los miembros de los Dracos de Fuego de la sala estaban afectados por el desenfreno cometido por los eldars oscuros, pero mantenían su ira a raya bajo un manto de estoica determinación. Todos, excepto uno.
Tsu’gan se encontraba en una dispersa formación llamada «garra» junto al resto de su escuadra de combate, abierta en abanico a su alrededor. Los otros tres líderes de escuadra habían hecho lo mismo, y cada uno se encargaba de una parte distinta del amplio almacén. Su ira era como una fuente a punto de bullir. Sólo la presencia del padre forjador lo mantenía sereno. Quería encontrar a los eldars oscuros responsables y darles muerte. Sólo un río de sangre alienígena podría resarcir aquellos crímenes. Activó su espada sierra, y su agitación se materializó en su mecanizado rugido.
—Cálmate, Tsu’gan —dijo Praetor a través de un canal cerrado. El sargento veterano le estaba mirando—. ¿Es que las enseñanzas de Gathimu no tuvieron ningún efecto en ti?
—El hermano Gathimu está muerto, mi señor.
—Asesinado por un ingenio demoníaco liberado por una secta de culto a Khorne llamada la Ira Roja. -Gathimu había sido la elección de Praetor como mentor para Tsu’gan. Tenía que haber sido su guía para templar su ira y transformarla en algo útil y menos autodestructivo. Tras la muerte de Gathimu, Praetor todavía tenía que buscarle un sustituto.
—Pero no sus palabras ni sus actos. Ellos todavía viven.
Praetor se volvió y cerró la comunicación.
El sombrío humor de Tsu’gan no desapareció.
«Soy la muerte —pensó—. Su manto me sigue como una sombra de la que no puedo deshacerme».
Los Dracos de Fuego habían avanzado hacia el edificio a través de la puerta abierta del bastión. Aquello en sí era inquietante. Aquel lugar en su día había estado plagado de trabajadores y, en los últimos tiempos, de soldados imperiales. Ahora se encontraba vacío y muerto. Apuntando con los bólters a la oscuridad, los nacidos del fuego se habían encontrado con los espeluznantes restos de los centinelas en los pasillos exteriores y después habían llegado al almacén, donde había empezado la auténtica carnicería.
Los cuerpos asesinados de los soldados de los Diablos Nocturnos yacían desparramados como si fueran basura, destrozados y rajados. Algunos ni siquiera conservaban su forma humana a causa de las terribles torturas a las que los eldars oscuros los habían sometido. Los impactos de proyectiles llenaban las paredes y los casquillos vacíos cubrían el suelo, junto con las células de energía gastadas de los rifles láser.
—Lucharon hasta el final —dijo Halknarr, tocando con la bota acorazada un montón de munición que había caído de un nido improvisado de artillería pesada.
—Pero sus esfuerzos no sirvieron de nada —rugió Tsu’gan, inspeccionando el perímetro.
Los halos de luz de la lámpara halógena de su casco de combate atravesaron las sombras y revelaron más atrocidades. Había hombres suspendidos como harapos formando una línea, con cortes en la piel y los intestinos colgando hasta el suelo en húmedos montones. Otros pendían de los tobillos con la garganta abierta. Habían sido desangrados hasta morir lentamente. Otros estaban descuartizados; el conjunto de partes del cuerpo era tan numeroso que atribuirlas a cada individuo era imposible. Decapitaciones, exanguinaciones, evisceraciones y bifurcaciones: el cruel y abominable trabajo de los eldars oscuros era prevalente en toda la inmensa sala. El aire hedía a sangre; las minúsculas moléculas de los muertos obstruían los respiradores de los cascos de batalla de los Salamandras.
—¡Aquí! —gritó Mek’tar.
Estaba delante de una de las columnas que soportaban el techo. Un anciano siervo había sido clavado en ella, con los brazos abiertos y las piernas juntas, formando una cruz. Unos gruesos clavos sujetaban las manos y los pies. Un hierro de marcar atravesaba su delgado pecho a través de su desgarrada ropa, que pendía de su menudo cuerpo como tiras de piel. La lámpara de Mek’tar iluminó el rostro de la víctima. Una máscara de dolor estaba congelada en él. Las mejillas y la frente se veían hinchadas y moradas. Unos muertos agujeros en lugar de ojos devolvían la dura mirada al salamandra.
—Era un siervo, no un guerrero; sólo un anciano. Y le arrebataron la vista esos cuervos del infierno.
Praetor suspiró con tristeza al reconocer a la desdichada figura.
—Ya estaba ciego, hermano. Es Ohm, el sacerdote marcador del capellán Elysius.
Mek’tar se volvió, y la rapidez de su movimiento delató su preocupación.
—¿Entonces…?
—Todavía desconocemos el destino de nuestro capellán, y deberíamos actuar en consecuencia —se apresuró a responder Praetor.
—¿Cuántos de los nuestros? —preguntó He’stan con voz entrecortada a causa de la repentina tensión.
Sus ojos ardían con una feroz llama que iluminaba las sombras que había a su alrededor. Era la primera vez que el padre forjador había hablado desde su cautelosa entrada en el Capitolio, a excepción de en el umbral del bastión.
—Yo he contado cuatro —dijo Daedicus, inspeccionando las altas vigas donde dos más de sus hermanos habían sido clavados y crucificados. Su escuadra de combate flanqueó a la derecha.
—Cinco —le corrigió Praetor.
El sargento veterano había avanzado hacia las grandes puertas, en el extremo opuesto del almacén, donde otro nacido del fuego yacía tirado contra la pared, con el bólter caído en sus manos muertas. Le habían arrancado la cabeza y se la habían colocado en el regazo. Le habían movido la boca para formar una salvaje sonrisa. Praetor encontró un trozo de tela cerca y cubrió el rostro del guerrero.
—Han sido muertes terribles —masculló, recordando brevemente a los miembros de los Dracos de Fuego que había perdido no hacía mucho en las misiones a bordo de la Proteica y en Sepulcro 4. Habían sido muertes lamentables, pero al menos habían sido limpias, muertes dignas de un guerrero.
Tsu’gan atravesó la oscuridad con su lámpara y vio una espasmódica silueta encerrada en su último acto de agonía antes de expirar.
Había tanta sangre y restos humanos que parecía un osario, una carnicería. Había carne desgarrada por todas partes. Tsu’gan opinaba que los humanos eran débiles, tanto física como mentalmente. No le sorprendía que los eldars oscuros les hubiesen matado tan fácilmente.
Sin duda, sus hermanos nacidos del fuego habían entregado sus propias vidas protegiéndolos, o eso parecía a juzgar por las posiciones de los muertos. Pero que los degradasen así, que los sometiesen a una mutilación tan atroz y tan sádica… Su combibólter empezó a temblar en su puño cerrado con ira canalizada.
—Se alimentan del dolor y del sufrimiento —dijo una suave voz tras él.
Tsu’gan se volvió a medias. Ni siquiera había oído acercarse a Vulkan He’stan. El padre forjador parecía melancólico, como aquejado de un extraño moquillo. Era evidente que le apenaba ver aquella destrucción gratuita infligida por el viejo enemigo.
—¿Que se alimentan? —preguntó Tsu’gan en un medio susurro, contemplando la escena con otros ojos.
¿Había un método en aquella locura? Había dado por hecho que se trataba de salvajismo alienígena, nada más.
—Tsu’gan, sus almas —dijo He’stan— están muriendo. —Formó un puño y lentamente empezó a soltarlo—. Imagina que tengo una bola de arena aquí, en mí guantelete. Sus almas son la arena, y mi puño está demasiado suelto como para contenerlas. Poco a poco, conforme los granos van escapando hacia el olvido, las almas de los espectros del crepúsculo también se disipan y desaparecen. Sólo sometiendo a los demás al sufrimiento pueden impedir su propia destrucción y evitar ser devorados por los poderes ruinosos.
Tsu’gan escuchaba embelesado. No ignoraba que los Salamandras sabían mucho sobre los eldars oscuros, que como sus ancestrales enemigos, los primitivos chamanes nocturnanos habían aprendido bastante sobre ellos. Al llegar a aquel mundo, el primarca Vulkan había dedicado una inmensa cantidad de horas de estudio a entender la naturaleza de los espectros del crepúsculo, pero aquélla era la primera vez que Tsu’gan había oído algo al respecto relatado con tanta franqueza y con tanta autoridad.
—¿Te refieres a la disformidad?
He’stan asintió.
—Mira a tu alrededor, hermano, y dime si esto no te parece un acto del Caos, o al menos en reacción a su amenaza.
—Signos vitales en el interior del bastión —les interrumpió la voz de Daedicus, que estaba leyendo un auspex en su mano izquierda—. Son distantes pero numerosos —añadió.
Praetor observó de nuevo la posición del nacido del fuego ahora cubierto. Vio que le habían arrancado la cabeza después. Allí era donde el cuerpo había aterrizado cuando su compañero había caído.
—Intentaron librar una batalla final en esta sala —empezó.
—Pero cuando eso falló, se retiraron —terminó He’stan por él, avanzando hacia Praetor.
Ahora, todos los guerreros de los Dracos de Fuego estaban reunidos alrededor de su sargento veterano.
—Esa fuerza estaba formada por veinte astartes —añadió Tsu’gan, y sus gestos agitados delataban su ira—. Quince de nuestros hermanos, nuestro señor capellán incluido, no fueron tan fáciles de vencer.
Los ojos de Halknarr centellearon tras su casco de combate.
—Siguen luchando.
—¿Qué sucede, hermano sargento? —preguntó He’stan. Estaba mirando directamente a Praetor.
—¿Por qué me siento como un sauroch bajo la mirada del cazador?
Halknarr dio un paso adelante para enfatizar su determinación.
—Haya lo que haya tras esas puertas, estaremos preparados para ello, Herculon.
Praetor observaba ahora las puertas. Eran gruesas y estaban cubiertas de barras de refuerzo de plastiacero. Era necesario un mecanismo operado por un servidor o un trabajador y situado en una pequeña cabina de control en lo alto para abrirlas.
Tales cosas no eran un impedimento para los astartes, y desde luego no para unos con la determinación y la fuerza de Herculon Praetor. El sargento veterano era tan pragmático como cualquier salamandra. Con recelos o sin ellos, no sabrían lo que le había sucedido a Elysius hasta que no se adentrasen más en el bastión. Levantó su martillo de trueno y abrió las puertas de un solo golpe.
—¿Mi señor? —preguntó, volviéndose hacia He’stan.
Ante ellos surgía la penumbra del bastión interior.
—Ve delante —dijo el padre forjador con un nuevo brillo de fuego en los ojos. La ira había desaparecido; ahora la venganza rugía en sus rojas órbitas—. Encontremos a nuestros hermanos y a los xenos que osaron Llevárselos.