I
LA CAÍDA DEL DRAGÓN
Desde la escotilla auxiliar abierta del compartimento para soldados de la cañonera, Praetor contemplaba una matanza. Los espectros del crepúsculo le daban mil vueltas al cordón de defensa de la Guardia, que disparaba aquí y allá hasta que fue casi totalmente ineficaz. Estaba asombrado ante su disciplina. Habían sufrido un tremendo número de bajas, pero todavía mantenían la formación. Aunque la disciplina no iba a salvarlos.
Las brujas vestidas con prendas de cuero seguían atravesando las filas de la Guardia, rebanando y chillando. Aprovechaban el humo y la bruma de los procesadores para ocultar sus ataques, saltando hacia el abismal vapor y emergiendo sólo, para matar antes de desaparecer de nuevo. En los extremos de las formaciones que se iban fragmentando lentamente, los guerreros en esquifes, motocicletas y patines gravíticos apretaron la soga. Desde dentro, sus líneas de fuego se vieron socavadas por unos asesinos semidesnudos.
A través de la pantalla retiniana, Praetor lo veía todo. El vapor y el humo no suponían ninguna barrera. Le indignaba presenciar una masacre tan gratuita. También vio la nave con proa de cuchilla, parecida a los otros esquifes más pequeños. Un transporte de mando. No cabía duda. Praetor conocía bien aquella amenaza de los eldars oscuros. El Capítulo de los Salamandras era versado en lo que a su depravación se refería. También conocía sus secretos, al menos algunos de ellos, de la maldición que poseían y la enfermedad que les azotaba desde el principio de los tiempos.
Pocos en el capítulo sabían mucho sobre aquello; Praetor era uno de ellos. Los conocimientos de He’stan sobre los espectros del crepúsculo eran inigualables, incluso para el propio señor del capítulo.
De pie junto a él, el lenguaje corporal del padre forjador era difícil de interpretar. Tras él, diecinueve dracos de fuego más se habían desabrochado los arneses gravíticos y estaban sujetos magnéticamente al suelo, listos para el despliegue. El patrón del asalto se denominaba «caída del dragón». Había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían intentado llevarlo a cabo.
Praetor habló por el comunicador de su gorjal, conectado con el piloto de la Implacable.
—Acércanos más, hermano.
Una afirmación cortada llegó desde el puente de mando. Ya habían atraído la atención de algunos enemigos. Una lanza de oscura energía atravesó el casco, y la pantalla retiniana de Praetor se inundó de señales de advertencia. Él hizo caso omiso de ellas, concentrado en el campo de batalla inferior.
—Más cerca —repitió, y la cañonera descendió otros cinco metros.
El viento penetraba en el compartimento con la velocidad del descenso, pero los Dracos de Fuego no se movieron. Permanecieron inmóviles, y sólo el brillo de sus ojos proporcionaba alguna pista de que sus servoarmaduras estuviesen ocupadas.
—Debéis atacar con celeridad, romper los eslabones de la cadena y liberar a esos hombres de su cautiverio —dijo He’stan.
Praetor sonrió. Sólo el padre forjador podía hablar de ese modo. Sonaba antiguo, cargado de gravedad y de importancia. Incluso sus palabras y su actitud eran impresionantes.
—¿Y tú, mi señor? —respondió el sargento veterano.
He’stan no se volvió; tenía la mirada fija en la batalla que se estaba librando más abajo. Ya estaba analizando, prediciendo e ideando una estrategia.
—Yo buscaré la cabeza de la serpiente —respondió—, y se la cortaré.
Praetor sintió que He’stan se ponía tenso a su lado, que había doblado ligeramente las rodillas.
—Ya tenéis las instrucciones de vuestra misión —dijo el sargento veterano rápidamente por el comunicador—. Destrozad ese cordón, hermanos. Rescatad a esos hombres.
A diecisiete metros del suelo, se dio la vuelta hacia los demás.
—¡En el nombre de Vulkan! —rugió.
Junto a él, He’stan saltó del compartimento hacia la luz rojo sangre. Unos segundos después, Praetor le siguió.
El aire pasaba a toda velocidad como un borrón; las luces de advertencia de colisión parpadeaban en ámbar en la pantalla táctica de Praetor. Unos metros por debajo, He’stan había formado una flecha con su cuerpo. Sostenía la lanza por delante de él y tenía el Guantelete de la Forja pegado a su pecho para adoptar una forma lo más aerodinámica posible. Llegó al suelo menos de cinco segundos antes que Praetor, pero el sargento veterano se quedó asombrado al ver la carnicería que llevó a cabo en ese corto espacio de tiempo. Un golpe de la Lanza de Vulkan partió un esquife por la mitad; sus extremos bifurcados se separaron el uno del otro como un barco que se hunde con el lomo partido. El fuego y la metralla de la explosión del motor lanzó los cadáveres destrozados de los eldars por los aires. He’stan también se vio envuelto en la deflagración, pero apenas se movió y las columnas de humo formaban volutas alrededor de su armadura. Después, liberó el Guantelete de la Forja y los pocos supervivientes del estallido ardieron.
Praetor perdió al padre forjador de vista al llegar al suelo de pie, blandiendo su martillo de trueno sobre su cabeza como un dios descendiente.
—¡Somos el martillo! —bramó al mismo tiempo que descendía la cabeza del arma mientras aterrizaba.
Una bestial onda expansiva atravesó el suelo alrededor del punto de impacto y derribó a los guerreros eldars oscuros que había en el área. Dirigiendo con el hombro, Praetor mantuvo el impulso. Una bruja chillona embistió con un afilado tridente en dirección a su rostro. Él lo esquivó con su escudo de tormenta. No llegó a darle con el martillo de trueno, pero le aplastó la cara con el jefe draco de su escudo. A otra la aplastó con el impulso del golpe. A una tercera la aniquiló con un impacto del mango del martillo. Incluso sin su armadura Terminator era un guerrero bestial. Predicando con el ejemplo; así era la tradición prometeana. Praetor era tan despiadado como un volcán, tan implacable como una avalancha.
El constante fuego de bólter inundaba el aire cargado de chillidos. Los proyectiles rebasaban al sargento veterano mientras éste dirigía el ataque, haciendo estallar a los frágiles xenos en sangrientas erupciones. La sangre y las vísceras cubrieron su servoarmadura, pero Praetor no se dejó intimidar. Estaba decidido a llegar al extremo del círculo y a atravesarlo.
Según el plan de batalla, las dos escuadras de Dracos de Fuego se habían dividido en cuatro grupos de cinco guerreros cada uno para enfrentarse a un aspecto del cordón de muerte de los eldars oscuros. Al aterrizar, Praetor partió con su escuadra, con el padre forjador por delante y luchando por doquier. Halknarr y cuatro de sus guerreros se dirigieron al norte, designado como punto de Asalto Lanza. Praetor se dirigió al este, el punto de Asalto Martillo.
Daedicus y otro draco de fuego llamado Mek’tar, ambos actuando como líderes de la escuadra de hecho, llegaron unos segundos después, cuando la Implacable se hubo reposicionado en el arco opuesto del círculo. Ellos se encargaron del Yunque y la Llama, respectivamente.
Acostumbrados a luchar contra fuerzas con peores tácticas e inferiores en número, los eldars oscuros se tambalearon ante la sorpresa y las tácticas empleadas por los Dracos de Fuego. En unos momentos habían golpeado a los elementos más fuertes de la fuerza xenos y habían logrado atravesar el círculo que rodeaba a los Diablos Nocturnos. Poco a poco fueron desmantelando a los asaltantes.
—¡Aplastadlos contra el yunque, hermanos!
Praetor estaba recuperando parte de su antigua rimbombancia. Le aplastó el cráneo a un enemigo que estaba luchando por levantarse de los restos de su patín gravítico. Con una pisada de su bota blindada redujo a pulpa su frágil caja torácica. Un alarido de perverso placer escapó de los labios de aquella desgraciada criatura antes de morir. Praetor frunció el ceño bajo el rugiente semblante de su casco de combate.
—Estas criaturas me producen repulsión.
Fue Halknarr quien respondió.
—Entonces aplastémoslas de prisa, hermano, y busquemos a nuestro capellán.
Mientras mataba, Praetor revisaba los datos que descendían por su pantalla retiniana. El Capitolio de las Regiones de Hierro estaba cerca. Algunos elementos de los Diablos Nocturnos estaban batallando a su alrededor tras haber abandonado posiciones más avanzadas cuando los xenos los habían obligado a retirarse.
Tenían que galvanizar a la Guardia, formar una unidad y guiarlos para seguir adelante. Una vez que los Dracos de Fuego hubiesen logrado eso, podrían penetrar en el Capitolio y descubrir cuál había sido el destino de Elysius y el del sello.
Lo único que importaba era el sello.
En la distancia, la escuadra de combate de Mek’tar llegó a tierra. Praetor continuó avanzando.
El padre forjador ya iba por delante de ellos. Sin embargo, una de sus escuadras parecía estar manteniendo el paso.
Tsu’gan se deleitaba con la guerra. Había librado batallas antes, muchas de ellas. La sangre que había derramado en nombre del Emperador y en nombre del primarca podría teñir de rojo el desierto de Pira, o eso había pensado siempre. La muerte le había atormentado en sueños, y ahora lo hacía también estando despierto; sólo cuando sometía a sus enemigos a ella se encontraba en paz. Pero eso era diferente. Los Dracos de Fuego luchaban como avatares de la muerte. Aunque eran estoicos e implacables como cualquier salamandra, luchaban con tal… fuego. Desprovistos de su armadura Terminator en esa misión, avanzaban con un dinamismo y una determinación que iba en contra de su herencia nocturniana.
Una lengua de fuego salió despedida desde el flanco de Tsu’gan. Su expresión de ira se transformó en una feroz sonrisa al ver cómo los xenos ardían en ella.
El hermano Vo’kar no se disculpó mientras seguía avanzando y se volvía para enviar otro estallido de promethium sobrecalentado contra las filas de los eldars oscuros.
Acelerando el paso, Tsu’gan lo adelantó. El padre forjador se encontraba justo delante, en plena acción. Estaba decidido a permanecer tras los talones de aquel gran guerrero. Tenía algo, su espíritu o su inescrutable presencia, que apaciguaba la oscuridad del alma de Tsu’gan. Ante sí veía más que a un héroe reduciendo y calcinando a aquella escoria xenos; veía la posibilidad de salvación.
Densas ráfagas de vapor de los factorums de las plantas de procesamiento del metal envolvían ahora el campo de batalla. La sangre vaporizada de los guardias desangrados se mezclaba con el pesado polvo del metal y llenaba el aire de un hedor a cobre. Filtrando las interferencias a través de la pantalla retiniana, Tsu’gan encontró a He’stan.
Tenía a un eldar oscuro ensartado en su lanza y lo elevó por los aires antes de convertirlo en cenizas con su guantelete. Cuando las cenizas del cadáver todavía estaban siendo arrastradas por la brisa, He’stan embistió con el mango y decapitó a una bruja chillona con el filo. Al llegar a su lado, Tsu’gan hizo trizas el cuerpo sin cabeza con su espada sierra antes de aniquilar a otro con su bólter.
Se acercaban más eldars oscuros. Venían por los lados, filtrándose por las irregulares filas de los Diablos Nocturnos sin problemas y acercándose a la amenaza real: los Marines Espaciales que había entre ellos. Tsu’gan se perdió el enfrentamiento por los pelos mientras que Praetor y los demás se vieron envueltos en una marea de bestias mutantes y de guerreros eldars oscuros que ahora corrían galopantemente por el terreno.
—¡Quedaos con él! —se apresuró a decir Praetor a través del comunicador.
Tsu’gan lanzó un estallido con su combibólter y destrozó a una bruja antes de cambiar al lanzallamas e incinerar a una horda de farfullantes mutantes.
—No tenía ninguna intención de dejar que He’stan luchara solo.
—¡Esta morralla no es nada! —gritó.
—Domina tu ira, Tsu’gan —dijo He’stan, permitiendo que el draco de fuego se acercase a su flanco izquierdo—. Úsala.
En su día, otro draco de fuego le había dicho algo similar. Gathimu. Pero aquel guerrero había muerto hacía mucho tiempo. Tsu’gan usó su ira para abatir el repentino pesar que sintió en su interior.
—¡Pero ya están huyendo, mi señor!
Tsu’gan tenía razón. Los motoristas y los enemigos montados sobre los patines se estaban alejando de la lucha, dejando que la carne de cañón se llevase la peor parte. Una figura distante que se acercaba les instaba a regresar desde la parte trasera de su esquife, pero los xenos sólo se reían y se burlaban.
—Perros sin honor —masculló He’stan. Tenía la mirada fija en algo que había por delante, algo entre la niebla que Tsu’gan no podía ver.
Continuaron avanzando a través de una repentina ola de guerreros eldars oscuros que se habían desviado tras la matanza de los Diablos Nocturnos, supuestamente bajo las órdenes de su lejano comandante. He’stan abrió un sangriento camino a través de ellos, con la intención de llegar al esquife y al líder de los asaltantes. Dos brujas guerreras se acercaron por ambos lados con las hojas reluciendo como la luz del sol. El padre forjador agarró una en su puño acorazado y partió la otra con un golpe de su lanza.
Juntos atravesaron a los guerreros. La breve lucha terminó cuando Tsu’gan acabó con las aturdidas brujas con un par de estallidos de bólter.
—Cerrad las fauces del dragón —dijo He’stan por el comunicador—. Tengo a la serpiente a la vista.
Tres runas de mando parpadearon en la pantalla retiniana de Tsu’gan como confirmación de los líderes de escuadra. Los iconos representaban las posiciones de sus hermanos en el campo, que empezaban a acercarse.
Los dos salamandras estaban ahora en pleno alboroto. Grupos aislados de guardias seguían aguantando, y se retiraban adoptando una formación en círculo, con los rifles infernales en mano escupiendo fuego láser. Allá donde podía, He’stan arrastraba a los humanos fuera del peligro, o intercedía allí donde un estallido podría haber matado a uno. No dejaba de avanzar, y Tsu’gan estaba maravillado al ver cómo equilibraba la matanza de los enemigos y la salvación de la vida de esos hombres con tanta habilidad.
Deslizándose rápidamente a través del caliente miasma de vapor y atravesando el aire con su afilada proa, el esquife de mando pronto estuvo sobre ellos. Planeaba a unos pocos metros de distancia, y los cohortes del líder se prepararon para saltar de sus espinosos flancos y atacar. Tsu’gan calculó que habría unos veinte guerreros a bordo: la mayoría eran simples soldados, acompañados de una única y alta bruja que llevaba una extraña máscara. La hembra portaba un par de dagas ensangrentadas en sus muslos.
Tras cañones de boca larga y oscuro e irregular metal componían el arco frontal del esquife de mando. Con un chillido en dialecto xenos, el líder ordenó que apuntasen a He’stan.
El padre forjador no esperó a la salva. Arrojó la lanza con toda la elegancia y la gracia de un supremo atleta, y abrió un agujero en el motor del esquife. El humo y el fuego emergieron del vehículo, que empezó a perder altura al instante, e impidieron apuntar a los artilleros, que se agarraban a los rieles de sus estaciones desesperadamente.
Rápidamente le siguió una explosión que arrugó el largo cuerpo insectoide del esquife, arrancando sus plataformas de montaje, convirtiéndolas en retorcido metal y lanzando a sus pasajeros hacia el cielo. El vehículo cayó en picado, con el frágil casco envuelto en llamas, y se estrelló de morro contra la rojiza tierra mientras una segunda explosión convertía en chatarra lo que quedaba de él.
Tsu’gan siguió a una silueta mientras ésta saltaba desde la parte posterior del esquife siniestrado. Por un momento, la perdió entre las olas de vapor, pero después lo vio aterrizar a unos pocos metros de los restos sobre una rodilla y con la cabeza inclinada.
El líder de los eldars oscuros había evitado el estallido, al igual que su concubina. Tsu’gan ni siquiera la había visto escapar, pero allí estaba, de pie junto a él.
Dos contra dos. Xenos contra astartes.
Tsu’gan accionó la espada sierra. Las cosas estaban a punto de ponerse turbias.
He’stan ya estaba corriendo hacia ellos, centrado en el líder, listo para aplastar a la criatura con el guantelete.
El líder se levantó con agilidad, como una suave sombra, y corrió a enfrentarse con él. Una guja a dos manos que crepitaba con oscuras energías apareció entre sus dedos, que antes parecían desarmados. La larga melena de pelo que fluía desde debajo de su sonriente casco de combate se mecía con la brisa y mordía como airadas víboras.
He’stan falló su primera embestida.
El xenos se apartó a un lado de un modo casi imposible y le lanzó al padre forjador un golpe en el antebrazo. Sin la lanza se encontraba en una desventaja que el eldar oscuro supo aprovechar dando estocadas certeras con su pica.
Tsu’gan llegó hasta los duelistas y arremetió contra la bruja con un golpe de la espada sierra. Vestida con tiras de cuero y placas de metal, gran parte de su cuerpo se encontraba expuesto. Estaba más musculada que el macho, pero se movía con la gracia de una bailarina. Esquivó el ataque con audaz facilidad antes de escapar del segundo golpe de Tsu’gan. Entonces, sucedió algo muy extraño. La hembra le lanzó al líder una lasciva mirada, arrugó los labios como en una especie de beso burlón y huyó.
De repente, el dos contra dos se había convertido en un dos contra uno.
Obviamente, al líder no le gustaron sus probabilidades y retrocedió, pero no tenía escapatoria.
Como los nómadas del desierto arreando a un recalcitrante sauroch, Tsu’gan y He’stan rodearon al eldar oscuro y se aproximaron a él. A pesar de su suprema acrobacia, al xenos le costaba respirar a causa del esfuerzo.
—Estás condenado, alienígena —le dijo Tsu’gan, acercándose a él con cautela—. Ríndete ahora, y haré que sea rápido.
Mirando la pantalla retiniana, Tsu’gan vio que sus hermanos todavía estaban batallando contra el resto de la horda. Sólo él luchaba con el padre forjador. Una ola de orgullo le invadió y anheló asestar el golpe final con He’stan.
Los dos salamandras se encontraban a menos de tres metros de distancia cuando el eldar oscuro se inclinó y una extraña sensación se apoderó de Tsu’gan. Era como si alguien le estuviese chupando todo el aire del cuerpo, sólo que no era aire lo que estaba perdiendo.
Cuando el xenos volvió a enderezarse, tenía una especie de espejo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. Con la otra seguía agarrando la guja, aunque en vertical y plantada en el suelo como un estandarte.
Al intentar avanzar, las piernas de Tsu’gan flaquearon. Le faltaban las fuerzas y todo le daba vueltas. Se sentía cada vez más y más débil delante de aquel espejo. Su rostro acorazado se reflejaba en él, y la ardiente luz de sus ojos se redujo a unas moribundas ascuas.
—¿Qué…? —fue todo lo que logró decir mientras su espada sierra y su bólter se le caían de las manos y él hincaba una de sus rodillas agarrándose el pecho.
—Ármate de valor —rugió He’stan, aunque el esfuerzo en su voz era muy claro.
¿Era brujería disforme? Aquel xenos no tenía el porte de un psíquico… La mente de Tsu’gan no paraba de dar vueltas mientras intentaba aferrarse a algo tan incorpóreo como el humo que emanaba de su cuerpo.
Hertan dio un paso adelante, y entonces él también cayó sobre una de sus rodillas. Después levantó el Guantelete de la Forja, con los dedos cerrados.
Una risa aguda y cruel emergió desde debajo del casco del eldar oscuro.
—El exceso de confianza —gruñó He’stan a través de su irregular aliento— será tu perdición. Te he prometido una muerte limpia si te rendías. Ahora vas a sufrir.
Una brillante columna de fuego salió disparada del guantelete. El sonriente xenos vio el peligro demasiado tarde y no logró esquivar la conflagración que lo engulló. El espejo se hizo pedazos con el calor. Tsu’gan sintió que recuperaba de inmediato la vitalidad. Mientras se levantaba vio que He’stan ya estaba totalmente recuperado y de pie. Agarró la lanza de donde estaba incrustada en el suelo y atravesó con ella el torso en llamas del oscuro eldar. Con un gruñido la extrajo de nuevo, y el xenos cayó al suelo. La sangre manaba de sus carbonizados restos.
—¿Qué era ese…, artefacto? —preguntó Tsu’gan, frotándose todavía el pecho pero casi recuperado—. Sentía como si una parte de mí estuviese sangrando en el cristal.
—Y así era —respondió He’stan sin más—. Si hubieses estado mucho más tiempo, ahora no serías más que una carcasa a mi lado, no un nacido del fuego.
—¿Era la disformidad?
A su alrededor, la batalla iba cesando paulatinamente. Con la muerte o la huida de los líderes, los eldars oscuros estaban acabados. El círculo se había roto, y la mayor parte de los guerreros huían; los demás o estaban muertos o pronto lo estarían a manos de los alborozados soldados de los Diablos Nocturnos.
—No era la disformidad, hermano —le dijo He’stan.
Después agarró a Tsu’gan del hombro y miró en las lentes de su casco de combate, donde sus ojos brillaban de nuevo. Lo mantuvo así durante varios segundos antes de soltarlo de nuevo; en ese tiempo, Tsu’gan sintió que recuperaba la determinación.
—Estás entero —añadió He’stan—. Lo que el enemigo ha utilizado contra nosotros era un espejo telaraña, ciencia antigua, no era ningún tipo de brujería. Era tu alma lo que estaba absorbiendo, Tsu’gan.
Tsu’gan sabía que los eldars oscuros, como todas las razas xenos, poseían infernales tecnologías que utilizaban para llevar a cabo sus guerras y someter a los hombres bajo su yugo, pero ¿aquello? ¿Robarle a alguien el alma? Un escalofrío de lo más parecido al miedo que un salamandra pudiese sentir recorrió su espalda.
No había tiempo para seguir hablando. Praetor y los demás habían llegado hasta ellos. El sargento veterano tenía un profundo corte en la sien derecha de su casco de combate, pero no parecía grave. Como esperaban, no habían sufrido bajas.
—La cadena se ha roto, y los xenos han huido entre la neblina —declaró Halknarr de manera un tanto innecesaria. La presencia del padre forjador estaba afectando a su comportamiento.
—Sí, pero volverán —dijo Praetor—. Deberíamos dirigirnos al Capitolio a toda velocidad. Sabe Vulkan cuál será en estos momentos el destino de Elysius.
—Y el destino de nuestros hermanos de batalla —susurró Tsu’gan con voz apagada.
Tenía sus pensamientos puestos en Iagon. Todavía recordaba el dolor en los ojos de su hermano cuando le había contado lo de su ascenso y que no iba a acompañarle. Se iba a arrepentir de haber dejado a Iagon atrás, pero ¿qué otra opción tenía? Iagon no se lo había tomado bien.
Su actitud había sido tranquila y contenida, pero Tsu’gan sabía interpretar el estado de ánimo del salamandra. Iagon se había sentido traicionado.
A través de la niebla, que se disipaba lentamente, una pequeña partida de hombres se acercó a los Salamandras. Parecían temerosos de los inmensos guerreros, que se volvieron todos a la vez para mirar al grupo de mando de los Diablos Nocturnos. La postura y el porte de los Marines Espaciales era, involuntaria pero inevitablemente, intimidante.
Sólo uno de los hombres, un general de aspecto brusco que lucía su negro y gris uniforme con tanto orgullo como los nacidos del fuego su servoarmadura, parecía no sentirse amedrentado.
—General Slayte —dijo el hombre, presentándose y haciendo un breve saludo.
Su ropa había sufrido el maltrato de la batalla. Su chaqueta de oficial y su gorra estaban cubiertas de manchas de sangre. En parte era suya. El bólter en su funda era una reliquia, pero había sido usado muchas veces. Tenían ante sí a un hombre de guerra, no a un soldadito cualquiera más preocupado de pulir sus medallas que de luchar en una campaña.
Praetor sintió aprecio por él de inmediato.
—Hermano sargento Praetor —respondió, extendiendo su mano cubierta por el guantelete.
El general la aceptó, a pesar de que ésa empequeñecía la suya propia, y se quitó la gorra para finalizar el saludo.
—Estamos en deuda con vosotros, astartes —dijo, secándose la frente con una manga manchada de sangre. Después, dirigió la mirada a Haiknarr—. Y yo personalmente estoy en deuda contigo, mi señor.
Halknarr apenas asintió, fingiendo un aire de frío desdén en presencia del comandante humano.
—¿Cuál es el estado de tu fuerza, general? —preguntó Praetor, realizando una rudimentaria inspección visual de los soldados que se reunían lentamente en formación siguiendo las órdenes que gritaban sus sargentos.
Slayte centró de nuevo su atención en Praetor.
—Mi comisario ha muerto. He perdido a un comandante y a dos cabos. Yo he sobrevivido gracias a la intervención del Emperador y calculo que sólo unos doscientos cincuenta hombres de mi grupo de batalla de quinientos siguen con vida. Y de ésos, cerca de unos cien están heridos. En resumen, mi señor, no estamos en muy buenas condiciones.
Praetor intercambió una mirada con Halknarr. El otro sargento se había quitado el casco de combate para saborear mejor el calor en el ambiente. Tenía los ojos encapuchados, pero severos. Su mirada indicaba a Praetor que no podían permitirse el lujo de dejar a los rezagados. Pero sin la escolta de los Dracos de Fuego, los hombres de Slayte podrían ser víctimas de otra emboscada. Y en su actual condición, seguramente acabarían masacrados. No podían dejar que eso sucediese.
—Vendréis con nosotros hasta que podáis reuniros con el resto de vuestras fuerzas —decidió Praetor.
Buscó a He’stan en la multitud para obtener su silenciosa aprobación, pero el padre forjador había desaparecido, al igual que Tsu’gan.
—Pero avanzaremos de prisa. Seguid con nosotros, o quedaos atrás. No hemos venido como liberadores, general —añadió—. Las Regiones de Hierro tendrán que buscarse su propia protección.
El general Slayte sonrió, exponiendo sus dientes ensangrentados.
—Llevadme con el resto de mis hombres y yo me ocuparé de eso. Habéis hecho la parte más difícil; nosotros podemos hacer el resto.
Tsu’gan se reunió con He’stan a unos pocos metros de donde sus hermanos se habían agrupado. Tenía la mirada fija en la distancia, en el imponente espectro del bastión; su mente también estaba centrada en él.
—¿Qué sucede, mi señor? —preguntó Tsu’gan.
—Algo va mal —respondió He’stan, con la luz del sol de Geviox bañando su armadura de un horrible y visceral rojo—. Algo va muy mal.
—¿Se trata del capellán Elysius?
—Es algo más que eso, Tsu’gan.
—¿Está…? ¿Está muerto?
Era una pregunta imposible. He’stan no podía conocer el destino de Elysius, pero Tsu’gan la formuló de todos modos. Algo importante le estaba pasando al padre forjador, un conocimiento, una sensación que no era presciencia, pero que era más intensa que un mero instinto.
—No lo sé —respondió He’stan, mirándole—, pero creo que ni siquiera está aquí.