II
¿QUE SERÁ DE LOS HÉROES…?
—¡Retiraos! ¡Retiraos con orden, por el Trono!
El comunicador se apagó en manos del general Slayte. Presionando con los labios secos el auricular estaba a punto de hablar de nuevo, pero la única respuesta que hubiera recibido habría sido el frío ruido estático.
—Abre un canal con el comandante Guivan —dijo al sargento Colmm, su ayudante y auxiliar de comunicaciones, en un susurro sin aliento—. Dile que tiene una orden de campo. El coronel Hadrian ha muerto.
—Y con él, todo el batallón de la 83.ª Compañía —dijo una insidiosa voz desde las sombras con un tono que implicaba más que una mera acusación.
Secándose el sudor de su arrugada frente, el general se volvió hacía el que hablaba.
—Si tienes algo inspirador que compartir con nosotros, Krakvarr, creo que éste es el momento.
El comisario se inclinó hacia adelante, con un cilindro de tabaco echando humo entre sus delgados dedos.
—Sólo que deberíamos avanzar y aplastar a esa basura alienígena con nuestras botas. Ceder sólo hará que esos chacales vengan a por nosotros con más fuerza. Ya tienen nuestra esencia.
El general Slayte frunció el ceño y mostró los dientes antes de volverse a su personal de mando. Un grupo de auxiliares, oficiales y sabios tácticos estaban apiñados sobre una pantalla hololítica trazando los movimientos del regimiento de los Diablos Nocturnos y determinando los lugares donde el enemigo había sido visto con relación a ellos.
El escenario interpretado en un granuloso ámbar, que parpadeaba con cada percusiva detonación que se sentía a través de los muros de ferrocemento del búnker, era un irregular desastre. Los xenos habían enviado y retirado sus fuerzas en una multitud de direcciones; primero, dividiendo y, después, masacrando. Pequeños grupos, los pelotones aislados de escuadras rezagadas, fueron los primeros en ser despachados. El débil caía ante el fuerte; así era. Luego, los grupos de batalla más grandes fueron atacados mediante una emboscada o lentamente aniquilados mediante ataques relámpago cuando estaban en el campamento o durante la noche. El miedo se contagiaba entre el regimiento con virulencia, y todos los hombres, incluido Krakvarr, mostraban síntomas.
El general Amadeus Slayte era un hombre orgulloso y un buen comandante. Sus medallas y laureles hacían pesado su uniforme, nunca más que en aquel momento.
Reconvenido a la retaguardia por los astartes, dirigiendo las columnas de refugiados y protegiendo puntos ya ganados, Slayte se alegró en secreto de recibir la orden del comandante Agatone de regresar al frente. Pero su alegría se transformó en consternación al enterarse de la desaparición del capellán Elysius.
En plena batalla en los Estrechos de Ferron, los Salamandras no podían intervenir. Todavía no. Los Diablos Nocturnos respondieron a la llamada. A una rápida reunión le siguió una lenta pero decidida marcha al extremo de las Regiones de Hierro, y los hombres estaban ansiosos de luchar y de morir por el Emperador.
Y eso fue lo que hicieron, de muy buena gana.
Slayte creía que, con los soldados y los vehículos blindados a su disposición, avanzar hacia el Capitolio debería haber sido relativamente fácil y directo. Después de todo, aquellos xenos, los espectros del crepúsculo, como los llamaban los astartes, eran carroñeros.
Recordaba la calma antes de los gritos. Era una tenebrosa nana que lo transportaba a lugares de pesadilla las pocas veces que consiguió quedarse dormido en las semanas siguientes. Los elementos de avanzada fueron los primeros en ser atacados, aparentemente desde todas las direcciones.
Un zumbido como de insecto anunciaba un ataque desde planeadores, esquifes y motos planeadoras. Unas brujas guerreras semidesnudas se lanzaban desde lo alto, y segaban cabezas con sus gujas y sus ganchos. Criaturas de piel gélida del color del alabastro, extrañas incluso entre los xenos, se materializaban desde el aire y se disponían a masacrar con relucientes y afilados cuchillos. Los que pasaban por soldados de la línea, con su segmentada armadura recortada y ensangrentada, lanzaban silbantes dardos encendidos contra las filas imperiales. Mirando de reojo su armadura caparazón, Slayte vio los restos de esquirlas que todavía llevaba incrustados en la sección del torso y del hombro. Su ayudante principal, Nokk, había muerto destrozado en lugar del general. Y no era el único.
La carretera que llevaba hasta las Regiones de Hierro se había vuelto roja de sangre, y sus accidentados yacimientos metalíferos estaban también empapados de ésta.
Espectros del crepúsculo, los habían llamado los Salamandras, enemigos de una era pasada. Slayte los conocía como los eldars oscuros. Los conocía como pesadillas encarnadas.
En su búnker de mando, una prefabricada estructura de ferrocemento y de tela de cuero, su personal de mando estudiaba minuciosamente los planes de batalla mientras él intentaba ponerse en contacto con sus comandantes en el campo. Hasta ahora, la única táctica que había funcionado había sido una paulatina retirada hasta la frontera de las Regiones de Hierro. O al menos había funcionado en un principio. Ahora los xenos habían olido la sangre y tenían un apetito que saciar.
—Su estrategia es mejor —sugirió el comandante Schaeffen de manera redundante.
Estaba mordiendo una pipa apagada, una costumbre que había adquirido desde que se había quedado sin tabaco.
—Nos están rodeando lentamente, comandante… —respondió Slayte con tono alarmante, dejando a un lado el auricular y recogiendo su maltratada armadura.
Pensó de nuevo en intentar sacar las esquirlas, pero eran terriblemente afiladas. Colmm lo había intentado con un par de alicates, pero sólo había conseguido destrozar sus herramientas.
—¿Qué estás haciendo, general? —preguntó Krakvarr desde las sombras. Slayte se encogió de hombros en su armadura caparazón mientras se abrochaba las correas y Colmm le colocaba las hombreras.
—Voy a salir. No voy a esconderme en este búnker y a esperar a que vengan a por nosotros. Ya se acercan. Vayamos a recibirlos.
Krakvarr asintió y cogió su pistola bólter y su casco.
—Estamos haciendo el trabajo del Emperador, Amadeus.
—No, son los actos de unos locos, pero ¿qué otra opción tenemos?
—«Sólo en la muerte termina el deber» —dijo el comisario, tomando prestada la frase del Tactica Imperium.
—Armas y botas, hombres —dijo Slayte al personal de mando—. Dejad los mapas. Ya no los necesitaremos.
Una extraña y fatalista determinación se apoderó del búnker de mando mientras el familiar zumbido empezaba a oírse en la distancia. Fuera de aquellas paredes de ferrocemento sería mucho más fuerte.
En el patio de reunión, al otro lado, el pelotón de las tropas de asalto de Slayte le esperaba. Tres tanques Chimera acorazados, con sus artilleros aguardando ociosamente en sus puestos, transportarían al general y a sus hombres.
—Sargento Colmm —dijo Slayte mientras salía del búnker para ver un cielo tan visceral como la sangre recién derramada. Irregulares siluetas, como espadas desenvainadas, descendían hacia ellos atravesándolo—. Contacte con los demás comandantes. Que se reúnan en nuestra posición. Ataque frontal.
—¿Suicidio o gloria, general? —aventuró Schaeffen con la pipa apagada, subiendo y bajando entre sus sonrientes labios.
—Creo que suicidio, comandante —respondió Slayte—. Hemos subestimado demasiado a nuestro enemigo. Ni siquiera los Ángeles del Emperador pueden contenerlo. No están buscando carroña ni llevando a cabo un asalto.
—¿Qué pretenden, entonces? —preguntó Krakvarr justo antes de subir por la rampa de embarque a la segunda Chimera.
—¡Ojalá lo supiera, comisario! ¡Ojalá lo supiera!
Slayte desapareció en el compartimento para soldados seguido de su personal de mando. La rampa se cerró, y el último pelotón de los Diablos Nocturnos se dirigió a una muerte segura.
Fue aproximadamente a trescientos cincuenta y seis metros pasada la frontera de las Regiones de Hierro donde hallaron su final.
La Chimera de Krakvarr fue la primera en ser atacada: El comisario se había instalado en la escotilla, y usándola como púlpito, escupía dogmas y flemática retórica a los hombres. Estaba a medias de un sermón en el que manifestaba la debilidad de los alienígenas cuando algo inhumanamente rápido y tan afilado que emitió un sonido de guadaña en el aire pasó junto al tanque. Krakvarr se detuvo en mitad de su discurso, con su estúpida boca colgando antes de que la cabeza se le cayera de los hombros. Medio segundo después, una salva descargada desde un distante esquife traspasó la parte delantera del tanque. El glacis blindado se partió como el pergamino ante un oscuro rayo que atravesó a tres miembros de la tripulación y a cuatro soldados de asalto que se encontraban en el compartimento para soldados antes de pasar al otro lado. Los tanques de combustible se cocieron en un microsegundo. El transporte explotó con un fuerte estallido, y el fuego, el humo y la metralla inundaron el aire a su alrededor.
Slayte, de pie y orgulloso en la escotilla de su propia Chimera, con el sargento Colmm a su lado actuando como artillero, dio la orden de adoptar formaciones de defensa y de repeler a los atacantes.
Los eldars oscuros cayeron sobre ellos como cortante lluvia. Un momento la amenaza se encontraba lejos, y al siguiente estaba entre ellos seccionando y hendiendo.
Se movían en manadas y se mantenían en el aire sobre patines gravíticos y motocicletas o en sus planeadores y afilados esquifes. Los cañones de tubo largo instalados en las proas de las naves escupían oscuras lanzas de energía que desgarraban el metal y asaban la carne. Los guerreros que estaban a bordo, sosteniendo largas cadenas y tiras de cuero mientras se inclinaban sobre las plataformas y corrían por el lomo de los esquifes, reían y aullaban con perverso regocijo en tanto descargaban sus rifles.
Una de las naves estaba ocupada por una horda de guerreros-brujos de ambos sexos semidesnudos, aunque la andrógina naturaleza de la raza hacía difícil distinguirlos. Blandían ganchos y tridentes, redes y gujas, y sonreían maliciosamente al pensar en la inminente carnicería. Juntos, los asaltantes avanzaban en bajos y amplios arcos. Era obvio que estaban intentando rodear al grupo de batalla imperial.
Slayte descargó su pistola contra un trío de xenos montados en patines gravíticos. Los histéricos demonios cambiaron de rumbo en un instante, y faltó el tiro. Al momento, Colmm se estaba ahogando y soltó la ametralladora pesada antes de que pudiera tirar de los gatillos. Se llevó las manos al cuello, en el que Slayte empezó a distinguir un largo y plateado hilo. El asistente fue arrancado de la escotilla y elevado por los aires borboteando sangre, y se perdió en la infernal luz del sol de Geviox.
A su alrededor, el fuerte estallido de los rifles infernales se unió al silbido del fuego cristalino de los eldars. Los hombres gritaban y se daban la vuelta con el rostro cubierto de esquirlas y de sangre. Desde su posición estratégica, Slayte podía ver ágiles figuras moviéndose entre la carnicería y partiendo cuerpos con sus espadas. Una llegó dando acrobáticas volteretas hasta la parte delantera de la otra Chimera. El comandante Schaeifen había desenfundado la pistola láser y lanzaba estallidos desde la escotilla. Pero fue como si el tiempo se detuviese alrededor de la bruja, y ésta se agachó y esquivó todos los disparos. Cada paso la acercaba más, hasta que estuvo cara a cara con el comandante de los Diablos Nocturnos, que sacó su arma auxiliar para lanzar un último y desesperado disparo. Con serpentina velocidad, ella colocó la palma de su mano en la boca de Schaeffen y le clavó la pipa apagada en la garganta para que se ahogara.
Mientras daba sus últimos suspiros y se volvía tan gris como su uniforme, la bruja lo abrió con sus cuchillas y derramó los intestinos del comandante por toda la parte delantera del tanque. Esto le llevó unos segundos, y después se marchó, antes de que Slayte pudiese apuntarle con su arma.
—¡Tranquilos! —gritó por el megáfono instalado en la escotilla—. ¡Mantened la formación!
Era una locura. Había perdido la cordura. Jamás deberían haber salido del búnker. ¡Al oscuro infierno con Geviox y los malditos eldars! Slayte agarró la ametralladora pesada y la arrancó de su soporte mientras un equipo de enemigos en motocicletas apareció flotando ante él. Sosteniendo el arma contra el borde de la escotilla, se apoyó en el lado contrario y tiró de los gatillos.
La fuerza del retroceso era tan intensa que le recordó a su primer descenso desde una Valquiria. En aquella época era miembro de las tropas de asalto de élite. Hacía muchos años. Eran tiempos menos complicados, y Slayte se sorprendió echándolos de menos de nuevo mientras la ametralladora escupía caliente metal por la boca. Una larga línea de fuego trazador impactó contra los motoristas, volcando una de las máquinas y haciendo estallar otra.
—¡Feg! —escupió Slayte, usando una vieja maldición del mundo natal de los Diablos Nocturnos.
La sonrisa de su rostro nació de un fatalista abandono, ya que una de las motoristas había sobrevivido a la salva e iba a por él. No llevaba casco, y sus ojos estaban cargados de perversa malicia mientras hacía oscilar una larga y serrada hoja.
Stayte tiró de los gatillos de nuevo. Su corazón dio un vuelco al oír que la máquina se había encasquillado. La perra alienígena se había agachado, anticipándose a su movimiento. Cuando volvió a enderezarse, su expresión estaba repleta de sádico regocijo.
«Ya eres mío», decían sus ojos.
—Vas a sufrir —dijeron sus labios arrugados con la forma de un beso.
Un soldado de asalto que parecía el sargento Donnsk se asomó por la escotilla junto a Slayte; llevaba un rifle infernal. Un estallido de fuego de los cañones delanteros de la motorista le arrancó la mitad de la cara y el hombro, y dejó sólo calientes y rojos jirones de carne.
Donnsk cayó sin emitir ni un lamento.
Slayte apuntó con su pistola de nuevo. Si aquél iba a ser su final, por el Trono que moriría con un arma en la mano.
Los Diablos Nocturnos estaban siendo masacrados. Rodeados y desplazados de sus posiciones, eran como el ganado conducido al matadero… Todas las Chimeras, excepto la de Slayte, habían sido destripadas, aunque, ahora que se paraba a pensarlo, por debajo de él se oían extraños sonidos de gorgoteos. Pequeños grupos de resistencia aguantaban contra la adversidad. Aquellos hombres eran algunos de los mejores guerreros de la Guardia Imperial. Incluso en tales circunstancias no se acobardaban ni se retiraban. Pero los cuerpos xenos que salpicaban la casi absoluta matanza de los humanos no eran, ni de lejos, suficientes.
Slayte percibió cómo el tiempo se condensada en un único momento; su último momento sobre aquella oxidada roca de hierro.
El martillo cayó sobre el bólter y el disparo estalló desde la cámara con la misma lenta determinación que una avalancha. El cono de fuego proyectado desde la boca del arma destelló con incandescencia durante lo que parecieron minutos, extendiéndose y retrayéndose como una latigante lengua.
La bruja esquivó el disparo sobre la motocicleta planeadora como si se moviera en una esfera distinta, más ventajosa y temporal, y Slayte aceptó la inevitabilidad al ver que agarraba la espada. Esperaba una muerte dolorosa. No esperaba que un verde corneta llegase desde lo alto y la aplastase allí donde planeaba.
Un enorme peso impactó contra la Chimera, abollando su blindado glacis, y derribó a la motocicleta con él. El zumbido de las espadas sierra interrumpió los gritos de la motorista y los dejó en un chillido a medias.
El tiempo volvió a su velocidad normal, y Slayte distinguió la figura de un gigante delante de él. Más cometas descendían a su alrededor por todo el campo de batalla. El guerrero se medio volvió para mostrar uno de los lados de su casco de combate con la rugiente imagen de un lagarto. Sobre su espalda se agitaba una capa de escamosa piel.
—Diles a tus hombres —dijo el guerrero con voz profunda y grave— que los Salamandras han venido a salvaros.